8

Una caverna sombría; caliente, negra, húmeda.

Los tres se movían rápidamente bajando por el sucio zaguán hacia la única entrada que Sachs veía. Un cartel anunciaba «SALA DE CALDERAS». Ella estaba detrás del oficial de la Unidad de Servicios de Urgencia, que llevaba un traje-armadura completo y un casco. El médico iba detrás.

Le temblaban los nudillos y el hombro por el peso de la maleta; casi se le cayó cuando se la cambió a la mano izquierda; nerviosa, se volvió a ajustar el asa. Siguieron hacia la puerta, y al llegar ante ella el oficial empujó y movió su pistola apuntando al cuarto débilmente iluminado. El cañón llevaba acoplada una linterna, que arrojaba un rayo de pálida luz entre los restos de vapor. Sachs olisqueó la humedad, el moho… y otro olor, asqueroso.

Click.

—¿Amelia? —el súbito estallido de electricidad estática que envolvía la voz de Rhyme la asustó brutalmente—. ¿Dónde estás, Amelia?

Con un movimiento rápido de la mano bajó el volumen.

—Dentro —musitó.

—¿Está viva?

Sachs giró sobre sus talones mirando alrededor. Entornó los ojos, insegura al principio de qué era lo que veía, pero enseguida comprendió.

—No —respondió en un susurro… y sintió náuseas.

El repugnante olor a carne cocida impregnaba la atmósfera en torno a ella. Pero eso no era lo peor. Ni siquiera fue lo peor la visión de la piel de la mujer, rojo brillante, casi naranja, despellejada en enormes escamas, con la cara totalmente sin piel. No, lo peor, lo terrorífico era el ángulo que formaba el cuerpo de T. J. Colfax, el imposible retorcimiento de sus miembros y del torso al intentar retirarse de la corriente de vapor.

Él esperaba que la víctima estuviera muerta… por su bien.

—¿Está viva? —repitió Rhyme.

—No —musitó Sachs—. No acabo de ver bien…, pero no.

—¿Resulta seguro ese sitio?

Sachs miró al oficial, que escuchaba la retransmisión y que asintió.

—Escena segura.

Rhyme le dijo:

—Entonces quiero que salga el oficial y que tú y el médico inspeccionéis a la víctima.

Sachs aguantó el olor y se obligó a contener las arcadas. El médico y ella avanzaron en oblicuo hacia la tubería. Él se inclinó y tocó el cuello de la mujer, girándole la cabeza.

—¿Amelia? —preguntó Rhyme.

Su segundo cuerpo durante la guardia; dos en un día.

El médico dijo:

—DCDS[22].

Sachs asintió con la cabeza y dijo por el micrófono:

—Tenemos una defunción confirmada en la escena.

—¿Escaldada hasta morir? —quiso saber Rhyme.

—Eso parece.

—¿Atada a la pared?

—A una tubería, esposada con las manos detrás. Los pies atados con la ropa, amordazada. Él abrió la tubería de vapor. Ella estaba a sólo medio metro. Dios mío…

Rhyme continuó:

—Que el médico salga por donde habéis venido, que vaya hasta la puerta. Mira dónde pusisteis los pies.

Así lo hizo mirando al cadáver. ¿Cómo podía estar tan roja la piel? Parecía el caparazón de un cangrejo hervido.

—Bueno, Amelia, ahora vas a trabajar la escena. Abre la maleta.

Ella no dijo nada, seguía mirando.

—Amelia, ¿estás en la puerta? Amelia.

—¿Qué? —gritó ella.

—¿Estás en la puerta?

La voz de él sonaba fastidiosamente tranquila. Tan diferente de la voz del hombre sarcástico y exigente que recordaba de la casa. Tranquila… y algo más…, que no sabía bien.

—Sí, estoy en la puerta. ¿Sabes?, esto es una locura…

—Completamente de acuerdo —coincidió Rhyme, casi alegremente—, ¿has abierto la maleta?

