26

—No puedo creer que te esté contando esto —dijo Amelia, que ya se había recobrado. Seguía sentada en la silla, cogiéndose las rodillas, descalza. Había dejado de llorar, pero su rostro parecía tan desmadejado como sus cabellos.

—Te escucho —la animó Rhyme.

—¿Te acuerdas del hombre del que te hablé? Íbamos a comprar un piso.

—Dijiste sólo que era un amigo. ¿Se trataba de tu novio?

¿Su amante secreto?, se preguntó Rhyme.

—Sí, era mi novio.

—Yo creía que tal vez fuera tu padre a quien habías perdido.

—No. Mi padre murió, sí, hace tres años. Pero murió de cáncer, después de una larga agonía. Sabíamos que ocurriría y estábamos preparados. Pero Nick…

—¿Le mataron? —preguntó Rhyme con suavidad.

Amelia tardó en responder.

—Nick Carelli. Uno de los nuestros. Policía. Detective. Destinado en Crímenes Callejeros.

A Rhyme aquel nombre le resultaba familiar.

—Llevábamos un tiempo viviendo juntos. Íbamos a casarnos. —Amelia se interrumpió por un momento, como si ordenara sus pensamientos—. Como trabajaba en la calle, manteníamos lo nuestro en secreto. No podía permitir que se supiera que su novia era policía. —Se aclaró la garganta—. Es difícil de explicar… Verás, entre nosotros había… No me ha ocurrido a menudo… Bueno, en realidad, antes de Nick nunca me había ocurrido. Él no se oponía a que yo trabajase de policía y a mí me parecía bien que trabajase de detective, estábamos muy compenetrados. ¿Te ha ocurrido alguna vez? ¿Esa sensación de sentirte comprendido, de no estar nunca solo? ¿Sabes a qué me refiero? ¿Sentías lo mismo por tu esposa?

Rhyme sonrió débilmente.

—Sí, sé a qué te refieres, yo también lo he sentido, pero no con Blaine —confesó Rhyme, y no quiso decir nada más al respecto—. ¿Cómo os conocisteis?

—En la Academia. Nick enseñaba el trabajo en la calle. Me pidió salir el primer día. Nuestra primera cita fue en Rodman's Neck.

—¿El campo de tiro?

Amelia asintió.

—Después fuimos a casa de su madre, en Brooklyn. Comimos pasta acompañada de chianti. La mujer dijo que yo era demasiado delgada para tener hijos y tuve que repetir. Luego fuimos a mi apartamento y se quedó a dormir. Menuda primera cita, ¿eh? A partir de entonces no dejamos de vernos ni un solo día. Iba a salir bien, Rhyme, lo sé, iba a salir bien.

—¿Qué ocurrió?

—Nick…

Amelia dio un par de tragos de whisky.

—… Nick se dejaba untar, eso es lo que ocurrió. Todo el tiempo que estuvo conmigo.

—¿En serio?

—Y yo ni siquiera lo sospeché. Ni la menor sospecha. Tenía varias cuentas por toda la ciudad. Unos doscientos mil dólares.

Lincoln guardó silencio unos instantes.

—Lo siento, Sachs. ¿En qué estaba metido, en drogas?

—No, mercancía decomisada. Televisores, ordenadores, electrodomésticos. Los periódicos lo llamaron la Brooklyn Connection.

Rhyme asintió.

—Por eso recuerdo el nombre. Había más de diez personas implicadas. ¿Todos policías?

—La mayoría, y algunos federales.

—¿Y qué pasó con él? ¿Con Nick?

—Ya sabes lo que ocurre cuando atrapan a un policía corrupto. Le destrozaron. Dijeron que se había resistido, pero no era verdad. Le rompieron tres costillas y dos dedos y le destrozaron la cara. Se declaró culpable, pero aun así le cayeron veinte años.

—¿Por dejarse sobornar? —Rhyme estaba atónito.

—Él mismo se vio metido en dos atracos. Amenazó a un conductor y disparó sobre otro. Sólo para asustarle, yo sé que fue sólo para asustarle… fue sólo para asustarle.

Amelia concluyó entre sollozos, tapándose el rostro con las manos. Pero no podía detenerse, tenía que contárselo todo.

