Tres coches patrulla peinaron cuidadosamente el Lower East Side. En cada uno de ellos iban dos agentes, buscando con la mirada.
Poco después aparecieron dos berlinas negras… es decir, dos sedanes. Sin identificar, pero las sirenas que llevaban en el interior, sobre el cuadro, próximas al espejo retrovisor derecho, no dejaban lugar a dudas.
Sabía que estaban cerca y que sólo era cuestión de tiempo que encontraran su casa, pero le sorprendió que hubieran sido tan rápidos. Le molestó particularmente ver cómo los policías se detenían y se bajaban del coche para examinar un Taurus plateado aparcado en Canal Street.
¿Cómo demonios habían averiguado el modelo de su vehículo? Sabía que robar un coche representaba un gran riesgo, pero pensaba que Hertz tardaría varios días en notificar la falta de uno de sus coches. E incluso, aunque lo hiciera con prontitud, pensaba que jamás relacionarían el robo con él. La verdad es que eran mejores de lo que pensaba.
Uno de los policías se fijó en su taxi.
Girando hacia la derecha, el coleccionista de huesos se internó en Houston Street, escabulléndose entre una multitud de taxis. Media hora después, se había deshecho del taxi y del Ford y había vuelto a pie a la mansión.
La pequeña Maggie lo miró.
Tenía miedo, por supuesto, pero había dejado de llorar. Se preguntó si debía quedársela y olvidarlo todo. Quedarse con la niña, criarla. Sopesó esa idea unos momentos y finalmente la desechó.
No, tendría que responder a demasiadas preguntas. Además, la niña lo miraba de un modo extraño, como si tuviera más de tres años. Siempre recordaría lo que él le había hecho. Durante algún tiempo tal vez pensara que no había sido más que un sueño, pero algún día la verdad saldría a la luz. La verdad siempre salía a la luz, por mucho que se intentase ocultarla.
No, no podía confiar en ella. No podía confiar en nadie. Al final, todo ser humano acababa por decepcionarle. Sólo podía confiar en el odio, en los huesos. Lo demás era traición.
Apariencia | Residencia | Vehículo | Otros |
---|---|---|---|
Raza caucásica, hombre, constitución menuda. | Probablemente tiene una casa en un lugar seguro. | Taxi. | Conoce el procedimiento que se sigue en la escena del crimen. |
Ropas oscuras. | Localizado cerca de: B'way & 82ª, ShopRite B'way & 96ª, Anderson Foods, Greenwich & Bank, ShopRite 2ª Avda., 72-73, Grocery World, Battery Park City J & G's Emporiu 1709 2ª Avda, AndersonFoods 34ª & Lex, Food Warehouse 8ª Avda. y 24ª, ShopRite Houston & Lafayette ShopRite 6ª Avda. & Houston, J & G's Emporium Greenwich & Franklin Grocery World. | Sedán, modelo reciente gris claro, plateado o beige. | Posiblemente esté fichado. |
Guantes viejos de piel de cordero color rojizo. | Edificio viejo mármol rosa. | Coche alquilado, quizá robado | Sabe disimular las huellas dactilares. |
After-shave ¿para disimular otro olor? | Construido hace cien años al menos, probablemente una vieja mansión o antiguo edificio institucional. | Hertz: Taurus plateado, modelo de este año. | Arma: colt calibre 32. |
Pasamontañas azul marino. | Edificio estilo federal en el Lower East Side. | Ata a las víctimas con nudos poco corrientes. | |
Los guantes son oscuros. | Le gustan las cosas «viejas». | ||
After-shave=colonia corriente. | Llamó a una de las víctimas «Hanna». | ||
El pelo es castaño. | Tiene rudimenos de alemán. | ||
Cicatriz profunda en dedo índice. | Le atraen los subterráneos. | ||
Ropa informal | Doble personalidad. | ||
¿Guantes desteñidos? | Tal vez sea sacerdote, trabajador social o consejero. | ||
Desgaste inusual de la suela del zapato ¿lector voraz? | |||
Escucha mientras rompe los huesos de las víctimas. | |||
Deja una serpiente para retar a los investigadores. | |||
Le gusta despellejar el pie de las víctimas. | |||
Llama a una de las víctimas «Maggie». | |||
Madres con niños tienen un especial significado para él. | |||
¿Es su modelo Crimen in Old N.Y.? |
Se agachó junto a Maggie y aflojó la mordaza.