Levantó la tapa y miró dentro. Tenazas y fórceps, un espejo curvo en un asa, bolas de algodón, cuentagotas, tijeras dentadas, pipetas, espátulas, escalpelos…

¿Qué era todo aquello?

… un aspirador, estopilla, sobres, pantallas giratorias, brochas, tijeras, bolsas de plástico y de papel, botes metálicos, botellas, ácido nítrico al 5 por ciento, ninhidrina, silicona, yodo, suministros para tomar huellas en relieve por fricción.

Imposible. Dirigiéndose al micrófono, dijo:

—Quizá no me creas, detective, pero realmente no sé nada sobre escenas del crimen.

Los ojos se posaron en el destrozado cuerpo de la mujer. El agua goteaba por su despellejada nariz. Por las mejillas asomaba un poco de hueso blanco. Su cara esbozaba un rictus de angustia. Igual que la víctima de por la mañana.

—Te creo, Amelia —dijo él con indiferencia—. Y bien, ¿has abierto la maleta? Parecía tranquilo y su voz sonaba… ¿cómo? Sí, ese era el tono: seductor. Sonaba como un amante.

«Le odio», pensó ella. Estaba mal odiar a un tullido, pero ella le odiaba enormemente.

—¿Estás en el sótano, no es así?

—Sí, señor.

—Escucha, será mejor que me llames Lincoln. Cuando todo esto termine, seremos íntimos.

Lo que iba a llevarles sesenta minutos máximo.

—Encontrarás unas gomas elásticas en la maleta, si no me equivoco.

—Ya veo alguna.

—Póntelas alrededor de los zapatos, en el centro del pie. Si hubiera alguna confusión con las huellas de pisadas sabrías cuáles son las tuyas.

—Vale, ya lo he hecho.

—Coge algunas bolsas y sobres para las pruebas. Métete una docena de cada en el bolsillo. ¿Sabes usar pabilos chinos?

—¿Qué has dicho?

—Tú vives en esta ciudad, ¿no? ¿Nunca has ido a Mott Street[23]? ¿No has comido pollo a lo General Tsao, o fideos con pasta de sésamo?

Le dio asco hablar de comida, evitó mirar a la mujer que colgaba frente a ella.

—Sí, sé usar los pabilos —respondió fríamente.

—Mira en la maleta, no estoy seguro de que los encuentres, pero ponían unos cuando yo me encargaba de supervisar las escenas del crimen.

—No los veo.

—Bueno, encontrarás lápices, métetelos en el bolsillo. Ahora vas a andar a través de una trama cuadriculada, tienes que calibrar cada centímetro. ¿Estás lista?

—Sí.

—Primero, dime lo que ves.

—Una habitación grande. Quizá de siete por diez. Llena de tuberías oxidadas. Suelo de cemento agrietado, paredes de ladrillo. Moho.

—¿Hay cajas? ¿Algo en el suelo?

—No, no hay nada, salvo las tuberías, los bidones de gasolina, la caldera. Hay arena…, las conchas, un montón asomando por una hendidura de la pared. Y también hay una cosa gris.

—¿Cosa? —la interrumpió él bruscamente—. No reconozco esa palabra. ¿Qué es «cosa»?

La sacudió un acceso de rabia, pero se calmó y dijo:

—Es el amianto, pero no de relleno como esta mañana, está en hojas medio rotas.

—Bueno, ahora el primer barrido. Estás buscando huellas y cualquier posible pista que él haya dejado.

—¿Crees que habrá dejado más?

—¡Apostaría a que sí! —dijo Rhyme—. Ponte las gafas y enciende la PoliLight. Ve despacio, cuadricula la habitación, cada centímetro. Empieza ya. ¿Sabes cómo moverte por una cuadrícula?

—Sí.

—Dime cómo.

Ella sintió un acceso de rabia.

—No hace falta que me examinen.

—¡Venga, dame el gusto!, ¿cómo?

—Hacia atrás y hacia delante en una dirección y luego hacia atrás y hacia delante en la dirección perpendicular.

—Paso a paso, no más de un paso en cada movimiento.

Ella no sabía eso, pero dijo:

—Ya, ya lo sé.