—Los de Asuntos Internos fueron a por él como perros rabiosos. Casi no podíamos llamarnos. Le colocaron micrófonos y se presentaron en mi casa, así que dejó de llamarme. No le quedó otro remedio. De otra forma me habrían arrastrado con él. Ya sabes cómo son los de Asuntos Internos, unos malditos cerdos…

—¿Y qué hizo?

—¿Para convencerlos de que yo no tenía nada que ver con sus asuntos? Bueno, dijo algunas cosas sobre mí… —declaró Amelia, tragando saliva, con los ojos fijos en el suelo—. Le interrogaron y él se limitó a decir: ¿La hija del agente Sachs? Oh, bueno, me la follé unas cuantas veces, pero luego la dejé, no merecía la pena —dijo, y se limpió las lágrimas con la manga de la camisa—. Me pusieron de apodo la HP.

—Lon me lo contó.

—¿Sabes lo que significa?

—La hija del patrullero. Me dijo que era por tu padre.

—Sí, al principio era así —Sachs sonrió con amargura—. Pero cuando estalló todo ese asunto, empezaron a decir que significaba «hija de puta», que yo no era más que una cabrona sin corazón, que en realidad me iban las mujeres, que era lesbiana. Te puedes imaginar lo rápido que corrió ese rumor entre los compañeros.

—Sí, Sachs, te comprendo muy bien.

—No volví a verlo hasta el juicio. Sólo me miró una vez… ni siquiera puedo describir su mirada… fue tan… Me rompió el corazón. Sé que lo hizo por protegerme, pero aun así… Tenías razón cuando dijiste que era una persona solitaria…

—No pretendía…

—No, ya lo sé —dijo Amelia con gravedad—. Te ataqué y tú te defendiste, pero tenías razón, odio estar sola. Quiero salir, quiero conocer a alguien, pero después de Nick he perdido el gusto por el sexo —se rió amargamente—. Todo el mundo piensa que ser guapa es maravilloso. Podría tener a los hombres que quisiera, ¿verdad? Pues no, no es verdad. Los únicos que tienen los huevos de pedirme que salga con ellos son los que sólo quieren follar. Así que ya no me importa el sexo, he renunciado a él. Odio estar sola, pero así todo es más fácil.

Por fin, Rhyme comprendió la reacción de Amelia al verlo por primera vez. Se encontraba a gusto con él porque no representaba ninguna amenaza. El intercambio sexual era imposible, de modo que ella no tenía por qué alzar sus defensas. Además, tal vez sintiera una especie de camaradería, la de dos personas que comparten la misma carencia.

—¿Sabes una cosa, Sachs? —dijo, tratando de relajar el ambiente—. Tú y yo estábamos destinados a conocernos y no hacer el amor.

Amelia no pudo evitar una sonrisa.

—Bueno, ¿y qué me cuentas de tu esposa? ¿Cuánto tiempo estuviste casado?

—Siete años. Seis antes del accidente.

—¿Te abandonó?

—No, la dejé yo a ella. No quería que se sintiera culpable.

—Dice mucho en tu favor.

—Habría acabado por volverla loca. Soy muy pesado, tú sólo conoces mi lado bueno —dijo Rhyme, y al cabo de un momento añadió—: Tú relación con Nick… ¿tiene algo que ver con tu decisión de abandonar las patrullas?

—No… Bueno, sí.

—¿Te preocupa tener que utilizar el arma?

Amelia asintió.

—La calle ha cambiado mucho. Eso es lo que le pasó a Nick Le cambió. Las cosas ya no son como cuando mi padre hacía andando sus patrullas. Los tiempos han cambiado.

—Querrás decir que la calle que tú conoces no se parece a la calle que imaginabas por las historias que te contaba tu padre.

—Puede ser —aceptó Amelia—. Y respecto a la artritis, la verdad es que no es tan seria como digo.

—Lo sé —dijo Rhyme.

—¿Cómo que lo sabes?

—He observado las evidencias y extraído mis conclusiones.

—¿Por eso te interesaste por mí? ¿Porque sabías que estaba mintiendo?

—Me intereso por ti porque eres mejor de lo que crees.

Amelia lo miró con desconfianza.

—Ah, Sachs, te pareces a mí —declaró Rhyme.

—¿Eso crees?