—Quiero que venga mi mamá —aulló la pequeña.
Él no dijo nada. Volvió a ponerse en pie y la miró, contemplando su delicado cráneo, sus pequeños brazos.
Gritaba como una sirena.
Se quitó el guante y le acarició el pelo. («Se pueden observar huellas dactilares sobre carne humana, siempre que se tomen antes de que pasen 90 minutos después del contacto [ver KROMEKOTE], pero nadie ha logrado todavía observar y reconstruir huellas dactilares en el cabello humano». Rhyme, Physical Evidence, 4a ed., Forensic Press, 1994.)
El coleccionista de huesos se incorporó lentamente y se dirigió al piso de arriba, a una gran sala, pasando junto a los cuadros del pasillo: trabajadores y mujeres y niños mirando. Inclinó la cabeza al oír un leve ruido procedente del exterior. El ruido se hizo más fuerte, parecía un repiqueteo metálico. Cogió la pistola y se dirigió a la parte trasera del edificio. Descorrió el cerrojo y abrió la puerta, apuntando el arma.
El grupo de perros callejeros lo miró, aunque enseguida volvieron a concentrarse en el bidón de basura que habían volcado. Se deslizó el arma en el bolsillo y volvió al comedor.
Se aproximó a una ventana y miró hacia el viejo cementerio. Allí estaba otra vez el hombre de negro. En la distancia, los negros mástiles de los veleros atracados en East River apuntaban hacia el cielo.
El coleccionista de huesos sintió una abrumadora sensación de tristeza. Se preguntó si se acabaría de producir alguna tragedia. Quizás el gran incendio de 1776 acabara de destruir la mayoría de los edificios que jalonaban Broadway. O la epidemia de fiebre amarilla de 1795 había diezmado a la colonia irlandesa. O el incendio del barco de recreo General Slocum en 1904 había matado a más de mil mujeres y niños, destruyendo el barrio alemán en el Lower East Side.
O quizá sintiera otras tragedias que pronto tendrían lugar.
Al cabo de unos minutos, Maggie dejó de gritar y sus chillidos se vieron reemplazados por el ruido de la vieja ciudad, el rugido de los motores de vapor, el tañido de las campanas, el estallido de algunos disparos, el resonar de los cascos de los caballos sobre las calles adoquinadas.
Siguió mirando, ajeno a los agentes que le perseguían, ajeno a la presencia de Maggie, observando tan sólo la fantasmagórica forma que rodaba sobre la calle.
Entonces y ahora.
Siguió mirando, perdido en otro tiempo, y no se percató de los perros callejeros, que habían entrado a través de la puerta que había dejado entreabierta. Lo miraron desde el pasillo que conducía a la sala, deteniéndose sólo un momento antes de dar media vuelta y dirigirse tranquilamente a la parte trasera del edificio.
Levantaron el hocico y las orejas, alertas ante nuevos olores y sonidos. Hasta que advirtieron el débil gemido que procedía de algún lugar que se encontraba debajo de ellos.
El hecho de que hasta los Hardy Boys se separasen daba idea de hasta qué punto llegaba su desesperación.
Bedding se encargaba de las seis manzanas que había alrededor de Delancey, Saul estaba algo más al sur. Sellitto y Banks tenían sus propias áreas de búsqueda y trescientos agentes de policía y del FBI iban puerta por puerta, preguntando por un hombre de baja estatura, una niña llorando, un Ford Taurus plateado y un edificio de estilo federal abandonado con la fachada de color rosado.
