3

Tenía la mejor mano para los enfermos que Rhyme había conocido nunca. Y si alguien tenía experiencia sobre gente que trataba con enfermos ése era Lincoln Rhyme. Una vez había calculado que en los últimos tres años y medio había visto a setenta y ocho médicos colegiados.

—Bonita vista —dijo Berger, mirando por la ventana.

—¿Verdad que sí? Preciosa.

Sin embargo, debido a la altura de la cama Rhyme no podía ver nada salvo un cielo brumoso que cubría Central Park. Eso y los pájaros había sido casi lo único que había visto desde que saliera del último hospital de rehabilitación hacía dos años y medio. La mayor parte del tiempo tenía las cortinas echadas.

Thom estaba ocupado dando la vuelta a su jefe, maniobra que ayudaba a éste a tener los pulmones limpios; luego le pondría la sonda vesical, que debía cambiarse cada cinco o seis horas. Después de una lesión de la médula espinal, los esfínteres pueden quedar abiertos para siempre o cerrados para siempre. Rhyme tuvo la «suerte» de que le ocurriera esto último, y de poder disponer de alguien cerca para abrirle el conducto obstruido con un catéter y un gel especial cuatro veces al día.

El doctor Berger observaba esa maniobra clínica sin que a Rhyme le importase la falta de intimidad. Una de las primeras cosas que los tullidos pierden es el pudor. Si bien algunos intentan un débil esfuerzo por cubrirse, envolviendo, o pidiendo que les envuelvan, el cuerpo con la sábana durante el aseo, para evacuar o ser explorados, los tullidos graves, los auténticos tullidos tipo «macho» no se preocupan de eso. En el primer centro de rehabilitación donde había estado Rhyme, cuando un paciente asistía a una fiesta o había tenido una cita la noche anterior, todos los compañeros de habitación se acercaban con sus sillas de ruedas a la cama para comprobar el flujo de orina, que era el barómetro de lo exitosa que había resultado la salida. Una vez Rhyme se ganó la eterna admiración de sus colegas, que registraron una asombrosa micción de 1430 cc.

—Mira el alféizar, doctor —le dijo Rhyme a Berger—. Tengo mis propios ángeles de la guarda.

—Vaya… ¿Halcones?

—Halcones peregrinos. Suelen anidar más alto. No sé por qué han elegido vivir conmigo.

Berger observó a los pájaros, luego se alejó de la ventana y volvió a echar la cortina. La ornitología no le interesaba. No era un hombre grande pero parecía en buena forma, debía correr habitualmente, suponía Rhyme. Parecía que le quedaba poco para cumplir los cincuenta aunque tenía el pelo completamente negro, sin una sola cana, y era tan apuesto como un presentador de telediario.

—¡Qué cama tan estupenda!

—¿Te gusta?

La cama era una Clinitron, un enorme bloque rectangular. Era una cama con soporte de aire y cerca de una tonelada de perlas de silicona. El aire a presión fluía entre las perlas, dando apoyo al cuerpo de Rhyme. Si hubiera tenido sensibilidad se habría sentido como si flotase.

Berger bebía a sorbitos el café que Rhyme había ordenado a Thom que preparara y que el joven había traído con los ojos chispeantes, diciendo en voz baja antes de retirarse: «¿Nos hemos vuelto repentinamente sociables?».

—Me estabas contando que fuiste policía —dijo Berger.

—Sí. Era jefe de los forenses en el Departamento de Policía de Nueva York.

—¿Te dispararon?

—No. Estaba investigando una escena del crimen. Unos obreros encontraron un cadáver en una estación de metro en construcción. Era el de un policía que había desaparecido hacía seis meses; estábamos detrás de un asesino en serie que se dedicaba a disparar a policías. Se me pidió que llevara el caso personalmente y cuando estaba investigando se derrumbó una viga. Estuve enterrado cerca de cuatro horas.

—¿Y realmente había alguien que se dedicara a asesinar policías?

—Pues sí. Mató a tres e hirió a uno. El asesino también era policía. Se llamaba Dan Shepherd, y era un sargento en activo.

Berger se fijó en la cicatriz rosada del cuello de Rhyme. El chivato, la insignia de la tetraplejia: la herida del orificio por el que se introducía el tubo de ventilación, que se dejaba puesto en la garganta varios meses después del accidente. A veces durante años, a veces para siempre. Pero Rhyme, gracias a su naturaleza testaruda y a los hercúleos esfuerzos de su fisioterapeuta, pudo abandonar el ventilador. Ahora, con sus propios pulmones podría estar bajo el agua durante cinco minutos, apostó.