—Deja que te cuente algo. Llevaba un año en el equipo de investigación de la escena del crimen cuando recibí una llamada de Homicidios, habían encontrado a un hombre muerto en un callejón de Greenwich Village. Los sargentos estaban de permiso, así que me enviaron a la escena del crimen. Tenía veintiséis años.

Al llegar allí me enteré de que la víctima era el concejal de Sanidad. Estaba tendido en el suelo, rodeado de un montón de fotografías tomadas con cámara Polaroid, de esas que se revelan al cabo de unos segundos de hacerlas. Tendrías que haberlas visto, había algunas… El tipo había estado en uno de esos clubes para homosexuales de Washington Street. ¡Ah, se me olvidaba! Cuando le encontraron llevaba un vestido de terciopelo negro y medias de seda.

En fin, el caso es que en cuanto precinté la escena se presentó un capitán y rompió la cinta. Luego supe que quería hacer desaparecer aquellas fotos, pero por aquel entonces yo era tan ingenuo que ni siquiera pensé en las consecuencias que podría tener su publicación. Sólo quería preservar la escena del crimen.

—La primera regla del detective.

Rhyme sonrió.

—Así que no dejé entrar al capitán. Al poco llegó un alto funcionario del Departamento, y tampoco me dejé convencer. «Aquí no entra nadie hasta que los de Huellas no hayan acabado su trabajo», les dije, ¿te imaginas? ¿Y sabes quién acabó por llegar?

—¿El alcalde?

—El teniente de alcalde.

—¿Y tampoco le dejaste pasar?

—Nadie cruzó el precinto excepto los de Huellas y Fotografía. Por supuesto, luego pasé seis meses rellenando expedientes, pero cogimos al asesino al cabo de una semana de investigación y gracias a una huella encontrada en una de aquellas instantáneas. A propósito, en la misma que el Post publicó en primera página. Hice lo mismo que hiciste tú ayer por la mañana, Sachs. Parar un tren en la Avenida Once.

—Ni siquiera me detuve a pensar lo que hacía —dijo Amelia—, simplemente lo hice. ¿Por qué me miras así?

—Oh, vamos Sachs. Sabes dónde está tu sitio. En Patrullas, Homicidios, Huellas, no importa, en cualquiera de esos departamentos… pero no en Asuntos Públicos. Te morirías de asco. Es un destino que está muy bien para algunos, pero no para ti. No te rindas tan pronto.

—Ya, claro, ¿y tú? ¿Tú no te has rendido ya?

—Mi caso es ligeramente distinto.

Amelia le dirigió una pregunta con la mirada. ¿De verdad lo crees?, parecía decir. Luego se levantó y fue por un kleenex.

—¿Tú no llevas ningún cadáver a cuestas?

—Hace tiempo que están todos bien enterrados.

—No me digas.

—En serio, no hay nada que contar…

—No mientas. Yo te he contado la verdad, ahora te toca a ti.

Rhyme sintió un extraño escalofrío. Y sabía muy bien que no se debía a la disrreflexia. Su sonrisa se desvaneció.

—Vamos, Rhyme —insistió Sachs—, soy toda oídos.

—Bueno, hubo un caso hace unos años… Cometí un error, un grave error.

—Cuéntame —dijo Amelia y sirvió dos vasos de whisky.

—Nos llamaron del Barrio Chino. Al parecer se trataba de un asesinato seguido de un suicidio. Un hombre había matado a su mujer y luego se había pegado un tiro. Me llamaron en mal momento, no tenía mucho tiempo para estudiar la escena y cometí un error frecuente, imaginar de antemano lo que podía encontrarme. Encontré unas fibras cuya procedencia desconocía pero deduje que las habían introducido una de las dos víctimas. Encontré fragmentos de bala, pero no los cotejé con el arma que encontramos. No tracé la retícula para comprobar la posición en que estaba el arma. Anoté todo lo que vi, firmé el informe y volví al despacho.

—¿Y qué ocurrió?

—Estaba todo preparado. En realidad se trataba de un robo con asesinato y el ladrón no había salido del piso.

—¿Qué? ¿Seguía allí?

—Después de marcharme, salió de debajo de la cama y empezó a disparar. Mató a un agente e hirió a otro. Otros dos agentes le cortaron el paso en la calle, le dispararon y murió en el hospital, pero mató a uno de ellos e hirió al otro. También se vio implicada una familia que salía de un restaurante, utilizó a uno de los niños como escudo.

