7

La furgoneta aceleró en dirección a los oscuros y mugrientos callejones de Wall Street, al sur de Nueva York.

Amelia Sachs hizo tamborilear los dedos sobre el volante mientras intentaba imaginar dónde podría estar presa T. J. Colfax. Parecía no haber esperanza de encontrarla. El distrito financiero nunca le había parecido tan enorme, tan lleno de avenidas, tan repleto de cloacas y puertas y edificios punteados de negras ventanas.

Tantos lugares para esconderse.

Mentalmente veía la mano asomando por encima de la tumba junto a los raíles del tren. El anillo de diamantes encajado en el hueso sangrante de un dedo. Sachs reconocía ese tipo de joyas, las llamaba «anillos de consolación», era la clase de sortijas que las chicas ricas y solitarias se regalaban a sí mismas. El tipo de anillo que ella hubiera llevado si hubiese tenido dinero.

A toda velocidad hacia el sur, sorteando a mensajeros en bicicleta y taxis.

Incluso en esta tarde deslumbrante, bajo un sol cegador, aquella parte de la ciudad resultaba fantasmagórica. Los edificios proyectaban sombras siniestras y estaban cubiertos de una mugre oscura, como sangre reseca.

Apariencia Residencia Vehículo Otros
Probablemente tiene una casa en un lugar seguro. Taxi Conoce el procedimiento que se sigue en la escena del crimen.
Posiblemente esté fichado.
Sabe disimular las huellas dactilares.
Arma: colt calibre 32.

Sachs giró a sesenta por hora, patinando en el asfalto recalentado, y apretó el acelerador para volver a poner la furgoneta a noventa.

«Magnífica máquina», pensó. Y decidió comprobar lo bien que se comportaba el vehículo a cien por hora.

Años atrás, mientras su padre, que usualmente trabajaba en el turno de tres a once, estaba durmiendo, la adolescente Amie Sachs cogió las llaves de su Camaro y le dijo a su madre, Rosa, que se iba de compras, que si quería algo de la carnicería Fort Hamilton. Y antes de que su madre pudiera responder: «No, pero coge el tren, no conduzcas», la chica había desaparecido por la puerta, había puesto en marcha el coche y corría hacia el oeste.

De vuelta tres horas más tarde, sin la carne, Amie subió las escaleras a hurtadillas para no enfrentarse a una madre frenética y enfadada que, para diversión de su hija, le endilgó una tremenda charla sobre los peligros de quedarse embarazada y de cómo eso echaría a perder sus posibilidades de utilizar su cara bonita para hacer millones de dólares como modelo. Y cuando la madre acabó de comprender que su hija no andaba acostándose por ahí sino que simplemente conducía a ciento ochenta kilómetros por hora por las autopistas de Long Island, se puso aún más frenética, y aleccionó a la muchacha sobre el riesgo de destrozar su bonita cara y perder así la oportunidad de ganar millones de dólares como modelo.

Las cosas fueron aún peor cuando se sacó el carné de conducir.

Sachs se deslizaba ahora entre dos camiones aparcados en doble fila, con la esperanza de que a algún pasajero o al conductor no se les ocurriera abrir la puerta. Rebasó los camiones en un silbido.

Cuando te mueves no pueden cogerte…

Lon Sellitto se sobeteó la cara con las puntas de los dedos regordetes sin prestar atención a la conducción de la Indy 500. Hablaba con su compañero sobre el caso como un contable que comenta la hoja de balances. Banks, sin embargo, ya no lanzaba miradas arrobadas a los ojos y los labios de Sachs y se dedicaba a vigilar el velocímetro cada minuto más o menos.

Patinaron en un giro frenético pasado el puente de Brooklyn. Sachs pensó de nuevo en la mujer secuestrada, imaginándose las largas y elegantes uñas de T. J., mientras golpeaba con sus dedos romos en el volante. Volvió a ver mentalmente la imagen que no lograba alejar de sí: la blanca rama de una mano, asomando por encima de la húmeda tumba; el hueso ensangrentado.

—¡Vaya loco! —espetó de repente, dando un giro a sus pensamientos.

—¿Quién? —preguntó Sellitto.

—Rhyme.

—¡Dímelo a mí, parece el hermano pequeño de Howard Hughes[18]! —añadió Banks.

