—La escena del crimen fue preparada —dijo Lincoln Rhyme.
Lon Sellitto se había quitado la chaqueta, dejando ver una camisa atrozmente arrugada. Estaba apoyado, de brazos cruzados, sobre una mesa repleta de papeles y libros.
Jerry Banks también había vuelto; sus ojos azul pálido fijos en los de Rhyme; la cama y el panel de control ya no le interesaban.
Sellitto frunció el ceño.
—Pero ¿qué historia está intentando vendernos el asesino?
En las escenas del crimen, especialmente las de homicidios, los delincuentes a menudo manipulaban las pruebas materiales para confundir a los investigadores. Algunos eran muy listos, pero la mayoría no. Como el marido que golpeó a su mujer hasta matarla y luego intentó que pareciese un robo, pero sólo se le ocurrió robar las joyas de ella, dejando su propia pulsera de oro y su anillo con un diamante en el vestidor.
—Eso es lo que resulta tan interesante —continuó Rhyme—. No tanto lo que sucedió, Lon, sino lo que va a suceder.
Sellitto, el escéptico, preguntó:
—¿Qué te hace pensar eso?
—Los trozos de papel. Indican las tres en punto de hoy.
—¿Hoy?
—¡Mira! —dijo Rhyme señalando el informe con un gesto impaciente de la cabeza.
—En un trozo pone tres P.M. —señaló Banks—. Pero el otro es el número de una página. ¿Por qué crees que se refiere a hoy?
—No es el número de una página —Rhyme enarcó una ceja. Los otros todavía no lo cogían—. ¡Usad la lógica! La única razón para dejar claves era decirnos algo. Si es así, entonces el 823 ha de ser algo más que el número de una página, porque no hay ninguna pista sobre el libro a que corresponde. Bien, si no es el número de una página, ¿qué es?
Silencio.
Exasperado, Rhyme contestó con brusquedad:
—¡Es una fecha! Ocho, veintitrés. Agosto, veintitrés. Hoy a las tres de la tarde va a pasar algo. En cuanto a la bola de fibra, es amianto.
—¿Amianto? —repitió Sellitto.
—¿En el informe? ¿La fórmula? Es hornblenda. Dióxido de silicio. Eso es antimonio. Se me escapa por qué Peretti la envió al FBI. En cualquier caso, tenemos antimonio en una vía de tren, donde no tendría por qué haberlo. Y hemos encontrado un perno de hierro oxidado en la cabeza pero no en la rosca. Eso significa que ha estado enroscado en algún sitio durante mucho tiempo y lo sacaron hace poco.
—Tal vez estaba enterrado entre la basura —sugirió Banks—. Y cuando cavaron la fosa…
—No —dijo Rhyme categórico—. En Midtown el lecho rocoso está cerca de la superficie, lo que significa que también lo están los acuíferos. Todo el terreno desde la calle Treinta y cuatro hasta Harlem es lo suficientemente húmedo como para oxidar el hierro en pocos días, de modo que si el perno hubiera estado enterrado habría estado completamente lleno de herrumbre, no sólo la cabeza. No, lo desenroscaron de algún sitio, lo llevaron a la escena del crimen y lo dejaron allí. En cuanto a la arena…, ¿qué hace esa arena blanca en una vía de tren en pleno Manhattan? La composición del terreno en esa zona es de marga, sedimento, granito y arcilla blanda.
Banks empezó a hablar, pero Rhyme le interrumpió abruptamente.
—¿Y qué hacían esas cosas amontonadas juntas? Nuestro asesino nos está indicando algo. Te apuesto lo que quieras. Banks, ¿qué hay del acceso a las vías?
—Estabas en lo cierto —dijo el joven—. Encontraron un túnel a unos treinta metros al norte de la fosa. Con la cerradura rota desde dentro. También acertaste sobre las huellas. Y ninguna huella ni rastro de neumáticos.