—¡Adelante!

La linterna PoliLight se encendió con un brillo fantasmagórico, casi de ultratumba. Amelia sabía que había algo llamado ALS[24] que tornaba fluorescentes las huellas dactilares, el semen, la sangre y las pisadas. La brillante luz color verde bilis hacía sombras que bailaban y saltaban, creando formas que semejaban fantasmas en la oscuridad.

—¿Amelia? —la voz de Rhyme sonó aguda. Ella pegó un bote de nuevo.

—Sí, ¿qué?

—¿Ves alguna huella de pisadas?

Ella siguió mirando al suelo.

—Yo…, no, no veo; …veo rayas en el polvo…, o algo así —le dio rabia usar una expresión tan imprecisa, pero Rhyme, al revés que Peretti por la mañana, no hizo caso; se limitó a decir:

—Entonces es que barrió después de…

Ella se quedó sorprendida.

—¡Claro, eso es! Marcas de escoba. ¿Cómo lo has sabido?

Rhyme se rió, su risa le llegó a Sachs como un ruido discordante en medio de aquella tumba maloliente.

—Si ha sido lo bastante listo esta mañana como para cubrir sus huellas, no tendría por qué cambiar ahora. Este tío lo hace bien, realmente bien, pero nosotros también lo hacemos bien. Sigamos.

Sachs se echó hacia delante, le ardían las articulaciones, y empezó la exploración. Recorrió cada centímetro cuadrado del piso.

—No hay nada, absolutamente nada.

Él captó el tono resuelto de su voz.

—Sólo acabas de empezar, Amelia. Las escenas del crimen tienen tres dimensiones, recuérdalo. Lo que dices es que no hay nada en el suelo, pero ahora explora las paredes; empieza en el punto más lejano de la corriente de vapor e investiga centímetro a centímetro.

Sachs dio la vuelta lentamente alrededor de la horrible marioneta que yacía en el centro de la habitación. Pensó en el mayo, un juego de su infancia que jugaban en la calle, en Brooklyn, en algunas fiestas, mientras su padre, orgulloso, filmaba películas caseras. Pasó la vista alrededor muy despacio. Se trataba de una habitación vacía y, sin embargo, había cientos de sitios para explorar.

Aquello era desesperante…, imposible.

Pero no lo era. Sobre una repisa, a unos dos metros del suelo, encontró una serie de pistas. Soltó una leve carcajada.

—He encontrado algo aquí.

—¿En un conjunto?

—Sí. Una gran astilla de madera oscura.

—Palillos chinos.

—¿Qué? —preguntó ella.

—Los lápices, úsalos para cogerla. ¿Está húmeda?

—Aquí todo está húmedo.

—Claro, por el vapor. Pon la astilla en una bolsa de papel, el plástico conserva la humedad, y con este calor las bacterias destruirían las pistas. ¿Qué más hay? —preguntó con impaciencia.

—Son, no sé…, pelos, me parece. Cabello corto, un montoncito.

—Suelto o pegado al cuero cabelludo.

—Suelto.

—En la maleta hay un rollo de cinta adhesiva de cinco centímetros de ancho, úsala para recoger los pelos.

Sachs cogió la mayoría de los cabellos y los metió en un sobre de papel. Luego estudió la repisa en la zona alrededor de los pelos.

—Veo manchas, parecen de herrumbre o de sangre. —Se le ocurrió iluminar la mancha con la PoliLight—. Son manchas fluorescentes.

—¿Sabes hacer un test para confirmar si es sangre?

—No.

—Entonces supongamos que es sangre. ¿Podría ser de la víctima?

—No lo parece; está demasiado lejos y no hay reguero desde el cuerpo.

—¿La sangre conduce a algún sitio?

—Parece que si…, a un ladrillo de la pared, que está suelto; no hay huellas en él. Voy a apartarlo. ¡Oh, Dios mío!

Sachs dio un grito sofocado y retrocedió de golpe más o menos un metro hasta casi caerse.

—¿Qué? —preguntó Rhyme.

Amelia se volvió a echar hacia delante y se quedó mirando sin dar crédito a lo que veía.

