—Me niego, Rhyme. No puedes hacerlo.
Berger miraba a su alrededor, incómodo. Rhyme suponía que, por su trabajo, había tenido que hacer frente a todo tipo de situaciones difíciles. Su mayor problema no eran aquellos que querían morir, sino aquellos, más numerosos, que querían que cualquiera, fuera quien fuese, viviera por más tiempo.
Thom seguía aporreando la puerta.
—Thom —dijo Rhyme—, no pasa nada, puedes marcharte —luego se dirigió a Sachs—. Tú y yo ya nos hemos dicho adiós. Es una pena estropear una despedida perfecta.
—He dicho que no puede hacerlo.
¿Quién había hecho sonar la señal de alarma? ¿Peter Taylor? Probablemente.
Rhyme miró a Amelia. Ésta se fijaba en los objetos que había sobre la mesa: el brandy, las píldoras y la bolsa de plástico.
—Sachs, quítale las esposas a mi amigo. Y, por favor, márchate, te lo ruego.
Amelia soltó una carcajada.
—Perdón, pero acabo de impedir que se cometa un crimen. El fiscal podría declararlo intento de asesinato, seguro que no le importaría.
—Sólo estaba hablando con un paciente —dijo Berger.
—Por eso sólo le acuso de intento de homicidio. No sería mala idea tomarle las huellas y cotejarlas con nuestros archivos, a ver qué es lo que encontramos.
—Lincoln —dijo Berger, alarmado—, no puedo…
—Tranquilo, lo solucionaremos —dijo Rhyme—. Sachs, por favor…
Sachs estaba frente al médico, con los pies separados, los brazos en jarras y un aspecto imponente y amenazador.
—Vámonos, doc.
—Sachs, no tienes ni idea de lo importante que es esto.
—No pienso dejar que te mates.
—¿Dejarme? ¿Tú a mí? ¿Y puedes explicarme por qué necesito tu autorización?
—Señorita… —intervino Berger—. Agente Sachs, es una decisión suya y completamente consensuada. Lincoln está más informado que la mayoría de los pacientes, se lo aseguro.
—¿Pacientes? Querrá decir víctimas.
—¡Sachs! —exclamó Rhyme, tratando de no parecer desesperado—. Me ha costado un año encontrar a alguien que quiera ayudarme.
—Puede que porque no te haga falta esa clase de ayuda. ¿No lo has pensado, Rhyme? Y, además, ¿por qué ahora?, ¿en mitad de un caso?
—Si sufro otro ataque puede que pierda toda capacidad para comunicarme. Podría quedarme completamente inútil y aun así seguir consciente otros cuarenta años. Y a no ser que entre en coma, nadie desconectará la máquina. Al menos ahora todavía soy capaz de comunicar mis decisiones.
—Pero ¿por qué? —espetó Sachs.
—¿Y por qué no? ¿Puedes decirme por qué no?
—Bueno… —balbució Sachs. Era como si los argumentos contra el suicidio fueran tan evidentes que no supiera por dónde empezar—. Porque…
—¿Porque qué, Sachs?
—Porque es una cobardía.
Rhyme se echó a reír.
—¿Quieres que lo discutamos, Sachs? ¿Quieres? Cobardía, dices, pues bien, eso nos remonta hasta sir Thomas Browne[56]: «Cuando la vida es más terrible que la muerte, el valor consiste en vivir». Valor frente a una adversidad insuperable… Un argumento clásico a favor de la vida. Muy bien, si eso es cierto, ¿por qué se anestesia a un paciente antes de someterlo a una operación? ¿Por qué se venden aspirinas? ¿Por qué se cura un hueso roto? ¿Por qué el Prozac es el medicamento más consumido en Estados Unidos? Lo siento, pero no hay nada intrínsecamente bueno en el dolor.
—Pero tú no sientes dolor.
—¿Cómo definirías el dolor, Sachs? Yo creo que a la ausencia de toda sensación también podría llamársele dolor.
—Tienes mucho que ofrecer al mundo. Piensa en tus conocimientos, en la historia, en…
—El argumento de la contribución a la sociedad. Sí, también es muy conocido —dijo Rhyme, y miró a Berger, que guardaba silencio. Seguía apoyado en la mesa. Rhyme vio que se fijaba en el hueso que había sobre ella, el pálido disco de columna vertebral. Lo recogió y lo sopesó en sus manos esposadas. Se había dedicado a la ortopedia, recordó Rhyme—. Pero ¿por qué debemos aportar nada a la vida? —prosiguió, dirigiéndose a Amelia—. Además, ¿no has pensado que yo podría acabar aportando algo malo?, ¿para mí mismo o para otros?