—Así que un traumatismo cervical.

—Un C4.

—Ah, sí.

Recibe el nombre de C4 una zona clave en las lesiones de la médula espinal. Una lesión medular por encima de la cuarta vértebra cervical podía haberle matado. Por debajo de C4 habría recuperado algo la función de los brazos y manos, incluso tal vez de las piernas. Pero un traumatismo en la infame cuarta le dejó vivo, aunque con tetraplejia prácticamente total. Había perdido el uso de las piernas y los brazos. Los músculos abdominales e intercostales habían desaparecido en su mayor parte y prácticamente respiraba gracias al diafragma. Podía mover la cabeza y el cuello, un poco los hombros. Por pura chiripa la viga de roble había respetado una minúscula rama de la neurona motora que le permitía mover el dedo anular izquierdo.

Rhyme le ahorró al doctor los detalles del drama del año siguiente al accidente. El mes de tracción en el cráneo: unas tenacillas sujetas a agujeros perforados en la cabeza para mantener derecha la médula. Doce semanas con el aparato tipo aureola, una especie de babero de plástico y acero como andamio alrededor de la cabeza para sostener el cuello inmóvil. Y para que los pulmones bombearan un gran ventilador durante un año y luego un estimulador del nervio frénico. Los catéteres. La cirugía. El íleo paralizado, las úlceras por estrés, hipotensión y bradicardia, llagas por estar tumbado que acabaron haciéndose úlceras de decúbito, contracturas conforme el tejido muscular empezaba a encogerse, amenazando arruinar la preciosa movilidad del dedo, el terrible dolor fantasma (quemazón y dolor en las extremidades insensibles).

Sin embargo, sí le habló a Berger sobre el último padecimiento, la disrreflexia autonómica.

El problema venía siendo cada vez más frecuente. Latidos cardíacos desbocados, tensión arterial fuera de límites, dolores de cabeza atroces. Podía presentarse por algo tan simple como estar estreñido. Rhyme explicó que no podía prevenirlo de ningún modo, salvo evitando el estrés y la constricción física.

El doctor Peter Taylor, un especialista en lesiones de médula espinal que atendía a Rhyme, estaba preocupado por la frecuencia de los ataques. El último, hacía un mes, había sido tan grave que Taylor había dado a Thom instrucciones sobre cómo tratarlo sin tener que esperar al médico, y había insistido en que el ayudante metiera el número del doctor en el programa de marcación rápida del teléfono. Taylor había advertido que un ataque lo bastante grave podría producir parada cardíaca o apoplejía.

Berger le escuchó atenta y amablemente.

—Antes de centrarme en lo que estoy ahora, estaba especializado en ortopedia geriátrica —le dijo—. Principalmente de cadera y sustitución de articulaciones, así que no sé mucho de neurología. ¿Qué posibilidades hay de recuperación?

—Ninguna, es un estado permanente —dijo Rhyme, quizás un poco demasiado rápidamente. Y añadió—: Entiendes mi problema, ¿verdad, doctor?

—Creo que sí. Pero me gustaría escucharlo en tus propias palabras.

Moviendo la cabeza para apartar un mechón de cabello, Rhyme dijo:

—Todo el mundo tiene el derecho de matarse a sí mismo.

—Me parece que no estoy de acuerdo con eso —le interrumpió Berger—. En la mayoría de las sociedades tienes la capacidad pero no el derecho. Es diferente.

Rhyme soltó una amarga carcajada.

—No soy en absoluto un filósofo. Pero yo ni siquiera tengo la capacidad. Por eso te necesito.

Lincoln Rhyme había pedido a cuatro médicos que le dieran muerte. Todos ellos se habían negado. Decidió entonces que lo haría por sí mismo, simplemente dejando de comer. Pero el proceso de consumirse hasta morir era una pura tortura. Le producía un violento malestar de estómago y le atormentaba con insoportables dolores de cabeza. No podía dormir. Entonces había descartado ese método y, en el transcurso de una larga y difícil conversación, le había pedido a Thom que le matase. El joven se había echado a llorar, la única vez que había mostrado tanta emoción, y dijo que ojalá pudiera. Se sentaría a su lado y vería morir a Rhyme, sin intentar revivirle. Pero no quería matarle.

