—Así está la cosa —explicó Rhyme—. Tenemos una víctima de secuestro y una hora límite a las tres de la tarde.
—Y ninguna petición de rescate —añadió Sellitto al resumen de Rhyme, luego se apartó a un lado para contestar su teléfono móvil.
—Jerry —dijo Rhyme a Banks—, infórmales sobre la escena de esta mañana.
Había más gente pululando en la oscura habitación de Lincoln Rhyme de lo que podía recordar. Después del accidente, los amigos a veces se presentaban sin avisar (evidentemente, él siempre estaba en casa), aunque se las arregló para impedir que siguieran haciéndolo. Y también dejó de responder a las llamadas de teléfono, recluyéndose más y más, cayendo en la soledad. Pasaba las horas escribiendo su libro y, cuando le faltó la inspiración para escribir otro, se dedicó a leer. Y cuando también eso se le hizo tedioso, recurrió a las películas de alquiler, los periódicos y la música. Por fin dejó a un lado incluso la televisión y el equipo estereofónico y pasaba horas muertas mirando las imágenes artísticas que su asistente había colgado obedientemente en la pared de enfrente de la cama.
Finalmente también los pósters se habían caído.
Soledad.
Eso era lo que le estaba matando, pero cómo la echaba de menos en aquel momento.
Era evidente por su nerviosa forma de andar que Jim Polling estaba muy tenso. Aunque Lon Sellitto era el oficial asignado al caso, las especiales circunstancias que lo rodeaban hacían necesario un capitán a bordo y Polling se había ofrecido voluntario para el trabajo. El caso era una bomba de relojería y podía destrozar una carrera en un abrir y cerrar de ojos, de forma que el jefe y comisario adjunto se alegraban de que hubiera alguien más para desviar los tiros. Habían estado practicando el arte de distanciarse y cuando las cámaras grabasen las conferencias de prensa estarían preparados para salpicarlas de palabras como «delegado», «asignado» y «asesor»; y podrían limitarse a mirar a Polling cuando llegara el momento de responder a las preguntas duras de roer. A Rhyme no le cabía en la cabeza que hubiera alguien dispuesto a presentarse voluntario para coordinar un caso como aquél.
Pero Polling era especial. El hombrecillo se había pateado centímetro a centímetro el distrito de Midtown North, y era uno de los detectives de Homicidios más exitosos y notables del Departamento. Famoso por su mal humor, había tenido serios problemas cuando mató a un sospechoso desarmado. Pero, sorprendentemente, al mismo tiempo había conseguido levantar su carrera al lograr resolver el caso Shepherd, precisamente el del policía asesino en serie en el que Rhyme había sufrido el accidente. Ascendido a capitán tras este éxito, Polling atravesó uno de esas engorrosas crisis de la edad madura, que le había llevado a cambiar los pantalones vaqueros y los trajes de Sears, por la ropa de Brook Brothers (aquel día llevaba un traje informal azul marino de Calvin Klein); a partir de entonces inició también su tenaz ascensión hacia un despacho en lo alto del edificio One Police Plaza.
Otro oficial se apoyaba en una mesa cercana. Bo Haumann, alto y delgado, con un corte de pelo militar, era capitán y jefe de la Unidad de Servicios de Urgencia del Departamento de Policía de Nueva York.
Banks terminó de hacer su resumen justo cuando Sellitto desconectaba y guardaba el teléfono.
—Eran los Hardy Boys.
—¿Algo más sobre el taxi? —preguntó Polling.
—Nada. Todavía están mareando la perdiz.
—¿Algún indicio de que ella estuviera tirándose a alguien que no debiera? —preguntó Polling—. ¿Tal vez un novio peligroso?
—No, ningún novio. Sólo se veía con algunos tíos de vez en cuando. Nadie que le anduviese detrás, según parece.
—¿Todavía ninguna llamada pidiendo rescate? —preguntó Rhyme.
—No.
