—Yo tengo un puesto aquí, señor.
El hombre que estaba al otro lado de la mesa parecía ajustarse a la imagen del típico jefe de policía —el que, por otra parte, era su rango— de una serie de televisión: cabello blanco, una mandíbula bien marcada, gafas de montura dorada.
—¿Y cuál es el problema, oficial?
El jefe de Departamento Randolph C. Eckert le lanzó una mirada que Sachs reconoció inmediatamente: su concepto de igualdad consistía en mirar con la misma severidad a los oficiales mujeres que a los oficiales hombres.
—Tengo una reclamación que hacer, señor —dijo ella con dificultad—. ¿Ha oído hablar del caso del secuestro del taxi?
Él asintió con la cabeza.
—Sí, ese que ha convertido la ciudad en un auténtico caos.
A ella, en cambio, le parecía más bien que aquel efecto secundario era poco más complicado que un juego de niños, pero no se atrevería nunca a corregir a un subdirector de policía.
—Esa maldita conferencia de la ONU —continuó él—, con el mundo entero pendiente de nosotros. Es injusto. La gente no habla de crímenes en Washington o en Detroit, bueno, puede que en Detroit sí, digamos en Chicago. Nunca, no, es en Nueva York donde la gente da los golpes, aunque en Virginia, en Richmond, hayan tenido más asesinos per cápita que nosotros el año pasado. Estoy harto. Antes me atrevería a pasear desarmado por medio de Harlem, que a dar una vuelta en coche con las ventanillas cerradas por South City, en Washington.
—Sí, señor.
—Creo que encontraron muerta a esa chica; salió en todos los noticiarios… Esos malditos periodistas.
—Sí, ocurrió en el sur, hace poco.
—Es una pena.
—Sí, señor.
—¿La mataron sin más? ¿No hubo petición de rescate ni nada?
—No parece que hayan pedido rescate.
—¿Cuál es su reclamación?
—Esta mañana estuve de primer oficial en un homicidio relacionado con ese caso.
—¿Es usted patrullera? —preguntó Eckert.
—Era patrullera. Se supone que me iban a trasladar a Asuntos Públicos hoy al mediodía. Para una sesión de preparación —levantó las manos, llenas de tiritas de color carne, y las dejó caer sobre su regazo—. Pero me liaron y me embarcaron en otro asunto.
—¿Quién?
—El detective Lon Sellitto, señor. Y el capitán Haumann y Lincoln Rhyme.
—¿Rhyme?
—Sí, señor.
—¿No era ése el encargado de la IRD hace unos cuantos años?
—Sí, señor. El mismo.
—Creí que estaba muerto.
«Los egos así nunca mueren».
—Pues está bastante vivo, señor.
El jefe de Departamento se quedó mirando por la ventana.
—Ya no está en el cuerpo. ¿Qué hace implicado en este caso?
—Es una especie de asesor, creo. El caso es de Lon Sellitto y lo supervisa el capitán Polling. Yo he estado esperando este traslado ocho meses, pero ellos me han obligado a ocuparme de la escena del crimen, cuando yo nunca había trabajado escenas del crimen. No tiene sentido, y francamente lamento haber sido asignada a un puesto para el que no estoy entrenada.
—¿Escena del crimen?
—Rhyme me ordenó ocuparme de la escena, yo sola.
Eckert no lo comprendía, no entendió las palabras.
—¿Por qué un civil está ordenando a oficiales uniformados que hagan algo?
—Es lo que yo digo, señor —Sachs lanzó el anzuelo—. Quiero decir que yo podría ayudar hasta cierto punto, pero no estoy preparada para descuartizar víctimas…
—¿Cómo?
Ella pestañeó como si se sorprendiera de que él no la hubiese oído. Le explicó el asunto de las esposas.
—¡Oh, Dios mío! Pero ¿qué es lo que está pensando esa gente? ¿Acaso no saben que todo el país está pendiente de nosotros? El secuestro ha salido en la CNN todo el día. ¿Cortarle las manos? Dígame, ¿es usted hija de Herman Sachs?
—Sí.
