29

Cuarenta minutos después, Sachs estaba curada y vendada y había respirado tanto oxígeno puro que estaba a punto de marearse. Se sentaba junto a Carole Ganz y frente a los restos del templo, del que apenas quedaba nada excepto los dos muros de la nave y, curiosamente, una parte de la tercera planta, sosteniéndose en el vacío sobre un paisaje lunar de ruinas y cenizas.

—Pammy, Pammy… —masculló Carole, y tosió una vez más. A continuación volvió a colocarse la máscara de oxígeno y echó la cabeza hacia delante, apoyando los codos en las piernas. Estaba exhausta y dolorida.

Sachs miró otra gasa bañada en alcohol con la que acababa de limpiarse la cara. Las primeras eran de color marrón, esta última era más bien rosada. No tenía heridas graves, tan sólo un corte en la frente, pequeñas quemaduras de segundo grado en el brazo y en la mano y un corte en el labio que había necesitado tres puntos.

Carole había inhalado más dióxido de carbono y tenía una muñeca rota, vendada ya y cubierta por una escayola provisional.

—Ese hijo de puta —decía entre toses, con los dientes apretados—. ¿Por qué Pammy? ¿Por qué? ¡Sólo tiene tres años!

Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano que tenía sana.

—Tal vez no quiera hacerle daño. Por eso sólo te dejó a ti en la iglesia.

—No —espetó Carole con furia—. No le importa nada. ¡Está loco! Vi perfectamente cómo la miraba. Le voy a matar, le voy a matar —dijo, y sus palabras se disiparon en un nuevo ataque de tos.

Sachs frunció el ceño. Sin darse cuenta, su comentario había ahondado aún más en la herida de la mujer. Debía ser más cautelosa.

—¿Puede contarme lo que ha ocurrido?

Entre toses y sollozos, Carole Ganz le relató el secuestro.

—¿Quiere que llamemos a alguien? —preguntó Sachs—. ¿A su marido?

Carole no respondió, se limitó a abrazarse las rodillas. Tenía el aspecto de una mujer completamente desamparada. Sachs la cogió del brazo con su mano maltrecha y repitió la pregunta.

—¿Mi marido…? —dijo Carole, con una mirada muy extraña—. Mi marido ha muerto.

—Oh, lo siento.

Carole fue cayendo en una especie de sopor debido a los sedantes y una enfermera la ayudó a entrar en la ambulancia, donde se echó a descansar en la camilla. Sachs vio que Lon Sellitto y Jerry Banks se aproximaban.

—Dios mío, agente —dijo Sellitto, mirando a su alrededor—. ¿Dónde está la niña?

Sachs negó con la cabeza.

—Todavía la tiene.

—¿Estás bien? —preguntó Banks.

—No es nada serio —dijo e indicó la ambulancia con un movimiento de cabeza—. La víctima, Carole, no tiene dinero ni sitio donde dormir. Está en la ciudad para hacer un trabajo para la ONU. ¿Puedes hacer lo posible, detective?

—Claro —respondió Sellitto.

—¿Y las pistas? —preguntó Banks, haciendo una mueca tras tocarse un vendaje que tenía sobre la ceja derecha.

—No hay pistas —respondió Sachs—. Las he visto en el sótano, pero no pude llegar a tiempo y se han quemado.

—Mierda —masculló Banks—, ¿y qué le va a pasar a la niña?

«¿A ti qué te parece que le va a pasar?», se dijo Sachs.

Amelia se acercó a la furgoneta de la IRD en busca del micrófono. Se colocó los auriculares y cuando estaba a punto de llamar a Rhyme vaciló. ¿Qué podía decirle él? Miró hacia la iglesia. ¿Cómo podía examinar la escena de un crimen si había desaparecido?

Estaba de pie, con los brazos en jarras, contemplando las ruinas del incendio cuando oyó un ruido que no pudo identificar. Un pitido lejano acompañado de un ruido metálico. No le prestó atención hasta que vio que Lon Sellitto, que se estaba limpiando el polvo de la camisa, levantó la cabeza y dijo:

—No puedo creerlo.