¿Eh? ¿Qué quiere decir eso de «federal»?… ¿Que si he visto a una niña? ¿Que si he visto a una niña en el East Side? ¿Eh, Jimmy, tú qué dices, has visto a alguna niña en el East Side? Pues mire, no he visto a ninguna desde hace, ¿cuánto, Jimmy, un cuarto de hora?
Amelia Sachs se estaba desanimando. Había insistido en formar parte del equipo de Sellitto, encargado de dirigirse al ShopRite que había vendido la chuleta de ternera al Sujeto Desconocido 823. Y la estación de servicio donde había comprado la gasolina. Y la biblioteca donde había robado el ejemplar de Crime in Old New York.
Pero en aquellos lugares no habían encontrado pistas y a continuación se habían dispersado como lobos siguiendo una docena de olores distintos.
Sachs aceleró, alimentando el motor de su nueva unidad RRV y avanzando hacia una nueva manzana. Sentía la misma frustración que al trabajar las escenas del crimen en los últimos días: demasiadas evidencias, demasiado terreno por explorar. ¿Serviría de algo? ¿De qué valía aquel paseo en mitad del bochorno, sobre el asfalto caliente, con calles que se dividían en cientos de otras calles y pasajes, atravesando cientos de edificios para encontrar uno en particular? Parecía tan difícil como encontrar aquel cabello del que Rhyme le había hablado, el cabello que había quedado en el techo gracias al retroceso de un disparo de Colt de calibre 38.
Al principio iba poco a poco, pero a medida que transcurrían las horas, pensando cada vez más en aquella pobre niña, a las puertas de la muerte, había acelerado. No obstante, le asaltaba la duda. ¿Había pasado de largo ante el edificio? ¿O debía acelerar para cubrir más calles?
Las manzanas pasaban una a una y no encontraba lo que buscaba.
Tras su muerte, la policía recogió y clasificó los efectos personales del asesino. Su diario atestiguaba que había matado a ocho ciudadanos. Tampoco el robo de tumbas le era ajeno, pues, como cabía constatar en las páginas del diario (si lo que reflejaban era cierto), había violado varios camposantos. Ninguna de sus víctimas le había ocasionado la menor afrenta, al contrario, se trataba de ciudadanos honrados, industriosos e inocentes. A pesar de ello, jamás sintió el menor arrepentimiento. Al contrario, según parece, obraba impulsado por la loca ilusión de que les estaba haciendo un favor.
El dedo de Lincoln se arqueó ligeramente y el atril mecánico pasó la página de papel cebolla del ejemplar de Crímenes en el antiguo Nueva York que dos oficiales del FBI le habían entregado diez minutos antes gracias al inimitable estilo de proceder de Fred Dellray.
«La carne es perecedera y puede ser débil» —escribió el asesino con su mano cruel pero firme—. «El hueso es el elemento más fuerte del cuerpo. Por muy vieja que sea nuestra carne, nuestros huesos permanecen jóvenes. Es mi noble objetivo y no entiendo que nadie pueda argumentar en su contra. Los he ayudado a todos. Ahora son inmortales. Los he liberado. Ahora sólo son ya su parte inmortal, ahora sólo son huesos».
Terry Dobyns tenía razón, el capítulo diez: «James Schneider, el Coleccionista de Huesos», era un retrato virtual del Sujeto Desconocido 823. Sus armas homicidas eran las mismas: fuego, agua, animales, agua hirviendo. Sus víctimas eran semejantes: 823 había confundido a una turista alemana con Hanna Goldschmidt, una inmigrante de principios de siglo, y se había dirigido a una residencia alemana buscando otra de sus víctimas. Y también había llamado a Pammy Ganz por un nombre distinto: Maggie, como si la confundiera con la pequeña O'Connor, una de las víctimas de Schneider.
Una ilustración de mala calidad mostraba a un Schneider con gesto demoníaco, sentado en un sótano, examinando un hueso de fémur.