Sonó el timbre de la puerta. Thom fue a abrir.
Rhyme dirigió la mirada hacia las voces que se aproximaban.
Un momento después el ayudante subió acompañando a una oficial de policía uniformada. Aunque de lejos parecía muy joven, cuando estuvo más cerca se dio cuenta de que tendría unos treinta años aproximadamente. Era alta y poseía la belleza hosca y altiva de las mujeres que miran desde las revistas de moda.
Suele decirse que vemos a los demás tal como nos vemos a nosotros mismos, y, desde el accidente, Lincoln Rhyme rara vez pensaba en la gente fijándose en su cuerpo. Observó su estatura, sus elegantes caderas, su ardiente cabello rojizo. Cualquier otro habría sopesado esos rasgos y habría llegado a la conclusión de que aquella era una mujer de bandera. Pero Rhyme no tuvo este pensamiento. Lo que registró fue su mirada.
No la sorpresa (obviamente nadie le había avisado de que él estaba inválido), sino otra cosa. Una expresión que nunca antes había visto. Era como si su estado tranquilizara a la mujer. Justo lo contrario de cómo reaccionaba la mayor parte de la gente. Conforme avanzaba por la habitación la chica se iba relajando.
—¿Oficial Sachs? —preguntó Rhyme.
—Sí, señor —respondió ella, conteniéndose como si hubiera estado a punto de extender una mano.
Sellitto le presentó a Polling y a Haumann. La joven debía estar al tanto de la reputación de ambos y sus ojos volvieron a mostrar cautela.
Se fijó en la habitación, la suciedad, el aire tenebroso. Echó una ojeada a uno de los pósters. Estaba medio desenrollado sobre una mesa. Halcones nocturnos, de Edward Hopper. Gente solitaria en un diner cenando ya tarde. Ese póster había sido el último en caerse.
Rhyme explicó brevemente que la hora límite para encontrar a la mujer eran las tres. Sachs asentía con calma, pero Rhyme podía ver en sus ojos el parpadeo de… ¿de qué?, ¿miedo, disgusto?
Jerry Banks, un anillo en un dedo, pero no de boda, se sintió inmediatamente atraído por el brillo de su belleza y le dedicó una sonrisa especial. Pero con una mirada Sachs dejó claro de manera inequívoca que de aquel caso no iban a salir parejas. Y que probablemente nunca saldrían.
—Quizás sea una trampa —sugirió Polling—. Encontramos el sitio al que nos está llevando, entramos y hay una bomba.
—Lo dudo —dijo Sellitto, encogiéndose de hombros—. ¿Para qué entonces todo este jaleo? Si quieres matar policías lo único que tienes que hacer es buscar uno y dispararle.
Un momento de incómodo silencio, Polling desvió rápidamente la mirada de Sellitto a Rhyme. Todos pensaron inmediatamente que había sido en el caso Shepherd donde Rhyme había sufrido el accidente.
Pero un paso en falso no significaba nada para Rhyme. Continuó:
—Estoy de acuerdo con Lon. Pero le diría a los equipos de Investigación y Vigilancia y al de Homicidios que tuvieran cuidado con las emboscadas. Nuestro muchacho parece escribir sus propias reglas.
Sachs miró de nuevo el póster del cuadro de Hopper. Rhyme siguió su mirada. Quizá las personas del restaurante no estaban tan solas, reflexionó. De hecho, todas ellas parecían bastante contentas.
—Hemos encontrado dos tipos de pruebas materiales —siguió Rhyme—: pruebas materiales estándar, o lo que es lo mismo, lo que el asesino no pretendía dejar atrás. Pelo, fibras, huellas digitales, huellas de pies. Si encontramos suficientes y tenemos suerte, todo eso nos llevará a la escena del crimen primaria. Es decir, donde él vive.
—O su escondrijo —sugirió Sellitto.