—Amelia, cuéntamelo.

—Es un hueso, un hueso ensangrentado.

—¿Humano?

—No sé —respondió ella—. ¿Cómo puedo saberlo?… No lo sé.

—¿Está fresco?

—Eso parece. Mide aproximadamente cinco centímetros de largo y cinco de diámetro. Tiene carne y sangre. Lo han serrado. ¡Dios mío! ¡¿Qué bestia ha podido hacerlo?!

—No te asustes.

—¿Quizá se lo ha sacado a otra víctima?

—Entonces mejor encontramos a ese maldito pronto, Amelia. Mete el hueso en una bolsa de plástico.

Después de que ella hubo cogido el hueso, Rhyme preguntó.

—¿Alguna otra pista? —parecía preocupado.

—No.

—¿Eso es todo? Pelos, un hueso y una astilla de madera. ¡No nos lo está poniendo fácil el tío!

—¿Debo llevarlos a tu… oficina?

Rhyme se estaba riendo.

—A ese condenado le gustaría que lo dejásemos en tablas, pero no, todavía no. Encontraremos algo más acerca del sospechoso n° 823.

—Pero aquí no hay nada.

—¡Oh, sí, sí hay, Amelia! Está su dirección y su número de teléfono y su descripción y sus esperanzas y aspiraciones. Todo eso lo tienes alrededor.

Ella se sintió furiosa ante ese tono profesoral, pero no dijo nada.

—¿Llevas la linterna?

—He cogido la halógena de mi equipo.

—No —refunfuñó él—. El haz es demasiado estrecho, necesitas uno ancho: es mejor la de doce voltios.

—Bueno, pero ésa no la he cogido —respondió bruscamente—. ¿Regreso a buscarla?

—No hay tiempo. Inspecciona las tuberías.

Las examinó durante diez minutos, dirigiendo el haz al techo e iluminando con la potente linterna sitios que probablemente no habían visto la luz desde hacía cincuenta años.

—No, no veo nada.

—Vuelve a la puerta. Deprisa.

Ella dudó, pero volvió a la puerta.

—Vale, ya estoy aquí.

—Ahora, cierra los ojos. ¿Qué hueles?

—¿Oler? ¿Has dicho oler? —¿Se habría vuelto loco?

—Siempre hay que oler el aire de la escena del crimen, eso puede decirte cientos de cosas.

Ella mantuvo los ojos abiertos y respiró.

—Bien, no sé a qué huele —dijo.

—Ésa no es una respuesta aceptable.

Ella espiró exasperada, esperando que su disgusto fuera perceptible por el teléfono, alto y claro. Apretó los párpados, inhaló, volvió a sentir náuseas. Moho, olor a cerrado. El olor del agua caliente…, del vapor.

—No sabes de dónde procede, simplemente descríbelo.

—Agua caliente. El perfume de la mujer.

—¿Estás segura de que es de ella?

—Bueno, no…

—¿Tú llevas perfume?

—No.

—¿Quizás sea after-shave?, ¿el del médico?, ¿o del oficial?

—No lo creo.

—Descríbelo.

—Seco, como a ginebra.

—Haz una suposición, after-shave de hombre o perfume de mujer.

¿Qué se habría puesto Nick? Arrid extra seco.

—No sé —dijo ella—. De hombre, creo.

—Avanza hasta el cadáver.

Ella miró la tubería y después al suelo.

—Yo…

—Hazlo —la conminó Lincoln Rhyme.

Ella avanzó. La piel despellejada estaba negra y roja, como golpeada con una vara de abedul.

—Huélele el cuello.

—Lo tiene todo…, quiero decir, que no le queda mucha piel.

—Lo siento, Amelia, pero tienes que hacerlo. Tenemos que ver si es su perfume.

Lo hizo, aspiró, sintió náuseas, casi vomitó.

«Voy a vomitar», pensó. «Igual que nos pasó a Nick y a mí aquella noche en Pancho's, con aquellos malditos daikiris helados». Dos polis bien curtidos bebiendo a grandes tragos aquellas bebidas de mariquitas con peces espada de plástico color azul flotando dentro.

