Dumas hijo definió a Scribe como el mayor experto en manipular personajes sin vida. Podría haber añadido que también sabía manipular a personas vivas: todas las que llenaban sus estrenos. Porque otro ingrediente de la fórmula del éxito es la promoción: Hollywood realiza un gasto en publicidad que supera la mitad del ya elevadísimo presupuesto de producción de sus películas, lo que hace imposible que cualquier otra cinematografía pueda competir con ellas. Avatar, de James Cameron, costó 300 millones de dólares, y al menos 150 millones más de promoción. Por si esto fuera poco, las grandes compañías estadounidenses tienen el control de la distribución y la exhibición en todo el mundo (Scribe, por cierto, poseía decenas de teatros en Francia). Pero la publicidad no es el último ingrediente de la fórmula del éxito.
En 1948 una ley del Tribunal Supremo de Estados Unidos prohibió que los grandes estudios poseyeran las salas de exhibición y que impusieran paquetes de películas, dando libertad a los cines para proyectar lo que les interesara. Los grandes estudios se vieron en la obligación de distribuir las películas extranjeras e independientes que solicitaban los cines, lo que hizo que United Artist, el estudio fundado por Chaplin, Pickford y Griffith, aumentara sus beneficios gracias a su amplia cartera de films europeos. En 1982, sin embargo, el presidente y antiguo actor Ronald Reagan modificó las reglas del juego y permitió que los estudios pudieran recuperar el control de las salas: la compañía MCA, propietaria de Universal, adquirió en 1986 más de cuatrocientas pantallas, entre ellas las de Cineplex Odeon; su rival Tri Star adquirió más de doscientos. Con el control de las salas, los nuevos conglomerados cinematográficos, que absorbieron incluso a los grandes estudios, pudieron frenar el paso a distribuidoras independientes como Lorimar o Island y a cualquier cinematografía extranjera, al dejarlas sin salas donde exhibir sus películas. Hay que tener en cuenta que en los años ochenta las distribuidoras podían llegar a cobrar el 90 por ciento de la recaudación en las salas en concepto de alquiler de la película (aunque la proporción habitual era de un 60 o 70 por ciento), pero esos ingresos disminuían a medida que transcurrían las semanas, por lo que les interesaba que las películas se estrenasen en miles de salas a la vez y obtuvieran un éxito inmediato durante al menos una o dos semanas, aunque con ciertos títulos las condiciones se endurecían. Por poner un ejemplo, Universal reclamó más del 60 por ciento de la recaudación de Parque Jurásico durante todo el período de su exhibición.
Si las salas rechazaban un negocio tan poco interesante, entonces se quedaban sin estrenos taquilleros. Las productoras y distribuidoras llegaron a pedir un porcentaje por anticipado sobre la recaudación futura, a no ser, como ya he dicho, que las salas pertenecieran al mismo conglomerado económico que las distribuidoras.
Los beneficios de los productores pueden ser inmensos, pero también sus gastos, tanto en la promoción como en la fabricación de copias para miles de salas y su distribución, pues la industria del entretenimiento, que es el segundo negocio exportador de Estados Unidos, obtiene hasta el 40 por ciento de sus beneficios en Europa y el resto del mundo. En 1990, más del 75 por ciento del cine exhibido en Europa eran películas estadounidenses, mientras que el cine europeo y asiático apenas se estrenaba en Estados Unidos. Los gastos de producción, promoción, distribución y exhibición de la industria cinematográfica se hicieron cada vez más exorbitantes durante los años ochenta:
Mientras que entre 1956 y 1979 tan sólo treinta y seis películas tuvieron un presupuesto superior a quince millones de dólares, en 1980 hubo diecisiete, y en 1982, cincuenta y dos. ¡Entre 1980 y 1988 se contaron doscientas setenta y ocho!
Las grandes productoras fracasaban con casi todas sus películas, pero las pocas que conseguían convertirse en éxitos masivos compensaban las pérdidas; de hecho, en los años ochenta sólo tres de cada diez películas recuperaban la inversión inicial.
