30

—Vamos —dijo Rhyme—, tenemos que movernos antes de que lleve a la niña a la siguiente escena.

Thom trasladó a Rhyme de nuevo al Clinitron ayudándose de una tabla por la que lo deslizó. Sachs se quedó mirando el ascensor para la silla de ruedas construido en uno de los armarios de la habitación; el mismo que Rhyme le había impedido abrir cuando la dirigía hacia el armario de los CDs.

—No tenemos pistas preparadas —dijo Rhyme—, de manera que no podemos deducir dónde será el próximo crimen. Esta vez vamos a por todas, vamos a buscar su casa.

—¿Crees que podrás encontrarla? —preguntó Sellitto.

«¿Tenemos otra elección?», se preguntó Rhyme.

Banks subió la escalera a toda prisa. Antes de llegar a la cama de Rhyme, éste se dirigió a él.

—¿Qué te han dicho?

Rhyme sabía que la diminuta pepita de oro que había encontrado Amelia no estaba al alcance del improvisado laboratorio de Mel Cooper, de modo que le pidió a Jerry Banks que la llevara al laboratorio del FBI.

—Nos llamarán en menos de media hora.

—¿Media hora? ¿No le han dado prioridad?

—Claro que se la han dado, Dellray estaba allí. Tendrías que haberlo visto, ordenó que la examinaran inmediatamente y dijo que si el informe metalúrgico no estaba en sus manos lo antes posible, él mismo se encargaría de dar por el, etcétera, etcétera, a más de un hijo de, etcétera, etcétera.

—Rhyme —dijo Sachs—, Carole Ganz me dijo algo que podría ser importante. El sujeto le dijo que la dejaría escapar si ella dejaba que le desollara un pie.

—¿Que le desollara un pie?

—De todas formas no intentó nada. Carole Ganz me dijo que no pudo hacerlo.

—Como en el primer crimen —dijo Sellitto.

—Interesante… —reflexionó Rhyme—. Yo creía que había descarnado el dedo de la víctima para que nadie robara el anillo. Pero tal vez no fue por eso. Recordad su comportamiento: cortó el dedo del taxista y lo llevó encima durante algún tiempo; cortó el brazo y la pierna de la chica alemana; robó los huesos y el esqueleto de la serpiente; se quedó escuchando mientras rompía el dedo de Everett… Hay algo muy particular en su manera de ver a las víctimas… Hay algo…

—¿Anatómico?

—Exacto, Sachs.

—Excepto con Carole Ganz —dijo Sellitto.

—A eso voy —dijo Rhyme—. Podría haberle quitado la piel y aun así dejarla viva para nosotros. Pero algo le detuvo, ¿el qué?

—¿Qué es distinto en su caso? No es el hecho de ser mujer, ni el de que no sea de la ciudad —adujo Sellitto.

—Puede que no quisiera hacerle daño delante de su hija —sugirió Banks.

—No —sentenció Rhyme—, la compasión no es propia de él.

Sachs tuvo una idea.

—Carole Ganz es distinta a los demás porque es madre.

Rhyme lo consideró por un momento.

—Eso podría ser. Madre e hija. No es suficiente para dejarlas marchar, pero sí impidió que las torturase. Thom, ¿puedes marcar eso con una interrogación? —Luego se dirigió a Sachs—. ¿Te contó Carole Ganz algo más sobre su aspecto?

Sachs revisó sus notas.

—Nada nuevo. Pasamontañas, guantes negros…

—¿Guantes negros? —dijo Rhyme, leyendo el poster—. ¿No dijo rojos?

—No, negros. Le pregunté si estaba segura.

—Y el trozo de cuero también era negro, ¿verdad, Mel? Puede que sea de los guantes, pero, entonces, ¿de dónde proviene el cuero rojo?

Cooper se encogió de hombros.

—No lo sé, pero hemos encontrado dos trozos, así que tiene que ser de una prenda de ropa o de algo que lleve encima.

Rhyme miró las bolsas de las evidencias.

—¿Qué más hemos encontrado?

—Lo que hemos recogido en el callejón de la iglesia —dijo Sachs, vaciando el filtro de la aspiradora sobre una hoja de papel.

Mel examinó las muestras con una lupa.

—Aquí no hay nada… Tierra, minerales, la mica de Manhattan…

—Sigue mirando.

—Vegetal descompuesto. No hay nada más.

—¿Y lo que encontraste en las ropas de Carole Ganz?

Cooper examinó las muestras.

—Tierra —dijo Cooper— y piedras.