—Sí, bueno, me ha sorprendido —admitió el veterano detective—. No tenía muy buen aspecto. Antes era un tío guapo, pero, bueno, ya sabes…, después de todo lo que ha pasado. Sachs, ¿cómo conseguiste que te hicieran agente de patrulla conduciendo de este modo?

—Ahí fue donde me asignaron. Nadie me preguntó, me lo impusieron —respondió la joven distraídamente—. ¿Realmente era tan bueno?

—¿Rhyme? Era mejor aún. La mayoría de los muchachos de la CSU[19] de Nueva York movían doscientos cuerpos en un año, eran el colmo. Pero Rhyme doblaba esa cifra. Incluso cuando estuvo dirigiendo la IRD. Mira, Peretti no es mal tipo, pero sale una vez cada dos semanas más o menos y sólo en casos que interesan a la prensa. Conste que no estás oyendo nada de esto de mi boca, ¿vale?

—No, señor.

—Pero Rhyme acudía a las escenas del crimen él mismo. Y cuando no estaba en la misma escena era porque andaba muy cerca.

—¿Haciendo qué?

—Simplemente echando un vistazo. Mirando al personal. Andaba kilómetros por toda la ciudad. Comprando cosas, recogiendo cosas, coleccionando cosas.

—¿Qué tipo de cosas?

—Pruebas. Polvo, comida, revistas, tapacubos, zapatos, libros de medicina, medicamentos, plantas… Dile alguna cosa y él lo tendrá en su catálogo. Sabes, cuando se encuentra alguna prueba material, inmediatamente se le ocurre dónde puede haber estado el criminal o qué ha podido estar haciendo. Da lo mismo que haya sido en Harlem, en el Lower East Side, o en la mismísima Hell's Kitchen.

—¡Lo lleva en la sangre, por lo que veo!

—Nooo, su padre era científico o algo así en un laboratorio, creo.

—¿Eso es lo que Rhyme estudió? ¿Ciencias?

—Sí. Estuvo en la Facultad en Champaign-Urbana, donde consiguió dos licenciaturas con las mejores notas. Química e Historia. Pero desde que le conozco, no habla nunca de su familia. De eso hace ahora ya… ¡puñetas!, quince años. Y no tiene ni hermanos ni hermanas. Se crió en Illinois, de ahí su nombre, Lincoln.

Sachs quiso preguntar si estaba o había estado casado, pero no lo hizo. Se limitó a apuntar:

—¿De verdad es tan…

—Puedes decirlo, oficial.

—… mierda?

Banks se echó a reír.

—En casos como estos, mi madre solía decir que el pobre diablo «estaba un poco p'allá» —comentó Sellitto—. Bueno, creo que eso describe a Rhyme, está «p'allá». Una vez, el chalado del técnico puso luminol, que es un reactivo para sangre, en una huella dactilar, en lugar de ninhidrina, de forma que echó a perder la huella. Rhyme lo fulminó en el acto. Otra vez a un policía se le ocurrió mear en el water de una escena del crimen y tiró de la cadena. Rhyme le dijo que bajara inmediatamente al sótano y que revisara al milímetro el desagüe —Sellitto se rió—. El policía, que tenía su rango, dijo: «No voy a hacer eso, soy teniente». Y Rhyme le contestó: «Pues hay novedades, ahora eres fontanero». Y podría seguir contando cosas. Caramba, oficial, ¿te vas a poner a ciento veinte?

Pasaron como un rayo ante la Central y ella pensó con dolor que allí era donde debería haber estado en aquel momento; departiendo con los demás oficiales, sentada en la reunión de preparación, disfrutando del aire acondicionado.

Le echó un vistazo de experta a un taxi que se saltaba un semáforo en rojo.

¡Dios mío, qué calor! Polvo caliente, hedor caliente, gasolina caliente. Las horas más feas de la ciudad. El ambiente chorreaba como el agua sucia que salía a borbotones por las bocas de riego de Harlem. Hacía dos Navidades, ella y su novio habían celebrado una breve fiesta, desde las once hasta la medianoche, el único momento en que los dos estaban libres, a cuatro grados de temperatura. Ella y Nick, sentados en el Rockefeller Center, en la parte de fuera, cerca de la pista de patinaje, bebiendo café y coñac. En aquel momento coincidieron en que preferían una semana de frío a un solo día de calor de agosto.