Es lo que se conoce como el método para ganar en el casino doblando siempre la apuesta anterior, un sistema que sólo puede llevar hasta el final un auténtico millonario, porque una larga sucesión de apuestas sin premio arrastra a la ruina a cualquier otra persona. Del mismo modo que la carrera de armamentos provocó la quiebra económica de la Unión Soviética en los años ochenta, Hollywood subió tanto las apuestas, al controlar todos los medios de distribución, exhibición y promoción, que sus rivales tuvieron que abandonar la mesa de juego. Como dice el célebre adagio, nada tiene más éxito que el éxito, y por eso las multimillonarias campañas de publicidad se encargan de que nos enteremos de que una película es un éxito incluso antes de que se estrene.
Sería ingenuo pensar que, en un medio de masas como es el cine, las normas se levantan y caen por su propio peso.
DAVID BORDWELL
Supongo que Marx (Karl, no Groucho) estaría de acuerdo en que la historia del cine en las últimas décadas es una estupenda constatación de cómo la estructura (el dominio de la producción, distribución y exhibición) influye en la superestructura (la ideología y la cultura), en este caso en la manera de escribir guiones y en el tipo de películas que se estrenan. Como decía Ira Konigsberg en 1997, en su Diccionario completo del cine:
Si el lector examina este volumen, descubrirá en qué medida el mundo de los negocios y el mercado influyen prácticamente en todo lo que sucede en la industria, incluyendo lo que vemos y oímos en los cines.
El dominio casi absoluto del cine de Hollywood desde mediados de los años ochenta y la particular manera en la que obtenía sus mayores ingresos, favoreció la adopción de técnicas narrativas que pudieran lograr el éxito rápido, lo que se ha llamado blockbusters o taquillazos, que hacen que millones de personas en todo el mundo llenen miles de salas, al menos durante el primer fin de semana. El guión tampoco escapó a los cálculos comerciales de la industria del entretenimiento en los años ochenta. Se necesitaban películas que se entendieran con facilidad en Misuri y en Bangkok, en Madrid y en El Cairo, así que no servían ya los experimentos de los años sesenta y setenta y había que volver a una estructura más convencional: «Una película debe gustar a todo el mundo, y, por lo tanto, debe perder buena parte de su personalidad y de su profundidad».
No sólo eso, las películas también debían ser adecuadas para alquilarse después en videoclubs (en Estados Unidos la mayor cadena se llamó Blockbuster, no por casualidad) y posteriormente en la televisión. Supongo que al lector no le sorprenderá saber que los grandes conglomerados del entretenimiento también controlaban el medio televisivo y que obligaban a las cadenas, incluso en el extranjero, a emitir decenas de películas sin mayor interés, bajo la amenaza de quedarse sin los últimos superestrenos. Pero, antes de ocuparnos de ese nuevo guión que necesitaba la industria, hay que deshacer un equívoco.
Cuando hablo aquí de la forma clásica de escribir guiones, no me refiero a la manera tradicional de escribir guiones, sino a la que se basaba en éxitos como Star Wars (1977) y en teorías como el paradigma de Field (1979), que empezaron a dominar el cine de Hollywood en los años ochenta.
Lo que yo digo es que esos profesores son peligrosos si tú intentas hacer algo nuevo, y un guionista debe intentarlo siempre.