—La vida es así.
Rhyme sonrió.
—Es que yo prefiero la muerte.
Sachs parecía incómoda.
—La muerte no es natural, la vida sí.
—Freud no estaría de acuerdo contigo. Acabó por abandonar el principio del placer y comenzó a sentir que existía otra fuerza, una agresión primaria no erótica, la llamó. Una fuerza que nos impulsa a romper los lazos con la vida. Nuestra propia destrucción es un impulso muy natural. Todo muere, ¿hay algo más natural que eso?
Sachs se debatía buscando nuevos argumentos.
—De acuerdo —dijo—, la vida es para ti un reto mayor que para la mayoría de la gente, pero yo creo… todo lo que he visto de ti me hace pensar que eres una persona a la que le gustan los desafíos.
—¿Desafíos? Deja que te diga algo sobre los desafíos. Estuve metido en un ventilador durante un año entero. ¿Has visto la cicatriz de la traqueotomía que tengo en el cuello? Pues bien, gracias a unos ejercicios de respiración por presión positiva, y a una gran fuerza de voluntad, todo hay que decirlo, logré prescindir de la máquina. Pero ¿sabes lo que eso significa? ¿Te haces una idea de lo que significa pasarse ocho meses aprendiendo una función animal básica? No hablo de pintar la Capilla Sixtina o de tocar el violín. Me refiero a respirar, maldita sea, tan sólo a respirar.
—Pero podrías mejorar. El año que viene podrían encontrar una cura.
—Es posible que encuentren una cura, pero no el año que viene, ni dentro de diez años.
—Eso no lo sabes, puede que estén investigando…
—Claro que están investigando. ¿Quieres saber en qué? Puedo decírtelo, soy un experto. Investigan en trasplantes de tejido de nervio embrionario a tejidos dañados para provocar la regeneración axonal. —Rhyme manejaba aquel lenguaje técnico con la facilidad de un neurólogo—. Y no han conseguido nada. Hay médicos que tratan las zonas afectadas químicamente para crear un entorno propicio a la regeneración celular. Y no han conseguido nada, no con las especies avanzadas. En las formas de vida más básicas funciona a la perfección. Si fuera una rana, ya estaría dando saltos.
—Entonces hay científicos que trabajan en ello.
—Claro que los hay, pero ninguno de ellos espera nuevos descubrimientos hasta que pasen por lo menos veinte o treinta años.
—Si se los esperasen —adujo Sachs—, no serían descubrimientos, ¿o sí?
Rhyme se echó a reír. Sachs era buena, muy buena.
—Tú eras policía, defensor de la ley, y el suicidio es ilegal, ¿te acuerdas?
—También es un pecado —replicó Rhyme—. Los indios dakota creían que el espíritu de aquellos que se suicidaban estaba condenado a arrastrase en torno al árbol del que se habían ahorcado durante toda la eternidad. ¿Impedía eso que se suicidaran? No, les bastaba con elegir árboles pequeños.
—Voy a decirte una cosa, Rhyme, y es lo último que pienso decir —dijo Amelia, señalando a Berger con la cabeza—. Me lo llevo y pienso encerrarlo. Qué dices a eso.
—Lincoln —dijo Berger, con mirada de pánico.
Sachs cogió al médico por los hombros y lo arrastró hacia la puerta.
—No —dijo—. Por favor, no lo haga.
Cuando Sachs abrió la puerta, Rhyme la llamó.
—Sachs, antes de que te vayas, dime una cosa.
Amelia se detuvo.
—Una pregunta.
Sachs giró sobre sus talones.
—¿Alguna vez has pensado en el suicidio?
Amelia dio media vuelta.
—¡Respóndeme!
—No, nunca —respondió ella, dándole la espalda.
—¿Eres feliz con la vida que llevas?
—Como todo el mundo.
—¿Nunca te deprimes?
—Yo no he dicho eso, he dicho que nunca he pensado en matarme.
—Te gusta conducir, me lo dijiste. A la gente que le gusta conducir le gusta ir deprisa. A ti también, ¿verdad?
—Sí, algunas veces.
—¿Cuál es la máxima velocidad que has alcanzado?
—No lo sé.
