Amelia Sachs por fin llegó a su apartamento de Carroll Gardens, en Brooklyn. Estaba exactamente a seis manzanas de la casa de sus padres, donde su madre continuaba viviendo. Lo primero que hizo al llegar fue marcar el primer número que tenía anotado en la memoria del teléfono.
—¿Mamá? Soy yo. Te invito a tomar el brunch[58] en el Plaza el miércoles. Es el primer día que libro.
—¿Y eso? ¿Es para celebrar tu nuevo destino? ¿Cómo te va en Asuntos Públicos? No me has contado nada.
Sachs no pudo evitar echarse a reír. Su madre no tenía ni idea de lo que había estado haciendo durante el último día y medio.
—Pero, mamá, ¿es que no has visto las noticias?
—¡Cómo que no! Ya sabes que soy la fan número uno de Brokaw[59].
—¿Y no has oído nada del secuestrador?
—¡Cariño! No me digas que…
—Sí, he participado en el caso.
Amelia le contó a su madre un breve resumen de lo acontecido, aunque ahorrándole los detalles sobre el estado de las víctimas y lo que había visto en las escenas del crimen.
—¡Oh, Amie! Tu padre estaría tan orgulloso de ti…
—Venga, te lo contaré todo el miércoles en el Plaza, ¿vale?
—No, cariño, ni hablar. No derroches el dinero. Prepararé unas tortitas con nata y las tomaremos aquí, en casa.
—Pero, mamá, si no es tan caro —insistió Amelia.
—¿Cómo que no? ¡Cuesta una fortuna!
—Bueno, entonces —propuso la joven como si se le acabara de ocurrir—, ¿por qué no vamos al Pink Teacup? Ese sitio te gusta mucho, ¿no?
Se trataba de una coqueta cafetería en el Village, donde se servían las mejores tortitas con huevos revueltos de toda la Costa Este y al mejor precio.
—Está bien —concedió su madre tras pensárselo un segundo.
A Amelia nunca le fallaba aquel truco para convencer a su madre.
—Me voy a acostar, mamá, te llamaré mañana.
—Trabajas demasiado, hija. Ese caso del que me has hablado… no será peligroso, ¿verdad?
—No, mamá, sólo me he encargado de la parte técnica, de la escena del crimen. No hay un sitio más seguro que ese.
—¡Y pensar que te llamaron a ti especialmente! —exclamó la mujer entusiasmada—. Hija, qué orgulloso estaría tu padre de ti —repitió.
Tras colgar el auricular, Sachs se dirigió a su cuarto y se dejó caer sobre la cama. Después de haber estado con Pammy, había ido a ver a las otras víctimas del Sujeto Desconocido 823. Monelle Gerger tenía vendajes por todas partes y ya le habían administrado una dosis de caballo de vacuna antirrábica; le contó que pensaba volver con su familia a Francfort. «Pero sólo hasta el final del verano», le explicó enseguida, «no creo que me quede mucho más en casa». Y señaló con el dedo su equipo de música y sus CDs, sus únicas posesiones en aquel decrépito apartamento de la Deutsche Haus, como para demostrarle que ni siquiera un psicópata iba a obligarla a que abandonara la forma de vida que había elegido.
William Everett todavía estaba en el hospital. El dedo roto no era el mayor de sus problemas, sino el corazón, que se había resentido bastante después de la macabra aventura. Sachs se quedó atónita al enterarse de que el hombre había tenido una tienda en Hell's Kitchen hacía años, y que creía que se acordaba de su padre.
—Conocía a todos los polis de calle —le dijo, así que ella le enseñó la foto de su padre de uniforme que llevaba siempre en la cartera—. Sí, le recuerdo vagamente…
Aunque había ido a verles sólo para saber cómo se encontraban, llevaba consigo su libreta de notas. Sin embargo, ninguno de ellos fue capaz de darle ningún dato más acerca del Sujeto Desconocido 823.
Sachs se quedó mirando un momento por la ventana de su apartamento cómo se agitaban las ramas de los ginkos y de los arces con el viento. Se quitó el uniforme y se rascó con furia por debajo de los senos; siempre le picaba un montón por el contacto con los correajes de la pistola. Se puso un albornoz.
El Sujeto Desconocido 823 no podía haber tenido demasiadas pistas de que le estaban pisando los talones, pero habían sido suficientes. Había limpiado completamente su refugio de la calle Van Brevoort. Aunque el casero les había dicho que se había mudado a la casa hacía bastante tiempo (en el mes de enero, y siempre había usado un teléfono móvil, como era de suponer), se lo había llevado todo, incluso la basura. Después de que Sachs examinara cada rincón, otros técnicos del Departamento de Policía se dedicaron a buscar hasta la más mínima pista. Sin embargo, los primeros informes no eran nada prometedores.
—Parece como si siempre llevara puestos los guantes —le había dicho Banks.
