—El perno.
Si se seguía el procedimiento clásico para estudiar la escena del crimen, lo primero era analizar la prueba menos habitual.
Thom le daba vueltas a la bolsa de plástico una y otra vez mientras Rhyme estudiaba la varilla de metal, medio oxidada. Desteñida. Ajada.
—¿Estás seguro de las huellas? ¿Probaste el reactivo para partículas pequeñas? Es lo mejor para las pruebas materiales expuestas a la acción de los elementos.
—Sí —confirmó Mel Cooper.
—Thom —ordenó Rhyme—, ¡quítame el pelo de los ojos! Péinamelo hacia atrás, te dije que me lo peinaras hacia atrás esta mañana.
El ayudante suspiró y pasó el cepillo por las enmarañadas guedejas negras.
—Vamos a ver —susurró amenazadoramente para su jefe, de forma que Rhyme retiró la cabeza, despeinándose aún más. Amelia Sachs estaba sentada en actitud hosca en una esquina. Tenía las piernas recogidas bajo la silla, en la posición de salida de un corredor, parecía como si estuviera esperando el disparo.
Rhyme volvió a concentrarse en el perno.
Cuando dirigía la División Central de Investigación y Recursos, Rhyme había empezado a crear bases de datos. Había reunido un archivo de balas estándar, de fibras, telas, neumáticos, zapatos, aceite de motores y líquido de transmisión. Había pasado cientos de horas recopilando listados, haciendo índices y cruzando referencias.
Sin embargo, ni siquiera durante la dirección del obsesivo Rhyme, la IRD había confeccionado un catálogo de herramientas. Se preguntaba por qué no y estaba enfadado consigo mismo por no haberse tomado el tiempo para hacerlo, y aún más enfadado con Vince Peretti porque tampoco se le hubiera ocurrido.
—Tenemos que llamar a todos los fabricantes y comerciantes de pernos del Nordeste. No, mejor de todo el país. Tenemos que preguntarles si hacen un modelo como éste y a quien se lo venden. Hay que enviar un fax con la descripción y una foto del perno a nuestros proveedores en Comunicaciones.
—¡Coño, pero puede que haya un millón! —dijo Banks—. Y puede que no demos con él ni aunque preguntemos en todas las cadenas de ferreterías del país.
—No lo creo —respondió Rhyme—. El perno va a ser una buena pista, no lo habrían dejado si fuera inútil. Y seguro que los abastecedores de pernos no son tantos, ¿qué te apuestas?
Sellitto llamó por teléfono y pocos minutos después levantó la mirada.
—Te he conseguido cuatro proveedores, Lincoln. ¿Dónde conseguimos una lista de fabricantes?
—Manda un agente a la calle Cuarenta y dos —respondió Rhyme—, a la Biblioteca Pública; allí tienen directorios de gremios. Hasta que consigamos uno, haz que los proveedores empiecen a trabajar con las Páginas Amarillas.
Sellitto repitió esas indicaciones por teléfono.
Rhyme miró el reloj. Era la una y media.
—Ahora, el amianto.
La palabra brilló en su mente durante un instante. Sintió una especie de sacudida en lugares en los que no se pueden sentir sacudidas. ¿Qué le recordaba aquella palabra? Había leído u oído algo al respecto, hacía poco tiempo según le parecía, aunque Lincoln Rhyme ya no se fiaba de su propia valoración del tiempo. Cuando estás tumbado boca arriba en el mismo sitio durante meses y meses, el tiempo transcurre con una lentitud casi mortal. Tal vez estaba recordando algo que había leído hacía dos años.
—¿Qué sabemos del amianto? —murmuró. Nadie respondió, pero no importaba, se respondió a sí mismo, como prefería hacer. El amianto era una molécula compleja, polímero de silicato. No arde porque, como el cristal, ya está oxidado.
Cuando había estudiado antiguas escenas del crimen, trabajando codo con codo con antropólogos y odontólogos forenses, Rhyme a menudo había estado en edificios con aislamiento de amianto. Recordaba el peculiar sabor de las máscaras que debían ponerse durante las excavaciones. De hecho, en aquel momento lo recordaba, había estado hacía tres años y medio durante una limpieza de amianto en la estación de metro de City Hall, donde los operarios habían encontrado el cuerpo de uno de los policías asesinados por Dan Shepherd tirado en el cuarto de un generador eléctrico. Al agacharse para coger una fibra de la camisa azul del agente, Rhyme oyó el ruido de la viga de roble rompiéndose. Probablemente la máscara le salvó de morir asfixiado por la polvareda que se levantó a su alrededor.