Una bola de amianto sucio, un perno, un periódico viejo…
—¿Sigue intacto el escenario? —preguntó Rhyme.
—Lo han limpiado.
Lincoln Rhyme, el tullido de pulmones asesinos, exhaló un estrepitoso silbido de disgusto.
—¿Quién ha cometido ese error?
—No sé —respondió Sellitto incómodo—. Probablemente el comandante de guardia.
Rhyme entendió que el responsable había sido Peretti.
—¡Ah, entonces habrá que trabajar con lo que ya tenéis!
Fueran cuales fuesen las claves sobre el secuestrador y lo que tenía en mente, o estaban en el informe o se habían perdido para siempre, pisoteadas por los pies de los polis, los mirones y los trabajadores ferroviarios. El trabajo adicional, preguntar a los vecinos de la zona, entrevistar a los testigos, hacer sondeos, en definitiva, las tareas tradicionales del detective, podían hacerse con más tiempo. Pero las escenas del crimen en sí mismas tenían que analizarse a la velocidad del rayo, como siempre había aconsejado Rhyme a los oficiales de la IRD. Él mismo no había tenido el menor escrúpulo en echar a más de un técnico de la Unidad de la Escena del Crimen que no se había movido lo bastante rápido para su gusto.
—¿Peretti se encargó personalmente de la escena? —preguntó.
—Peretti y una dotación completa.
—¿Una dotación completa? —insistió Rhyme irónicamente—. ¿Qué es una dotación completa?
Sellitto miró a Banks, quien respondió:
—Cuatro técnicos de fotografía, cuatro de huellas. Ocho investigadores. Un médico forense.
—¿Ocho investigadores en la escena del crimen?
Se puede reflejar la eficacia del análisis de una escena del crimen mediante una curva de Gauss. Para un único homicidio se considera lo más eficaz emplear dos oficiales. Uno solo puede pasar por alto algunas cosas; tres o más tienden a cometer aún más errores. Lincoln Rhyme siempre había investigado él solo las escenas del crimen. Dejaba que los del departamento correspondiente tomaran las huellas y los de las fotos hicieran las instantáneas y los vídeos. Pero él siempre daba una vuelta solo por la zona.
Rhyme había contratado al joven Peretti, hijo de un próspero político, hacía seis o siete años, y había demostrado ser un buen detective en las escenas del crimen ajustándose siempre a las indicaciones de los manuales. La Unidad de la Escena del Crimen era una de las más deseadas, por lo que siempre había una larga lista de espera para ingresar en ella. Rhyme obtenía un placer perverso reduciendo el número de solicitantes mediante el sistema de mostrar a los candidatos el «álbum de familia», una colección de fotos de escenas del crimen particularmente horribles. Algunos oficiales palidecían, otros disimulaban. Algunos volvían a coger el álbum con las cejas levantadas, como si estuvieran preguntando: «¿Y qué?». Y estos era a los que Rhyme escogía. Peretti había sido uno de ellos.
Sellitto había hecho una pregunta. Rhyme se dio cuenta de que el detective le estaba mirando.
—Trabajarás en esto con nosotros, ¿verdad, Lincoln? —insistió su antiguo camarada.
—¿Trabajar contigo? —dijo entre risas y toses—. No puedo, Lon. No. Solamente te estoy dando algunas ideas para que trabajes sobre ellas. Thom, ponme con Berger —en aquel momento se arrepentía de su decisión de retrasar la entrevista con el doctor de la muerte. Quizá no fuera demasiado tarde. No podía soportar la idea de esperar todavía un día o dos para su… tránsito. Y el lunes… No quería morir en lunes. Parecía vulgar.
—Pídelo por favor.
—¡Thom!
—¡De acuerdo! —dijo el joven ayudante, con las manos alzadas en un gesto de rendición.
Rhyme miró la mesilla de noche, en el lugar donde habían estado la botella, las pastillas y la bolsa de plástico, tan cerca, pero como todo lo demás en su vida, completamente fuera de su alcance.