Una patrulla había encontrado el taxi y el sedán que el Sujeto Desconocido 823 había dejado correctamente aparcados, como era de esperar, entre la avenida D y la calle Novena. Sellitto comentó que, en aquel lugar, habrían durado intactos como mucho un cuarto de hora. Para cuando dieron con los vehículos, las pandillas del barrio ya los habían desguazado, con lo que todas las piezas susceptibles de aportar pruebas estarían desperdigadas por talleres de recambios a lo ancho y largo de la ciudad.
Sachs puso la tele para escuchar las noticias. No se sabía nada del secuestrador. Todos los noticiarios se centraban en la ceremonia inaugural de la conferencia de paz de las Naciones Unidas.
Se quedó mirando al presentador, Bryant Gumbel, al Secretario General de la ONU, a un embajador de un país de Oriente Medio… con una concentración que, sin embargo, no estaba relacionada en absoluto con su interés por aquella noticia. También se quedó observando los anuncios con idéntica concentración, como si estuviera intentando aprendérselos de memoria.
Y eso era porque había algo en lo que no quería pensar, y ese algo era su trato con Lincoln Rhyme.
Los términos habían quedado muy claros. Tras conseguir rescatar a Carole y Pammy sanas y salvas, había llegado el momento de dejarle a solas, como él quería, con el doctor Berger.
Ese Berger… No le había gustado la mirada del doctor. Se podía notar claramente el enorme ego que latía bajo aquellos cuidados modales y aquellos ojos, tan evasivos. Con su pelo perfectamente repeinado y aquella ropa tan cara… ¿Por qué no habría encontrado Rhyme a alguien como Kevorkian? Puede que resultara algo estrafalario, pero por lo menos tenía el mismo aspecto tranquilizador que un abuelito bondadoso.
Cerró los párpados.
Él quería morir…
Y un trato era un trato. Maldito Rhyme…
No podía dejar que hiciera eso sin al menos intentarlo otra vez. La había pillado con la guardia baja y no había sido capaz de elaborar siquiera un argumento contundente con el que responderle. El lunes. Le quedaba sólo un día para convencerle de que no lo hiciera, o, por lo menos, para que esperara un poco más. Otro mes. Otro día.
¿Qué podría decirle? Tendría que preparar cuidadosamente sus argumentos, escribir incluso un pequeño discurso. Abrió los ojos y se bajó de la cama para buscar lápiz y papel. Podría…
Sachs se quedó petrificada, incapaz de exhalar el aire que recorría sus pulmones con la fuerza del vendaval que azotaba las calles.
Él vestía de negro, llevaba puesto el pasamontañas y unos guantes tan negros como el ala de cuervo.
El Sujeto Desconocido 823 estaba plantado en su dormitorio.
Instintivamente, levantó la mano hacia la mesa donde descansaban la navaja y la pistola, pero él estaba alerta. Rápido como el rayo levantó la pala y le dio un golpe en la sien. Le faltó poco para perder el conocimiento.
En cuanto la joven se desplomó en el suelo, él empezó a darle patadas en las costillas; notó que le asía las manos y se las ataba a la espalda con unas esposas; le puso una cinta adhesiva para taparle la boca. Se movía rápida, eficazmente. Cuando le dio la vuelta, se le abrió la bata.
Amelia se removió, pero él le propinó otra patada en el estómago. Se quedó quieta, impotente, y él la levantó en brazos, la sacó del apartamento y se dirigió al jardín comunal que había detrás del bloque de apartamentos. No apartaba los ojos de su cara, ni siquiera una vez le miró los pechos o el vientre. Amelia estaba dispuesta a entregarse a ese hombre si con eso pudiera salvar su vida.
Sin embargo, Rhyme estaba en lo cierto. No era la lujuria lo que movía al Sujeto Desconocido 823. Tenía otra cosa en mente. La colocó boca arriba al lado de un arbusto, fuera de la vista de cualquier vecino. Echó un vistazo a su alrededor, conteniendo el aliento, asió la pala y se puso a cavar.
Entonces, Amelia se echó a llorar.
Frotó y volvió a frotar la nuca contra la almohada.
Un movimiento compulsivo, había diagnosticado un médico que le había visto hacer aquel gesto infinidad de veces y cuya opinión no interesaba a Rhyme lo más mínimo. Se dio cuenta de que era sólo una variante de lo que hacía Amelia, comiéndose las uñas hasta hacerse sangrar.
Estiró los músculos de la nuca y movió la cabeza hasta fijar la vista en el poster con el perfil del asesino que estaba pegado en la pared. Rhyme creía que el historial completo de la locura de aquel hombre estaba oculto en aquellos simples datos, pero era incapaz de deducirlos hasta el final. Aún no podía.
Repasó las pistas una vez más. Sólo quedaban unas cuantas sin explicación.
La cicatriz en el dedo.
El nudo.
El olor a colonia.
La cicatriz no les servía de nada a no ser que tuvieran delante un sospechoso cuyos dedos pudieran examinar. Y no habían sido capaces de identificar el nudo, sólo tenían el dato de Banks sobre que no era de tipo náutico.