—En su casa, ¿dónde la tenía?

—En el suelo del sótano. Un suelo muy sucio, según me dijo.

—¡Excelente! —exclamó Rhyme—. Analiza esa tierra.

Cooper colocó una muestra en el microscopio electrónico. Al cabo de unos segundos, la pantalla del ordenador parpadeó, mostrando lo que parecía un paisaje lunar.

—De acuerdo, Lincoln… Voy a consultar mis notas… Por la composición es…

—¿Carbonato sódico?

—¿No es increíble? —dijo Cooper, riendo—. ¿Cómo lo sabes?

—Lo utilizaban los curtidores durante los siglos XVIII y XIX. El ácido tánico sirve para curar el cuero y el material alcalino lo compacta. De modo que su casa está próxima a una vieja curtiduría.

Rhyme no pudo evitar una sonrisa. «¿Oyes pasos a tus espaldas, 823? Pues somos nosotros», se dijo.

Volvió la cabeza y contempló el plano de Manhattan.

—A causa del olor, nadie quería curtidurías en su barrio, de modo que el ayuntamiento restringió mucho su ubicación. Sé que había algunas en el Lower East Side y en West Greenwich Village cuando el Village no era más que eso, un pueblo. A mediados del siglo XIX también hubo algunas en el West Side, cerca del túnel donde encontramos a la chica alemana. ¡Ah!, y a principios del siglo XX también las hubo en Harlem.

Rhyme leyó la lista de supermercados para revisar la localización de los ShopRites donde vendían patas de ternera.

—Chelsea no. No había curtidurías. Harlem tampoco, no hay ShopRites. De modo que la búsqueda se reduce al West Village, al Lower East Side y al West Side. Otra vez Hell's Kitchen. Parece que tiene debilidad por ese lugar.

Sólo veinte kilómetros cuadrados donde buscar, pensó Rhyme con ironía. Ya el primer día de trabajo en la policía de Nueva York se dio cuenta de que resultaba más fácil ocultarse en Manhattan que en las montañas Rocosas.

—Sigamos. ¿Ves algo en la piedra que había en las ropas de Carole Ganz?

Cooper estaba inclinado sobre el microscopio.

—Espera que lo enfoque.

—Enséñamelo, Mel.

Al cabo de unos momentos, Rhyme pudo ver los trocitos de piedra y de vidrio en la pantalla de su ordenador, como brillantes asteroides.

—Muévelos un poco.

—El de la izquierda es mármol, rosado —dijo Cooper—. Como el que ya habíamos encontrado. Y en medio, ese de color gris…

—Es cemento. Y el otro es ladrillo —dijo Rhyme—. De un edificio de estilo federal, como el ayuntamiento de 1812. Sólo que la fachada era de mármol, el resto era ladrillo. Lo hacían para ahorrar. Bueno, en realidad, para que el dinero destinado a comprar mármol fuera a parar a determinados bolsillos. Bien, ¿qué más tenemos? La ceniza. Encontremos lo que provocó el incendio.

Cooper analizó las muestras de ceniza con el microscopio electrónico y luego observó la curva que apareció en la pantalla.

La gasolina refinada, con los aditivos y colorantes del fabricante, resultaba fácil de identificar, siempre y cuando el Sujeto Desconocido 823 no hubiera mezclado combustible de varias marcas. Cooper anunció que lo que examinaban coincidía con la gasolina Gas Exchange.

Banks abrió las Páginas Amarillas.

—Hay seis estaciones de servicio en Manhattan. Tres en el centro. Una en la Sexta con Houston; otra en Delancey, 503 Este; y otra en la 19 con la Ocho.

—La 19 queda demasiado al norte —dijo Rhyme, mirando el poster de Monet—. East Side o West Side. ¿En cuál?

Supermercados, estaciones de servicio…

Un hombre muy alto apareció en el vano de la puerta.

—¿Puedo unirme a la fiesta? —preguntó. Se trataba de Frederick Dellray.

—Eso depende —replicó Rhyme—. ¿Traes algún regalo?

—Ah, un regalo magnífico —dijo el agente, agitando un sobre con el sello redondo del FBI.

—¿Nunca llamas a la puerta, Dellray? —preguntó Sellitto.

—He perdido la costumbre.

—Vamos, entra. ¿Qué nos traes?

—Pues no estoy seguro, yo no entiendo de estas cosas.

Dellray comenzó a leer el informe, y se detuvo por un instante.

