37

Era casi de noche cuando Amelia Sachs apareció en el umbral. Ya no llevaba mallas, tampoco el uniforme: se había puesto unos vaqueros y una blusa verde. Su hermoso rostro presentaba varios arañazos que Rhyme no recordaba aunque, dados los acontecimientos transcurridos en los últimos tres días, suponía que no había sido ella precisamente la que se los había infligido.

—¡Caray! —exclamó, evitando con un rodeo el lugar donde Stanton y Polling habían muerto—. Aunque habían limpiado a fondo el pavimento después de levantar los cadáveres, aún se apreciaba una mancha rosácea.

Rhyme vio como le dirigía un frío saludo al doctor Berger, que estaba al lado de la ventana del halcón, con aquel ominoso maletín a su lado.

—Conseguiste acabar con él, ¿eh, Rhyme? —dijo Amelia señalado la mancha del suelo.

—Sí, ya se ha ido para siempre.

—¿Lo hiciste tú solo?

—Sí, aunque tuve que emplear un par de trucos.

En el exterior, la luz del ocaso arrancaba destellos dorados de los elegantes edificios de la Quinta Avenida.

—Lincoln y yo hemos tenido una pequeña charla —dijo el doctor Berger.

—¿Ah, sí?

Se produjo una larga pausa.

—Amelia —empezó Lincoln—. Quiero hacerlo. Ya lo he decidido.

—Ya lo veo. —Por un momento temblaron sus hermosos labios, crucificados por los pequeños puntos que le habían dado. Fue su única reacción visible—. ¿Sabes? Odio que uses mi nombre de pila.

¿Cómo explicarle que era ella, precisamente ella, la principal razón por la que iba a seguir adelante con aquella decisión? Aquella mañana, cuando se despertó y la vio a su lado, se había dado cuenta con una punzada de dolor de que muy pronto ella se bajaría de la cama, se vestiría y saldría por la puerta, de camino a su propia vida, una vida normal. Y eso que habían estado tan cerca el uno del otro como sólo los amantes lo pueden estar. Era sólo cuestión de tiempo que encontrara otro Nick y se enamorara de él. El caso del 823 había terminado, ya no había nada que les uniera y sus vidas, inevitablemente, tomarían cursos diferentes.

Stanton había sido mucho más listo de lo que había imaginado: evidentemente, había conseguido darle motivos para desear seguir adelante, y, por desgracia para él, mucho más que eso.

«Sachs, te mentí: a veces no se puede olvidar a los muertos, a veces tienes que cargar con ellos para siempre…».

Amelia se acercó a la ventana con los brazos cruzados.

—He intentado encontrar un argumento con el que convencerte, pero no lo he conseguido. Todo lo que puedo decirte es que no quiero que lo hagas.

—Un trato es un trato, Sachs.

Ella miró a Berger.

—Y una mierda, Rhyme. —Se sentó en el borde de la cama, le puso una mano en el hombro y con la otra le retiró un mechón de pelo de la frente—. ¿Me harás un último favor?

—¿Qué?

—Dame unas horas.

—No voy a cambiar de opinión.

—Lo sé, sólo te pido dos horas. Hay algo que tienes que hacer antes de…

Rhyme lanzó una mirada a Berger, quien dijo:

—No puedo quedarme mucho más, Lincoln…, mi avión. Si quieres, podemos esperar a la semana que viene, regresaré entonces y…

—No se preocupe, doctor —le interrumpió Amelia—. Yo le ayudaré.

—¿Usted? —preguntó el médico con cautela.

—Sí —asintió ella de mala gana.

Aquella decisión no era propia de su naturaleza, se dijo Rhyme. Escudriñó en el fondo de sus azules ojos que, empañados por las lágrimas, parecían increíblemente brillantes.

—No te preocupes —le dijo a Berger—. ¿Podrías dejarnos… bueno…? ¿Cuál te parece el eufemismo más adecuado?

—¿Qué tal «parafernalia»? —sugirió Berger.

—¿Podrías dejar todo eso en la mesa?

—¿Está segura? —le preguntó a Sachs.

Ella volvió a asentir con un gesto.

El doctor colocó las píldoras, el brandy y la bolsa de plástico en la mesilla de noche. Después rebuscó en su maletín.

—No tengo ninguna goma para la bolsa, lo siento.

—No importa —replicó Sachs mirándose los zapatos—. Yo sí.

Berger se acercó a la cama y le puso la mano en el hombro.

—Te deseo que tengas un dulce tránsito.