—¿Una casa segura? —murmuró Rhyme, asintiendo con la cabeza—. Apuesto a que estás en lo cierto, Lon. Necesita un sitio desde donde operar —continuó—. Luego están las pruebas preparadas. Aparte de los trozos de papel, que nos dicen la fecha y la hora, hemos encontrado el perno, la bola de amianto y la arena.
—La carroña de un depredador —gruñó Haumann y se pasó la mano por su impecable corte de pelo. A Rhyme le recordaba al eficiente oficial que él mismo había sido hacía mucho tiempo.
—Entonces, ¿puedo decir al alto mando que existe una posibilidad de encontrar a tiempo a la víctima? —quiso saber Polling.
—Creo que sí.
El capitán hizo una llamada, retirándose a una esquina de la habitación mientras hablaba. Cuando colgó anunció con un gruñido:
—El alcalde. El jefe está con él. Va a haber una rueda de prensa dentro de una hora y he de estar allí para asegurarme de que tienen el pito dentro de los pantalones y la cremallera subida. ¿Algo más que pueda decirle a los mandamases?
Sellitto miró a Rhyme, que negó con la cabeza.
—Todavía no —dijo el detective.
Polling dio a Sellitto el número de su teléfono móvil y salió por la puerta, literalmente corriendo.
Un momento después subía las escaleras un hombre de unos treinta años, delgado, un poco calvo. Mel Cooper tenía el mismo aspecto de bobo de siempre, el típico vecino patoso de una serie cómica. Le seguían dos policías más jóvenes que llevaban un baúl y dos maletines que parecían pesar mil kilos cada uno. Los oficiales dejaron su pesada carga y se fueron.
—Mel.
—Detective —Cooper avanzó hacia Rhyme y apretó su inútil mano derecha. Fue el único contacto físico de aquel día con alguno de los presentes, observó Rhyme. Cooper y él habían trabajado juntos durante años. Especialista en química orgánica, matemáticas y física, Cooper era un experto tanto en identificación, –huellas dactilares, análisis de ADN y reconstrucción forense– como en análisis de pruebas materiales.
—¿Cómo está el criminalista más famoso del mundo? —le preguntó Cooper.
Rhyme soltó un bienhumorado gruñido. Aquel título se lo había otorgado la prensa hacía algunos años, después de la sorprendente noticia de que el FBI le había escogido a él, un policía de la ciudad, como asesor del PERT[15], el equipo encargado del análisis de las pruebas materiales. Insatisfechos con la denominación de «científico forense» o de «especialista forense» los periodistas llamaron a Rhyme «criminalista».
A decir verdad, era una palabra que llevaba años circulando. Primero se aplicó en los Estados Unidos al legendario Paul Leland Kirk, director de la Escuela de Criminología de Berkeley. Esa institución, la primera de su género en el país, había sido fundada por el aún más legendario August Vollmer. El título había llegado a resultar elegante, de modo que, en toda la nación, cuando un técnico se acercaba sigilosamente a una rubia en un cóctel se denominaba a sí mismo como criminalista, no como científico forense.
—Esto es una pesadilla —dijo Cooper—, coges un taxi y al volante hay sentado un psicópata. Y el mundo entero está pendiente de la Gran Manzana debido a esa conferencia de paz. Están tan desesperados que no me extraña nada que te hayan arrancado de tu retiro.
—¿Cómo está tu madre? —preguntó Rhyme.
—Sigue quejándose de sus dolores y achaques. Pero está más sana que yo.
Cooper vivía con su anciana madre en la misma casita de Queens donde había nacido. Su pasión eran los bailes de salón, sobre todo el tango. Como los policías suelen ser muy chismosos, en la IRD se había especulado sobre las preferencias sexuales del muchacho. Rhyme nunca se había interesado por la vida personal de sus subalternos, pero se había sorprendido tanto como los demás cuando conoció a Greta, la novia formal de Cooper, una chica imponente de origen escandinavo que enseñaba matemáticas en Columbia.