Después ocurrió un milagro. Si es que se le puede llamar así.

Cuando se publicó The Scenes of the Crime, aparecieron unos periodistas para entrevistarle. En un artículo en The New York Times se recogía esta rotunda declaración del autor, Rhyme:

No, no proyecto escribir más libros. De hecho mi próximo gran proyecto es matarme. Es un reto suficiente. He estado buscando a alguien que me ayudase durante los últimos seis meses.

Estas chirriantes líneas llamaron la atención del Servicio de Atención Psicológica del Departamento de Policía de Nueva York y de varias personas del pasado de Rhyme, la más importante Blaine (quien le dijo que estaba chiflado por plantearse el asunto y que debía dejar de pensar solamente en sí mismo, igual que había hecho cuando ambos estaban juntos, y, de paso, creía que debía decirle que se había vuelto a casar).

Las declaraciones también captaron la atención de William Berger, que una noche llamó inesperadamente desde Seattle. Después de un rato de amable conversación Berger explicó que había leído el artículo sobre Rhyme. Tras una pausa, le preguntó:

—¿Ha oído hablar de la Lethe Society[9]?

Sí, Rhyme había oído hablar de ella. Era un grupo pro-eutanasia con el que había intentado ponerse en contacto durante meses. Eran mucho más atrevidos que Safe Passage[10] o que la Hemlock Society[11].

—A nuestros voluntarios se les busca para ser interrogados en docenas de casos de suicidios asistidos en todo el país —explicó Berger—. Tenemos que andar con pies de plomo.

Dijo que quería atender la petición de Rhyme, pero rechazó una actuación rápida, antes deberían mantener varias conversaciones sobre los últimos siete u ocho meses. Aquel era su primer encuentro.

—¿No hay ninguna manera de que puedas dar el paso tú solo?

Dar el paso…

—Salvo con el método de Gene Harrod, no. Y aun así es poco probable que lo consiga.

Harrod era un hombre joven, un tetrapléjico de Boston que decidió quitarse la vida él mismo. Incapaz de encontrar a alguien que le ayudase acabó suicidándose de la única forma que pudo. Con el pequeño mando de control provocó un incendio en su apartamento y cuando todo estaba ardiendo dirigió su silla de ruedas hacia las llamas. Murió de quemaduras de tercer grado.

El caso a menudo era esgrimido por los defensores del derecho a morir como un ejemplo de la tragedia que podían provocar las leyes anti-eutanasia. Berger lo conocía y movió la cabeza con un gesto compasivo.

—No, esa no es forma de morir para nadie —contempló el cuerpo de Rhyme, los cables, los paneles de control—. ¿Cuáles son tus habilidades mecánicas?

Rhyme le explicó cómo funcionaba la Unidad de Control Electrónico: el controlador E&J que manejaba con un dedo, el mando bucal para sorber y soplar, las palancas que movía con la barbilla y el programa de dictado del ordenador que escribía en la pantalla las palabras según él hablaba.

—Pero ¿todo tiene que organizarlo otra persona? —preguntó Berger—. Por ejemplo, alguien tendría que ir a una tienda a comprar una pistola, montarla y acoplar el gatillo a tu controlador, ¿no?

—Sí.

Y esa persona se convertiría inmediatamente en culpable de conspiración para cometer un asesinato.

—¿Qué me dices de tu equipo? —preguntó Rhyme—. ¿Es eficaz?

—¿Mi equipo?

—¿Qué usas para…, bueno, para provocar la muerte?

—Es muy eficaz. Ningún paciente se ha quejado nunca.

Rhyme parpadeó y Berger se echó a reír. Enseguida Lincoln se unió a su risa. Si uno no sabe reírse de la muerte, ¿de qué se puede reír?

—Echa un vistazo.

—¿Lo llevas encima? —la esperanza floreció en el corazón de Rhyme. Era la primera vez que sentía esa cálida sensación desde hacía años.

El doctor abrió su maletín y, con bastante parsimonia a juicio de Rhyme, sacó una botella de brandy, un frasquito de píldoras, una bolsa de plástico y una tira de goma.

—¿Qué es el medicamento?

—Seconal. Nadie lo receta ya. Antes, suicidarse era mucho más fácil. Las pastillitas funcionaban siempre, nunca te dejaban tirado. Pero ahora es casi imposible quitarse la vida con los tranquilizantes modernos. Halción, Librium, Dalmane, Xanax… Puedes quedarte dormido mucho tiempo, pero al final te despiertas.