—Quizá la ha llevado a uno de los lugares que están limpiando —sugirió Sellitto.
—Podría ser —asintió Rhyme.
Sellitto ordenó a su joven asistente:
—Llama a los de Medio Ambiente. Entérate si hay algún sitio donde estén retirando amianto en este momento.
El detective llamó por teléfono.
—Bo, ¿tienes gente preparada? —preguntó Rhyme a Haumann.
—Listos para actuar —confirmó el comandante de la ESU—. Aunque tengo que decirte que más de la mitad de los hombres están ocupados con la reunión de la ONU, han sido adscritos a los Servicios Secretos y a las mismas fuerzas de seguridad de la ONU.
—Ya tengo el informe de la Agencia de Protección del Medio Ambiente. —Banks hizo un gesto a Haumann y ambos se retiraron a un rincón de la habitación y apartaron varias pilas de libros. Cuando Haumann desplegó uno de los mapas de Nueva York algo cayó al suelo.
Banks dio un saltito.
—¡Caramba!
Desde donde Rhyme estaba tumbado no podía ver qué era lo que se había caído. Haumann dudó un momento, luego se agachó y recogió el descolorido trozo de columna vertebral, que volvió a colocar en la mesa.
Rhyme sintió que varios pares de ojos le miraban, pero no dijo nada sobre el hueso. Haumann se inclinó sobre el mapa, mientras que Banks, al teléfono, le pasaba información sobre los lugares donde estaban retirando amianto. El comandante los marcó con un lápiz churretoso. Parecía haber un montón, diseminados en los cinco barrios de la ciudad. Resultaba desalentador.
—Tenemos que reducir más el campo. Veamos, la arena —dijo Rhyme a Cooper—. Échale un vistazo, dime lo que opinas.
Sellitto le pasó el sobre con la prueba al técnico, que vació el contenido en una bandeja esmaltada para examinarlo. La reluciente arena levantó una pequeña nube de polvo. También había una piedra lisa, que colocó en el centro del montón.
Lincoln Rhyme se quedó boquiabierto, no por lo que estaba viendo, pues todavía ni siquiera sabía qué era, sino por el impulso irreprimible e imposible de llevar a cabo que sintió de asir un lápiz. Era la primera vez en más de un año que sentía algo semejante, y casi hizo que se le saltaran las lágrimas; su único consuelo fue el recuerdo del frasco de Seconal y la bolsa de plástico que le había enseñado el doctor Berger, imágenes que aún revoloteaban por su habitación de inválido como dos ángeles guardianes.
—Analízala —dijo perentoriamente.
—¿Qué? —preguntó Sellitto.
—La piedra —Lon le lanzó una mirada inquisitiva—. No entiendo por qué está ahí, no pertenece a ese conjunto; es como si hubiera mezclado naranjas con manzanas. Hay que analizarla.
Mel sostuvo la piedra con unas tenacillas, se puso unas gafas de seguridad y le dio un barrido a la superficie con una PoliLight de alta potencia.
—Nada —dijo al fin.
—¿Hacemos un VMD[16]?
La deposición de metal al vacío era la prueba reina para detectar huellas en superficies no porosas. Se realizaba mediante la evaporación de oro o cinc en una cámara de vacío donde se colocaba el objeto que se quería examinar; el metal cubría la posible huella, haciendo que las espirales y las puntas fueran muy visibles.
Sin embargo, Cooper no tenía el material para efectuar aquella prueba.
—¿Y qué es lo que te has traído entonces? —preguntó Rhyme, no muy complacido.
Cooper había llevado consigo los productos habituales, como iodina, Magna-Brush, DFO, ninhidrina, que servía para destacar las huellas sobre superficies porosas, y Super Glue, que se aplicaba en superficies blandas. Rhyme recordó la sorprendente noticia que había sacudido a la comunidad forense hacía tan sólo unos pocos años: un técnico que trabajaba en un laboratorio forense del ejército americano situado en Japón estaba pegando su cámara rota con Super Glue cuando, para su asombro, se dio cuenta de que los restos de aquel adhesivo destacaban las huellas dactilares mejor que la mayoría de los productos químicos desarrollados para ese fin.