—Tránsito —se mofó Rhyme cuando Berger hubo salido de la estancia—. Bueno —continuó, volviéndose a Sachs intrigado—, veamos qué es eso que quieres que haga.

Sachs aceleró y metió la cuarta. El viento le echaba hacia atrás el cabello con fuerza; aunque la corriente era brutal, Amelia Sachs jamás hubiera consentido conducir con las ventanillas subidas.

—Eso sería poco americano —adujo, antes de llegar a los 180 kilómetros por hora.

Cuando te mueves…

Rhyme le había sugerido que fueran a la pista de entrenamiento del Departamento de Policía, pero no le sorprendió en absoluto que Amelia rechazara aquella propuesta como propia de nenazas. Ella sólo había estado en aquel lugar la primera semana de entrenamiento. Así que se habían dirigido a Long Island, después de pergeñar un par de historias más o menos plausibles para el caso de que les detuviera la policía de Nassau County.

—Lo que pasa con las cinco marchas, es que la velocidad más alta no tiene por qué ser la más rápida —le explicó mientras le colocaba la mano bajo la suya sobre la palanca de cambios.

El motor chirrió cuando subió a 210 haciendo que los campos, los árboles, los ganados que pastaban mansamente en los prados se desdibujaran a los costados del Chevrolet.

—¿No te parece alucinante, Lincoln? —gritó—. ¡Es mejor que el sexo, es mejor que nada!

—Sí, puedo sentir las vibraciones…, realmente puedo, en el dedo…

Sachs sonrió y por un momento le pareció que había apretado su mano. Por fin, de mala gana condujo fuera de la desierta carretera y enfiló hacia la distante ciudad.

—Antes, probemos a 270 —propuso. Lincoln cerró los ojos y se dejó llevar por la sensación del viento, el perfume de la hierba recién cortada y la pura velocidad.

Aquella noche fue la más calurosa del verano.

Desde su nueva posición, Lincoln podía mirar hacia abajo y ver a la gente tumbada en el parque, los exhaustos corredores descansando en los bancos, familias haciendo barbacoas como si fueran los supervivientes de alguna batalla medieval.

Thom había puesto un CD con el melancólico Adagio para cuerda de Samuel Barber, pero con una risotada, Rhyme declaró que aquello le parecía caer en el cliché más sórdido y le pidió que lo cambiara por uno de Gershwin.

Amelia entró en la habitación y se fijó en que él estaba observando por la ventana.

—¿Qué estás mirando?

—Gente acalorada.

—¿Y los pájaros? ¿Los halcones?

—Sí, siguen ahí fuera.

—¿Acalorados también?

Rhyme examinó al macho atentamente.

—No lo creo. Por alguna razón, parecen estar por encima de esas debilidades.

Amelia colocó el bolso a los pies de la cama y sacó una botella de un exquisito brandy. Rhyme le recordó que tenía un whisky muy bueno, pero ella insistió en que el licor era cosa suya; después sacó las píldoras y la bolsa de plástico. Parecía la atareada ejecutiva de vuelta de Balducci's[61] cargada con bolsas de hortalizas y marisco y muy poco tiempo para preparar la cena.

Tal y como Rhyme le había pedido, también había comprado un poco de hielo. Recordaba perfectamente todo lo que Berger le había explicado. Amelia abrió la botella de Courvoisier, se sirvió un vaso, echó un chorro en la botella de Lincoln, y le acercó la pajita a la boca.

—¿Dónde está Thom? —preguntó.

—Ha salido.

—¿Lo sabe?

—Sí.

Bebieron un poco de brandy.

—¿Quieres que le diga algo a tu mujer?

Rhyme sopesó la cuestión un momento, pensando con amargura en que, cuando se vive con una persona, se tienen infinidad de ocasiones para hablar y discutir, para contarle sentimientos y deseos, y, sin embargo, qué tristemente se desperdiciaban aquellos momentos. Delante de él tenía a Amelia Sachs, una mujer a la que hacía tres días ni siquiera conocía pero con la que, sin embargo, había intimado más que con Blaine después de siete años de convivencia.

—No —contestó—. Le he mandado un e-mail. —Se echó a reír—. Para que no diga que no estoy al tanto de las nuevas tecnologías.

El licor empezaba a disolver la amargura que anidaba en el fondo de su garganta, haciendo que se sintiera mejor, más ligero.

—Tengo algo de dinero ahorrado —continuó Lincoln—. Se lo he dejado a Thom y a Blaine y… —pero ella le interrumpió con un dulce beso en la frente.