—Un buen oficial, un excelente oficial. Yo le di algunas recomendaciones. Él era lo que cualquier oficial de guardia debería ser. Estaba en Midtown South, ¿no?
—Sí, en Hell's Kitchen, donde yo hacía la ronda.
«Mi antigua ronda».
—Herman Sachs probablemente previno más crímenes que los que toda la división de detectives junta logró resolver en un año. Simplemente sabía controlar las cosas.
—Sí, así era mi padre.
—¿Las manos de la chica? —bufó Eckert—. Su familia nos demandará tan pronto como se enteren. Nos ponen demandas por todo. Un violador nos ha demandado porque recibió un tiro en una pierna cuando atacó con un cuchillo a un oficial. Su abogado tiene la teoría de lo que denomina «la muerte como última alternativa». En lugar de dispararles se supone que deberíamos apaciguarles…, o pedirles educadamente que no hagan esas cosas, no sé. Mejor les doy un toque al jefe y al alcalde sobre este asunto. Tengo que hacer algunas llamadas, oficial —dijo, mirando al reloj de pared. Eran poco más de las cuatro—. ¿Ha cumplido su horario por hoy?
—Tengo que pasarle un informe a Lincoln Rhyme, a su casa; es donde estamos trabajando —se acordó de la sierra—. Realmente es su dormitorio. Ese es nuestro puesto de operaciones.
—¿El dormitorio de un civil es su puesto de operaciones?
—Agradeceré cualquier cosa que pueda usted hacer, señor. He esperado mucho tiempo ese traslado.
—¡Cortarle las manos, Dios mío!
Se puso en pie, avanzó hacia la puerta, y salió al pasillo de lo que pronto sería su nuevo destino. El sentimiento de alivio tardó sólo un poquito más en llegar de lo que ella había esperado.
Estaba de pie frente al grueso cristal de la ventana, viendo una jauría de perros salvajes merodear por un solar al otro lado de la calle.
Estaba en la primera planta de mi viejo edificio revestido de mármol de comienzos del siglo XIX, rodeado por solares vacíos y casas de pisos, algunos abandonados, otros ocupados por inquilinos, aunque la mayoría por okupas. En concreto, aquella antigua casa había estado vacía durante años.
El coleccionista de huesos cogió un trozo de papel de lija y siguió frotando. Observó su obra y volvió a mirar por la ventana.
Movía las manos con movimientos circulares y precisos. El suave ruidito de la lija susurrando…, shhhh, shhhh…, como una madre arrullando a su hijo.
Hacía una década, en otros días llenos de promesas para Nueva York, un artista loco se había mudado a ese húmedo e insano local de dos plantas, llenándolo con antigüedades rotas y oxidadas. Rejas de hierro forjado, trozos de molduras, fragmentos de vidrieras, columnas costrosas. Algunas obras del artista seguían estando en las paredes. Frescos sobre el viejo yeso: murales nunca terminados de obreros, niños, amantes. Caras redondas, carentes de emoción, de miradas perdidas, como si sus almas hubieran sido extraídas de los cuerpos.
El pintor nunca llegó a tener mucho éxito, ni siquiera a pesar de haber llevado a cabo las más arriesgadas ideas publicitarias, incluido su propio suicidio, y el banco había ejecutado su derecho de hipoteca sobre el edificio hacía varios años.
Shhhhhh…
El coleccionista de huesos había encontrado aquel lugar el año anterior y enseguida supo que esa era su casa. La desolación del barrio sin duda era algo importante para él, por razones puramente prácticas, y contaba además con otro atractivo añadido, de tipo más personal: el solar al otro lado de la calle. En el transcurso de unas excavaciones hacía algunos años, habían desenterrado un montón de huesos humanos. Allí había estado enclavado uno de los antiguos cementerios de la ciudad. Los artículos de los periódicos sugerían que en las tumbas podrían estar no sólo los restos de neoyorquinos de la época colonial y federal, sino también de los indios Manate y Lenape.