Y aquel fue el método por el que se decidió Cooper. Valiéndose de las tenacillas, colocó la piedra en una pequeña caja de cristal y echó una gota de pegamento por debajo. Tras unos minutos, volvió a sacar la piedra.
—Creo que tenemos algo —anunció; volvió a repasar la piedra con la potente luz ultravioleta y se hizo visible una huella. Cooper la fotografió con una Polaroid CU-5, una cámara 1:1 y le enseñó a Rhyme la instantánea resultante.
—Acércamela un poco más —le pidió Lincoln para examinarla mejor—. ¡Sí! La hizo rodar.
Las huellas rodadas, que se producían cuando se pasaba un dedo por una superficie, eran diferentes de las resultantes cuando se cogía un objeto. La diferencia era muy sutil, y se notaba en la profundidad de los surcos en algunos puntos; sin embargo, Rhyme estaba tan acostumbrado a examinar pruebas de ese tipo que la reconoció de inmediato.
—Y mira… ¿qué tenemos aquí? —murmuró—. Esta línea… —se refería a una marquita en forma de creciente, justo por encima de la huella.
—Parece…
—Justo, es una señal de la uña de la chica. No tendría por qué estar ahí, pero apostaría algo bueno a que lo hizo adrede.
—Pero ¿por qué haría semejante cosa? —preguntó Amelia intrigada.
Una vez más, aquella pregunta dio a Rhyme la posibilidad de demostrar que era el más rápido y agudo a la hora de sacar conclusiones.
—Nos está diciendo dos cosas —le explicó—. La primera, que la víctima es una mujer sin lugar a dudas… por si acaso no habíamos sido capaces de establecer la conexión con el cadáver que encontramos esta mañana.
—¿Y por qué le interesa tanto que sepamos eso? —preguntó Banks.
—Para ponerlo más emocionante. Quiere hacernos sudar, por eso nos recuerda que su víctima es una mujer. Sabe que, aunque aparentemos creer lo contrario, hay víctimas y víctimas —Rhyme se fijó en las manos de Sachs. Le sorprendió que una mujer tan hermosa como ella tuviera los dedos en un estado tan deplorable. Cuatro estaban cubiertos con tiritas y en algunos otros se había mordido las uñas hasta casi despellejarse; en un dedo, la cutícula estaba mezclada con sangre reseca. La piel debajo de las cejas estaba muy roja, como si se las hubiera depilado sin ningún cuidado. Y tenía marcas de haberse rascado ferozmente por detrás de la oreja.
Todas ellas eran señales inequívocas de hábitos autodestructivos: evidentemente, había miles de formas de hacerse daño a uno mismo aparte de abusar del Armagnac y los tranquilizantes.
—La segunda cosa que quiere decirnos ya la había deducido yo antes —continuó Rhyme—: sabe lo que se trae entre manos, nos está diciendo que no nos molestemos en aplicar los métodos habituales de análisis de pruebas, que no vamos a encontrar nada. Pero esa es sólo su opinión, claro está. Acabaremos encontrando algo, me apuesto lo que queráis. —De repente, se le ocurrió otra idea—. ¡El mapa! Necesitamos el mapa, Thom.
—¿A qué mapa te refieres? —preguntó su asistente.
—Sabes perfectamente cuál quiero.
—No, Lincoln, no tengo ni idea.
—El ferrocarril subterráneo, los túneles, el amianto… —rumió Rhyme como para sí mismo—. Todas son cosas antiguas. Le gusta el Viejo Nueva York Quiero el mapa Randel.
—¿Y dónde dices que está?
—Con el material que utilicé para preparar el libro, ¿dónde si no?
Thom rebuscó en unas carpetas y sacó una fotocopia de un mapa grande en horizontal de Manhattan.
—¿Es éste?
—Sí, ése.
Era un mapa encargado en 1811 por los gobernantes de la ciudad para planificar la retícula de calles de Manhattan. Había sido realizado en horizontal, de forma que Battery Park, en el sur, estaba a la izquierda, y Harlem, en el norte, a la derecha. Vista de aquella forma, la isla parecía un perro con la cabeza agachada, dispuesto a atacar.