—Tony Farco, del PERT, envía saludos para ti. Es él el que ha hecho el análisis. Es pan de oro, entre sesenta y ochenta años de antigüedad. Tiene adheridas algunas fibras de celulosa, así que es muy posible que proceda de un libro.

—Claro que procede de un libro —dijo Rhyme.

—También tiene algunas partículas de tinta. Cito textualmente: «No difiere de la tinta que utiliza la Biblioteca Pública de Nueva York para sellar la última página de sus libros».

—Un libro prestado por una biblioteca —musitó Rhyme.

—¡Un libro con una cubierta de cuero rojo! —dijo Amelia, de repente.

—¡Exacto! —dijo Rhyme—. De ahí los trozos de cuero rojo que habíamos encontrado, y no de un guante. De modo que se pasea por ahí con un libro. Puede que sea su biblia.

—¿La Biblia? —preguntó Dellray—. ¿Crees que se trata de una especie de fanático religioso?

—No, no la Biblia, Fred, sino su biblia. Banks, llama a la Biblioteca Pública, puede que sea así como ha gastado las suelas, leyendo en la biblioteca. Sé que es una apuesta arriesgada, pero no tenemos muchas opciones. Quiero una lista de todos los libros de viejo robados en Manhattan en el último año.

—De acuerdo —dijo Banks y comenzó a rascarse la cicatriz de una de las heridas que se había hecho al afeitarse, mientras se dirigía al teléfono para llamar al alcalde a su teléfono particular. Tenía intención de que le pusiera en contacto con el director de la Biblioteca Pública de Nueva York.

Media hora después, el fax expulsó una lista de dos páginas. Thom se encargó de recogerlas.

—Uf, qué dedos más largos tienen los lectores de esta ciudad.

En el último año los lectores habían sustraído ochenta y cuatro libros de cincuenta o más años de antigüedad de la Biblioteca Pública o de sus sucursales, treinta y cinco de ellos en Manhattan.

Rhyme repasó la lista de autores: Dickens, Austen, Hemingway, Dreiser… Libros sobre música, filosofía, viticultura, crítica literaria, cuentos de hadas. Sorprendente, apenas tenían valor: veinte, treinta dólares. No debían de ser primeras ediciones, pero los ladrones, por supuesto, no lo sabían.

Continuó repasando la lista.

Nada, nada, quizás…

Y entonces lo vio.

Crime in Old New York, de Richard Wille Stephans, publicado por Bountiful Press en 1919. Su valor era de sesenta y cinco dólares y había sido robado en la sucursal de Delancey de la Biblioteca Pública de Nueva York hacía nueve meses. Tenía diez por catorce centímetros de tamaño, estaba forrado en piel y tenía los bordes de las páginas dorados.

—Quiero un ejemplar de este libro. Me da igual lo que tengáis que hacer para conseguirlo, id a la Biblioteca del Congreso si es preciso.

—Yo me ocupo de eso —ofreció Dellray.

Supermercados, estación de servicio, biblioteca…

Rhyme sabía que tenía que tomar una decisión. Tenía trescientas personas a su disposición, pero servirían de muy poco si tenían que dispersarse por los lados este y oeste de Manhattan.

Volvió a fijarse en el poster.

«¿Estás en el West Village?», preguntó en silencio. «¿Has comprado la gasolina y robado el libro en el lado Este para despistarnos? ¿O es ahí donde vives? ¿Hasta dónde llega tu inteligencia?». Aunque ésa no era la pregunta, se dijo Rhyme. No importaba si era muy inteligente o no, importaba hasta qué punto se creía inteligente. Pues cuanto más confiara en sí mismo, más confiaría en que no dejaba tras de sí las pistas que, según palabras de monsieur Locard, todo criminal deja.

—Dirigíos al Lower East Side, olvidaos del Village. Todos los hombres de Bo, todos tus hombres, Fred. Esto es lo que tenéis que buscar: un edificio de estilo federal de cerca de doscientos años de antigüedad, con la fechada principal de mármol rosado y las laterales y la trasera de ladrillo. Probablemente sea un edificio grande. Pudo ser una mansión o un edificio oficial. Tiene garaje o almacén de carruajes y en los últimos días han salido de él un Ford Taurus y un taxi amarillo.

Rhyme miró a Sachs.

Dejar atrás a los muertos…

Sellitto y Dellray hicieron las llamadas oportunas.

—Yo también voy —dijo Sachs.

—No esperaba menos.

Cuando oyó que la puerta se cerraba, Rhyme susurró:

—Deprisa, Sachs, deprisa.