Oyó un repiqueteo como de guijarros cuando Amelia echó unas cuantas píldoras de Seconal sobre la palma de su mano. Inmediatamente, Lincoln se acordó del test reactivo de color Dillie-Koppanyi: se añade una centésima parte de acetato de cobalto en metanol al material sospechoso, seguida de cinco partes de isopropilamina en metanol. Si la sustancia es un barbitúrico, el reactivo se torna de un hermoso color azul violeta.

—¿Cómo tengo que hacerlo? —le preguntó Amelia mirando las píldoras.

—Mézclalas con el licor.

Amelia abrió las cápsulas y echó en la botella el contenido, un polvo blanco que se disolvió rápidamente. Revolvió la mezcla con la pajita. Lincoln se le quedó mirando los dedos, con las uñas mordidas, pero ya nada podía afectarle: aquella era su noche, decidió, y sería una noche de alegría.

Le vinieron a la mente recuerdos de su infancia en Illinois. Como no le gustaba la leche, su madre le compraba pajitas de sabores: fresa, chocolate. No había vuelto a pensar en aquel detalle hasta ese momento. El invento había funcionado, y desde entonces esperaba con impaciencia el momento de tomar su vaso de leche.

Sachs le acercó la pajita a la boca.

Luz u oscuridad, música o silencio, sueños o el descanso de una noche sin sueños. ¿Qué se encontraría?

Empezó a sorber. El sabor no era muy distinto al del licor puro, tal vez un poco más amargo, como el de…

De repente, oyó que aporreaban la puerta de abajo, que le daban puñetazos y patadas. Voces que gritaban.

Apartó los labios de la pajita y se quedó mirando hacia el hueco de la escalera.

Ella se le quedó mirando, sin saber qué hacer.

—Ve a ver quién es.

Amelia bajó y volvió a subir enseguida, con una triste expresión. La seguían Lon Sellitto y Jerry Banks. Rhyme se fijó en que el joven se había hecho otra carnicería con la maquinilla de afeitar.

Sellitto se dio cuenta de que sobre la mesa estaban la botella y la bolsa y le lanzó una mirada inquisitiva a Sachs, que, sin amilanarse, se la devolvió imperiosa: no era una falta de respeto, lo que quería decirle era que lo que estaba a punto de ocurrir en aquella habitación no era asunto suyo. Sellitto captó el mensaje perfectamente, pero no tenía la menor intención de marcharse.

—Lincoln, tenemos que hablar contigo.

—Di lo que quieras, pero rápido, Lon. Estamos ocupados.

El detective se desplomó sobre la silla de mimbre.

—Hace cosa de una hora ha explotado una bomba en la ONU, justo al lado de la sala de banquetes y precisamente durante la cena de bienvenida a los delegados de la conferencia de paz.

—Seis muertos y cuarenta y cuatro heridos —añadió Banks—, veinte de ellos muy graves.

—¡Dios mío! —murmuró Amelia.

—Díselo —siseó Sellitto.

—Con motivo de la conferencia, la ONU contrató a un montón de trabajadores temporales. La sospechosa, una recepcionista, era uno de ellos —les explicó Banks—. Al menos media docena de personas la vieron llevar una bolsa de lona al trabajo y colocarla en una habitación para trastos cerca de la sala de banquetes. Se marchó justo antes de que explotaran. Los técnicos creen que estaba compuesta de un kilo de C4 o de Semtex.

—Linc —intervino Sellitto—, todos los testigos dijeron que la bolsa era amarilla.

—¿Amarilla? ¿Y por qué es eso tan importante?

—Los de Recursos Humanos de la ONU identificaron a la recepcionista: es Carole Ganz.

—¡La madre! —exclamaron al unísono Sachs y Lincoln.

—Sí, la mujer que salvamos en la iglesia. Ganz es un seudónimo, su nombre real es Charlotte Willoughby, estuvo casada con Ron Willoughby. ¿No os dice eso nada?

Rhyme contestó que no.

—Salió en las noticias hace unos dos años. Era un sargento del ejército que fue enviado con las tropas de paz de las Naciones Unidas a Birmania.

—Sigue —le pidió el criminalista.