—¿Hueles el perfume?

Una oleada más fuerte… las náuseas otra vez.

No. ¡No! Cerró los ojos, se concentró en el dolor de sus articulaciones. La que más le dolía, la rodilla. Y, milagrosamente, se le pasaron las arcadas.

—No es su perfume.

—Bien, entonces es que quizás a nuestro presumido muchacho le gusta ponerse mucho after-shave. Tal vez podría ser un indicador de su clase social. O puede que haya querido tapar su propio olor…, ajo, puros, pescado, whisky. Veremos. Ahora, Amelia, escucha atentamente…

—¿Qué?

—Quiero que seas él.

¡Oh!, ¡Psicomierda! Justo lo que necesitaba.

—Realmente no creo que tengamos tiempo para eso…

—Nunca hay tiempo suficiente para trabajar a fondo la escena del crimen —siguió Rhyme implacable—. Pero no nos detendremos por eso, simplemente métete en su cabeza. Has estado pensando a nuestro modo, ahora quiero que pienses como lo haría él.

—Bien, ¿y cómo hago eso?

—Usa tu imaginación, para eso te la dio Dios. Ahora tú eres él, has cogido a la mujer, la has maniatado y amordazado, la llevas a esa habitación. La esposas a la tubería, te dedicas a asustarla, disfrutas haciéndolo.

—¿Cómo sabes que él disfruta con esto?

—Tú estás disfrutando, no él. ¿Que cómo lo sé? Porque nadie se mete en tantos jaleos para hacer algo con lo que no disfruta. Ahora ya conoces el lugar, ya has estado antes ahí.

—¿Por qué piensas eso?

—Tuviste que haberlo inspeccionado anteriormente para encontrar un lugar desierto con una tubería de alimentación del sistema de vapor. Y conseguir las pistas que dejó en las vías del tren.

Sachs estaba hipnotizada por el tono de aquella voz; llegó a olvidarse completamente de que tenía el cuerpo destrozado. ¡Ah!, de acuerdo.

—Quitas la tapadera de la tubería de vapor. ¿En qué estás pensando?

—No lo sé. En que quiero acabar cuanto antes, salir de una vez.

Pero las palabras salieron con dificultad de su boca antes de que pensara: incorrecto. De forma que no se sorprendió cuando oyó chasquear la lengua de Rhyme en los auriculares.

—¿Realmente? —preguntó él.

—No, quiero prolongarlo.

—¡Sí! Creo que eso es exactamente lo que quieres. Estás pensando qué es lo que le hará el vapor. ¿Qué más sientes?

—Yo…

En su mente nació un vago pensamiento. Vio a la mujer chillando, llorando, pidiendo ayuda. También vio otra cosa… a alguien más. A él, pensó, el Sujeto Desconocido 823. Pero ¿qué pasaba con él? Ella estaba a punto de comprenderlo. ¿Qué… qué? Pero súbitamente el pensamiento se desvaneció, se fue.

—No sé —musitó.

—¿Sientes urgencia de alguna cosa?, ¿o estás satisfecha con lo que estás haciendo?

—Siento prisa. Tengo que irme. Los polis estarán aquí en cualquier momento. Pero todavía…

—¿Qué?

—¡Chiiiiist! —ordenó ella. Y volvió a repasar la habitación de nuevo, buscando lo que la semilla de ese pensamiento había dejado en su mente.

La habitación flotaba en una noche oscura y estrellada. Remolinos de oscuridad y lejanas luces amarillentas. ¡Dios mío! No me dejes desmayarme.

Quizás él…

¡Ahí!, eso era. Los ojos de Sachs seguían la tubería de vapor. Estaba viendo otra boca de entrada en un sombrío rincón de la habitación. Habría sido un sitio mejor para esconder a la chica, no se veía desde la entrada si se andaba deprisa, y la segunda boca sólo tenía cuatro pernos, no ocho como la que él había escogido.

¿Por qué no esa tubería?

Entonces entendió.