Apartó lo que había estado lijando con el papel de esmeril —un carpo, un delicado hueso de la palma de la mano— y cogió la muñeca, que había separado cuidadosamente del radio y del cúbito la noche anterior, justo antes de salir para el aeropuerto Kennedy a recoger a sus primeras víctimas. La había estado secando durante más de una semana y la mayor parte de la carne había desaparecido, pero aún requería cierto esfuerzo separar los componentes del elaborado racimo de huesos, que chasqueaban con un sonido parecido al de los peces al emerger en la superficie de un lago.
¡Oh, los policías habían resultado mucho mejores de lo que parecían! Les había visto buscando por Pearl Street, y se preguntaba si adivinarían dónde había metido a la mujer del aeropuerto. Se sintió asombrado cuando súbitamente les vio correr hacia el edificio correcto. Habría apostado que habrían necesitado dos o tres víctimas para dar con alguna pista. Aunque no habían llegado a tiempo de salvar a la mujer, por supuesto, pero podría haber ocurrido; un minuto o dos de antelación habría cambiado las cosas.
Como tantas veces ocurre en la vida.
El trapecio, el semilunar, el hueso grande… los huesos de la muñeca, unidos entre sí como un rompecabezas, quedaron separados entre sus poderosos dedos. Les arrancó trozos de carne y tendones; seleccionó el escafoides, la base donde antes había estado el dedo pulgar, y empezó a lijar otra vez.
Shhhhhhhhh, shhhhhhhhhhhh…
El coleccionista de huesos guiñó los ojos al mirar hacia fuera creyendo ver a un hombre de pie al lado de una de las antiguas tumbas. Debía de haber sido su imaginación porque el hombre llevaba un gorro de criquet y una gabardina de color mostaza. Dejó sobre la lápida unas rosas oscuras y luego se alejó esquivando los caballos y carruajes en su trayecto hacia el elegante puente sobre Collect Pond, a la salida de Canal Street. ¿A quien estaría visitando? ¿Padres? ¿Un hermano? Familiares muertos de vejez o a consecuencia de alguna de las terribles epidemias de gripe que habían asolado la ciudad recientemente.
¿Recientemente?
No, no había sido recientemente, por supuesto, sino cien años atrás, eso es lo que él quería decir.
Volvió a mirar con los ojos entornados. Ningún signo de carruajes, ni de caballos, ni del hombre con el sombrero de criquet, aunque le habían parecido reales, como de carne y hueso.
Sin embargo, la carne y el hueso sí eran reales.
Shhhhhhhhhh, shhhhhhhhhh…
Otra vez estaba volviendo al pasado, estaba viendo cosas que habían ocurrido antes, que habían pasado entonces, como si fuesen ahora. Aunque podía controlarlo, sabía que podía controlarlo.
Pero cuando miró por la ventana se dio cuenta de que realmente no había ni antes ni después; no para él. Él iba y venía en el tiempo hacia delante y hacia atrás, un día, cinco años, cien o doscientos años, como una hoja seca en un día de viento.
Miró el reloj, era la hora de marcharse.
Dejó el hueso en la repisa, se lavó las manos cuidadosamente, como un cirujano. Luego se pasó el cepillo por la ropa durante cinco minutos para eliminar cualquier resto de hueso, o polvo, o de cabellos que pudieran dar pistas a los policías.
Atravesó las cocheras dejando atrás el cuadro a medio terminar de un carnicero de cara de luna con un delantal ensangrentado. El coleccionista de huesos iba a subirse al taxi, pero en el mismo momento cambió de idea. Lo imprevisto es la mejor defensa; así que en esta ocasión cogería el carruaje…, el sedán, el Ford. Lo puso en marcha, salió a la calle y cerró con candado la puerta del garaje.
Ni antes ni después…
Al pasar por el cementerio, la jauría de perros miró el Ford y a continuación se pusieron de nuevo a escarbar entre la maleza, buscando ratas y olfateando en busca de agua en medio del insoportable calor.
Ni entonces ni ahora…
Sacó del bolsillo el pasamontañas de esquiador y los guantes y los dejó en el asiento de al lado mientras se alejaba a todo correr del viejo barrio.
El coleccionista de huesos salía de caza.