Rhyme miró el plano de Manhattan.
Huesos…
Recordó la escena de un crimen en la que había trabajado en cierta ocasión. Lo habían llamado a una obra en la parte baja de Manhattan, donde varias excavaciones habían sacado a la luz un cráneo situado a pocos metros por debajo del piso de un aparcamiento. Rhyme se dio cuenta inmediatamente de que el cráneo era muy viejo y llamó a un antropólogo forense. Continuaron excavando y encontraron varios huesos y esqueletos completos.
Una investigación reveló que en 1741 había tenido lugar una rebelión de esclavos en Manhattan y que varios esclavos, y algunos abolicionistas blancos, habían sido colgados en una pequeña isla de The Collect. La isla se convirtió en un lugar habitual para llevar a cabo ejecuciones y en los alrededores se ubicaron varios cementerios.
¿Dónde estaba The Collect?, se preguntó Rhyme. Cerca del límite del Barrio Chino con el Lower East Side. Pero era difícil precisarlo, pues el lugar había sido desecado hacía mucho tiempo. Había sido…
¡Sí!, se dijo Rhyme con un sobresalto, The Collect había sido desecado porque sus aguas estaban tan contaminadas que los funcionarios de salud del ayuntamiento cuestionaban su salubridad. Y entre los elementos contaminantes de mayor importancia se encontraban ¡las curtidurías de la orilla este!
Rhyme, que ya había aprendido a hacer llamadas telefónicas sin ayuda, marcó el número del alcalde, ¿por qué entretenerse con intermediarios cuando no había tiempo que perder? Pero fue su secretario personal el que se puso al teléfono. El alcalde, dijo, asistía a una comida oficial en la ONU. Pero cuando Rhyme se identificó, el secretario dijo:
—Un momento, por favor, no cuelgue.
En menos de diez segundos, Rhyme escuchó la voz del alcalde, que se dirigió a él con la boca llena:
—Diga, agente. ¿Cómo demonios va ese caso?
—Cinco–ocho–ocho–cinco, corto —dijo Amelia Sachs, respondiendo la llamada de radio. Rhyme se percató de su impaciencia.
—Sachs.
—Esto no marcha —dijo ella—. No estamos teniendo suerte.
—Creo que ya lo tengo.
—¿Qué?
—La manzana de los seiscientos, East Van Brevoort. Cerca del Barrio Chino.
—¿Cómo lo sabes?
—El alcalde me ha puesto en contacto con el director de la Sociedad Histórica de Nueva York. Hay en marcha una excavación arqueológica en esa manzana. Un viejo cementerio. Cruzando la calle había una curtiduría. Además, en la zona hay varios edificios de estilo federal. Tiene que estar ahí.
—Voy para allá.
A través de los auriculares, Rhyme oyó el ruido del motor y el chirrido de los neumáticos, y a continuación la sirena.
—He llamado a Lon y a Haumann —añadió Rhyme—. También se dirigen hacia allí.
—Rhyme —dijo Amelia, con urgencia—, yo sacaré a la niña.
«Ah, tienes alma de policía, Amelia, de buen policía», se dijo Rhyme, «pero todavía eres una novata».
—Sachs.
—¿Sí?
—He estado leyendo el libro. Nuestro 823 ha elegido un modelo realmente peligroso. Muy peligroso.
Amelia guardó silencio.
—Lo que quiero decir —prosiguió Rhyme— es que tanto si la niña está ahí como si no, si le encuentras y hay problemas, dispara.
—Pero podemos cogerle vivo y podrá llevarnos hasta ella. Podemos…
—No, Sachs. Escúchame. Dispárale. A la menor señal de peligro, dispara.
Hubo unos momentos de silencio al cabo de los cuales Rhyme oyó la voz resuelta de Amelia.
—Estoy en Van Brevoort, Rhyme. Tenías razón. Parece su casa.
Dieciocho coches camuflados, dos furgonetas de los de operaciones especiales y la furgoneta de Amelia se agrupaban cerca de una estrecha y corta calle del Lower East Side.