Finalmente, abalanzándose por Pearl Street llegaron al puesto de mando de Haumann. Dejando unas marcas de frenado de dos metros, Sachs aparcó la furgoneta en un hueco entre un coche y un autobús de los servicios de emergencia.

—¡Caray, qué bien conduces! —le gruñó Sellitto. Por algún motivo a Sachs le encantó darse cuenta de que los dedos sudorosos de Jerry Banks seguían llamativamente aferrados a la ventanilla cuando ella abrió la puerta trasera.

Había oficiales de emergencia y patrulleros por todas partes, al menos cincuenta o sesenta. Y a lo largo del trayecto había más. Parecía como si toda la atención del Police Plaza estuviera puesta en aquel punto del sur de Nueva York Sachs se sorprendió a sí misma pensando que si alguien quería intentar un asesinato o tomar Gracie Mansión[20] o algún consulado, aquel sería el mejor momento para hacerlo.

Haumman subió a la furgoneta y le dijo a Sellitto:

—Estamos yendo puerta por puerta, inspeccionando las construcciones a lo largo de Pearl Street. Nadie sabe nada sobre trabajos con amianto ni nadie ha oído ninguna llamada de socorro —Sachs se dispuso a salir pero Haumann se lo impidió—: No, oficial, sus órdenes son quedarse aquí con el vehículo de la escena del crimen.

De todas formas, ella salió.

—Sí, señor. ¿Exactamente, quién dijo eso?

—El detective Rhyme. Acabo de hablar con él. Se supone que usted ha de llamar a la Central cuando esté en el puesto de operaciones.

Haumman se dio media vuelta sin añadir nada más. Sellitto y Banks se apresuraron hacia el puesto de mando.

—Detective Sellitto —le llamó Sachs.

Él se dio la vuelta.

—Perdone, detective…, pero el asunto es… ¿quién es mi jefe de guardia? ¿A quién tengo que informar? —preguntó Amelia.

Él respondió brevemente:

—Tienes que informar a Rhyme.

Ella se rió.

—Pero no puedo informarle a él.

Sellitto la miró sin comprender.

—Quiero decir que hay un tema de responsabilidad o algo así, ¿de jurisdicción? Él es un civil. Necesito a alguien, un intermediario, para informarle.

Sellitto dijo en tono monocorde:

—Oficial, escucha, Todos nosotros estamos informando a Lincoln Rhyme. No me importa si es civil, o si es el jefe, o si es el Hombre Enmascarado. ¿Lo entiendes?

—Pero…

—Si quieres quejarte, hazlo por escrito y hazlo mañana.

Y se marchó. Sachs le miró alejarse durante un momento y luego volvió al asiento delantero de la furgoneta, desde donde telefoneó a la Central comunicando que ella era el agente 10-84 en la escena del crimen y que esperaba instrucciones.

Se rió amargamente cuando una mujer le contestó:

—Diez-cuatro, agente 5885. Esté atenta. El detective Rhyme se pondrá en contacto en breve. Corto.

Detective Rhyme.

—Diez-cuatro, corto —respondió Sachs y miró hacia la parte de atrás de la furgoneta, preguntándose sin mucho interés qué habría en las maletas negras.

Dos cuarenta P. M.

Sonó el teléfono en la casa de Rhyme. Lo cogió Thom.

—Es del cuartel general.

—Pásamelo.

El auricular del teléfono cobró vida.

—Detective Rhyme, tal vez no me recuerde, pero trabajé en la IRD cuando usted estaba allí. Soy civil, entonces estaba en el destacamento telefónico. Mi nombre es Emma Rollins.

—Por supuesto, ¿cómo están los chicos, Emma? —Rhyme recordaba a una mujer negra, grande y alegre, que mantenía a cinco niños con dos empleos. Recordaba sus dedos regordetes pulsando los botones con tanta fuerza que una vez llegó a romper uno de los controles telefónicos.

—Jeremy empezará en el instituto dentro de un par de semanas y Dora sigue en el teatro, o por lo menos eso piensa ella. Los pequeños están bien.

—Te ha reclutado Lon Sellitto, ¿no?