—¿Y la bolsa?

—¡Ah, la bolsa! —Berger la cogió—. Éste es el emblema de la Lethe Society. Extraoficial, por supuesto, no es lo mismo que tener un logotipo. Si las pastillas y el brandy no son suficientes entonces usamos la bolsa. Sobre la cabeza, con una goma rodeando el cuello. Ponemos un poco de hielo dentro porque a los pocos minutos se calienta bastante.

Rhyme no podía apartar los ojos de los tres objetos. La bolsa, de plástico grueso, como la ropa impermeable de los pintores. El brandy era barato, según observó, y el medicamento de los genéricos.

—Esta casa es muy bonita —dijo Berger mirando alrededor—. Central Park West… ¿Vives de la pensión de invalidez?

—En parte. También he hecho algunas asesorías para la policía y el FBI. Después del accidente, la empresa constructora que estaba haciendo las excavaciones me pagó tres millones. Aseguraban que no tenían responsabilidad, pero parece ser que hay una norma legal por la que un tetrapléjico gana automáticamente cualquier pleito contra las empresas constructoras, sin importar de quién haya sido la culpa. Por lo menos si el demandante llega babeando al juzgado.

—Y escribiste ese libro, ¿no?

—Obtuve algo de dinero con eso. No mucho. Fue uno de los más vendidos aunque no un best-seller.

Berger cogió un ejemplar de The Scenes of the Crime y se puso a hojearlo.

—Escenas del crimen famosas. Mira todo esto —se rió—. ¿Cuántas hay, cuarenta, cincuenta escenas?

—Cincuenta y una.

Rhyme había repasado con la mente y la imaginación, desde que escribiera el libro después del accidente, tantísimas escenas del crimen en la ciudad de Nueva York que ya casi ni las recordaba. Algunos casos se habían resuelto, y otros no. Había escrito sobre el Old Bowery, el célebre bloque de pisos en Five Points, donde se descubrieron trece asesinatos, sin relación entre ellos, en una sola noche en 1839. También acerca de Charles Aubridge Deacon, quien asesinó a su madre el 13 de julio de 1863, durante las revueltas de la Guerra Civil, y que acusó de haberlo hecho a unos antiguos esclavos, alimentando así los odios y abusos contra los negros. Sobre el asesinato pasional del arquitecto Stanford White, acaecido en lo que después sería el Madison Square Garden, y sobre la desaparición del juez Crater. Sobre George Metesky, el bombero loco de los años cincuenta, y sobre Murph el Olas, y el famoso asunto del diamante Estrella de la India.

—Materiales de construcción del siglo XIX, corrientes subterráneas, escuelas de mayordomos —recitaba Berger, hojeando el libro—, saunas gay, almacenes en Chinatown, iglesias ortodoxas rusas… ¿Cómo aprendiste todas estas cosas sobre la ciudad?

Rhyme se encogió de hombros. Durante los años que fue jefe de la IRD había estudiado tanto sobre Nueva York como sobre temas forenses: su historia, política, geología, sociología, infraestructura…

—Los criminalistas no surgen de la nada —contestó—. Cuanto más sabes acerca de tu entorno, mejor puedes dedicarte…

En el momento en que se dio cuenta del entusiasmo que delataba su voz se detuvo abruptamente, furioso consigo mismo por haberse dejado despistar tan fácilmente.

—Buen intento, doctor Berger —dijo muy tieso.

—¡Oh, venga, llámame Bill! Por favor.

Pero Rhyme no estaba dispuesto a dejarse enredar.

—Ya lo he oído antes. Coge una gran hoja de papel en blanco y escribe todas las razones por las que quieres quitarte la vida. Luego coge otra gran hoja de papel en blanco y escribe todas las razones por las que no quieres. Acuden a la mente palabras como productivo, útil, interesante, estimulante. Grandes palabras. Palabras que no valen cuatro cuartos. No quieren decir nada, son una mierda para mí. Además no podría coger un puto bolígrafo ni para salvar mi alma.

—Lincoln —continuó Berger en tono bondadoso—, tengo que asegurarme de que eres el candidato idóneo para el programa.