Sellitto hizo una llamada de teléfono, al alcalde, supuso Rhyme; levantó la cabeza cuando le respondieron. Se identificó. El reloj de pared marcaba las doce y media.
—Sí, señor —dijo con tono respetuoso—. Sobre el secuestro en el aeropuerto Kennedy. He estado hablando con Lincoln Rhyme… sí, señor, tiene algunas ideas sobre el asunto. —El detective anduvo hasta la ventana, mirando inexpresivamente al halcón a la vez que intentaba explicar lo inexplicable al hombre que dirigía la ciudad más misteriosa del mundo. Colgó y se dio la vuelta hacia Rhyme.
—Tanto él como el jefe quieren que colabores, Lincoln. Lo han pedido de modo concreto. El mismísimo Wilson, Linc.
Rhyme se rió.
—Lon, mira la habitación. ¡Mírame! ¿Te parece que yo podría llevar un caso?
—Un caso normal quizá no. Pero este no es un caso muy normal, ¿verdad?
—Lo siento. Sencillamente no tengo tiempo. Ese médico. El tratamiento. Thom, ¿le has llamado ya?
—Todavía no. Lo haré dentro de un minuto.
—¡Ahora, llámale ahora!
Thom miró a Sellitto. Fue hasta la puerta, dio unos pasos más allá. Rhyme sabía que no iba a llamar ¡Qué asco de mundo!
Banks se tocó una pequeña cicatriz y dijo:
—Simplemente danos alguna idea. Por favor. El asesino… dijiste que él…
Sellitto le hizo un gesto para que se callase.
Pero ¡qué gilipollas!, pensó Rhyme. El silencio de siempre. Cuánto lo tememos y cómo nos apresuramos a llenarlo. Cuántas aprensiones y suspicacias se esconden bajo silencios tan espesos como éste. Bueno, Sellitto y él habían formado un buen equipo. Rhyme tenía los datos y Lon Sellitto conocía a la gente adecuada.
Los dos mosqueteros. Y si hubo un tercero fue la sobriedad de la ciencia pura y dura.
Los ojos del detective se inclinaron hacia el informe de la escena del crimen.
—Lincoln. ¿Qué crees que va a pasar hoy a las tres?
—No tengo ni idea —se pronunció Rhyme.
—¿Ninguna?
Cuidado, Lon. Me las vas a pagar.
Finalmente, Rhyme dijo:
—Va a matarla, a la mujer del taxi. Y de una forma atroz, te lo garantizo. Algo que no tendrá nada que envidiar a ser enterrado vivo.
—¡Dios mío! —musitó Thom en el umbral de la puerta.
¿Por qué no podían simplemente dejarle solo? ¿Cómo podría explicarles el intenso dolor que sentía en el cuello y los hombros? ¿O hablarles del dolor fantasma, mucho más, pero mucho más pavoroso, royéndole por todo el cuerpo? ¿Y cómo hacerles entender el agotamiento que le producían las tareas más cotidianas? ¿Cómo referirse al más desbordante de todos los cansancios: tener que depender de alguien?
Tal vez podría hablarles sobre el mosquito que había entrado en la habitación la noche antes y que le estuvo bombardeando durante una hora; Rhyme llegó a marearse de tanto menear la cabeza para ahuyentarlo, hasta que el insecto terminó por aposentársele en una oreja, donde Rhyme lo dejó estar, ya que ahí podía rascarse contra la almohada para aliviar el picor.
Sellitto enarcó una ceja.
—Hoy —suspiró Rhyme—. Un día. Es todo.
—Gracias, Linc. Estamos en deuda contigo —Sellitto arrimó una silla a la cama. Con la cabeza indicó a Banks que hiciera lo mismo—. Ahora, dinos lo que piensas. ¿Qué es este estúpido juego?
—No tan deprisa. No trabajo solo —contestó Rhyme.
—Es de justicia. ¿A quién quieres a bordo?