¿Y la colonia barata? No parecía muy lógico que un secuestrador se acicalara antes de salir a cometer sus crímenes. Rhyme volvió a llegar a la conclusión de que estaba intentando disimular otro olor más revelador. Repasó mentalmente las posibilidades: comida, licor, productos químicos, tabaco…
Sintió como si alguien le observara, y se volvió hacia su derecha.
Los ojos, dos puntos negros en las cuencas, de la serpiente de cascabel estaban fijos en el Clinitron. Aquella era la única pista que estaba fuera de lugar. No parecía tener más propósito que retarle.
De repente tuvo una idea. Usando el pasapáginas, hojeó Crime in Old New York hasta llegar al capítulo dedicado a James Schneider y encontrar los párrafos que recordaba:
Un famoso médico de la mente (un especialista en la nueva disciplina de la «psicología» que tanto ha dado que hablar últimamente), ha sugerido que el fin último de James Schneider no era hacer daño a sus víctimas. Muy al contrario, continúa este doctor, lo que buscaba este malvado asesino era venganza contra los que él creía que le habían hecho daño: la policía de la ciudad, por no decir la sociedad en su conjunto.
¿Quién puede aventurarse a decir dónde se hallaba la fuente de semejante odio? Tal vez, como las misteriosas fuentes del Nilo, sus manantiales permanecerán ocultos para el mundo y posiblemente incluso para el asesino. Sin embargo, se puede apuntar una posible razón en un hecho poco conocido: el joven James Schneider, a la tierna edad de diez años, vio cómo su padre era brutalmente arrestado por la policía y conducido a la prisión donde moriría condenado por un robo que, como se demostró más tarde, no había cometido. Tras este infortunio, la madre del chico se dio a la mala vida y abandonó a su hijo, que creció en un orfanato estatal.
¿Acaso este loco cometió sus crímenes para retar a los policías que, sin querer, habían destrozado su vida?
No lo sabremos nunca con certeza.
Lo que sí está claro es que al burlarse de la ineficacia de los teóricamente encargados de proteger a los ciudadanos, James Schneider, el coleccionista de huesos, cumplió su venganza contra la ciudad de forma tan eficaz como contra sus inocentes víctimas.
Lincoln Rhyme se recostó sobre la almohada y volvió a concentrarse en el perfil del asesino.
La tierra pesa más que cualquier otra cosa.
Es la pura tierra la que logra paralizar el corazón, y no lo hace estrangulando el aire de los pulmones, sino aplastando las células hasta que se detienen y mueren.
Sachs deseó estar ya muerta. Rezó para morir cuanto antes. Rápido. De puro miedo o de un ataque al corazón, pero antes de que le diera en la cara la primera paletada de tierra. Rezó con más fervor del que Rhyme hubiese rezado nunca para conseguir las píldoras y el licor.
Tendida en la tumba que el sujeto desconocido había cavado para ella en el mismo jardín de su casa, Sachs sentía el peso de la húmeda tierra, densa y olorosa, sobre su cuerpo.
Como el sádico que era, la estaba enterrando lentamente, con pequeñas paletadas que se recreaba es esparcir a su alrededor. Había empezado a hacerlo por los pies y ya había llegado al pecho: la tierra se deslizaba entre la bata y sobre sus pechos como la caricia de un amante.
Cada vez pesaba más, aplastándola, apretando sus pulmones; ya sólo podía respirar un poco de aire cada vez. El hombre se detuvo aún un par de veces para contemplar su obra.
Le gustaba mirar…
Su pecho estaba ya cubierto de tierra por completo. Notó la frialdad de la tierra contra la cálida piel del rostro, distribuyéndose en torno a su cabeza de forma que ya no podía moverla. El hombre se agachó y le retiró la mordaza, pero cuando Sachs quiso gritar, él le lanzó un puñado de tierra sobre la cara. Se echó a temblar, si es que se podía temblar en semejante tumba, y por alguna misteriosa razón, se acordó precisamente en ese instante de una canción de su infancia, «The Green Leaves of Summer», una que su padre solía poner una y mil veces en el tocadiscos. Cerró los ojos, todo se volvió negro. Abrió la boca pero lo único que consiguió fue tragar un puñado más de tierra.
Estaba a punto de morir.
Estaba enterrada.
Ya no podía moverse ni un milímetro, sellada en la tierra. Ya no tenía aire en los pulmones, no podía emitir ningún sonido. Todo era silencio a su alrededor, pero aún sonaba aquella melodía en sus oídos.
Notó que cedía la presión sobre su rostro y que su cuerpo se había vuelto completamente insensible, como el de Lincoln Rhyme. Se le empezó a ir la cabeza.
La oscuridad absoluta. Ya no recordaba las palabras de su padre, ningún detalle de Nick… Ya no podía soñar en carreras por la autopista, cuando el velocímetro pasaba de dos a tres dígitos.
Oscuridad.
A punto de…
Caía por un pozo muy hondo y muy negro; sólo recordaba una imagen: la mano que había visto el día anterior saliendo de la tierra, implorando compasión. No había compasión posible.
Ahora le hacía señas para que la siguiera.
«Te echaré de menos, Rhyme».
A punto de…