—¿«Candidato»?, ¿«programa»? ¡Ya, la tiranía de los eufemismos! —exclamó Rhyme con amargura—. Doctor, estoy decidido. Me gustaría hacerlo hoy. Ahora mismo incluso.

—¿Por qué hoy?

Rhyme se quedó mirando las botellas y la bolsa.

—¿Por qué no? —musitó—, ¿qué día es hoy?, ¿veintitrés de agosto? Es un día tan bueno para morir como cualquier otro.

El doctor se dio una palmadita en los delgados labios.

—Tengo que hablar más contigo, Lincoln. Si me convenzo de que realmente quieres seguir adelante…

—Quiero seguir adelante —dijo Rhyme, dándose cuenta, como a menudo le pasaba, de lo débiles que suenan las palabras sin los gestos corporales que las acompañan. Quería desesperadamente apoyar su mano sobre el brazo de Berger o levantar sus palmas suplicando.

Sin pedir permiso, Berger sacó un paquete de Marlboro y encendió un cigarrillo. Se sacó del bolsillo un cenicero metálico plegable y lo abrió. Cruzó las delgadas piernas. Parecía un petulante joven perteneciente a una fraternidad de estudiantes de alguna universidad de la Ivy League[12].

—Lincoln, entiendes el problema que se nos plantea, ¿verdad?

Seguro, claro que lo entendía. Esa era la razón por la que Berger estaba allí y por la que ni uno de los médicos de Rhyme había hecho nada. Acelerar una muerte inevitable era una cosa; casi un tercio de los médicos que trataban a pacientes terminales recetaban o administraban dosis letales de medicamentos. La mayoría de los fiscales cerraban los ojos en casos como esos, a no ser que el médico diera publicidad a semejantes actos, como Kevorkian[13]. Pero ¿un tetrapléjico? ¿Un hemipléjico? ¿Un tullido? ¡Ah, eso era diferente!

Lincoln Rhyme tenía cuarenta años. Se le había retirado la ventilación asistida. A no ser por algún insidioso gen, ¿por qué no iba a vivir hasta los ochenta?

—Voy a ser franco contigo, Lincoln —añadió Berger—. Yo también tengo que estar seguro de que esto no es un montaje.

—¿Un montaje?

—Acusadores. Ya me han cogido antes.

Rhyme se echó a reír.

—El Fiscal general de Nueva York es un hombre ocupado. No va a ponerse en contacto con un pobre inválido para capturar a alguien que practica la eutanasia.

Miró distraídamente el informe de la escena del crimen.

…A tres metros al sudoeste de la víctima, se encontró un amasijo de cosas sobre un pequeño montículo de arena blanca. Una bola de fibra, de aproximadamente seis centímetros de diámetro de color blanquecino. Se estudió la fibra con el aparato de rayos X de dispersión de energía y se vio que el material era A2B5(Si, ASO22(OH)2. NO se conoce el origen ni se pudieron separar fibras individuales. La muestra se envió al FBI para ser analizada.

—Simplemente he de tener cuidado —continuó Berger—. Ahora mismo, esta es toda mi actividad. He abandonado por completo la ortopedia. De todas formas es más que un trabajo. He decidido dedicar mi vida a ayudar a los demás.

Junto a dicha fibra, aproximadamente a siete centímetros y medio se encontraron dos trozos de papel. Uno era papel corriente de periódico, con las palabras «tres P.M». impresas en letra tipo Times Roman con tinta como la empleada en los periódicos. El otro trozo de papel parecía un pico de una hoja de un libro con el número de página «823» impreso en ella en caracteres tipo Garamond, el papel era calandrado. El estudio con fuente de luz alternativa y el ulterior análisis con ninhidrina no ponen de manifiesto ninguna huella en relieve por fricción en ninguno de ellos… No fue posible identificarlos.

A Rhyme le inquietaban varias cosas. Una, la fibra. ¿Cómo no había caído Peretti en lo que era? Resultaba tan obvio. ¿Y por qué esas pruebas materiales estaban revueltas? Algo fallaba.

—¿Lincoln?

—Disculpa…

—Decía que… tú no eres un quemado con un dolor insufrible. Tampoco eres un vagabundo. Tienes dinero, tienes talento. Tienes tu consultoría de policía… que ayuda a mucha gente. Si quieres puedes llevar una vida productiva. Una larga vida…

—Larga, sí. Ese es el problema. Una larga vida —Rhyme estaba cansado de mantener las formas, así que contestó con brusquedad—. Lo que pasa es que no quiero una larga vida. Es así de simple.