Amelia siguió la dirección de su mirada.

Una furgoneta negra de gran tamaño estaba aparcada a una manzana de distancia. La rampa de carga y descarga de la puerta trasera descendía, portando algo. Amelia se quedó de piedra. Parecía uno de los robots que utilizaba la patrulla de Desactivación de Explosivos. La rampa llegó al suelo y el robot comenzó a rodar.

Amelia no pudo evitar una carcajada.

El artefacto giró hacia ellos y comenzó a moverse. La silla de ruedas parecía un Pontiac Firebird de color rojo. Se trataba de uno de esos modelos eléctricos, con pequeñas ruedas traseras, una enorme batería y el motor en la parte baja.

Thom avanzaba a su lado, pero era Rhyme el que conducía, gracias a un cable que sostenía en la boca. Sus gestos eran extrañamente gráciles. Se acercó hasta ella y se detuvo.

—Vale, vale, te mentí —dijo.

Amelia dejó escapar un suspiro.

—¿Cuando me dijiste que no podías ir en silla de ruedas?

—Mentí, lo confieso. Sé que te vas a enfadar, Amelia, así que enfádate ya y acabemos con ello.

—¿Te has dado cuenta de que cuando estás de buen humor me llamas Sachs y cuando no lo estás me llamas Amelia?

—Yo no estoy de mal humor.

—No lo está —intervino Thom—, pero odia que le cojan en una mentira —dijo, señalando la impresionante silla de ruedas con la cabeza. Amelia se fijó en la marca. Se trataba de un modelo Storm Arrow, fabricado por Action Company—. ¿Recuerdas el cuento de que no podía montar en silla de ruedas, etcétera, etcétera? Pues la tiene guardada en el piso de abajo. Es patético, pero en fin, no te enfades con él.

—A ti nadie te ha dado vela en este entierro, ¿de acuerdo, Thom? Ya me he disculpado.

—La tiene hace años —prosiguió el enfermero—. Le costó aprender a manejarla con ese cable, pero se le da muy bien. A propósito, a mí siempre me llama Thom. Jamás se acuerda de mi apellido.

—Me cansé de que todo el mundo me mirase —adujo Rhyme—, así que abandoné los paseos. —Luego se fijó en labio roto de Amelia—. ¿Te duele?

Ella se palpó el labio, que esbozaba una sonrisa.

—Pincha como un demonio.

Rhyme miró hacia un lado.

—¿Y a ti qué te ha pasado, Banks? ¿Ahora te afeitas la frente?

—Me he golpeado contra un camión de bomberos —dijo Banks, tocándose el vendaje una vez más.

—Rhyme —prosiguió Amelia, dejando de sonreír—. Aquí no hay nada para nosotros. Tiene a la chica y no he podido recoger las pistas.

—Ah, Sachs siempre hay algo. Ten fe en las enseñanzas de monsieur Locard.

—He visto cómo se quemaban las pistas y si queda algo está enterrado bajo toneladas de escombros.

—Entonces buscaremos las pistas no preparadas. Vamos a trabajar juntos esta escena, Sachs. Vamos.

Exhaló aire por dos veces sobre el cable —era una especie de pajita— y comenzó a avanzar. Antes de llegar a la iglesia, se detuvo:

—Espera. Te estás volviendo muy descuidado, Rhyme. Pon unas gomas en esas ruedas, ¿no querrás que tus huellas se confundan con las del sospechoso?

—¿Por dónde empezamos?

—Necesitamos una muestra de las cenizas —dijo Rhyme—. En la furgoneta había botes de pintura limpios. Tráelos.

Amelia no tardó en volver con uno.

—¿Sabes dónde comenzó el fuego? —preguntó Rhyme.

—Sí.

—Coge ceniza. Basta con un kilo. Y acércate cuanto puedas al foco del incendio.

—De acuerdo —dijo Amelia, trepando por un muro de ladrillo de un par de metros, que era cuanto quedaba de la fachada norte de la iglesia.

