Sachs y los cinco agentes del Equipo Dos corrieron hacia el callejón, que había sido bloqueado por las furgonetas de la policía. Entre los adoquines del pavimento crecían las hierbas y el paisaje tenía un aspecto desolado que a Sachs le recordó la escena del primer crimen, junto a las vías del tren.
Haumann había colocado agentes en los tejados de los edificios colindantes. Estaban ya apostados en sus lugares y los cañones de sus fusiles parecían antenas.
Se detuvieron al llegar a la puerta. Sus compañeros de equipo se miraron al ver como ella se ajustaba las gomas de las suelas, uno de ellos murmuró algo. A Amelia le pareció oír la palabra «superstición».
—Equipo Uno en la puerta, carga montada y armada. No hay nadie a la vista. Corto —oyó a continuación por los auriculares.
—Recibido, Equipo Uno. Equipo Dos, adelante.
—Equipo Dos en posición. Corto.
—Recibido. A los dos equipos, entrada dinámica a la de tres.
Comprobar el arma una vez más…
—Uno…
Tocó con la lengua una gota de sudor que le resbalaba por la comisura de los labios.
—Dos…
Muy bien, Rhyme, allá vamos…
—¡Tres!
La explosión fue muy suave y distante. Los equipos comenzaron a moverse. Amelia corrió detrás de los agentes, que entraron y se desperdigaron en varias posiciones, escrutando con sus linternas los rincones que quedaban ocultos a la luz del sol. Amelia se quedó sola cuando el resto del equipo avanzó para comprobar muebles y armarios, en mitad de un escenario dominado por estatuas grotescas.
Se asomó por una esquina. Vislumbró un cara pálida… Un cuchillo…
Le dio un vuelco el corazón. Se colocó en posición de combate, apuntando el arma. Apretó el gatillo poco a poco y justo cuando iba a salir se dio cuenta de que se trataba de un cuadro. Un carnicero de rostro muy extraño sostenía un cuchillo en una mano y una barra de metal en la otra.
¡Dios!
Vaya un lugar.
Los hombres se dirigieron hacia la escalera, con la intención de examinar los pisos superiores.
Pero Sachs tenía otras intenciones.
Encontró una puerta que conducía al sótano. Estaba entreabierta. Apagó su halógena. «Antes tienes que mirar», se dijo, y recordó las palabras de Nick: «Cuando te asomes por una esquina, nunca lo hagas a la altura de la cabeza o del pecho, es ahí donde te esperan. Pon una rodilla en el suelo y asómate». Respiró profundamente.
¡Ahora!
Nada. Tan sólo oscuridad.
Volvió a cubrirse.
Y escuchó…
Al principio no oyó nada. Luego le pareció oír que rascaban y una especie de repiqueteo sordo. Como si alguien devorase algo a toda prisa.
¡Estaba allí, cavando su vía de escape!
Puso la mano el micro.
—Hay actividad en el sótano. Corto.
—Recibido.
Pero no podía esperar. Pensó en la niña y comenzó a bajar. Se detuvo de nuevo y escuchó. Entonces se dio cuenta de que estaba exponiendo la mitad inferior de su cuerpo. Bajó a toda prisa y volvió a detenerse en mitad de la oscuridad.
Respiró profundamente.
¡Ahora!
La linterna halógena emitió un potente rayo de luz. El cañón de su pistola apuntó al disco blanco que discurría de derecha a izquierda de la estancia. «Mantén el rayo abajo, él también estará agachado». Volvió a recordar las palabras de Nick: «Los criminales no vuelan».
Nada.
—Agente Sachs.
Un agente estaba en la cima de la escalera.
—Oh, no —masculló cuando la linterna iluminó a Pammy Ganz, inmóvil en una esquina.
—No se mueva —le dijo al agente.
A unos centímetros de la niña había un grupo de perros callejeros que le olisqueaban la cara y las piernas. Los ojos de la niña pasaban de un animal a otro. Su respiración era agitada y tenía las mejillas cubiertas de lágrimas.
—Quédese donde está —dijo Amelia al hombre—. No los asuste.
Sachs eligió, apuntó hacia varios objetivos, pero no disparó. Podía matar a un par de ellos, pero los demás podrían asustarse y saltar sobre la niña. Uno de ellos era lo bastante grande como para arrancarle el cuello de un mordisco.
—¿Está él ahí? —preguntó el hombre.