—Ponlo ahí delante… muy bien —Rhyme tuvo una idea brillante—: Thom, creo que vamos a rentabilizar un poco más tus servicios. Dale una insignia o algo para hacerlo oficial, Lon.
—Lincoln… —le advirtió Thom.
—Te necesitamos. ¿Es que no te hubiera gustado ser Sam Spade, o Kojak?
—No, más bien Judy Garland —replicó Thom.
—Pues Jessica Fletcher entonces. Mira, te vas a encargar de escribir el perfil de este tipo. Venga, saca esa Mont Blanc que llevas en el bolsillo y de la que estás presumiendo siempre.
Con un gesto de pura exasperación, el joven buscó un sencillo bolígrafo y tomó un bloc de hojas amarillas que estaba encima de una de las mesas.
—No, espera, se me ocurre una idea mejor —dijo Rhyme—: Coge uno de esos pósters, sí, esos de los cuadros, dale la vuelta y escribe al dorso con un rotulador más grueso, con letras grandes, para que todos podamos verlas.
Thom escogió un detalle de las Ninfeas de Monet y lo colocó en la pared.
—Ponlo bien alto —le ordenó el criminalista—. Arriba escribe «Sujeto Desconocido 823», y luego haz cuatro columnas: «Apariencia», «Residencia», «Vehículo» y «Otros». Estupendo… te ha quedado de cine. Ahora empezaremos a rellenarlo. A ver, ¿qué sabemos de él?
—En cuanto al vehículo, que conduce un taxi amarillo —dijo Sellitto.
—Muy bien. Debajo de «Otros» pon que conoce el procedimiento que se sigue en la escena del crimen.
—¿Ponemos que tiene un Colt calibre 32? —propuso Banks.
—Evidente —aprobó su jefe.
—Y añade que sabe disimular huellas dactilares —intervino Rhyme.
—¿Cómo? —preguntó Thom.
—Eso es de lo que hemos estado hablando antes, lo de la huella en la piedra. Pon también que tiene una casa segura. Buen trabajo, Thom, te ha quedado de lo más profesional.
Resplandeciendo de orgullo, Thom se separó un poco de la pared para contemplar su «obra».
—Pues aquí lo tenemos, chicos —anunció Sellitto—. Los primeros datos seguros sobre el señor 823.
Rhyme se dirigió a Mel Cooper.
—Y ahora volvamos a la arena. ¿Qué nos puedes decir de ella?
Tras volverse a colocar las gafas, puso una muestra en el portaobjetos y lo deslizó bajo el microscopio de luz polarizada.
—Mmmm… qué curioso. No hay birrefracción.
Los microscopios de luz polarizada muestran la birrefracción o doble refracción de cristales, fibras y otros materiales. Y la arena de playa muestra esta característica de forma muy acusada.
—Así que no es arena —dedujo Rhyme—. Debe de ser entonces algo más básico… ¿Puedes individualizarlo?
Aquel era el auténtico caballo de batalla y fin último del trabajo del criminalista. La mayor parte de las pruebas podían ser identificadas, pero aunque llegue a saberse lo que se tiene entre manos, hay cientos o miles de posibles fuentes de las que puede haber procedido. Se considera que una prueba está individualizada cuando procede de una sola fuente o de un número limitado de ellas: una huella digital, una muestra de ADN, un fragmento de pintura que encaja en la carrocería del coche del sospechoso como la pieza de un puzzle…
—Podría… —respondió el técnico—, si supiera qué demonios es.
—¿Cristal pulverizado? —sugirió Rhyme.
Fundamentalmente, el cristal está hecho de arena fundida, pero el proceso de fabricación altera su estructura cristalina, y por eso no se produce la birrefracción. Cooper volvió a examinar la muestra con toda atención.
—No, no creo que sea cristal. Ojalá tuviera un EDX…
Una herramienta común en los laboratorios era el microscopio de electrones asociado a una unidad de dispersión de energía de rayos X; con él se podía determinar qué elementos componían las muestras encontradas en las escenas del crimen.