Cooper abrió el gran baúl forrado de terciopelo. Sacó las piezas de tres grandes microscopios y empezó a ensamblarlas.
—¡Oh, corriente doméstica! —exclamó decepcionado mirando los enchufes, mientras se ajustaba las gafas de montura metálica en la nariz.
—Es que esto es una casa, Mel.
—Pensaba que vivías en un laboratorio. No me habría sorprendido.
Rhyme miró los instrumentos, de color gris y negro, desgastados por el uso. Había manejado otros similares durante quince años. Un microscopio estándar, otro de contraste y un modelo de luz polarizada. Cooper abrió los maletines, que contenían un surtido de botellas, tarros diversos e instrumentos científicos. De repente acudieron a la mente de Rhyme palabras que antes habían formado parte de su vocabulario cotidiano. Tubos para recogida de sangre en vacío tipo EDTA, ácido acético, ortotolidina, reactivo luminol, Magna-Brush, fenómeno púrpura de Ruhemann…
El joven echó otro vistazo a su alrededor.
—Esta habitación tiene el mismo aspecto que solía tener tu oficina, Lincoln. ¿Cómo encuentras las cosas? Oye, necesito un poco de espacio.
—Thom —Rhyme movió la cabeza señalando una de las mesas llenas de objetos. Apartaron las revistas, los artículos y los libros, dejando al descubierto el tablero de la mesa, que Rhyme no veía desde hacía un año.
Sellitto hojeaba al informe de la escena del crimen.
—¿Por qué seguimos llamándole el sospechoso? Deberíamos asignarle un número.
Rhyme miró a Banks.
—Escoge un número cualquiera.
—El número de la página…, la fecha, quiero decir —sugirió Banks.
—Sujeto Desconocido 823. Tan bueno como cualquier otro número.
Sellitto lo apuntó en el informe.
—Mmm, perdón…, detective Rhyme…
Era la patrullera la que hablaba. Rhyme se volvió hacia ella.
—Se supone que a las doce he de estar en la Central —tenía que asistir a una charla en el One Police Plaza.
—Oficial Sachs… —se había olvidado de ella por un momento—. ¿Fue usted la primera en llegar a las vías del tren?
—En efecto, yo cogí la llamada —la joven respondió dirigiéndose a Thom.
—Estoy aquí, oficial —le recordó Rhyme con severidad, controlando apenas su temperamento—. Aquí mismo, justo debajo de usted. —Le ponía furioso que le hablasen dirigiéndose a terceros, por medio de gente sana.
La mujer volvió la cabeza rápidamente y él se dio cuenta de que había aprendido la lección.
—Sí, señor —dijo ella, en tono suave, pero con una mirada de hielo.
—No estoy de servicio. Llámame Lincoln.
—¿Te importaría explicármelo, por favor?
—¿El qué? —preguntó Rhyme.
—La razón por la que me has traído aquí. Lo siento, pero no hubiera pensado… Si lo deseas, me disculparé por escrito. Lo que pasa es que voy a llegar tarde a mi nuevo destino y no he tenido ocasión de avisar a mi jefe.
—¿Disculparte? —preguntó Rhyme.
—La verdad es que no tengo ninguna experiencia sobre cómo actuar en escenas del crimen. Fui improvisando sobre la marcha y la fastidié.
—Pero ¿de qué hablas?
—Yo ordené parar los trenes y cerrar el tráfico en la avenida Once. Yo tuve la culpa de que el senador no pudiera decir su discurso en Nueva Jersey y de que algunos representantes de la ONU no llegaran a tiempo a su reunión desde el aeropuerto de Newark.
Rhyme soltó una risita.
—¿Sabes quién soy yo?
—Bueno, he oído hablar de ti, por supuesto. Pensé que…
—¿Que estaba muerto? —preguntó Rhyme.