—No lo sé. Llame a un médico. Pero que nadie baje.
—Recibido.
Comenzó a avanzar paso a paso. Uno a uno, los perros fueron percatándose de su presencia y comenzaron a alejarse de Pammy. La niña era alimento, pero Sachs era un predador. Comenzaron a gruñir, con el rabo entre las piernas, tensando los cuartos traseros.
—Tengo miedo —dijo Pammy, recuperando con ello la atención de los animales.
—Chist, cariño, no digas nada.
—¡Quiero que venga mi mamá!
El grito de la niña espantó a los perros, que se sobresaltaron y comenzaron a gruñir y a mover los hocicos.
—Tranquilos, tranquilos…
Sachs se desplazó hacia la izquierda, de manera que los animales quedaron frente a ella. Se habían separado en dos grupos. Uno estaba más cerca de Pammy, el otro se movía a su alrededor, tratando de flanquearla.
Por fin, pudo colocarse entre la niña y los tres perros más próximos a ella.
Movía el arma a derecha e izquierda, como un péndulo. Uno de los perros, de piel amarillenta, avanzó hacia ella.
La niña comenzó a llorar.
—Mamá…
Sachs se agachó muy despacio, colocando una mano sobre los hombros de la niña antes de colocarse delante de ella.
El perro amarillo avanzó un poco más.
—Ehhh —dijo Sachs.
El perro no se detuvo.
—Fuera, fuera…
Los perros que había detrás del amarillo parecían más tensos, algunos enseñaban los dientes.
—¡Fuera de aquí! —exclamó Sachs, golpeando con el cañón de su arma al perro amarillo en el hocico. El perro aulló y salió corriendo escaleras arriba.
Pammy se puso a gritar y los otros perros se pusieron como locos. Empezaron a pelearse entre ellos, enseñándose los dientes y saltando unos sobre otros. Un rottweiler cogió un trozo de felpudo entre los dientes y lo estampó delante de Amelia, que dio una patada en el suelo. El animal saltó hacia atrás y a continuación también corrió hacia las escaleras. Los demás lo persiguieron como galgos detrás de una liebre.
Pammy se puso a sollozar. Sachs se agachó a su lado y volvió a iluminar el sótano con la linterna. No había rastro del sospechoso.
—Está bien, cariño. Pronto te llevaremos a casa y verás a tu mamá. ¿Está aquí ese hombre? ¿Te acuerdas de él?
La niña asintió.
—¿Se ha ido?
—No lo sé, quiero que venga mi mamá.
Amelia oyó a los demás agentes por el auricular. Las plantas de arriba estaban aseguradas.
—¿Y el coche y el taxi? —preguntó—. ¿Los han visto?
—No. Es posible que el sospechoso se haya ido.
Desde el primer piso, un agente habló a través de la puerta del sótano.
—¿El sótano está asegurado?
—Voy a comprobarlo, esperad.
—Vamos a bajar.
—Negativo, agente —dijo Amelia—. Tenemos una escena del crimen bastante limpia y prefiero que siga así. Pero hagan que venga un médico a ver a la niña.
El médico ya había llegado. Se trataba de un hombre rubio que bajó las escaleras y se acercó a Pammy.
Fue entonces cuando Sachs vio el pasillo que conducía al fondo del sótano, hacia una puerta metálica pintada de negro. Avanzó hasta ella evitando el centro del pasillo para no pisar las posibles huellas. La puerta estaba entreabierta y daba paso a un túnel que parecía conducir hasta otro edificio.
«Una ruta de escape», se dijo Amelia. «Qué hijo de puta».
Empujó la puerta con los nudillos de la mano izquierda, la que llevaba vendada, y asomó la cabeza por el túnel. A unos diez metros se veía luz. Ninguna sombra.
—Agente 5885 a Unidad Central —dijo, dirigiéndose al micrófono.
—Adelante. Corto —respondió Haumann.
—He encontrado un túnel que conduce hasta un edificio situado al sur de la casa del sospechoso. Que alguien cubra las puertas y las ventanas.
—Recibido. Corto.
—Voy a seguir.
—¿Por el túnel? Espera, te mando refuerzos.
—Negativo, no quiero una escena del crimen contaminada. Basta con que vigiléis a la niña.
—Repito lo que he dicho.
—Negativo, no me hace falta ayuda.
Enfocó la linterna hacia delante y siguió avanzando.