CHARLIE KAUFMAN EN Adaptation
La estructura en tres actos de Field, «el paradigma», se convirtió en las Tablas de la Ley del cine de Hollywood. Cualquier guionista que quisiera dedicarse al oficio encontraba en Field o en sus imitadores lo que había que hacer para escribir un guión «como Field manda». El resultado fue películas cada vez más parecidas unas a otras y cada vez más artificiosas en su estructura. Con el tiempo, a la sencillez, o si se prefiere al simplismo de la estructura de Field, se sumaron otras teorías esquemáticas, como la del viaje del héroe, que Lucas aplicó a La guerra de las galaxias y que después popularizó Christopher Vogler. Se trata de teorías interesantes, incluso estimulantes cuando se toman como una sugerencia, pero incapacitantes y triviales si se aplican como un dogma. El mundo del guión se llenó de fórmulas mágicas, no muy diferentes de las pócimas de los brujos o de las reglas del teatro de Scribe: dos puntos de giro y un clímax con crisis y revelación podían llevar a un desenlace catártico y reparador; un detonante, dos ganchos y una pinza en la parte media podían conducir a la alfombra roja de los Oscar. Nada envejece peor que estas obras. A muy pocas personas les interesan novelas, películas y series que en su momento fueron las más vistas, pero cuyo éxito ahora nos parece incomprensible por su fatigosa previsibilidad. Hoy en día, no sólo los guionistas, sino también muchos espectadores empiezan a cansarse de ver siempre lo mismo y reclaman nuevas maneras de contar historias.
Linda Aronson compara los diversos métodos para escribir guiones con la distinción que hace el experto en creatividad Edward de Bono entre pensamiento vertical y lateral. El pensamiento vertical recorre de manera ordenada caminos ya conocidos, avanzando en línea recta y sin desviarse; el pensamiento lateral maneja diferentes estímulos, los mezcla y obtiene resultados inesperados. De Bono considera que ambas formas de pensamiento son necesarias: hay que seguir un método y unas reglas para no perderse en abstracciones irrealizables, pero también es necesario no aferrarse demasiado a dogmas y reglas y estar abierto a ideas que a primera vista parecen absurdas. Las explicaciones de De Bono tienen a veces ese aroma inconfundible de las teorías simples capaces de convertirse en best sellers y, como dice Samuel Velasco, lo más probable es que casi siempre usemos los dos métodos al mismo tiempo, algo que hacía constantemente el astrónomo Johannes Kepler, descubridor de las órbitas elípticas de los planetas. Kepler, que además de astrónomo era astrólogo (profesión que calificaba de «sucio lodo», pero que le daba dinero), comenzaba por preguntarse cómo se movían los planetas y a continuación intentaba aplicar cualquier solución imaginable. Una vez establecida una hipótesis, la sometía a un examen severo, comparando sus predicciones con los datos observables, pues no en vano disponía del mejor observatorio de la época, heredado de Tycho Brahe. Siguiendo este método intentó explicar el movimiento planetario con diversas combinaciones de esferas, que era la figura perfecta, y después lo intentó con los llamados sólidos platónicos o perfectos (las figuras que tienen todos los lados iguales, como el cubo o el octaedro). Creó así un modelo insólito del sistema solar, que tampoco resistió la comprobación posterior. Por fin, no tuvo más remedio que recurrir a lo que él llamaba «el carro de estiércol», es decir, las elipses, que tras minuciosa observación resultaron ser la solución definitiva. Gracias a esta combinación de pensamiento desbocado y metódico fue el primero en descubrir cómo se movían los planetas, a no ser que se le anticipara, como nos sugiere Amenábar en Ágora, Hipatia de Alejandría. Aunque sin citar a Kepler y empleando la jerga de De Bono, Linda Aronson recomienda un método semejante para escribir un guión:
1. El pensamiento vertical propone la tarea que resolver.
2. El pensamiento lateral hace un brainstorming (tormenta de ideas) de posibles soluciones, sin preocuparse de que sean razonables.