—Él no quiere…, yo no quiero irme todavía porque quiero echarle un vistazo a la mujer.

—¿Por qué piensas eso? —preguntó Rhyme, las mismas palabras de ella de unos momentos antes.

—Hay otra tubería a la que podría haber encadenado a la chica, pero escogí la que está más al descubierto.

—¿Así podrías ver a la chica?

—Creo que sí.

—¿Por qué?

—Quizá para asegurarme de que ella no puede irse. Quizá para asegurarme de que la mordaza está ajustada…, no sé.

—Bien, Amelia. Pero ¿qué significa eso? ¿En qué nos resulta útil ese detalle?

Sachs buscó alrededor de la habitación el sitio desde el que tuviese la mejor visión de la chica sin ser vista; resultó ser un lugar sombrío entre dos grandes bidones de gasoil.

—¡Sí! —dijo con entusiasmo, mirando al suelo—. Él estuvo aquí —exclamó olvidando el juego de rol—. Está barrido.

Repasó la zona a la luz del resplandor bilioso de la PoliLight, su varita mágica.

—Ninguna huella de pisadas —dijo decepcionada. Pero cuando iba a apagar la lámpara una mancha brilló en uno de los bidones—. He encontrado una huella —anunció.

—¿Una huella?

—Se tiene mejor visión de la chica si te echas hacia delante apoyándote en un bidón. Es lo que él hizo, estoy segura. Sólo que es raro, Lincoln; es… deforme, su mano… —se estremeció mirando la huella de la monstruosa extremidad.

—En la maleta hay un aerosol con la etiqueta DFO. Es una tintura fluorescente. Rocíalo en la huella, enciende la PoliLight y haz una foto con la Polaroid.

Cuando Sachs hubo acabado, Rhyme le pidió:

—Ahora pasa el aspirador por el suelo entre los bidones. Si tenemos suerte se le habrá caído algún cabello o algún trozo de uña mordida.

«Mis malas costumbres», pensó Sachs. Eran algunas de las cosas que habían terminado por arruinar su carrera de modelo, morderse las uñas, rascarse las cejas. Había intentado evitarlo una y otra vez, pero acabó desistiendo, desalentada, perpleja porque una pequeña costumbre pudiera cambiar la dirección de su vida de forma tan llamativa.

—Mete en una bolsa el filtro del aspirador.

—¿Una bolsa de papel?

—Sí, de papel. Ahora el cuerpo, Amelia.

—¿Qué?

—Tienes que inspeccionar el cuerpo.

Le palpitó el corazón. Alguna otra persona, por favor, alguien que lo hiciera en su lugar.

—No hasta que esté acabado el examen médico —protestó cortante—. Esa es la regla.

—Hoy no hay reglas, Amelia. Lo estamos haciendo a nuestro modo. El examen médico vendrá después de nosotros.

Sachs se acercó a la mujer.

—¿Conoces el procedimiento?

—Sí —dio unos pasos hacia el cuerpo destrozado y se quedó parada con las manos a unos centímetros de la piel de la víctima.

«No puedo hacerlo». Se estremeció. Se animó a sí misma a seguir, pero no pudo, los músculos no le respondían.

—¿Sachs? ¿Estás ahí?

«No puedo hacer eso… Es tan sencillo como eso. Imposible. No puedo».

—¿Sachs?

Y entonces miró en su interior y vio a su padre, de uniforme, encorvado bajo el calor, por la acera de la calle Cuarenta y dos Oeste, pasando el brazo por encima de un borracho sarnoso para ayudarle a llegar a casa. Luego vio cómo se reía su Nick bebiendo cerveza en una taberna del Bronx con un secuestrador que le mataría en un segundo si supiera que el joven era un policía secreto. Los dos hombres de su vida haciendo lo que tenían que hacer.

—¿Amelia?

Ambas imágenes bailaban en su cabeza sin que pudiera entender por qué la tranquilizaban.

—Aquí estoy —le contestó a Lincoln Rhyme, y se puso a su tarea tal como le habían ordenado. Tomó muestras de las uñas, del pelo de la cabeza y del pubis, mientras le iba diciendo a Rhyme lo que hacía y cómo lo hacía.