Al verla, se acercó un oficial de bomberos.

—Eh, agente, es peligroso, todavía no hemos asegurado la zona.

—No creo que sea tan peligroso como la última vez que me metí aquí —replicó Amelia, luego sostuvo la lata de pintura con los dientes, dispuesta a descender hacia el sótano de la iglesia.

Lincoln Rhyme la observaba, pero en realidad se veía a sí mismo, tres años y medio atrás, quitándose la chaqueta del uniforme y metiéndose en un túnel de construcción del metro, en la zona del Ayuntamiento.

—Sachs —llamó—. Ten cuidado. Ya he visto la furgoneta. No me gustaría perderte dos veces en el mismo día.

Amelia asintió y desapareció al otro lado del muro.

Al cabo de unos minutos, Rhyme se dirigió a Banks con un bramido.

—¿Dónde demonios está?

—No lo sé.

—Pues mira a ver.

Banks se asomó al otro lado del muro.

—¿Ves algo?

—Hay muchos escombros.

—Ya sé que hay muchos escombros. ¿No la ves?

—No.

—¡Sachs! —gritó Rhyme.

Se oyó un largo crujido de maderas y luego un derrumbamiento.

—¡Sachs! ¡Amelia!

No hubo respuesta.

Cuando Rhyme estaba a punto de llamar a los bomberos, oyeron la voz de Sachs.

—¡Ya voy!

—Jerry —dijo Rhyme.

—Estoy listo.

La lata salió volando del sótano. Banks la cogió con una mano. Sachs salió trepando del sótano. Al cabo de unos momentos estaba junto a Rhyme, limpiándose el polvo de los pantalones.

—¿Estás bien?

Sachs asintió.

—Ahora vamos al callejón —dijo Rhyme—. Esta calle tiene tráfico a todas horas así que seguro que aparcó en el callejón mientras metía a la víctima en la iglesia. Ahí es donde aparcó. Utilizó aquella puerta.

—¿Cómo lo sabes?

—Hay dos vías para abrir una puerta cerrada. Mediante el cerrojo o las bisagras. Ésta estaría cerrada desde el interior, así que sacó las bisagras. ¿Lo ves? Luego no se molestó en volver a meter todos los tornillos.

Atravesaron la puerta y avanzaron por el oscuro callejón que había junto al costado de la derruida iglesia. Sachs llevaba la linterna encendida e iluminaba el suelo.

—Hay que buscar huellas de neumático —dijo Rhyme—. Quiero saber dónde aparcó.

—Aquí hay huellas —dijo Amelia al cabo de un momento—. Aunque no sé si son de las ruedas delanteras o traseras. Puede que entrara marcha atrás.

—¿Son claras o están un poco borradas?

—Un poco borradas.

—Entonces son de las ruedas delanteras —dijo Rhyme, y se echó a reír—. Tú eres la experta en automoción, Sachs. Si las huellas están medio borradas sólo pueden ser de las ruedas delanteras. La próxima vez que subas a tu coche fíjate. Seguro que tú también mueves un poco el volante antes de salir, para ver si las ruedas están rectas. El coche robado es un Ford Taurus del 97. Mide 197,5 de largo, 108,5 entre los ejes de las ruedas. Unos noventa centímetros desde el eje trasero hasta el maletero. Comprueba esas medidas y recoge muestras del suelo.

—Oh, vamos, Rhyme, ¿cómo sabes todo eso?

—Lo he mirado esta mañana. ¿Has examinado las ropas de la víctima?

—Sí, y las uñas y el pelo. Ah, Rhyme, ¿sabes una cosa? La niña se llama Pammy, pero el tipo la llama Maggie. Igual que con la chica alemana, a la que llamaba Hanna, ¿te acuerdas?

—Querrás decir que lo hacía su otro yo —dijo Rhyme—. Me gustaría conocer a todos los personajes de esta pequeña obra.

—También voy a recoger muestras de la tierra de la puerta.