3. El pensamiento vertical revisa las ideas e intenta dar forma a las más interesantes.
El problema del llamado pensamiento vertical es que echa mano de reglas aprendidas y las repite de manera acrítica, sin darse cuenta de que quizá no sirven para el guión que está escribiendo. Eso es lo que sucede cuando un guionista intenta aplicar sea como sea las estructuras recomendadas en los manuales, con sus actos y sus puntos de giro en el minuto 26 o 27, por ejemplo. En el otro extremo, el pensamiento lateral, a pesar de parecer más original, hace un uso excesivo de eso que llamamos intuición o instinto, que casi siempre es tan sólo la suma de nuestros prejuicios. Como dice Aronson, el guionista instintivo recurre a las primeras ideas que le vienen a la cabeza, que casi siempre son variaciones de sus historias o imágenes favoritas. Carl Sautter, el productor ejecutivo de la serie Luz de luna, recuerda que cuando escuchaba propuestas de guionistas noveles:
Casi todos proponían variaciones de casi las mismas tramas. La más popular: Maddie y David eran encerrados juntos… Cada guionista exponía esta única idea con verdadero fervor, creyendo que era la más original y fascinante de todos los tiempos.
Cuando nos dejamos llevar por el entusiasmo narrativo lo más frecuente es que, como dice Truby en Anatomía del guión, repitamos, casi siempre sin darnos cuenta, algo que ya hemos visto:
Los guionistas suelen plantear una idea que no es más que la variación de la idea de la película que vieron seis meses antes.
Yo también, como profesor, guionista o director, he leído tratamientos, sinopsis, guiones o he visto series, programas y películas que pretendían ser originales pero cuyas fuentes eran fácilmente identificables, desde aventuras de Mortadelo y Filemón en series españolas de policías a imitaciones castizas de The Wire o Los Soprano. Como es obvio, no hay nada malo en inspirarse o imitar tan excelentes modelos, siempre que se introduzcan variaciones interesantes, lo que resulta más fácil cuando uno emplea a propósito esos referentes. El problema se produce cuando además de imitar otros modelos se aplican fórmulas dogmáticas relacionadas con la estructura: entonces no hay manera de escapar del cliché. Parece difícil negar que James Cameron o sus guionistas plagiaron en Avatar (2009) el guión de Pocahontas (1995); pero resulta que ya existía una primera versión de Avatar un año antes del estreno de la película de Disney. Se trata de una polémica estéril: Cameron se limitó a aplicar los clichés estructurales y narrativos de los guionistas de Hollywood en los relatos en los que un invasor «civilizado» se integra en una comunidad de nativos «primitivos», cuyo modelo era entonces Bailando con lobos (1990), ganadora de siete Oscar («nada tiene más éxito que el éxito»), una película que a pesar de su apología del modelo de vida indio está muy lejos del riesgo narrativo de Un hombre llamado caballo (1970); baste con recordar que en Bailando con lobos, el teniente Dunbar (Kevin Costner) vive con los indios pero se enamora de una cautiva blanca. Algunos saben cuáles son sus fuentes y otros lo ignoran y es inevitable que copiemos a otros sin saberlo, porque no hay ninguna obligación de conocer toda la historia de la cultura humana. Lucas no puso al inicio de La guerra de las galaxias sus letras sobre la pantalla para imitar los prólogos de Shakespeare o de Plauto, sino que lo copió de su serie de televisión favorita, Flash Gordon (1954-1955). También imitó la sabiduría tradicional de los narradores al aplicar el esquema del mito del héroe, que había leído en los libros de Joseph Campbell, y aplicó al cine de aventuras lo que ya había hecho Walt Disney con los cuentos infantiles. Lo mismo hizo Spielberg con películas como Tiburón, E.T. o En busca del arca perdida: historias simples pero efectivas, un mundo dividido en buenos y malos (recuperó incluso a los nazis como enemigos de Indiana Jones), finales felices, héroes que se redimen, familias que se rehacen.
Son esquemas tradicionales que siempre han existido, universales si se quiere, pero que ya habían sido matizados, corregidos, enriquecidos e incluso negados por los propios dramaturgos griegos, desde Esquilo hasta Eurípides, que sabían que para bien o para mal ya no podían darle a su público las mismas historias de los cantores ambulantes.
