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Le despertó un olor, como solía suceder.

Y, como muchas mañanas, al principio no abrió los ojos, sino que se limitó a permanecer inmóvil, medio incorporado como estaba, tratando de definir aquel olor desconocido.

¿Era el olor de la mañana? ¿El rocío sobre el asfalto grasiento de las calles? ¿La arcilla húmeda de los ladrillos? Trató de distinguir el olor de Amelia Sachs, pero no pudo.

¿De qué se trataba?

¿Detergente? No.

¿Algún producto químico del improvisado laboratorio de Cooper?

No, lo habría reconocido al instante.

Era… ah, sí…, rotulador.

Ahora ya podía abrir los ojos y —después de echar una mirada a Amelia Sachs, para cerciorarse de que no le había abandonado— se detuvo sobre el poster de Monet colgado de la pared. De ahí provenía el olor. El aire húmedo y caliente de aquella mañana de agosto había humedecido el papel, extrayendo de él aquel olor característico.

Los pálidos números del reloj de pared marcaban la hora: 5.45 de la mañana. Volvió a fijarse en el poster. No podía verlo con claridad, vislumbraba tan sólo una superficie de un blanco brillante sobre el blanco más apagado de la pared. No obstante, la luz del alba bastaba para distinguir las palabras.

Los halcones despertaban. Volvió a leer las características del sospechoso. En su despacho de la IRD tenía una docena de pizarras colgadas de las paredes y en ellas anotaba las características de los sospechosos de los casos que tenía entre manos. Se vio a sí mismo deambulando por el despacho, haciéndose preguntas sobre la gente que aquellos datos describían.

Recordó a un experimentado y astuto ladrón de joyas al que Lon y él habían atrapado diez años atrás. En la Central, el tipo había dicho que jamás encontrarían el botín de sus robos anteriores, pero a cambio de una reducción de la pena, les diría dónde estaba. Rhyme le respondió lo siguiente: «Bueno, la verdad es que nos ha costado deducir dónde está». «Apuesto a que sí», respondió el ladrón. «Verá», prosiguió Rhyme, «al final nuestras posibilidades se han reducido a dos: está en el muro de piedra de una chimenea de carbón de una granja colonial situada a orillas del río Connecticut. A unos diez kilómetros al norte del estuario de Long Island. Lo que todavía no sé es si la granja se encuentra en la orilla este o en la orilla oeste del río».

La historia pasó de boca en boca y la frase que todos utilizaban para describir la expresión del ladrón era: «Joder, tenías que haber visto la cara que ponía».

«Sí, tal vez sea magia, Sachs», pensó.

Apariencia Residencia Vehículo Otros
Raza caucásica, hombre, constitución menuda. Probablemente tiene una casa en un lugar seguro. Taxi. Conoce el procedimiento que se sigue en la escena del crimen.
Ropas oscuras. Localizado cerca de: B'way & 82ª, ShopRite B'way & 96ª, Anderson Foods, Greenwich & Bank, ShopRite 2ª Avda., 72-73, Grocery World, Battery Park City J & G's Emporiu 1709 2ª Avda, AndersonFoods 34ª & Lex, Food Warehouse 8ª Avda. y 24ª, ShopRite Houston & Lafayette ShopRite 6ª Avda. & Houston, J & G's Emporium Greenwich & Franklin Grocery World. Sedán, modelo reciente gris claro, plateado o beige. Posiblemente esté fichado.
Guantes viejos de piel de cordero color rojizo. Edificio viejo mármol rosa. Coche alquilado, quizá robado Sabe disimular las huellas dactilares.
After-shave ¿para disimular otro olor? Construido hace cien años al menos, probablemente una vieja mansión o antiguo edificio institucional. Hertz: Taurus plateado, modelo de este año. Arma: colt calibre 32.
Pasamontañas azul marino. Edificio estilo federal en el Lower East Side. Ata a las víctimas con nudos poco corrientes.
Los guantes son oscuros. Le gustan las cosas «viejas».
After-shave=colonia corriente. Llamó a una de las víctimas «Hanna».
El pelo es castaño. Tiene rudimenos de alemán.
Cicatriz profunda en dedo índice. Le atraen los subterráneos.
Ropa informal Doble personalidad.
¿Guantes desteñidos? Tal vez sea sacerdote, trabajador social o consejero.
Desgaste inusual de la suela del zapato ¿lector voraz?
Escucha mientras rompe los huesos de las víctimas.
Deja una serpiente para retar a los investigadores.