—No, señor. Me enteré de que usted estaba trabajando en el caso y le di el bote a otra para que volviera al 911. «Emma va a coger ese trabajo», le dije.

—¿Qué estás haciendo para nosotros?

—Estamos trabajando en un directorio de compañías que fabrican pernos y en un listado de los lugares donde se venden al por mayor. Esto es lo que hemos encontrado sobre las letras estampadas en el perno, CE: se hicieron especialmente para Con Ed[21].

»Ponen esa marca porque son de distinto tamaño de los que venden la mayoría de los fabricantes, tienen un milímetro de diferencia y mucha más rosca que la mayoría de los demás pernos. Son de la compañía Michigan Tool and Die, de Detroit. Se utilizan en tuberías antiguas sólo en Nueva York; los fabricaron hace sesenta o setenta años. Las diversas partes de la tubería se deben ajustar de forma que queden totalmente selladas. Lo que me dijo el hombre, que por lo visto intentaba ponerme colorada, fue que debían ajustarse aún mejor que una novia y su mozo en la noche de bodas.

—Emma, te quiero. Seguiremos en contacto, ¿verdad?

—¡No lo dude, señor!

—¡Thom! —gritó Rhyme—. Este teléfono no va a servir, necesito hacer llamadas yo mismo. ¿Podríamos utilizar el programa de activación por voz del ordenador?

—Nunca lo has cargado.

—¿Ah, no?

—No.

—Bueno, pues me hace falta.

—Vale, pero no lo tenemos.

—Haz algo. Quiero poder hacer llamadas.

—Me parece que hay un manual de ECU por algún sitio —Thom se dirigió a una caja arrimada a la pared. Encontró una pequeña consola electrónica, conectó un extremo en el teléfono y el otro en un mando de control que colocó junto a la mejilla de Rhyme.

—¡Esto es demasiado complicado!

—Bien, es todo lo que he conseguido. Si hubiéramos conectado el infrarrojos por encima de tus cejas como yo sugerí, podrías haber estado haciendo llamadas a la línea caliente durante los últimos dos años.

—Demasiados cables —escupió Rhyme. El cuello se le contrajo repentinamente y golpeó el mando de control—. ¡Joder!

De repente esta mínima tarea, por no mencionar su misión, le pareció imposible a Lincoln Rhyme. Estaba exhausto, le dolía el cuello, la cabeza y sobre todo los ojos. Los ojos le picaban y eso era todavía más doloroso, sintió la urgencia de frotarse los párpados con el dorso de la mano. Un sencillo gesto de alivio, algo que el resto de la gente hacía a diario.

Thom cambió el mando. Rhyme apeló a toda su paciencia para tranquilizarse.

—¿Cómo funciona? —le preguntó a su ayudante.

—Aquí está la pantalla, ¿la ves en el controlador? Simplemente mueve el mando hasta que esté en un número, espera un segundo y estará programado. Luego haz lo mismo con el siguiente número. Cuando hayas señalado los siete números, aprieta el mando para marcar.

—No funciona —gruñó Rhyme tras el primer intento.

—Primero practica.

—No tengo tiempo.

—Pues yo ya he estado respondiendo al teléfono por ti demasiado tiempo —replicó Thom.

—De acuerdo —admitió Rhyme bajando la voz, que era su forma de pedir disculpas—. Practicaré más tarde. ¿Puedes ponerme ahora con Con Ed?, tengo que hablar con algún supervisor.

La cuerda le hacía daño y las esposas también pero el ruido era lo que más la asustaba.

Tammie Jean Colfax sentía que todo el sudor de su cuerpo le corría por la cara, por el pecho, por los brazos, mientras luchaba intentando ver por detrás el enganche de las esposas en el perno oxidado. Tenía las muñecas entumecidas, pero le parecía que se estaba soltando un poco de la cadena.

Se paró un momento, agotada, y movió nerviosamente los brazos para contener un calambre. Volvió a escuchar. Pensó que el sonido lo hacían trabajadores ajustando pernos y ensamblando piezas a martillazos. El golpeteo de martillos cesó. Imaginó que simplemente estaban acabando su trabajo con la tubería y que se iban a su casa.

«No se vayan», gritó para sí misma. «No me dejen». Mientras los hombres estuvieran trabajando allí, estaría segura.