—¿Más de ciento cincuenta?
—Sí —dijo Amelia con una sonrisa.
—¿Más de ciento ochenta?
Amelia no respondió.
—¿Más de doscientos? ¿Doscientos veinte? —preguntó Rhyme con asombro.
—Doscientos setenta.
—Dios mío, Sachs, eres una caja de sorpresas. Y conduciendo a esa velocidad, ¿no has pensado que algo podría ocurrir; tal vez un bache o un reventón, una mancha de aceite?
—Era seguro, no estoy loca.
—¿Seguro? Conducir a la velocidad que alcanza una avioneta, ¿te parece eso seguro?
—En un tribunal te dirían que estás dirigiendo las respuestas —se defendió Amelia.
—No, en absoluto. Respóndeme. A esa velocidad cabe suponer que, si tienes un accidente, morirías, ¿verdad?
—Puede ser.
Berger, esposado, se encontraba cada vez más incómodo. Todavía sostenía el hueso, y lo pasaba de una mano a otra.
—De manera que te has acercado a la línea, ¿no es así? Ah, en ese caso sabes de lo que estoy hablando, sé que lo sabes, la frontera entre el riesgo de morir y la certidumbre de hacerlo. Mira, Sachs, si llevas a tus muertos contigo, a todas partes, el paso que tienes que dar para cruzar esa línea es muy corto. Un paso muy corto para unirte a ellos.
Amelia bajó la vista y se quedó completamente inmóvil. El flequillo le tapó los ojos.
—Deja a los muertos, Amelia —dijo Rhyme con un susurro, esforzándose porque no se llevara a Berger, sabiendo que si daba un paso en falso, perdería su oportunidad—. ¿Hasta qué punto te gustaría seguirlos? Creo que no te importaría, Sachs, creo que no te importaría nada.
Amelia vaciló. Rhyme sabía que le había tocado el corazón.
Pero Amelia dio media vuelta, agarró a Berger por el hombro y lo empujó hacia la puerta.
—Vámonos.
Rhyme la llamó.
—Sabes a qué me refiero, ¿verdad, Amelia? Algunas veces, ocurren ciertas cosas que no te dejan ser lo que deberías ser, tener lo que deberías tener. La vida cambia. A veces sólo un poco, otras veces, por completo. Y a veces llegas a un punto en que te das cuenta de que no merece la pena solucionar lo que ha ido mal.
Amelia y Berger estaban frente a la puerta, inmóviles. Reinaba un profundo silencio. Al cabo de largos segundos, Amelia giró sobre sus talones y miró a Rhyme.
—La muerte cura la soledad —dijo Rhyme—, cura la tensión, cura el dolor —añadió, observando los puños apretados de Amelia.
Finalmente, ella soltó a Berger y se acercó a la ventana. Sus ojos bañados en lágrimas brillaban con un resplandor amarillento, reflejo de la luz que llegaba del exterior.
—Sachs, estoy muy cansado —confesó Rhyme—. No puedes imaginarte cuánto. No voy a contarte lo dura que es la vida, oculta en una montaña de… cargas. Lavarse, comer, salir a trabajar, llamar por teléfono, abrocharse los botones, rascarse la nariz… Miles de pequeñas cargas. Cientos de miles.
Finalmente se interrumpió.
Tras un largo silencio, fue Amelia la primera en hablar.
—Voy a proponerte un trato.
—¿Un trato?
Amelia se acercó al poster.
—823 todavía tiene a la madre y la niña, ayúdanos a salvarlas… sólo a ellas. Si lo haces, te dejaré una hora a solas con él —dijo y miró a Berger—. Aunque luego tendrá que emigrar de esta ciudad.
Rhyme negó con la cabeza.
—Sachs, si tengo otro ataque, si no puedo comunicarme…
—Si eso ocurre —dijo ella con calma—, aunque no seas capaz de decir una palabra, el trato sigue en pie.
Al decir esto, separó las piernas y se cruzó de brazos. Era su imagen favorita de Amelia Sachs, pensó Rhyme. Deseo haberla visto en las vías aquella mañana, deteniendo el tren.
—Es lo más que puedo ofrecer —insistió ella.
Al cabo de un momento, Rhyme asintió.
—De acuerdo —luego se dirigió a Berger—. ¿El lunes?