Los guiones se hacen pensando en cómo diablos poder seducir a una televisión, a una comisión para que inviertan dinero. El cine está viviendo una esclavitud terrible en este sentido. Es un despotismo del guión.
JOSÉ LUIS GUERÍN
En los últimos años se advierte un cambio en la manera de escribir guiones que recuerda a los que se han producido en el teatro, la pintura, la poesía o la literatura; se abandonan fórmulas empleadas durante años y se crean nuevas estructuras, nuevos intereses narrativos, nuevas maneras de contar las cosas. Cuando los guionistas actuales se alejan de las teorías que han dominado en las últimas décadas, a menudo recuperan las técnicas narrativas de sus abuelos, de los escritores de las primeras series de televisión y de los guionistas del cine clásico y de los años sesenta y setenta, no sólo del estadounidense, sino también del europeo o asiático. Del mismo modo que las ideas de Field se pueden rastrear en teorías del siglo XIX, del XVIII, e incluso anteriores, la respuesta a ese modelo también se puede encontrar en el pasado, porque frente al formalismo y el formulismo extremo siempre han existido alternativas y muchos guionistas actuales buscan sus modelos no en el Hollywood de los últimos treinta años, sino en el de los años treinta. El ejemplo de Linda Aronson, autora del libro 21st Century Screenwriter (El guionista del siglo XXI), es muy ilustrativo:
Cuando encontré la teoría convencional de escribir guiones, me di cuenta enseguida del valor de contar historias con un héroe y una estructura en tres actos con un aumento constante del suspense hasta alcanzar un clímax poderoso.
Sin embargo, también percibió con claridad que algo fallaba, porque sabía que existían otras posibilidades narrativas:
Yo sabía que los flashbacks y otros saltos temporales (prohibidos entonces, incluso considerados propios de holgazanes) podían funcionar muy bien. Sabía que las películas no tenían por qué tratar de la evolución o mejora de un protagonista, y que podían tener también intenciones de crítica social y un final que no fuera optimista, e incluso que resultara descorazonador y pesimista… Sabía que existían muchas películas de éxito que no seguían el patrón lineal del héroe… Sabía que obras de arte del teatro, desde Shakespeare a Ibsen o Chéjov eran acerca de grupos: El sueño de una noche de verano no es acerca de un héroe, y Chéjov escribió acerca de tres hermanas, no de una.
Dancyger y Rush definen el modelo dominante en teoría del guión como estructura en tres actos reparadora («Three Acts Restorative Form»), que en ciertos contextos se podría traducir con más precisión por terapéutica, curativa o reconstituyente, porque hace que el espectador salga feliz y satisfecho del cine, con la conciencia tranquila, bien content, como decía Scribe hace casi dos siglos.
La estructura en tres actos reparadora consiste en tres actos con sus puntos de giro. El primer acto es el planteamiento; el segundo, la confrontación, y el tercero, la resolución. Cada acto comienza bajo para ir ascendiendo. Existe un personaje central o protagonista que debe cambiar y los puntos de giro sirven para mostrar ese cambio. Al final del primer acto el personaje da un paso que le mete en la aventura, en un punto sin retorno que le precipitará en las complicaciones del segundo acto. Durante el segundo acto el personaje es llevado de un lado a otro por las consecuencias de su acción e intenta diversas soluciones, que le van metiendo en más líos; pero son falsas soluciones, por lo que al final se da contra un muro y cae en el momento más bajo, sin solución aparente, que suele ser el punto de giro del final del segundo acto. En el tercer acto debe salir de ese pozo y tiene algún tipo de revelación: quiénes son sus amigos, quiénes sus enemigos, quién es en realidad y cuáles son sus verdaderas cualidades. Normalmente soluciona primero su problema interno y después el externo, lo que le lleva a la redención. Esto no implica un final feliz, aunque suele ser lo habitual en el cine más comercial de Hollywood.