—Oh, Dios mío.

—El padre se llamaba Colin Stanton. No resultó herido. Había sido médico en el ejército. Los de urgencias me dijeron que podría haber salvado a su mujer y a sus hijos si hubiera tratado de impedir las hemorragias, pero el pánico le dejó paralizado. Se quedó inmóvil, presa del shock, contemplando cómo moría su familia.

—Dios mío, Rhyme, pero no fue culpa tuya…

—Todavía no he terminado.

Amelia se quedó helada.

—Stanton volvió a su casa. Tuvo un ataque y lo ingresaron en un hospital psiquiátrico. Trató de matarse. Intentó suicidarse varias veces. Al cabo de un año, le dieron el alta, pero no tardó en intentarlo de nuevo. Con un cuchillo… —Rhyme se interrumpió, antes de añadir, con voz metálica— …esta vez lo consiguió.

Se había enterado de la muerte de Stanton gracias a un fax enviado por una funeraria del condado de Albany al Departamento de Relaciones Públicas de la Policía de Nueva York. Alguien se lo había enviado por correo interno junto a una nota. «Supuse que querrías saberlo», decía.

—Asuntos Internos me abrió un expediente por incompetencia profesional. Yo, en su lugar, me habría echado del Cuerpo. No sé por qué no me despidieron.

Amelia suspiró y cerró los ojos por un instante.

—¿Y dices que no te sientes culpable?

—Ya no.

—No te creo.

—Me sentí culpable durante mucho tiempo. Esos cadáveres me acompañaban a todas partes, pero ya no, ¿cómo podía seguir trabajando con esa carga a mis espaldas?

A continuación se sumieron en un largo silencio, que Amelia interrumpió.

—Cuando tenía dieciocho años me pusieron una multa. Iba a ciento cincuenta en una zona limitada a sesenta.

—Ya.

—Mi padre la pagó, pero me dijo que debía devolverle el dinero, con intereses. Pero ¿sabes qué otra cosa me dijo? Me dijo que no me habría ayudado si me hubiera saltado un semáforo en rojo o hecho alguna maniobra imprudente y peligrosa, pero que entendía el exceso de velocidad. Me dijo: «Sé cómo te sientes, cariño. Si te mueves, no pueden cogerte». Si no pudiera conducir, si no pudiera moverme, en ese caso, es posible que yo también lo hiciera. Matarme.

—Yo iba andando a todas partes —dijo Rhyme—. No tuve coche hasta los veinticinco. A propósito, ¿qué coche tienes tú?

—Un coche que un neoyorquino como tú nunca tendría. Un Chevy Camaro. Era de mi padre.

—Él te inspiró la pasión por los coches, supongo.

Amelia asintió.

—¿Sabes qué me regaló al cumplir trece años? —dijo, y sonrió—. Una caja de llaves fijas… Ese Chevy… La radio no funciona, no tiene aire acondicionado y la luz del cuadro está fundida, pero qué coche. La suspensión está perfecta y es ligero como el viento. Cualquier día me enfrentaré a un BMW.

—Apostaría a que ya lo has hecho.

Amelia se rió.

—Un par de veces —dijo.

—Los inválidos hablamos mucho de coches —dijo Rhyme—. En la sala de rehabilitación solíamos hablar de lo que podríamos sacarles a nuestras casas de seguros. Las sillas de ruedas-furgoneta eran lo máximo, y en segundo lugar, los coches por control remoto, lo que a mí no me serviría de nada, por supuesto. —Rhyme se interrumpió antes de añadir—: Hace años que no subo a un coche. Ni siquiera me acuerdo de la última vez que lo hice.

—Tengo una idea —dijo Sachs de repente—. Antes de que tu amigo, el doctor Berger, vuelva por aquí, tienes que venir conmigo a dar una vuelta. ¿O no puede ser? ¿Puedes ir sentado? Me dijiste que no puedes ir en silla de ruedas.

—No, claro que no. Pero un coche, no veo por qué no —dijo Rhyme, y se echó a reír—. ¿Doscientos setenta kilómetros por hora?