—Mandad que traigan uno —ordenó Rhyme a Sellitto. Echó un vistazo por la habitación—. Necesitaremos más equipamiento. También quiero una unidad para la deposición de metal al vacío. Y un GC-MS —se refería a un cromatógrafo por gas que rompía los materiales en sus componentes básicos e identificaba cada uno de ellos mediante fotoespectrometría. Aquellos instrumentos permitían a los criminalistas analizar muestras tan mínimas como de una millonésima de gramo y comparar los resultados con miles de sustancias organizándolas en bases de datos y perfectamente catalogadas.
Sellitto telefoneó de inmediato al laboratorio para pedir aquel material.
—Sin embargo, no podemos esperar a que nos traigan los juguetes nuevos, Cooper. Tendremos que hacerlo a la antigua. Anda, dime algo más de esa arenilla misteriosa.
—Está mezclada con impurezas. Hay marga, restos de cuarzo, feldespato y mica. También residuos de plantas descompuestas. Y esto de aquí puede ser bentonita.
—Bentonita —repitió Rhyme complacido—. Es una ceniza de origen volcánico que los constructores suelen usar en los cimientos excavados en terrenos húmedos de la ciudad, allí donde la roca madre está muy profunda. Ayuda a prevenir los derrumbes. Por lo tanto, debemos buscar en una zona urbanizada, cerca del agua, y probablemente al sur de la calle Treinta y cuatro. Más al norte, la roca madre aflora mucho antes, por lo que no es necesario el relleno.
Cooper movió un poco el portaobjetos.
—Me da la impresión que casi todo es calcio. Espera… aquí detecto algo fibroso.
Rhyme hubiera dado algo bueno por poder mirar por el microscopio. Recordó las interminables tardes que había pasado clavado en el laboratorio, examinando fibras, o restos de tierra, o muestras de sangre…
—Aquí veo algo más. Un gránulo más grande. Tiene tres capas, una parece de asta y las otras dos de calcio. Éstas tienen colores un poco diferentes, la otra es traslúcida.
—¿Tres capas? —repitió Rhyme furioso—. ¡Maldita sea, es una concha marina! —le daban ganas de darse de bofetadas, ¿cómo no lo había adivinado?
—¡Pues claro que sí! —exclamó Cooper—. Creo que es de ostra.
Los criaderos de ostras más cercanos a la ciudad estaban en Long Island y Nueva Jersey. Rhyme había albergado la esperanza de que el asesino hubiese limitado el área de búsqueda a la zona de Manhattan, donde había sido encontrada la víctima.
—Si tenemos que buscar hasta donde llega toda la red de metro, estamos listos —gruñó.
—Veo algo más —exclamó Cooper—. Parece cal, pero muy antigua. Está granulada.
—¿Puede que sea cemento?
—Posiblemente… pero no entiendo por qué está con las conchas —añadió reflexivamente—. En los alrededores de Nueva York, las ostras se crían en medio de las algas. Éstas, en cambio, están mezcladas con cemento y no presentan apenas rastros de materia vegetal.
—¡Los extremos! —rugió Rhyme—. ¡Examina los extremos, Mel!
El técnico volvió a aplicarse sobre el microscopio.
—Están fracturados. Han sido pulverizados en seco, no erosionados por la acción del agua.
Rhyme se quedó mirando como un poseso el mapa Randel.
—¡Lo tengo! —gritó.
En 1913, F. W. Woolworth construyó el rascacielos de sesenta plantas que aún lleva su nombre, recubierto de ladrillos y adornado con gárgolas y esculturas góticas. Durante dieciséis años fue el edificio más alto de la ciudad. Dado que la roca madre en aquella parte de Manhattan estaba a más de treinta metros por debajo de Broadway, los obreros tuvieron que excavar profundos fosos para cimentar el edificio. No mucho después del inicio de las obras, los trabajadores descubrieron los restos de Talbott Soames, empresario de Manhattan que había sido secuestrado en 1906. El cadáver fue encontrado enterrado en una fosa rellena de lo que parecía ser arena blanca, aunque en realidad eran ostras machacadas, un hecho que resaltaron todos los periódicos sensacionalistas, recordando la obsesión del corpulento millonario por la buena comida. Las conchas eran tan abundantes a lo largo de la franja costera oriental de Manhattan que solían usarse como material de relleno. De ahí venía el nombre de Pearl Street.