—Si hubiera la más mínima probabilidad de que pudieras arrepentirte de tu decisión —dijo Berger muy despacio—, bueno…, mira, sería yo el que tuviera que vivir con ello, no tú.

—¿Y quién puede estar seguro del todo?

No pudo evitar echar otro vistazo al informe.

Sobre los trozos de papel se encontró un tornillo de hierro. Era un perno hexagonal en cuyo borde estaban grabadas las letras «CE», de 5 cm de longitud, rosca a derechas, y 38/36 cm de diámetro.

—Tengo una agenda muy apretada para los próximos días —dijo Berger, mirando su reloj. Un Rolex; evidentemente, la muerte siempre ha sido un negocio lucrativo—. Te puedo dedicar una hora más o menos. Hablamos un rato, dejamos pasar un día y luego vuelvo.

Algo estaba fastidiando a Rhyme. Un picor insufrible, la maldición de todos los tetrapléjicos, aunque en este caso se trataba de un picor intelectual. El tipo de picor que Rhyme había sufrido toda la vida.

—Doctor, ¿me puedes hacer un favor? Ese informe que está ahí, ¿querrías hojearlo? Mira a ver si encuentras una fotografía de un perno.

—¿Una foto?

—Una Polaroid. Debe estar pegada en algún sitio hacia el final. Es que el pasapáginas es demasiado lento.

Berger sacó el informe de la carpeta y pasó él mismo las páginas delante de Rhyme.

—Ahí. Para.

Al ver la foto sintió una desagradable punzada. Ah, no, ésa no. No, por favor.

—Disculpa, ¿puedes volver a la página donde estábamos antes?

Berger obedeció.

Rhyme no dijo nada y leyó atentamente.

Los trozos de papel…

Tres P.M…. página 823.

El corazón le latía con fuerza, el sudor le resbalaba por la cabeza. Sintió un zumbido frenético en los oídos.

Qué buen titular para los periódicos sensacionalistas: «HOMBRE MUERE MIENTRAS HABLA CON EL DOCTOR MUERTE…».

—¿Lincoln? ¿Estás bien? —el sagaz doctor Berger examinaba a Rhyme atentamente.

—¿Sabes, doctor?, lo siento…, pero hay algo de lo que debo ocuparme —dijo Lincoln con toda la despreocupación que fue capaz de aparentar.

Berger asintió despacio.

—Por lo que parece, aún te quedan asuntos pendientes.

Lincoln le contestó con una sonrisa, aparentando indiferencia

—Simplemente me preguntaba si podrías volver dentro de unas cuantas horas.

Cuidadito, se dijo. Si el doctor captaba su propósito, le pondría en la lista de los no suicidas, cogería su botella, las pastillas y la bolsa de plástico y se largaría para siempre.

Berger consultó su agenda:

—Hoy ya no puedo volver. Entonces, mañana…, no. Me temo que el lunes es lo más pronto que puedo. Pasado mañana.

Rhyme dudó. Dios mío… El anhelo de su alma estaba al fin a su alcance, lo que había soñado a diario durante los últimos años. ¿Sí o no?

Tenía que decidirse.

Finalmente, Rhyme se escuchó a sí mismo diciendo:

—Está bien, el lunes —con una sonrisa forzada, llena de desesperanza.

—¿Qué problema hay?

—Un hombre con el que yo solía trabajar… me ha pedido un consejo. No le estaba prestando la atención que merece… tengo que llamarle.

No, no se trataba de disrreflexia, ni de un ataque de ansiedad.

Lincoln Rhyme sentía algo que no había sentido desde hacía años. Tenía muchísima prisa.

—¿Puedes decirle a Thom que suba? Creo que está abajo, en la cocina.

—Sí, claro. Lo haré encantado.

Rhyme notaba algo peculiar en la mirada de Berger. ¿Qué era? ¿Cautela? Quizás. Casi parecía cierta decepción. Pero ahora no tenía tiempo de pensar en eso. Conforme las pisadas del doctor sonaban bajando la escalera, Rhyme gritó con un vozarrón de barítono:

—¿Thom? ¡Thom!

—¿Qué? —respondió el joven.

—Llama a Lon. Dile que vuelva. ¡Ahora!

Rhyme miró el reloj. Eran las doce pasadas. Quedaban menos de tres horas.