—A un técnico de la IRD. El mejor del laboratorio. Le quiero aquí con el equipamiento básico. Y mejor pedimos que vengan unos muchachos para logística. Servicios de Urgencia. ¡Ah!, y quiero varios teléfonos —dijo Rhyme dando instrucciones a la vez que miraba el whisky escocés de la mesilla de noche. Recordaba el brandy que Berger llevaba en su equipo. De ningún modo iba a despedirse con una bazofia como aquélla. Su salida de este mundo estaría patrocinada por un Lagavulin de dieciséis años o por un opulento Macallan envejecido durante décadas. O, ¿por qué no?, por ambos.
Banks sacó su teléfono móvil.
—¿Qué tipo de líneas quieres? Solamente…
—Fijas.
—¿Aquí?
—Por supuesto que no —gruñó Rhyme.
—Se refiere a que quiere que haya gente haciendo las llamadas en el edificio principal —intervino Sellitto.
—¡Ah!
—Llama a la Central —ordenó Sellitto—. Que nos pongan tres o cuatro agentes.
—Lon —preguntó Rhyme—, ¿quién está haciendo esta mañana los trabajos preliminares sobre la muerte?
Banks ahogó una carcajada.
—Los Hardy Boys —una mirada de Rhyme le borró la sonrisa de la cara—. Los detectives Bedding y Saul, señor —añadió el muchacho rápidamente.
Pero Sellitto también sonrió.
—Los Hardy Boys. Todo el mundo les llama así. Tú no les conoces, Linc. Son del Grupo de Homicidios de la Central.
—El asunto es que se parecen mucho —explicó Banks.
—Y, bueno, su manera de hablar resulta divertida.
—No quiero payasos.
—No, son buenos —dijo Sellitto—. Los mejores detectives que hemos tenido. ¿Te acuerdas de aquella bestia que secuestró a una niña de ocho años en Queens el año pasado? Bedding y Saul hicieron las pesquisas. Entrevistaron a todo el vecindario; tomaron dos mil doscientas declaraciones. Gracias a eso pudimos salvar a la niña. Cuando esta mañana supimos que la víctima era la pasajera del aeropuerto JFK, el propio jefe, Wilson, les puso en el equipo.
—¿Qué están haciendo ahora?
—Principalmente buscar testigos. En los alrededores de las vías del tren. Y husmear sobre el conductor del taxi.
Rhyme gritó a Thom, que estaba en el vestíbulo —¿Llamaste a Berger? No, por supuesto no lo has hecho. ¿Es que la palabra «insubordinación» no significa nada para ti? Por lo menos haz algo útil. Acerca el informe de la escena del crimen y empieza a pasar las páginas —movió la cabeza hacia el pasapáginas.
—Hoy estamos de un humor espléndido, ¿eh? —le espetó el ayudante.
—Sujétalo más alto. Me está deslumbrando.
Leyó un minuto. Luego miró hacia arriba.
Sellitto estaba al teléfono, pero Rhyme le interrumpió.
—Pase lo que pase hoy a las tres, tenemos que centrarnos en localizar el sitio al que apuntan las pistas, porque va a ser una escena del crimen. Necesitaré a alguien que lo trabaje.
—Bien —dijo Sellitto—. Llamaré a Peretti. Conviene tirarle un hueso. Está olfateando como loco porque estamos dando vueltas a hurtadillas a su alrededor.
Rhyme gruñó.
—¿He preguntado yo por Peretti?
—Pero es el chico de oro de la IRD —apuntó Banks.
—No me interesa —murmuró Rhyme—. Hay otra persona que me conviene más.
Sellitto y Banks se cruzaron una mirada. El detective más viejo sonrió, mientras se sacudía inútilmente la arrugada camisa.
—Tendrás a quien tú quieras, Linc. Recuerda, eres rey por un día.
Miraba el ojo en penumbra.