En la Academia no había hecho ningún ejercicio que implicara reptar por un túnel, pero Amelia recordaba bien algunos consejos de Nick. El arma cerca del cuerpo, sin alejarla demasiado, porque podrían quitártela de una patada. Avanzar tres pasos y pararse a escuchar. Dos pasos más y escuchar de nuevo. Ahora cinco pasos. No había que moverse de un modo predecible.
Estaba muy oscuro.
«¿Y qué es ese olor?», se dijo, con asco. El olor era penetrante y nauseabundo.
Tuvo que detenerse un momento, pues comenzaba a verse presa de una sensación claustrofóbica. Se concentró en el final del túnel, olvidando la proximidad de las paredes. El pánico se disipó, pero el olor era cada vez peor. Tosió.
«¡Silencio, silencio!», se dijo.
Siguió avanzando.
¿Qué era aquel sonido? Un zumbido eléctrico e irregular.
Sólo quedaban tres metros para llegar al final del túnel. Podía ver otro sótano. En penumbra, no tan oscuro como aquel en el que estaba la niña. La luz entraba a través de una ventana grasienta. Las motas de polvo flotaban bajo la luz del sol.
«No, no, chica, no adelantes tanto el arma. Una patada y adiós. Acércala a la cara. Utiliza los brazos para apuntar y el culo como contrapeso».
Llegó al final del túnel.
Trató de identificar de dónde procedía el zumbido.
«¿Me está esperando o no?».
Pensó en asomar la cabeza. Un vistazo rápido. Llevaba casco, se dijo, pararía cualquier cosa menos un metal macizo o algo de Teflon. «Pero utiliza un calibre 32. Un arma de niña».
«Muy bien. Adelante. ¿A qué lado primero?».
El Manual del agente perfecto no servía de ayuda y no recordaba ningún consejo de Nick.
«Moneda al aire. Izquierda».
Sacó la cabeza y echó una rápida mirada hacia la izquierda. Luego volvió a meter la cabeza en el túnel.
No había visto nada. Una pared blanca. Sombras.
«Si está al otro lado, me habrá visto y ahora tiene buena posición de disparo».
«Bueno, vamos. Deprisa».
Cuando te mueves…
Sachs saltó hacia delante.
… no pueden cogerte.
Golpeó contra el suelo y rodó hacia delante.
La figura estaba medio oculta entre sombras, contra la pared de la izquierda, debajo de la ventana. Amelia apuntó y cuando iba a disparar se quedó helada.
«¡Dios mío!».
Sus ojos se fijaron inexorablemente en el cuerpo de la mujer, apoyado contra la pared.
De la cintura para arriba era muy delgada. Tenía el pelo castaño, el rostro macilento, pechos pequeños y brazos huesudos. Tenía la piel cubierta de moscas: el zumbido que había oído antes.
De cintura para abajo era… nada. Sólo huesos ensangrentados. La cadera, los fémures, las últimas vértebras, los pies… La carne se disolvía en el repulsivo baño que había junto a ella: un horrible líquido marrón con trozos de carne. Debía ser algún tipo de ácido. Las emanaciones alcanzaron a Amelia, que sintió picor en los ojos. Y una furia incontenible en el corazón.
Se sacudió inútilmente las moscas que comenzaban a posarse sobre ella.
La mujer tenía las palmas de las manos hacia arriba, relajadas, como si estuviera meditando. Sus ojos estaban cerrados. Junto a ella había un conjunto de pantalón corto y top púrpura.
No era la única víctima en aquel lugar.
Otro esqueleto —esta vez sin ningún añadido— yacía junto a un depósito similar al primero, más antiguo, sin ácido pero lleno de un oscuro amasijo de sangre y músculos derretidos. Le faltaba el antebrazo y la mano. Un poco más lejos había otro, cuyos huesos parecían cuidadosamente limpios de carne. Junto a la calavera había unos pliegos de lija. La elegante curva del cráneo brillaba como un trofeo.
Y entonces lo oyó justo a sus espaldas.
Una respiración. Débil pero inconfundible. El aire rozando la garganta al salir.
Pero no vio nada más que el almacén vacío. Iluminó el suelo con la linterna. Era de piedra y no mostraba las huellas con la facilidad que el del edificio de al lado.
Otra respiración.
¿Era él? ¿Dónde?
Avanzó un poco más, iluminando a ambos lados, arriba y abajo… Nada.
«¿Dónde demonios está?».
¿Había otro túnel? ¿Una salida a la calle?
