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Algo duro le dio en la frente. Notó el golpe, pero no le hizo daño.

¿Qué era? ¿La pala? ¿Un ladrillo? Tal vez en un momento de debilidad el Sujeto Desconocido 823 había decidido que aquella muerte lenta era más de lo que cualquiera podría soportar y estaba buscándole la garganta para cortarle las venas.

Otro golpe, y otro. Todavía no podía abrir los ojos, pero notaba más claridad alrededor de ella. Colores. Y aire. Hizo un esfuerzo para escupir la masa de tierra que tenía en la boca e inspirar a pequeños sorbos. Empezó a toser, a escupir.

Por fin pudo abrir los párpados y a través de los ojos empañados por las lágrimas tuvo una borrosa visión de Lon Sellitto, arrodillado sobre ella, y dos enfermeros a su lado, uno de los cuales le introdujo la mano con un guante de látex en la boca y la ayudó a escupir más tierra, mientras el otro preparaba una mascarilla de oxígeno.

Sellitto y Banks continuaron afanándose por desenterrarla, echando la tierra hacia atrás con toda la energía de que eran capaces. Cuando la ayudaron a incorporarse, la bata quedó en el fondo de la fosa como la piel de un reptil. Pudoroso, Sellitto apartó la mirada y le ayudó a cubrirse con su chaqueta. El joven Banks no pudo evitar mirarla, pero a Amelia no le importó en absoluto: en aquel momento quería a esos dos hombres.

—Vosotros… ¿le habéis…? —empezó a preguntar, antes de que le ahogara un nuevo acceso de tos.

Sellitto miró a Banks, que parecía el más agotado de los dos; debía ser el que más había corrido detrás del sospechoso.

—Se escapó —reconoció meneando la cabeza.

Aún sentada, Sachs inhaló algo más de oxígeno.

—¿Cómo… cómo habéis sabido…? —fue su siguiente pregunta.

—Fue Rhyme. No me digas cómo lo supo. Hizo una llamada de emergencia a todo el equipo. En cuanto le dijimos que nosotros estábamos bien, nos mandó para aquí a toda velocidad.

Amelia fue recuperando la sensibilidad en los miembros, y de golpe se dio cuenta de lo que había estado a punto de ocurrirle. Se arrancó la máscara de oxígeno, y con el rostro contraído por el puro pánico, empezó a llorar con gemidos cada vez más histéricos.

—No… no… no… —empezó a darse manotazos en brazos y piernas, como si quisiera sacudirse el horror que se había posado sobre ella como un enjambre de avispas—. ¡Dios, no! ¡Noooo!

—Sachs… —empezó Banks alarmado—. ¿Qué hacemos…?

El detective más veterano hizo un gesto con la mano para que se retirara.

—Tranquila, tranquila… —la ayudó a levantarse y la sostuvo mientras vomitaba entre violentos espasmos, como si quisiera expulsar hasta el último átomo de la tierra que había tragado.

Por fin, Sachs se tranquilizó un tanto y se sentó en el suelo. Empezó a reír, primero muy bajito, y después cada vez más alto, histérica, asombrada al darse cuenta de que había empezado a llover y caían gruesos goterones de los que ella no se había dado ni cuenta.

Le había pasado el brazo por los hombros y había apretado su rostro contra el suyo. Así permanecieron un largo, larguísimo instante.

—Sachs…, oh, Sachs…

Ella se separó del Clinitron y acercó un viejo sillón que había en un rincón. Llevaba unas mallas de color azul marino y una camiseta de la universidad. Se dejó caer en el sillón, colocando las piernas por encima de uno de los brazos, como si fuera una colegiala.

—¿Por qué nosotros, Rhyme? ¿Por qué quiere hacernos daño? —tenía todavía la voz ronca por toda la tierra que había tragado.

—Porque las personas que secuestró no eran sus verdaderas víctimas, lo somos nosotros.