Hubo un golpe final y después sólo el silencio.

«Puedes conseguirlo, chica. ¡¡Vamos!!».

«Mamá…».

T. J. gritó durante varios minutos, pensando en volver con su familia, a Tennessee. Tenía atascadas las ventanas de la nariz, pero cuando empezó a atragantarse resopló violentamente produciendo una explosión de lágrimas y mocos que la dejó respirar nuevamente, lo que la hizo sentirse más confiada y fuerte. Una vez más empezaba a ver.

—Comprendo las prisas, detective, pero no sé cómo puedo ayudarle. Utilizamos pernos en toda la ciudad, en conducciones de petróleo, en conducciones de gas…

—De acuerdo —Rhyme interrumpió a la supervisora de la central de la compañía Con Ed en la calle Catorce con otra pregunta—. ¿Aíslan ustedes los cables con amianto?

Hubo un instante de duda.

—Hemos suprimido más del noventa por ciento de ese material —dijo la mujer a la defensiva—. El noventa y cinco por ciento.

La gente podía resultar tan irritante.

—Ya lo he entendido, sólo necesito saber si todavía se usa amianto para los aislamientos.

—No —dijo ella con firmeza—. Bueno, nunca en electricidad, solamente en conducciones de vapor, lo que supone el porcentaje menor de nuestros servicios.

¡Vapor!

Era el menos conocido y el más dañino de los servicios de la ciudad.

Con Ed calentaba el agua a 537.° y la lanzaba a través de una red de cientos de miles de tuberías por debajo de Manhattan. El vapor abrasador estaba también hipercaliente, alrededor de 190.°, y se movía por la ciudad a 120 kilómetros por hora.

Rhyme recordó en ese momento un artículo de un periódico.

—¿No tuvieron ustedes una rotura en la conducción la semana pasada?

—Sí, señor. Pero no fue por una fuga de amianto, ese punto en concreto se limpió hace años.

—Pero ¿hay amianto en alguna de sus tuberías del sistema de conducción del centro de la ciudad?

La mujer volvió a dudar.

—Bueno…

—¿Dónde fue la rotura? —insistió Rhyme con apremio.

—En Broadway. Una manzana al norte de Chambers.

—¿No salió un artículo en el Times sobre ese asunto?

—No lo sé, quizás. Sí…

—¿Y en el artículo se mencionaba el amianto?

—Sí —admitió ella—, pero solamente se decía que, antiguamente, el amianto había sido un problema.

—La tubería que se rompió…, ¿cruza la calle Pearl hacia el sur?

—Bueno…, déjeme comprobarlo. Sí, sí la cruza, a la altura de la calle Hannover, en la parte norte.

Se imaginó a T. J. Colfax, la mujer de dedos delgados y largas uñas, que estaba a punto de morir.

—¿Y el vapor volverá a salir a las tres?

—Correcto. En apenas un minuto.

—¡No debe salir! —gritó Rhyme—. Hay alguien dentro de la conducción. ¡No permitan que salga el vapor!

Cooper miró con desasosiego por encima del microscopio.

—Bueno, no sé… —murmuró la supervisora.

Rhyme le ladró a Thom:

—Llama a Lon, dile que la mujer está en un sótano entre las calles Hannover y Pearl, en el lado norte —le informó sobre lo del vapor—. Haz que también vayan los bomberos, con equipo de protección anticalor —Rhyme gritaba por el auricular—. ¡Avisa a la patrulla de trabajo! ¡Ya! No pueden dejar que salga otra vez el vapor, no pueden! —repetía las palabras distraídamente, maldiciendo a su imaginación, que le mostraba, en una cinta sin fin, la carne de la mujer poniéndose rosa, luego roja y luego deshaciéndose bajo las violentas nubes de la chisporroteante corriente blanquecina.

En la furgoneta sonó la radio. Faltaban tres minutos para las tres según el reloj de Sachs, que respondió a la llamada.

—Aquí 5885, ¿sí?

—Olvida las formalidades. Amelia —dijo Rhyme—, no tenemos tiempo.

—Yo…

—Creemos saber dónde está. Entre Hannover y Pearl.