—Sólo una vez —dijo Sachs—. En las mejores condiciones y sin policía a la vista.

Sonó el teléfono. El propio Rhyme respondió. Era Lon Sellitto.

—Hemos puesto vigilancia en todas las iglesias de Harlem que hemos señalado. Se ha ocupado Dellray. Ese hombre está transformado, Lincoln; no lo reconocerías. Ah, y tengo a treinta agentes cubriendo las demás iglesias, por si acaso. Creo que esta vez lo vamos a atrapar, Lincoln —concluyó el detective. Su entusiasmo no era habitual en un detective de la policía de Nueva York.

—De acuerdo, Lon. Te mandaré a Amelia a las ocho —dijo Rhyme, y colgó.

Thom llamó a la puerta antes de entrar.

«Para no sorprendernos en una situación comprometida», se dijo Rhyme, sonriendo para sí.

—Se acabó —dijo el enfermero—, ahora mismo a dormir.

Eran más de las tres de la madrugada y Rhyme había sobrepasado el agotamiento hacía ya varias horas. Se encontraba flotando en otro lugar, por encima de su cuerpo. Se preguntó si padecería de alucinaciones.

—Sí, mamá —dijo—. La agente Sachs se queda a dormir, puedes traerle una manta, por favor.

—¿Qué has dicho? —preguntó Thom, mirándolo a los ojos.

—Te he pedido una manta.

—No. Después de eso. Esas dos palabritas.

—¿«Por favor»?

Thom enarcó las cejas.

—¿Te encuentras bien? ¿Quieres que llame a Pete Taylor? ¿Llamo al hospital?

—¿Te has fijado en lo mal que me trata este canalla? —dijo Rhyme, dirigiéndose a Sachs—. No se da cuenta de que podría despedirlo.

—¡Ja! —dijo Thom, por todo comentario—. ¿A qué hora os despierto?

—A las seis y media.

En cuanto Thom abandonó la habitación, Rhyme se dirigió de nuevo a Amelia.

—Eh, Sachs, ¿te gusta la música?

—Me encanta.

—¿Qué estilo?

—El pop, el funky y los grandes de la Motown. ¿Y a ti? Apostaría a que te encanta la música clásica.

—¿Ves ese armario?

—¿Ése?

—No, no, el otro. A la derecha. Ábrelo.

Amelia lo hizo y se quedó muy sorprendida. El armario era como una pequeña habitación llena con más de mil discos compactos.

—Parece una sucursal de Tower Records.

—¿Ves el equipo? En la estantería.

Amelia pasó la mano sobre un equipo de sonido cubierto de polvo.

—Un Harmon Kardon, me costó más que mi primer coche —dijo Rhyme—, pero ya no lo uso.

—¿Por qué?

Rhyme no respondió a la pregunta.

—Pon algo. ¿Está enchufado? Ah, fantástico. Coge un disco.

Al cabo de un momento, Amelia se dirigía al sofá mientras Levi Stubbs y los Four Tops cantaban una balada romántica.

Hacía más de un año que en aquella casa no se oía ni una sola nota de música, recordó Rhyme, y trató de buscar la respuesta a la pregunta de Amelia: ¿por qué ya no ponía música? No sabía la respuesta.

Sachs retiró los archivos y los libros que había sobre el sofá, luego se sentó y comenzó a hojear un ejemplar de Scenes of the Crime.

—¿Puedo quedarme uno?

—Llévate los que quieras.

—Rhyme, ¿te importaría…?

—¿Quieres que te lo dedique? —dijo Rhyme, y se echó a reír. Amelia se contagió de su risa—. Bueno, puedes tomarme las huellas. Un estudio grafológico nunca te daría más del ochenta y cinco por ciento de autenticidad de la firma, pero una huella es otra cosa. Cualquier experto podría certificarla.

Amelia comenzó a leer. Al cabo de un minuto levantó la vista.

—¿Podrías hacerme un favor? —dijo.

—Dime.

—Léeme unas páginas de tu libro. Cuando estaba con Nick…

—Cuando estabas con Nick, ¿qué?

—Cuando estábamos juntos, Nick solía leer algo en voz alta antes de dormir. Un libro, el periódico, una revista… Es una de las cosas que más echo de menos.