—No. No quería decir eso. —Aunque casi lo había dicho. La chica continuó muy deprisa—: Todos manejábamos tu libro en la academia…, pero nunca oímos sobre ti, personalmente, quiero decir… —Miró hacia arriba y dijo con firmeza—: A mi juicio, como primer oficial, pensé que lo mejor para proteger la escena del crimen era parar el tren y cortar la calle. Y eso fue lo que hice, señor.
—Llámame Lincoln. ¿Y tú te llamas…?
—Yo…
—Sí, ¿cuál es tu nombre?
—Amelia.
—Amelia, ¿como la aviadora?
—No, señor. Es un nombre de familia.
—Amelia, no quiero tus disculpas. Tú lo hiciste bien y Peretti estaba equivocado.
Sellitto se revolvió en su asiento ante tamaña indiscreción, pero Lincoln Rhyme no hizo caso. Después de todo, él era una de las pocas personas del mundo que podía quedarse tumbado en la cama aunque el mismísimo presidente de los Estados Unidos entrara en la habitación. Rhyme siguió diciendo:
—Peretti se ocupó de la escena como si el alcalde estuviera mirándole por encima del hombro y esa es la mejor manera de cagarla. Movió a demasiada gente, estaba totalmente equivocado al dejar pasar los trenes y los coches y no debería haber limpiado el lugar tan pronto como lo hizo. Si hubiéramos mantenido protegidas las vías quizás habríamos encontrado un recibo de una tarjeta de crédito con un nombre o una estupenda huella del dedo pulga…
—Tal vez sí —intervino Sellitto con delicadeza—, pero esto debe quedar entre nosotros —apuntó, dando una orden tácita con la mirada, que dirigió sucesivamente a Sachs, Cooper y al joven Jerry Banks.
Rhyme soltó una irreverente carcajada. Luego se volvió hacia Sachs, a quién pilló, como había ocurrido con Banks por la mañana, mirándole las piernas y el cuerpo cubiertos por la manta de color albaricoque. Rhyme le dijo a la chica:
—Te he pedido que vengas para que te ocupes de la próxima escena del crimen.
—¿Qué? —preguntó ella sin hacer uso de intermediarios en esta ocasión.
—Que quiero que trabajes con nosotros —dijo Rhyme secamente—. En la próxima escena del crimen.
—Pero… —ella se rió—, no pertenezco a la IRD, estoy en una simple patrulla, nunca he trabajado en escenas del crimen…
—Este es un caso poco frecuente, como el detective Sellitto te explicará. Es realmente extraño, ¿verdad, Lon? De veras, si fuera una escena del crimen normal no me harías falta, pero en este caso necesitamos un par de ojos frescos.
Ella miró a Sellitto, que no dijo nada.
—Lo que pasa es que… no lo he hecho bien…, estoy segura.
—Vale —dijo Rhyme con paciencia—. ¿Quieres toda la verdad?
Ella asintió con la cabeza.
—Necesito a alguien que haya tenido pelotas como para parar un tren y proteger así la escena y después soportar la tensión.
—Gracias por darme una oportunidad, señor…, Lincoln. Pero…
Rhyme dijo secamente:
—Lon.
—Oficial… —le gruñó el detective a Sachs—, nadie le ha pedido su opinión. Ha sido asignada a este caso como asistente en la escena del crimen.
—Señor, tengo que protestar. Me han destinado fuera de la patrulla. Hoy. Por razones médicas. Me he de incorporar al nuevo destino dentro de una hora.
—¿Razones médicas? —preguntó Rhyme.
Ella dudó, mirando sin querer las piernas de Rhyme.
—Tengo artritis —dijo por fin.
—¿Que tiene qué? —preguntó Rhyme.
—Artritis crónica.
—Lo lamento muchísimo.
Ella siguió muy deprisa:
—Sólo respondí esa llamada esta mañana porque un compañero se había quedado enfermo en casa, no fue algo planificado.
—Vale, está bien, yo también tenía otros planes —dijo Lincoln Rhyme—. Ahora, veamos algunas de las pruebas.