Volvió a fijarse en el suelo y le pareció ver una hilera de huellas que conducía hacia la parte más sombría de la sala. La siguió.
Se detuvo a escuchar de nuevo.
Nada.
Dio media vuelta de repente y volvió a mirar a la mujer muerta. Fue una reacción estúpida.
«¡Oh, vamos, Amelia!».
Siguió avanzando.
Nada. «¿Cómo es posible que le oiga y no le vea?».
La pared que tenía ante sí era muy sólida, sin puertas ni ventanas. Se dio de nuevo la vuelta para volver hacia los esqueletos.
Desde algún lugar de su memoria, le llegaron las palabras de Rhyme: «Las escenas del crimen son tridimensionales».
Levantó la vista, iluminando con la linterna. Vio brillar los dientes del enorme Doberman. A un metro de distancia, sobre un andamio. La estaba esperando, como un tigre.
Ninguno de los dos se movió. Por un instante se quedaron paralizados.
Entonces, Sachs agachó la cabeza instintivamente y, antes de que pudiera levantar el arma, el perro se lanzó contra ella. Sus dientes impactaron contra el casco. Mordió la correa y se sacudió con furia, tratando de romper el cuello de Amelia mientras caían hacia atrás, muy cerca de un tanque de ácido. En la caída, ella perdió la pistola.
El perro mordía con furia el casco y no dejaba de moverse a un lado y a otro, pisoteando el chaleco antibalas, el cinturón y los muslos de Amelia. Ésta le golpeó con los puños, pero era como dar contra un tronco, el animal no sentía los golpes.
Tras un interminable forcejeo, el animal soltó el casco y retrocedió, dispuesto a saltar sobre la cara de Amelia. Ella se protegió con el brazo izquierdo y el Doberman clavó en él los dientes. Mientras, con la mano derecha, Amelia sacó la navaja del cinturón y se la clavó en las costillas al animal. Se oyó un aullido atroz y el perro soltó a su presa y rodó hacia atrás antes de salir a toda velocidad por la puerta.
Sachs cogió la pistola y lo siguió a toda prisa, precipitándose por el túnel. Al salir por el otro extremo, vio que el animal corría hacia la niña y el médico, que miraba aterrado como el perro saltaba hacia ellos.
Sachs hizo dos disparos. Uno dio en la nuca del animal, el otro falló. El Doberman cayó a los pies del médico transformado en una masa inerte.
—Se oyen disparos.
Media docena de agentes se precipitaron escaleras abajo.
—¡He sido yo quien ha disparado! ¡No pasa nada!
Al ver la escena, los agentes apartaron al perro y recogieron a la niña.
Pammy gritaba.
—¡Ha matado al perrito, ha matado al perrito!
Sachs enfundó el arma y se acercó a la niña.
—¡Mamá!
—Ahora vamos a ver a tu mamá —dijo Sachs—. Ven, vamos a llamarla.
Luego se dirigió a un oficial.
—He perdido la llave de las esposas. ¿Puede quitárselas a la niña, por favor? Al abrirlas, colóquelas sobre un papel de periódico limpio. Luego envuélvalas y métalas en una bolsa de plástico.
El oficial miró a Amelia con incredulidad.
—Oye, preciosa, si quieres ayudantes, búscate un novato.
—¡Agente! —ladró Bo Haumann—. Haga lo que le han dicho.
—Pero, señor, yo soy de operaciones especiales —protestó el oficial.
—Pues ahora trabajas para Escena del Crimen —murmuró Sachs.
Carole Ganz estaba tumbada en el suelo en una habitación de color beige, mirando al techo. Pensaba en una fiesta a la que había asistido hada unas semanas, con Pammy, una fiesta campestre que unos amigos habían celebrado en casa de Kate y Eddie, en Wisconsin. Recordaba cómo se habían sentado alrededor de una hoguera, cómo habían contado historias y cantado durante buena parte de la noche.
Kate no cantaba demasiado bien, pero Eddie podría dedicarse a la canción. Cantó «Tapestry», de Carole King, en su honor y a ella se le llenaron los ojos de lágrimas pensando que quizás, sólo quizás, acabaría por superar la muerte de Ron y seguir adelante con su vida.
Recordó la voz de Kate.
—Cuando no te encuentras bien, la única manera de salir de eso es coger tu malestar, envolverlo en un paquete y arrojarlo bien lejos. O arrojárselo a otro. ¿Me oyes, Carole? No te lo quedes dentro. Échalo, tíralo.