—Willoughby no quería ir, pensaba que un soldado americano no tenía por qué vestir el uniforme de la ONU ni recibir órdenes de nadie que no perteneciera al ejército. Tengo entendido que esa es una opinión muy corriente entre los extremistas de derechas. Sin embargo, fue a esa misión. No llevaba ni una semana en Birmania cuando le pegaron un tiro por la espalda en un callejón de Rangún y se convirtió en un mártir para los conservadores. Los de la Brigada Antiterrorista dicen que su mujer fue captada por un grupo extremista de las afueras de Chicago. Sus enlaces allí eran un matrimonio, Katherine y Edward Stone se llaman.

Banks prosiguió el relato:

—El explosivo estaba en uno de los moldes de arcilla del juego de Mr. Potato de su hija, junto con otros juguetes. Creemos que pensaba llevar a la niña consigo para no levantar las sospechas de los de seguridad y poder dejar la bolsa en la misma sala de banquetes. Como Pammy estaba en el hospital no le quedó más remedio que ponerla en el almacén. Y menos mal, pues bastante daño hizo desde allí.

—¿Y qué sabéis de la niña, de Pammy? —preguntó Sachs.

—Su madre la sacó del hospital casi a la misma hora que explotaba la bomba. Las dos se han esfumado.

—¿Y sus contactos? —quiso saber Lincoln.

—¿Te refieres a los terroristas de Chicago? También han escapado. Tenían un escondite en Wisconsin, pero lo hemos localizado. No sabemos adónde han podido huir.

—Entonces, este era el rumor que había oído el soplón de Dellray —rió Lincoln—. Carole era el peligro que se esperaba en el aeropuerto, no tenía nada que ver con el Sujeto Desconocido 823.

Se dio cuenta de que Banks y Sellitto le estaban mirando con el alma puesta en los ojos.

¡Ah, no! No pensaba volver a caer en aquel viejo truco.

—Olvídalo, Lon —dijo Rhyme terminante. No podía dejar de pensar en el tentador vaso de licor que había sobre la mesilla—. Imposible.

El veterano detective se arrebujó en su sudadera con un temblor.

—¡Dios, Lincoln! Aquí hace un frío que pela. Venga, Linc, piénsalo un poco más… No pasa nada porque nos ayudes otra vez…

—No puedo ayudarte.

—Hay una nota —dijo Sellitto—. La escribió Carole y se la mandó al Secretario General por correo interno. Decía que instituciones como la ONU atentan contra la libertad individual de los ciudadanos americanos o una mierda parecida. Confesaba que su grupo había sido el responsable de la bomba de la Unesco en Londres, y amenazaba con que habría más. Tenemos que dar con ella, Lincoln.

—Tanto el Secretario General como el alcalde han insistido en que te quieren en el caso —añadió Banks—. Y también el jefe Perkins. Incluso ha habido una llamada de la Casa Blanca, por si necesitas más argumentos para decidirte, pero esperamos que te conformes con estos, detective.

Rhyme ni se molestó en decirle que se había equivocado de rango.

—También se ha alertado al FBI. Fred Dellray estará a cargo del caso, y, por si quieres saberlo, con todo respeto (lo creas o no, estas han sido sus palabras textuales), bueno, pues con todo respeto te pide que te hagas cargo de la investigación. La escena está virgen, si exceptuamos el trabajo de los equipos que han entrado a retirar los cadáveres y auxiliar a los heridos.

—Entonces, de virgen nada —gruñó Lincoln—, estará extremadamente contaminada.

—Otra razón más por la que le necesitamos, señor —declaró Banks sin poder disimular su entusiasmo al notar que empezaba a ceder.

Rhyme se quedó mirando el vaso y la pajita. Dios, había llegado tan lejos. La paz definitiva no le había parecido nunca tan cercana… y el infinito dolor tampoco.

Cerró los ojos. No se oía el menor ruido en la habitación.

—Y no se trata sólo de que atrapemos a esa mujer, Linc —Sellitto estaba dispuesto a añadir tanta leña al fuego como fuera necesaria—. Está también la niña. ¿Tú te imaginas la vida que va a llevar la pobre criatura a partir de ahora, acompañando a su madre de escondite en escondite?

«Me las pagarás, Lon».

Rhyme recostó la cabeza en la mullida almohada. Por fin abrió los ojos y declaró:

—Estas son mis condiciones…

—Dispara, Lincoln.

—La primera es que no trabajo solo —lanzó una mirada a Amelia.

La joven dudó un segundo, después sonrió y retiró la pajita del brandy con las pastillas; abrió la ventana y tiró el líquido más allá del alféizar; un poco más abajo, el halcón miró sorprendido hacia arriba, asustado por aquel repentino movimiento, meneó la cabeza y después se volvió para seguir alimentando a su hambriento polluelo.