Leyó las anotaciones del poster una vez más y cerró los ojos, dejando que la cabeza se hundiera en su maravillosa almohada. Fue entonces cuando se le ocurrió. Fue como si le dieran una bofetada, como si una llamarada de fuego iluminara su cerebro. Abrió los ojos repentinamente y se fijó en una sola frase:

—¡Sachs! ¡Despierta, Sachs!

Amelia se estiró y se incorporó.

—¿Qué pasa?

Lo viejo, lo viejo, lo viejo…

—He cometido un error —dijo Rhyme sin emoción—. Tenemos un problema.

Amelia pensó que se trataba de una cuestión médica y saltó del sofá, para correr hacia el botiquín.

—No, no, las pistas, Sachs, las pistas… Me he equivocado.

Hablaba con claridad, pero con la respiración agitada.

Amelia se vestía apresuradamente.

—¿Qué ocurre, Rhyme? ¿De qué se trata?

—La iglesia. Puede que no esté en Harlem —dijo Rhyme, y repitió—: Me he equivocado.

Como con el ladrón que mató a la familia de Colin Stanton. En investigación criminal hay cien pistas correctas que conducen al asesino, pero es la que se te escapa la que motiva que haya nuevas víctimas.

—¿Qué hora es? —preguntó Amelia.

—Las seis menos cuarto. Coge el periódico. Mira el horario de servicios religiosos.

Sachs encontró el diario enseguida y buscó las páginas solicitadas. Luego levantó la vista.

—¿En qué estás pensando?

—823 está obsesionado por lo viejo. Si lo que busca es una iglesia negra antigua, puede que no se dirija a Harlem. Philip Payton fundó la Compañía Inmobiliaria Afroamericana de Harlem en 1900, pero con anterioridad ya existían dos barrios negros en la ciudad. Uno en el sur, donde ahora están los tribunales, y otro en San Juan Hill. Ahora están habitados por blancos en su mayor parte, pero… Dios, ¿en qué demonios estaba pensando?

—¿Dónde está San Juan Hill?

—Al norte de Hell's Kitchen, en el West Side. Lo llamaron así en honor a los soldados de color muertos durante la guerra con España de finales del XIX.

Amelia seguía leyendo el periódico.

—Iglesias del centro —leyó—. En Battery Park está Seamen's Institute, tiene una capilla. Luego están Trinity, Saint Paul's.

—Ésas no están en el antiguo barrio negro: Más hacia al norte y al este.

—Hay una iglesia presbiteriana en el Barrio Chino.

—¿Hay alguna baptista o evangélica?

—No, no en esa zona. Hay una… —dijo Amelia, y se interrumpió, abriendo mucho los ojos—. Oh, no.

Rhyme comprendió enseguida.

—¿Tiene un servicio al amanecer?

Amelia asintió.

—Iglesia Baptista del Santo Tabernáculo… Oh, Rhyme, hay una misa gospel a las seis en punto, en la Cincuenta y Nueve con la Undécima.

—¡En San Juan Hill! ¡Llámalos ahora mismo!

Amelia cogió el teléfono y marcó. Con el auricular pegado a la oreja, esperó, con impaciencia.

—Cógelo, cógelo, vamos… Maldita sea, un contestador automático. El pastor debe estar fuera. —A continuación dejó el siguiente mensaje—. Hola, le habla la agente Amelia Sachs, de del Departamento de Policía de Nueva York. Tenemos motivos para creer que en su iglesia han colocado una bomba. Evacúenla lo antes posible. —Colgó y se puso los zapatos.

—Vete, Sachs. Vete ahora mismo.

—¿Yo?

—Estamos más cerca que la comisaría más próxima. Sólo se tarda diez minutos en llegar.

Amelia salió corriendo, poniéndose el cinturón con las esposas y el revólver.

—Yo llamaré a la comisaría —gritó Rhyme mientras Amelia se precipitaba escaleras abajo—. ¡Ahora sí que puedes acelerar! ¡Corre, corre!

Sachs llegó a la intersección con Broadway y giró hacia el sur a toda prisa.

Golpeó un puesto de venta automática del New York Post, que rodó sobre la acera, pero no tardó en recuperar el control de la furgoneta. Los equipos de trabajo estaban en la parte de atrás. Un vehículo muy pesado, pensó, no derrapaba al tomar una curva de noventa grados a ochenta kilómetros por hora.