—La chica está en algún lugar del sur —dijo Rhyme—, en el East Side, probablemente, y puede que cerca de la calle Pearl. Debe estar en un lugar entre dos y cinco metros bajo el nivel de la calle: tal vez un sótano, o un túnel…
—Cruza esos datos con los que tenemos sobre el amianto, Jerry —ordenó Sellitto a su ayudante—. ¿Hay por ahí algún lugar donde lo estén retirando?
—¿En Pearl? No, ninguno —el joven levantó el mapa en el que habían estado trabajando él y Haumann—. Hay tres docenas de sitios donde lo están limpiando, pero se sitúan en Midtown, Harlem y el Bronx…, ninguno en el sur.
—Amianto… Amianto… —murmuró Rhyme. ¿Qué era lo que le resultaba tan familiar en relación con ese material?
Ya eran las 2.05 P.M.
—Bo, hay que empezar a moverse. Reúne a tu gente y empezad a buscar en todos los edificios a lo largo de Pearl Street. Y también en Water Street.
—Pero son un montón… —suspiró el policía.
—Lon, será mejor que vayas tú también —dijo Rhyme—. Tengo la sensación de que estamos muy cerca, y toda ayuda será poca. Amelia, quiero que tú también vayas.
—Pero… yo… estaba pensando que…
—Limítese a cumplir órdenes, oficial —intervino Sellitto.
Un destello de puro despecho cruzó por su mirada.
—Mel, ¿has venido hasta aquí en autobús? —preguntó Rhyme.
—En una furgoneta.
Los vehículos que solían desplazarse a las escenas del crimen solían ser grandes autobuses equipados con toda la parafernalia necesaria para recoger pruebas, mejor equipados incluso que la mayor parte de laboratorios de ciudades pequeñas. Sin embargo, cuando Rhyme estuvo al frente de la IRD dispuso que los vehículos que se dirigieran a las escenas fueran más pequeños y que desplazaran sólo el equipo fundamental. Así nacieron los RRV[17], o Vehículos de Respuesta Rápida: a pesar de su apariencia externa convencional, y gracias a la insistencia de Rhyme, ocultaban un motor preparado para alcanzar la máxima velocidad; tan rápidos eran que a menudo superaban a los coches de la policía. Así, muchas veces, el primer oficial en presentarse en la escena del crimen era un técnico del departamento de Rhyme, situación que era el sueño hecho realidad de cualquier criminalista en general y el de Rhyme en particular.
—Dale a Amelia las llaves.
No sin antes lanzarle una aviesa mirada, Sachs asió las llaves, se dio media vuelta y bajó las escaleras. Hasta sus pisadas denotaban el profundo enfado que sentía.
—Venga, Lon, no te cortes, dime lo que estás pensando.
Sellitto lanzó una mirada por encima del hombro y se acercó al borde de la cama.
—¿De verdad quieres que HP esté metida en esto?
—¿Quién?
—Me refiero a ella. HP es su apodo.
—¿De dónde lo habéis sacado?
—No se lo digas nunca, la pone furiosa. Su padre fue patrullero durante cuarenta años, y por eso a ella la llaman «la Hija del Patrullero».
—Entonces, tú crees que no debería haberla reclutado para este caso…
—No, yo no creo nada, pero ¿por qué la quieres?
—Porque escaló por un terraplén para no contaminar la escena del crimen, cerró al tráfico una de las principales avenidas y detuvo una locomotora. A eso yo le llamo tener iniciativa.
—Venga, Linc… conozco al menos a una docena de oficiales de la escena del crimen que hubieran hecho exactamente lo mismo.
—Ya, pero es a ella a quien quiero —Rhyme le lanzó a Sellitto una severa mirada, recordándole muy sutilmente cuáles habían sido los términos de su acuerdo.
—Yo lo único que sé —refunfuñó el detective— es que acabo de hablar con Polling. Peretti está que echa chispas, y no me quiero ni imaginar lo que va a soltar por la boca cuando se entere de que una patrullera es la encargada de la escena del crimen. Eso no nos va a traer más que problemas.
—Seguramente —replicó Rhyme filosóficamente, sin apartar la mirada del póster donde estaba descrito el perfil del asesino—, pero no sé por qué tengo la impresión de que, hoy, ése va a ser el menor de nuestros apuros.
Y sin añadir nada más, recostó la cabeza sobre la almohada.