Rhyme la observaba y justo cuando iba a recordarle que toda escena de un crimen tiene tres dimensiones, Amelia pasó la aspiradora por la puerta y por las jambas.

—Es probable que comprobase el interior antes de meterla —dijo Amelia, y también pasó la aspiradora por el alféizar de la ventana. Rhyme también estaba a punto de darle esa orden. Escuchaba el zumbido de la aspiradora, pero segundo a segundo iba sumergiéndose en el pasado, en lo ocurrido unas horas antes.

—Rhyme…

—Chist.

Como los paseos que ahora daba, como los conciertos a los que ahora asistía, como en muchas de sus conversaciones, Rhyme se iba sumergiendo más y más en el interior de su conciencia. Y cuando llegaba a un lugar en particular se daba cuenta, aunque no supiera dónde se encontraba, de que no estaba solo. En aquellos momentos imaginaba a un hombre de baja estatura, con guantes oscuros y pasamontañas. Bajaba de un Ford Taurus plateado con olor a nuevo. La mujer, Carole Ganz, estaba en el maletero, mientras su hija se encontraba cautiva en un edificio antiguo construido en mármol rosado y ladrillo caro. Vio cómo el hombre arrastraba a la mujer fuera del coche.

Era una imagen tan nítida como si fuera un recuerdo.

Hacía saltar las bisagras y abría la puerta. Tiraba de la mujer y la ataba. Antes de alejarse se detenía para mirar a Carole, igual que se había detenido para observar al hombre que había enterrado junto a las vías.

Como había atado a Tammie Jean Colfax al tubo, en el centro del sótano, para verla bien.

Pero ¿por qué? Se preguntó Rhyme. ¿Por qué se detiene a mirar a sus víctimas? ¿Para asegurarse de que no pueden escapar? ¿Para comprobar que no se ha dejado nada? ¿Para…?

De repente abrió los ojos, y la imagen del Sujeto Desconocido 823 se desvaneció en su mente.

—¡Sachs! ¿Recuerdas la escena de Colfax? ¿Cuándo encontraste la huella del guante?

—Sí.

—Dijiste que se detenía a mirar a sus víctimas, pero no sabías por qué. Bueno, pues ya lo sé. Las mira porque tiene que hacerlo.

Porque está en su naturaleza hacerlo.

—¿Qué quieres decir?

—Vamos.

Rhyme absorbió dos veces en el control de la silla de ruedas y ésta giró en redondo, luego sopló y comenzó a avanzar. Llegó a la acera y, sorbiendo una vez, se detuvo. A continuación miró a su alrededor.

—Quiere ver a sus víctimas y apuesto a que quería ver a los que asistían al servicio. Desde algún lugar en el que se sintiera seguro. Un lugar donde luego no tuviera que limpiar las huellas de su presencia.

A través de la calle vio el único sitio desde el que podría verse la iglesia sin ser visto, el patio de un restaurante situado frente a la iglesia.

—¡Allí! Vamos.

Sachs cargó su arma, cogió las bolsas con muestras de tierra y de polvo, un par de lápices y la aspiradora. Rhyme observó cómo corría hasta el patio y subía los escalones que conducían a la terraza del restaurante observando a su alrededor con mucho cuidado.

—Ha estado aquí —dijo Amelia desde el patio—. Hay una huella igual que las otras.

«¡Sí!», exclamó Rhyme para sí. Se sentía bien. El sol, el aire, los espectadores. Y la excitación de la caza.

Si te mueves, no pueden cogerte.

Ya, pero si ellos se movían más deprisa, sí le cogerían.

Miró hacia la multitud que se agolpaba al otro lado de la valla. Algunas personas lo miraban a él, muchas más tenían la vista puesta en Amelia Sachs.

Amelia examinó el patio durante un cuarto de hora, al cabo del cual se acercó a Rhyme con una bolsa de evidencias.

—¿Qué has encontrado, Sachs? ¿Su carné de conducir? ¿Su certificado de nacimiento?

—Oro —replicó Amelia—, he encontrado oro.