Bajó por Broadway, frenando en los cruces. Miraba a la derecha, luego a la izquierda, y pisaba a fondo.

Cogió la Novena Avenida en el Lincoln Center y siguió hacia el sur.

¡Demonios!

Frenó en seco, haciendo chirriar los neumáticos.

La calle estaba cortada.

Una fila de vallas protectoras azules bloqueaba la Novena Avenida, delimitando el tramo donde habría de celebrarse una feria local aquella misma mañana. Una pancarta proclamaba: «Artesanía de todas las naciones. Un mundo diverso, un mundo unido».

¡Maldita sea! Retrocedió media manzana y aceleró a tope, lanzándose contra las vallas. Derribó unas mesas de aluminio y se abrió paso por el pasillo central de la desierta avenida. Dos manzanas después se lanzó contra las vallas que delimitaban la feria por el sur y al llegar a la Cincuenta y Nueve giró hacia el oeste invadiendo la acera.

Ante ella, a cien metros, divisó la iglesia.

La escalinata estaba llena de parroquianos. Sobre todo padres con sus hijos. Las niñas con vestidos de volantes rosas y blancos y los niños con trajes oscuros y camisa blanca y el pelo recogido en trencillas o cortado al cero.

De una ventana del sótano salía una humareda gris.

Sachs pisó a fondo y cogió la radio.

—RRV 2 a Central, ¿me recibe?

Justo cuando agachaba la vista para comprobar el volumen del micrófono, un Mercedes salió de un callejón y se interpuso en su camino.

Vio de reojo el gesto de pánico de los niños que iban en el asiento trasero antes de oír el chirrido de los frenos.

Sachs giró hacia la izquierda instintivamente. Rogó al cielo que los neumáticos mantuvieran el agarre, pero el asfalto estaba muy resbaladizo debido al rocío y al calor de los últimos días. El coche se deslizó sobre él como si de una moto acuática se tratara.

La parte trasera golpeó contra el morro del Mercedes a noventa kilómetros por hora. El golpe abrió la puerta trasera y las maletas negras que contenían los equipos de investigación salieron volando por los aires. Cayeron contra el suelo y se abrieron, y su contenido se desperdigó sobre la calle. La poca gente que estaba en la acera, parroquianos que se dirigían a la iglesia, trató de ponerse a cubierto de los trozos de vidrio, plástico y metal que saltaron por los aires.

El airbag se abrió, con el consiguiente sobresalto de Amelia, que se cubrió la cara al ver que la furgoneta se precipitaba contra la fila de coches aparcados. Luego se estrelló contra un puesto de periódicos y dio una vuelta de campana. Unas hojas de periódico y las bolsas de plástico para recoger evidencias descendieron lentamente hacia el suelo, como diminutos paracaídas.

El cinturón la mantenía en el asiento, boca abajo, con la melena tapándole los ojos. Comprobó que tenía sangre en la frente y en el labio y trató de soltar el cinturón. Pero el mecanismo parecía bloqueado. Un surco de gasolina caliente corría hacia el interior del vehículo, resbalándole por el brazo. Buscó una navaja en el bolso y abrió la hoja para cortar el cinturón. Cayó contra el techo de la furgoneta y estuvo a punto de cortarse.

«¡Vamos, a qué esperas, fuera de aquí!», se dijo, entre toses, provocadas por el humo.

Las puertas estaban bloqueadas y no podía escapar por la parte trasera, de modo que comenzó a dar patadas contra el parabrisas. No consiguió nada excepto un agudo dolor en los tobillos.

¡La pistola!

Palpó la funda, pero el arma no estaba allí, con el golpe se habría caído en cualquier lugar. Sintiendo cómo la gasolina caliente le mojaba el hombro y el brazo, rebuscó frenéticamente entre las hojas de periódico y los objetos del equipo desperdigados sobre el techo de la furgoneta.

Por fin, vio la culata asomando por detrás del espejo retrovisor. Cogió el arma y apuntó sobre la ventanilla lateral.

«Vamos, dispara», se dijo, «seguro que todavía no se ha acercado nadie».

Pero vaciló. ¿Y si la detonación incendiaba los vapores de la gasolina?

A continuación alejó cuanto pudo el arma de su empapada camisa y apretó el gatillo.