Pero no se trata tan sólo de los tres actos y sus puntos de giro, sino también de una manera de contar historias que huye de toda complejidad y que no plantea al espectador ningún problema más allá de la preocupación que pueda sentir por los personajes. Si el teatro griego buscaba la catarsis y provocaba verdaderas crisis en el espectador, la estructura en tres actos reparadora ni siquiera merece su nombre, porque no llega a plantear ningún problema ni repara nada que se rompa en el espectador, lo único que parece romperse tiene relación con los protagonistas de la historia. Esta estructura, que los manuales de guión han recomendado durante los últimos treinta años, tiene el problema en su forma más tópica de reducir la complejidad de la vida y el drama a un esquema simple y previsible, donde la relación entre causa y efecto crea una línea de acción tan rígida que elimina toda ambigüedad, además de limitar el tono, la atmósfera y la voz del narrador. Todo se somete a las necesidades y conflictos del personaje, que empieza siendo reflexivo y dubitativo, pero que en cuanto cae en la tentación va dando tumbos de un lado a otro, llevado por un ciego entusiasmo e inconsciencia, a pesar de que los espectadores ven que se está equivocando en todo, hasta que de repente se da cuenta de lo que ha hecho, y entonces parece recuperar milagrosamente la cordura perdida en los últimos cincuenta minutos y se dedica con empeño a solucionar los terribles problemas que le acosan. El esquema es tan rígido que dirige la historia más allá de los propósitos del narrador, que acaba siendo víctima de esa sucesión medida de causas y efectos, lo que le hace caer en los mayores tópicos sin ser consciente de ello.
La estructura reparadora también muestra un mundo dividido en buenos y malos, donde todo ocupa su lugar y acaba resolviéndose. Hay quien piensa que el hecho de que Darth Vader muestre al final de El retorno del Jedi que antes fue bueno, o que los personajes de El señor de los anillos (de J. R. R. Tolkien o de Peter Jackson) puedan convertirse en malvadísimos por el deseo de poseer el anillo es una muestra de complejidad psicológica, pero son personajes carentes de ambigüedad porque son víctimas del anillo o de la fuerza oscura, del Bien o del Mal con mayúsculas que actúa sobre ellos. Nada que ver con la verdadera ambigüedad moral, sino tan sólo sencillo maniqueísmo. La constatación de lo mucho que nos pueda gustar un libro de cuentos infantiles o una película como El señor de los anillos no impide que seamos conscientes de que sus personajes carecen de profundidad psicológica, quizá con excepción de Gollum, aunque, como es obvio, también es un ejemplo tópico de personalidad dividida.
Por otra parte, en esa estructura los aspectos sociales o externos al personaje se minimizan, todo lo contrario de lo que sucede en tragedias clásicas como El rey Lear: aunque Lear se da cuenta de su error al rechazar a Cordelia y confiar en sus dos hipócritas hijas, eso no le permite solucionar todos los problemas que su estupidez y soberbia han provocado. El mundo es ajeno a su cambio personal y no hay solución reparadora fácil. Es demasiado tarde y, a pesar de que Lear ha alcanzado en cierto modo la revelación, eso no soluciona el problema, sino que tan sólo aumenta su dolor y su locura.
En Las paradojas del guionista me referí a la ley que dice que el guionista es libre de crear las reglas pero que después debe someterse a ellas, al menos si quiere ofrecer un trato justo al espectador. También es posible jugar sucio y engañar al espectador, aunque es bastante arriesgado. Pero el problema con la estructura reparadora es que el narrador no tiene ninguna posibilidad de crear sus propias reglas porque está sometido a una estructura tan férrea que le impide tener una voz propia. La narración muestra una engañosa claridad: aquí se decide esto, aquí se complica lo otro, pero esas tramas no nacen del análisis de un problema narrativo concreto, sino de la imitación servil de un modelo narrativo dogmático: el cine imita no ya la vida, sino al propio cine y a veces ni siquiera eso, pues la estructura acaba por compararse consigo misma.