—¿A qué te refieres con «nosotros»?

—No estoy seguro. La sociedad tal vez. O la ciudad. O los de la ONU. Estuve leyendo un capítulo de su «biblia», el de James Schneider. ¿Recuerdas la teoría de Terry explicando por qué deja las pistas?

—Dijo que era una forma de implicarnos —intervino Sellitto—, de hacernos cómplices para compartir la culpa. Eso hace que le resulte más fácil matar.

Rhyme asintió, pero añadió:

—No creo que sea esa su razón principal. Me parece que las pistas son, sobre todo, una forma de atacarnos. Cada víctima muerta es un fracaso para nosotros.

Con aquellas ropas sencillas y gastadas y el pelo recogido en una cola, Sachs estaba más guapa de lo que recordaba haberla visto los dos últimos días. Pero sus ojos estaban empañados. Esperaba que hubiese retirado cada partícula de tierra de su cuerpo porque, de repente, la idea de que hubiesen querido enterrarla viva se le hacía sencillamente insoportable.

—¿Y qué tiene contra nosotros? —preguntó Amelia.

—No lo sé. El padre de Schneider fue arrestado por equivocación y murió en la cárcel. No podemos saber qué le pasó a nuestro Sujeto Desconocido, y yo sólo me ocupo de las pruebas…

—… No de los motivos —le interrumpió Amelia acabando la frase por él.

—¿Por qué habrá empezado a atacarnos directamente? —Banks señaló con un gesto hacia Sachs.

—Porque encontramos su asquerosa madriguera y salvamos a la niña. Supongo que no esperaba que lo consiguiéramos tan pronto. Puede que estemos en un lío, Lon, necesitaremos niñeras las veinticuatro horas del día para ti, para Jerry, para mí, para Cooper, Haumann y Polling. Todos debemos estar en su lista. ¡Ah! Y manda a los chicos de Peretti a casa de Sachs. Estoy seguro de que no habrá dejado ni rastro, pero puede que encuentren algo. Esta vez tuvo que escapar antes de lo que pensaba.

—Será mejor que yo también vaya —dijo Sachs.

—¡No! —exclamó Rhyme.

—Tengo que trabajar en la escena del crimen…

—Tú lo que tienes que hacer es descansar —le ordenó—. Y ni te esfuerces por protestar: estás hecha polvo.

—Es una orden, oficial —bromeó Sellitto—. Puede tomarse libre el resto del día. Pondremos a doscientos hombres a rastrear su pista, y Fred Dellray nos prestará otros ciento veinte federales.

—¿Así que tengo una escena del crimen en el jardín de mi casa y no me vais a dejar que haga yo la cuadrícula?

—Exacto, veo que lo has entendido perfectamente —dijo Rhyme categórico.

—¿Algún problema, oficial? —le dijo Sellitto, levantándose ya para irse.

—No, señor.

—Vamos, Banks. Tenemos trabajo.

Los dos detectives se marcharon. Rhyme oyó resonar sus voces en el hall y después la puerta que se cerraba. Se fijó en que las luces eran demasiado potentes, así que con el mando a distancia las bajó un poco para dejar la estancia en penumbra.

—Bueno… —dijeron al unísono Rhyme y Sachs. Evidentemente, aquella situación les abrumaba un poco.

—Es tarde —apuntó ella mirando su reloj.

—Sí, bastante tarde.

Sachs se levantó y buscó en su bolso el espejito de maquillaje para ver la herida del labio.

—No te preocupes, no está tan mal —la consoló Rhyme.

—Parezco Frankenstein. ¿Por qué no coserán los puntos con hilo color carne? —Cerró el espejo y lo metió otra vez en el bolso—. Vaya, has movido la cama —estaba más cerca de la ventana.

—Fue idea de Thom. Así puedo mirar el parque…, si me dan ganas, claro.