Haciendo caso omiso de las apagadas cuencas de los ojos.

Haciendo caso omiso de la carne carmesí.

Intentando ignorar el olor.

—Coge muestras de la ropa —dijo Rhyme—. Corta de todo. Pon una hoja de papel de periódico para evitar que se pierdan restos que se puedan caer.

—¿Debo mirar en los bolsillos?

—No, lo haremos aquí. Envuélvelos en el papel.

Sachs cortó la blusa y la falda, las medias. Buscó lo que pensó que era el sujetador, que le colgaba del pecho. Resultaba curiosa la forma en que se desintegraba entre sus dedos. De pronto, se dio cuenta de lo que era y dio un grito: no era ropa, era carne.

—¿Amelia? ¿Estás bien?

—¡Sí! —musitó—. Estoy bien.

—Describe las ligaduras.

—Cinta para tuberías como mordaza, de cinco centímetros de ancho; esposas estándar en las manos, tiras de ropa en los pies.

—Pásale la PoliLight por el cuerpo. Él podría haberla tocado con las manos desnudas. Busca huellas.

Así lo hizo.

—Nada.

—Vale. Ahora corta las tiras de ropa, pero no por los nudos. Mételas en bolsas de plástico.

Sachs lo hizo. A continuación Rhyme dijo:

—Necesitamos las esposas.

—Vale. Tengo una llave de esposas.

—No, Amelia, no las abras.

—¿Qué?

—El mecanismo de cierre de las esposas es una de las mejores formas de obtener huellas del criminal.

—Vale, pero ¿cómo voy a quitárselas sin usar una llave? —se rió ella.

—Hay una navaja-sierra en la maleta.

—¿Quieres que corte las esposas?

Hubo una pausa. Rhyme dijo:

—No, las esposas no, Amelia.

—Bien, entonces qué es lo que quieres que…, ¡Oh, no, no puede ser que hables en serio! ¿Las manos?

—Tienes que hacerlo —Rhyme estaba irritado por la resistencia de Sachs.

Puede que Sellitto y Polling estuvieran en la cuerda floja. Quizá sus carreras estaban en peligro, pero ella no pensaba ayudarles a salvar el culo, ella no tenía nada que perder y no estaba dispuesta a pasar por todo.

—Olvídalo.

—Amelia, simplemente es otra forma de recoger pistas.

¿Por qué sonaba tan razonable? Ella pensó desesperadamente en una excusa: «Se llenarán de sangre si corto…».

—Su corazón ya no bombea. Además —añadió, como si fuera un chef televisivo—, la sangre se habrá solidificado.

Sintió la más terrible oleada de náuseas.

—Vamos, Amelia. Ve a la maleta. Coge la sierra. Está en la tapa… Por favor —añadió fríamente.

—¿Para qué me has hecho que le rascara bajo las uñas? ¡Habría bastado con que te llevase sus manos!

—Amelia, necesitamos las esposas. Tenemos que abrirlas aquí y no podemos esperar al examen médico. Hay que hacerlo.

Anduvo hacia la puerta. Soltó las correas, cogió de la maleta la sierra de terrible aspecto. Miró a la mujer, congelada en su torturada pose en el centro de la asquerosa habitación.

—¿Amelia? ¿Amelia?

Fuera, el cielo todavía estaba enturbiado por un denso aire amarillo y los edificios cercanos cubiertos por hollín como de huesos calcinados. Pero Sachs nunca se había sentido tan contenta como ahora de estar al aire libre en la ciudad. Llevaba la maleta en una mano y la navaja-sierra en la otra; los auriculares colgaban muertos de su cuello. Sachs hizo caso omiso de la multitud de policías y espectadores que la miraban mientras avanzaba en línea recta hacia la furgoneta.

Al pasar junto a Sellitto le puso en las manos la sierra y sin apenas detenerse le espetó:

—Si quiere que se haga esa burrada, dile que puede venir andando hasta aquí y hacerla él mismo.