T. J. Colfax, una joven de pelo oscuro oriunda de las colinas del este de Tennessee, licenciada en la Facultad de Empresariales de la Universidad de Nueva York, con la carrera más prometedora de su empresa, rápida como una bala, acababa de despertar de un sueño profundo. Tenía el pelo churretoso adherido a las mejillas, el sudor le corría a chorros por la cara, el cuello y el pecho.
Se encontró a sí misma mirando un ojo negro, el agujero de una oxidada cañería, de aproximadamente quince centímetros de diámetro, a la que le habían quitado una pequeña tapadera metálica.
Aspiraba por la nariz el aire mohoso, todavía tenía la boca amordazada. Notaba el sabor del plástico, del adhesivo caliente. Amargo.
¿Y John? Se preguntó. ¿Dónde estaba? Se negó a pensar en el sonido sordo que había oído la pasada noche en el sótano. Se había criado en el este de Tennessee y sabía que los disparos sonaban así.
«Por favor», rogó por su jefe. «Que esté bien».
«Tranquilízate», se decía con furia a sí misma. «Estás llorando otra vez, recuerda lo que pasó». En el sótano, después del disparo, perdió la calma completamente, derrumbándose, sollozando de pánico, casi ahogada.
«Venga, calma».
«Mira el ojo negro de la tubería. Imagina que te está haciendo un guiño. El ojo de tu ángel de la guarda».
T. J. estaba sentada en el suelo, rodeada por un centenar de tuberías y conductos, de cañerías y conducciones. Más calientes que la plancha del diner[14] de su hermano, más calientes que el asiento trasero del Nova de Jule Whelan diez años atrás. Goteaba agua, como si de las viejas vigas colgaran estalactitas sobre su cabeza. La única iluminación procedía de media docena de pequeñas bombillas amarillas. Justo encima de ella había un letrero. No podía leerlo bien, aunque alcanzaba a ver el borde rojo. Al final de lo que fuese que decía el mensaje había un signo de exclamación.
Se revolvió una vez más, pero las ligaduras la atenazaban, oprimiendo contra el hueso. De su garganta brotó un grito desesperado, un grito animal. Pero la espesa mordaza y el insistente ruido de la maquinaria se tragaban el sonido; nadie podría oírla.
El ojo negro continuaba mirándola. «Tú me salvarás, ¿verdad?», pensó.
Súbitamente el silencio se interrumpió con el estruendo de una campana de hierro a lo lejos. Como la puerta de un barco cerrada de golpe. El ruido venía del orificio de la tubería. De su ojo amigo.
Sacudió las ataduras contra la tubería e intentó ponerse de pie. Pero no pudo moverse más que unos cuantos centímetros.
«Venga, no te angusties. Relájate. Todo va a ir bien».
Entonces fue cuando consiguió ver el letrero de encima de su cabeza. Al moverse un poco se había enderezado ligeramente y había ladeado la cabeza, lo que le proporcionaba una perspectiva en oblicuo del letrero.
¡Oh, no! ¡Oh, Santo Dios…!
Las lágrimas volvieron de nuevo.
Imaginó a su madre, con el cabello estirado hacia atrás y su cara redonda, con su bata de estar por casa estampada en flores azules, cuchicheándole: «Todo va bien, cariño… No te preocupes».
Pero no se creía las palabras.
Creía lo que decía el letrero.
¡Peligro! Vapor muy caliente a alta presión. No quitar la tapa de la tubería. Para manipular llame a Consolidated Edison. ¡Muy peligroso!
El ojo negro la miraba boquiabierto, el ojo que se abría al interior de la tubería de vapor. Miraba directamente a la carne rosada de su pecho. De algún lugar dentro de la tubería salió otro ruido metálico, trabajadores martilleando, ajustando las viejas juntas.
Mientras Tammie Jean Colfax gritaba oyó otro ruido de metal. Luego, un quejido distante, muy apagado. Y le pareció ver, entre lágrimas, que el ojo negro por fin le hacía un guiño.