Miró por encima de su hombro y vio docenas de oficiales de la Unidad de Servicios de Urgencia corriendo hacia un viejo edificio.

—Quieres que yo…

—Están buscándola. Tienes que estar lista para ir a la escena del crimen.

—Pero puedo ayudar aquí…

—No. Lo que quiero es que mires en la parte de atrás de la furgoneta; hay una maleta con una etiqueta que pone cero dos. Llévala contigo. En otra maleta pequeña de color negro hay una PoliLight, ya viste una en mi casa, Mel la estaba usando. Cógela también. En la maleta marcada con cero tres encontrarás un casco con auriculares y un micrófono. Ajústalos a tu Motorola y dirígete al edificio donde están los oficiales. Llámame al canal treinta y siete cuando estés preparada. Estaré en una línea fija, pero te pondrán conmigo.

Canal treinta y siete. La frecuencia especial de la ciudad, la línea prioritaria.

—¿Qué? —preguntó ella. Pero la radio apagada no respondió.

Sachs llevaba una larga linterna negra de luz halógena en el cinturón, se quitó el grueso instrumento de doce voltios, lo dejó en la parte trasera de la furgoneta y cogió la PoliLight y la pesada maleta. Debía pesar veinte kilos, justo lo que necesitaban sus pobres articulaciones. Se ajustó el asa, apretó los dientes de dolor y se dirigió rápidamente hacia la intersección de las calles.

Sellitto corría sin resuello hacia el edificio. Banks le alcanzó.

—¿Lo oíste? —preguntó el detective veterano. Sachs asintió con la cabeza.

—¿Es ése? —preguntó ella.

Sellitto asintió señalando la avenida.

—Ha debido llevarla por ahí, hay un puesto de guardia en el vestíbulo. —Ahora trotaban por el sombrío callejón adoquinado lleno de vapor, con olor a orina y basura. Los deteriorados y tristes vertederos estaban cerca.

—Ahí —gritó Sellitto—. Esas puertas.

Los policías se desparramaron a la carrera. Tres de las cuatro puertas estaban herméticamente cerradas por dentro. La cuarta puerta había sido forzada y ahora aparecía cerrada con una cadena y un candado nuevos.

—¡Aquí es! —Sellitto llegó vacilante a la puerta. Probablemente pensaba en las huellas dactilares. Asió el picaporte y empujó. La puerta se abrió algunos centímetros, pero la cadena estaba muy tirante. Envió a tres policías a la parte delantera para que entraran al sótano desde dentro. Un policía cogió un adoquín suelto de la calzada y empezó a golpear con él el manubrio de la puerta. Media docena de golpes, una docena de golpes. Dio un respingo cuando se golpeó la mano; la sangre brotó de uno de sus dedos desgarrados.

Llegó un bombero con una Halligan, una combinación de pico y palanqueta. Introdujo un extremo por la cadena y rompió el candado. Sellitto miró a Sachs con expectación. Ella miró hacia atrás.

—¡Venga, vamos, oficial! —gruñó Sellitto.

—¿Qué?

—¿No te lo dijo?

—¿Quién?

—Rhyme.

Mierda, se había olvidado de conectar el auricular. Lo enchufó y escuchó:

—Amelia, ¿dónde…?

—Estoy aquí.

—¿Estás en el edificio?

—Sí.

—Entra. Ya soltaron el vapor pero no sé si a la hora exacta. Llévate un médico y un policía. Ve a la sala de calderas. Al fondo probablemente verás a la señorita Colfax. Avanza hacia ella, pero no directamente, no en línea recta desde la puerta, no quiero que estropees ninguna huella de pisadas que el criminal haya podido dejar. ¿Comprendido?

—Sí —asintió con la cabeza por pura empatía, sin darse cuenta de que él no podía verla. Sachs hizo un gesto al médico y al policía que iban detrás de ella y avanzó hacia el oscuro corredor, lleno de sombras, donde se oía el ruido de la maquinaria y el goteo del agua.

—Amelia —dijo Rhyme.

—Sí…

—Antes estuvimos hablando de una emboscada. Pero por lo que sé de él ahora, no creo que sea el caso; él ya no está ahí, Amelia, sería ilógico. De todas formas ten libre la mano para disparar.

Ilógico.

—O.K.

—¡Ahora, vamos! Deprisa.