—Yo leo muy mal —confesó Rhyme—. Es como si estuviera recitando un informe. Pero tengo muy buena memoria. ¿Quieres que te cuente algún capítulo?

—¿Lo harías?

Amelia se dio la vuelta y se quitó la camisa del uniforme y el chaleco antibalas. Llevaba una camiseta completamente arrugada y, debajo, un sujetador deportivo. Volvió a ponerse la camisa y se tumbó en el sofá, tapándose con la manta.

Rhyme bajó la intensidad de las luces accionando la unidad de control.

—La escena del crimen siempre me ha resultado fascinante —comenzó—. Es como un altar. La mayoría de la gente tiene mayor interés por el lugar en que murió una persona que por el lugar donde nació. Fíjate en John Kennedy. Más de mil personas visitan cada día ese almacén de libros en Dallas. ¿Cuántas irán a la maternidad de Boston?

Rhyme dejó que su cabeza se hundiera en la suave blandura de la almohada.

—¿Te aburro?

—No. Sigue, por favor.

—Hay una cosa que siempre me he preguntado, ¿sabes, Sachs? Siempre me ha fascinado. El Calvario. Hace dos mil años. Me habría encantado trabajar esa escena. Sé lo que vas a decirme, que conocemos a los asesinos. Pero yo me pregunto: ¿de verdad sabemos quiénes fueron? Lo único que sabemos es lo que contaron los testigos. Recuerda esto: nunca creas lo que te cuente un testigo. Es posible que lo que ocurrió realmente no se parezca en nada a lo que nos cuenta la Biblia. ¿Dónde está la prueba? En la escena del crimen. Los clavos, la sangre, el sudor, la lanza, la cruz, el vinagre. Huellas de sandalias y huellas por fricción.

Rhyme giró la cabeza ligeramente hacia la izquierda y continuó hablando de escenas del crimen y de evidencias hasta que la respiración de Sachs se hizo profunda y relajada y su aliento agitó sus largos y suaves cabellos de color rojizo. Rhyme apagó las luces y no tardó en quedarse dormido.

El débil resplandor del amanecer iluminaba el cielo.

Carole Ganz pudo verlo nada más despertarse, a través del ventanuco enrejado que tenía sobre la cabeza. «Pammy… Oh, mi niña…». A continuación pensó en Ron y en sus posesiones. En el dinero, en la bolsa amarilla…

Pero sobre todo pensaba en Pammy…

Algo la había sacado de su sueño, pero ¿el qué?

¿El dolor de la muñeca? Sí, le dolía mucho, trató de acomodarse mejor…

El sonido del órgano de una iglesia y de un coro de voces llenó la estancia.

Eso era lo que la había despertado. La música. Así pues la iglesia no estaba abandonada. ¡Había gente cerca!, se dijo Carole, riendo para sí. Alguien podría…

Y fue entonces cuando se acordó de la bomba.

Volvió la cabeza. Seguía allí, sobre la mesa. Tenía el crudo aspecto de una bomba real de un explosivo mortífero —y no la apariencia fantástica de los artefactos que aparecen en las películas—. Cinta adhesiva, cables grasientos y gasolina.

Puede que sea falsa. A la luz del día no parecía tan peligrosa.

Otro acorde musical. Provenía directamente del techo del cuarto. Acompañado esta vez de pasos. Una puerta se cerró. Crujidos y chirridos cuando la gente caminaba sobre el viejo suelo de madera. Cayó polvo de las ranuras del techo.

Las voces se interrumpieron en mitad de un pasaje y volvieron a comenzar.

Carole dio patadas contra el suelo, pero era de cemento. Las paredes eran de ladrillo. Trató de gritar, pero la mordaza impedía que saliera algo más que un sordo gemido. El ensayo continuó. La música era vigorosa, solemne, y resonaba por todo el sótano.

Al cabo de diez minutos, Carole se tendió en el suelo, exhausta. Volvió a fijarse en la bomba. Había más luz y podía ver el temporizador con claridad.

¡El temporizador!, casi lo había olvidado.

No se trataba de ningún artificio, la flecha señalaba las seis y cuarto, y eran ya las cinco y media.

Trató de llegar hasta el armario y golpeó los costados metálicos con la rodilla. Pero los débiles ruidos se disipaban en el estruendo de la música religiosa, que inundaba la iglesia entera.