La llamada forma clásica o estándar de escribir guiones no es, como hemos visto, la verdadera forma clásica, sino una interpretación formalista en grado extremo, surgida en los años ochenta del siglo pasado, del mismo modo que el clasicismo, decoroso, medido y moderado, no tiene nada que ver con los griegos a quienes decía imitar. No hay comparación posible entre la mesura de un Racine y el dolor sin remedio de un Sófocles, ni siquiera entre las burlas de un Molière y los excesos, groserías e insultos de un Aristófanes, que se parece más a Rabelais y su Gargantúa y Pantagruel que a quienes en la corte francesa pretendían legislar la literatura basándose en un supuesto modelo griego. La teoría aristotélica de la narración tampoco es la que se suele explicar en los libros y en las clases de guión: que una obra debe tener tres actos. Eso es lo que pensaba Field y todavía piensan muchos. Pero Aristóteles habla en su Poética a veces de dos actos y en ocasiones de tres, de cuatro e incluso, como cuando se refiere a la Ilíada, de multitud de episodios.
La verdadera teoría aristotélica de la narración es más interesante: para Aristóteles, un guión debe ser como un organismo, como un ser vivo, en el que todas sus partes contribuyen a un mismo fin. Cuando observamos a un perro, vemos que tiene cuatro patas: si le quitamos una pata, cojea; cada parte tiene una función que cumplir en el organismo, sirve para algo. En un buen guión las partes deben ser como las partes del perro: deben cumplir una función.
Como es sabido, el montaje transparente clásico de Hollywood pretendía que el espectador no percibiese el esfuerzo de construcción narrativo y se dejase llevar por la acción sin hacerse preguntas acerca de la forma empleada. Este esfuerzo de anonimato hizo que durante muchos años a la mayoría del público ni siquiera le importara quién había escrito el guión o dirigido la película: sólo se fijaba en la acción y en los actores. Sin embargo, a partir de los años ochenta la extrema formalización de la tarea de escribir guiones, provocada por las teorías de Field y otros autores, y la repetición mecánica de la estructura en tres actos reparadora, con sus puntos de giro situados en minutos precisos, sus crisis aceleradas o retardadas y los diferentes artificios narrativos han acabado con el montaje transparente, por la sencilla razón de que toda la tramoya estructural se ha hecho intuitivamente evidente para los espectadores. En la estructura reparadora la estructura funciona no ya sólo como un esquema en el que situar las acciones, sino como una voz narrativa que plantea una sucesión previsible de peripecias. La gran paradoja de todo esto es que no se trata de relatos contados por un narrador omnisciente que todo lo sabe, sino que se ha transferido esa omnisciencia al propio espectador: también él sabe lo que va a pasar y percibe, aunque no sea del todo consciente de ello, el mecanismo que hay debajo; siente de un modo vago que «se sabe la película». Si además de espectadores somos guionistas, también sabemos en qué etapa narrativa estamos en cada momento y cuáles nos esperan. Y claro, espectadores y guionistas acabamos aburriéndonos, del mismo modo que en el período clásico del cine llegó a resultar aburrido saber desde el principio que las prostitutas buenas se redimían al final, pero morían o ingresaban en un convento; o que los malos tenían bigote. Por eso, los guionistas y directores se vieron obligados a cambiar los argumentos y tuvieron que buscar nuevas fórmulas y trucos narrativos que lograran que los espectadores considerasen interesante acudir a las salas de cine. No es extraño que surgieran directores como Alfred Hitchcock, quien, a pesar de ser un firme defensor del suspense frente a la sorpresa, ofrecía como principal reclamo la no previsibilidad de sus historias e insistía en que nadie contara los golpes de efecto y el desenlace: el placer no consistía sólo en el relato, sino también en la manera en que ese relato trastocaba las expectativas del espectador. Pero en los últimos años, el problema no está en las tramas en sí mismas, que intentan, como siempre, ser imprevisibles en sus detalles concretos, sino en la manera en la que esas tramas son construidas: eso es lo previsible.