—Eso está muy bien. —Amelia se acercó a la ventana y miró hacia abajo.

«Por Dios santo», se dijo Rhyme enfadado, «hazlo de una vez, total, no tienes nada que perder…».

—¿Quieres quedarte aquí? —le espetó de improviso—. Esto…, es muy tarde, y los polis se tirarán horas registrando tu casa.

Notó un sentimiento de loca anticipación, y se obligó a reprimirlo para evitar la decepción, pero ella se volvió a mirarle con una franca sonrisa.

—Me encantaría.

—Genial. —La corriente de adrenalina se disparó por su mandíbula—. ¡Thom!

Escucharían música, beberían whisky, tal vez le contara más anécdotas sobre famosas escenas del crimen. El historiador que había en él también sentía curiosidad por su padre, por saber cómo era el trabajo de policía en los años sesenta y setenta, por conocer detalles sobre el terrible Midtown South Precinct en los viejos tiempos.

—¡Thom! Trae sábanas, y una manta. ¡Thom! Me pregunto qué diantres estará haciendo. ¡Thom!

Sachs abrió la boca para decir algo, pero enseguida apareció el asistente en el umbral.

—Ya sabes que con que me grites una sola vez como un poseso es suficiente, Lincoln.

—Amelia se queda. ¿Te importaría traer algunas sábanas y almohadas para el sofá?

—No, no te molestes, no pienso volver a dormir en el sofá. Está durísimo.

Rhyme sintió una punzada de decepción, la primera vez en años que experimentaba una sensación semejante. Resignadamente, consiguió esbozar una sonrisa, como si no le importara que Amelia no durmiera allí.

—Hay un dormitorio en el piso de abajo. Thom puede prepararte la cama.

—No te preocupes, Thom, no hace falta —fue su sorprendente réplica.

—Pero si no es molestia…

—Que no hace falta, te digo. Buenas noches, Thom —dijo en un tono que no admitía réplica.

—Bueno, yo…

Amelia sonrió.

—Pero… —confundido, el asistente miró a Rhyme, que tampoco sabía qué hacer.

—Buenas noches, Thom —repitió Sachs con firmeza. Tras asegurarse de que salía de la habitación, cerró la puerta.

Entonces, se quitó los zapatos, las mallas y la camiseta. Llevaba un sujetador de encaje y bragas de fino algodón. Se subió al Clinitron al lado de Rhyme con la firmeza característica de que hacen gala las mujeres hermosas cuando se meten en la cama con un hombre.

Acurrucándose a su lado, se echó a reír.

—¡Vaya camastro incómodo! —Parecía una gata mimosa. Con los ojos cerrados, preguntó—: No te importa, ¿verdad?

—No me importa en absoluto.

—Rhyme…

—Dime.

—Cuéntame más cosas de tu libro, sobre las escenas del crimen…

Empezó a contarle el caso de un peligroso asesino en serie de Queens, pero en menos de medio minuto, Amelia se había quedado dormida.

Rhyme bajó la vista y se quedó mirando el pecho de ella contra su torso, la rodilla sobre su muslo. Por primera vez en años notaba el pelo de una mujer contra su rostro. Le hacía cosquillas. Se le había olvidado que era eso lo que solía ocurrir. Para alguien a quien le gustaba tanto recordar como él, y que tenía una memoria tan buena, era sorprendente darse cuenta de que no era capaz de acordarse de cuándo había sido la última vez que había experimentado semejante sensación. Lo único que le venía a la mente era una mezcolanza de encuentros con Blaine, todos ellos de la época anterior al accidente. Recordó entonces que había decidido soportar ese agradable cosquilleo, porque, si hacía algún gesto, corría el riesgo de despertar a su esposa.

En aquel momento le era imposible apartar el cabello de Sachs, y, sin embargo, sabía que no lo haría aunque pudiera. Que lo único que deseaba era prolongar aquella dulce sensación hasta el fin de sus días.