Pues ahora no se encontraba bien. Estaba furiosa, llena de rabia.
Un muchacho —un canalla sin corazón— se había llevado a su marido, disparándole por la espalda, y ahora, un loco se había llevado a su hija. Estaba a punto de estallar. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no tirar cosas contra la pared y ponerse a aullar como un coyote.
Estaba tumbada sobre la cama, con la muñeca rota escayolada y apoyada sobre el vientre. Se había tomado un Demerol, que aliviaba el dolor, pero no la dejaba dormir. No había hecho otra cosa que quedarse allí todo el día, tratando de ponerse en contacto con Kate y Eddie y esperando noticias de Pammy.
No dejaba de imaginar a Ron, de imaginar la rabia que sentía. Imaginaba que la empaquetaba en una caja, muy cuidadosamente, la sellaba…
Sonó el teléfono. Lo miró durante unos segundos y luego lo cogió.
—Dígame.
Escuchó como la mujer policía le contaba que habían encontrado a Pammy, que estaba en el hospital pero se encontraba bien. Un instante después la propia Pammy se puso al aparato y las dos se echaron a reír y a llorar al mismo tiempo.
Diez minutos después estaba de camino hacia el Manhattan Hospital, en el asiento trasero de un sedán negro de la policía.
Corrió hasta la habitación de Pammy y le sorprendió que el policía la persiguiera. ¿Así que todavía no habían cogido a ese cabrón? Pero en cuanto vio a su hija se olvidó de él, olvidó el pánico que había sentido en el taxi y en aquel horrible sótano. Se abrazó a su hija.
—Oh, cariño, ¿estás bien? ¿De verdad estás bien?
—Esa señora mató a un perro…
Carole dio media vuelta y vio a la mujer policía alta y pelirroja que la había salvado en el sótano de la iglesia.
—… Pero no pasa nada porque me iba a comer.
Carole abrazó a Sachs.
—Gracias, o muchas gracias.
—Pammy está bien —le aseguró Sachs—. Sólo tiene algunos arañazos, nada serio.
—¿Señora Ganz? —Un joven entró en la habitación, con su maleta y su bolsa amarilla—. Soy el detective Banks. Aquí tiene sus cosas.
—Oh, gracias a Dios.
—Compruebe si le falta algo.
Carole comprobó la bolsa. Estaba todo. El dinero, la muñeca de Pammy, el paquete de arcilla, mister Potato, los discos, el reloj… No habían cogido nada… No, un momento…
—Creo… creo que falta una fotografía, no estoy segura. Creía que tenía más, pero no falta nada importante.
El detective le dio un recibo para que lo firmase.
—¿Cuándo me la puedo llevar? —le preguntó Carole.
—Bueno, nos gustaría que se quedara unos días, sólo para asegurarnos de que…
—¿Unos días? Pero está bien.
—Tiene una pequeña bronquitis y… —dijo Banks, bajando la voz—… tenemos que comprobar que no ha sufrido agresiones sexuales.
—Pero mañana iba a venir conmigo a las ceremonias de la ONU. Se lo he prometido.
—Es más fácil protegerla si se queda aquí —intervino Sachs—. Todavía no sabemos dónde está el secuestrador. Un agente se quedará con ustedes.
—Bueno, supongo que… ¿Puedo quedarme con ella un rato?
—Cuanto quiera —dijo el médico—. Puede quedarse a dormir aquí. Pondremos una cama supletoria.
Carole se quedó a solas con su hija. Se sentó en la cama y la rodeó por los hombros. Se sintió muy mal al recordar cómo él, aquel loco, la había tocado, cómo la había mirado al preguntarle si podía cortarle un trozo de piel… Carole se estremeció y comenzó a llorar.
—Mamá, cuéntame un cuento… No, no, cántame una canción. Cántame la canción del amigo. Porfa…
Carole se calmó.
—Te gusta esa canción, ¿eh?
—Sííí.
Carole colocó a la niña sobre su regazo y comenzó a cantar «Tienes un amigo». Pammy la acompañó durante algunos pasajes.
Era una de las canciones favoritas de Ron y en los últimos dos años, Carole no había sido capaz de escucharla sin echarse a llorar.
Aquel día, Pammy y ella la terminaron juntas, sin desafinar demasiado, sin llorar y con una alegre carcajada.