La calle Van Brevoot Este parecía más propia de Sarajevo que de Nueva York. Los edificios estaban abandonados y dos de ellos estaban quemados. Hacia el este había un hospital en ruinas, al que le faltaba el tejado. Cerca de él había un gran agujero, delimitado por unas cuerdas, con una señal donde podía leerse «No Pasar» acompañada del sello del ayuntamiento —la excavación arqueológica mencionada por Rhyme—. En una alcantarilla se divisaba el cadáver de un perro, mordisqueado por las ratas.
En el lado opuesto de la calle, justo en mitad de la manzana, se alzaba una vieja mansión de estilo federal con la fachada de un rosa ennegrecido y una puerta para carruajes. Era la construcción menos decrépita de Van Brevoot.
Sellitto, Banks y Haumann se encontraban junto a una furgoneta. Muy cerca había una docena de agentes enfundados en chalecos antibalas y con cascos de plástico, armados con fusiles M-16. Sachs se unió al grupo, poniéndose un casco y el chaleco antibalas.
—Sachs, esto no es lo tuyo —dijo Sellitto.
Sachs cerró el chaleco con velcro y miró al detective sin decir nada.
—Como quieras —dijo Sellitto—, pero quédate a retaguardia. Es una orden.
—Formas parte del Equipo Dos —dijo Haumann.
—Sí, señor. De acuerdo.
Un oficial de la ESU le ofreció una ametralladora MP-5. Amelia se acordó de Nick, de aquella vez que se vieron en el campo de tiro. Habían pasado dos horas practicando con armas automáticas, disparando en forma de zeta a través de las puertas y comprobando su puntería. A Nick le encantaba el ruido seco de las ametralladoras, pero a Amelia le intimidaba un poco el poder de fuego de aquellas armas. Tras practicar con ellas, sugirió un duelo con las pistolas y le venció tres veces a veinticinco metros de distancia. Nick se rió y la besó después de vaciar el último cargador.
—Prefiero utilizar mi arma, gracias —dijo.
Los Hardy Boys se acercaron corriendo.
—Por los alrededores no hay nadie. Toda la manzana está…
—Completamente desierta.
—Todas las ventanas están enrejadas y hay una entrada trasera…
—Que da a un callejón. La puerta está abierta.
—¿Abierta? —preguntó Haumann, intercambiando una mirada con sus hombres.
—No sólo no tiene echado el cerrojo, sino que está abierta —confirmó Saul.
—¿Será una trampa?
—No hemos visto nada, lo que no quiere decir…
—Que no las haya.
—¿Hay algún vehículo en el callejón? —preguntó Sellitto.
—No.
—Dos entradas en la fachada. La puerta principal…
—Que parece cerrada a cal y canto. La segunda es por el garaje de carruajes. La puerta es de doble hoja, caben dos vehículos. Tiene cadena y candado.
—Así que puede que esté dentro —dijo Haumann.
—Puede —repitió Saul, y añadió—: Dile lo que nos ha parecido oír.
—Era muy débil, pero puede que fuera alguien llorando.
—Podrían ser gritos.
—La niña —dijo Sachs.
—Podría ser, pero luego se detuvo. ¿Cómo ha encontrado Rhyme este sitio?
—Dime tú cómo trabaja su mente —intervino Sellitto.
Haumann llamó a uno de sus oficiales y le dio algunas órdenes. Poco después unas furgonetas de la policía bloquearon el extremo opuesto de la calle.
—Equipo Uno, por la puerta principal. Voladla con cargas de baja intensidad. Es de madera así que no utilicéis plástico, ¿de acuerdo? Equipo Dos, al callejón. Salid a la de tres, ¿entendido? Neutralizadlo, pero la niña está dentro así que tened cuidado y reducid el margen de error. Agente Sachs, ¿seguro que quiere entrar?
Sachs asintió.
—De acuerdo, vamos por él.