—Muy bien, Lincoln, estoy de acuerdo —dijo Berger, todavía incómodo. En cuanto Sachs le quitó las esposas, se acercó apresuradamente hacia la puerta. Al llegar a ella se percató de que todavía llevaba la vértebra y volvió para dejarla junto a Rhyme, casi con reverencia, junto a las evidencias del primer crimen.
—Más contentos que un cerdo en una pocilga —dijo Sachs, sentándose en la silla de mimbre. Se refería a la reacción de Sellitto y Polling cuando les dijo que Rhyme accedía a seguir en el caso un día más—. Sobre todo Polling —añadió—. Yo creo que estaba a punto de abrazarme, pero no le digas lo que acabo de llamarle. ¿Qué tal te encuentras? Tienes mejor aspecto —dijo tomando un trago de whisky antes de colocar el vaso en la mesilla, junto a la cama de Rhyme.
—Bien, bien, estoy bien.
Thom estaba cambiando las sábanas.
—Has sudado como un pollo.
—Pero sólo por encima del cuello —señaló Rhyme.
—¿Es verdad eso? —preguntó Sachs.
—Sí, así es como funciona. Por debajo del cuello no siento nada. Y no me hace falta desodorante. ¿Verdad, Thom? ¡Ja! Recuerdo que mi primer asistente nunca pronunciaba la palabra «sobaco»; me decía «Voy a ayudarle a levantarse cogiéndole por las axilas». ¡Ah!, y también que si tenía ganas de «arrojar» que lo hiciera. Decía que era un «cuidador», incluso lo ponía en su curriculum. La verdad, no sé cómo le contraté. Podemos ser muy supersticiosos, Sachs, pensamos que si damos a las cosas otros nombres, eso les hará ser diferentes. Sujeto desconocido, por ejemplo. Sin embargo, la pura realidad es que mi ayudante es mi niñera, alguien a quien pago para que me limpie la mierda. ¿Verdad, Thom? No hay nada por lo que debas sentirte avergonzado. Es una profesión digna… asquerosa, pero digna.
—Ya sabes que a mí me gusta que me lo pongas difícil. Por eso trabajo para ti.
—¿Y tú qué dices que eres? ¿Un asistente o una niñera?
—Un santo.
Rhyme se echó a reír. Luego se dirigió a Amelia.
—Muy agudo. Ya me ha salvado más de una vez, ¿sabes? Es muy rápido con la aguja.
De pronto, Rhyme sintió cierta aprensión. ¿Le había visto Amelia desnudo? Con la vista fija en el perfil del criminal, preguntó:
—¿Y a ti? ¿También a ti te debo algún favor, Sachs? ¿Te he obligado a representar el papel de Clara Barton[57]?
Esperó la respuesta con inquietud. ¿Cómo podría mirarla de nuevo en el caso de haberlo hecho?
—No —respondió Thom—. Me basto yo solo para salvarte. Por nada del mundo dejaría que estas almas sensibles se violentaran ante la visión de tu blando trasero.
«Gracias, Thom», pensó Rhyme, y a continuación ladró:
—Déjanos, anda, tenemos que hablar del caso.
—Necesitas dormir.
—Ya lo sé, pero también necesito hablar del caso con Sachs. Buenas noches.
En cuanto Thom se marchó, Sachs se sirvió un nuevo whisky, que de momento no bebió. Se limitó a exhalar su penetrante aroma.
—¿Quién se chivó? —preguntó Rhyme—. ¿Pete?
—¿Qué?
—¿Fue el doctor Taylor?
Amelia vaciló por un instante. Suficiente para que Rhyme supiera que había acertado.
—Se preocupa por ti.
—Sí, claro que se preocupa, ese es el problema. Ojalá no se preocupara tanto. ¿Sabe lo de Berger?
—Lo sospecha.
Rhyme frunció el ceño.
—Dile que Berger es un viejo amigo. Dile que… ¿qué ocurre?
Sachs suspiró lentamente, como si expulsara el aire de un cigarrillo.
—No sólo pretendes que me cruce de brazos y deje que te mates, ahora me pides que le mienta a la única persona que puede convencerte de lo contrario.
—Él no puede convencerme de lo contrario —respondió Rhyme.
—Entonces, ¿por qué quieres que le mienta?
Rhyme se echó a reír.
—Mantengamos al doctor Taylor a distancia durante algunos días más.
—De acuerdo —dijo Amelia—. Es duro negociar contigo, ¿sabes?
Rhyme la miró a los ojos.
—¿Por qué no me hablas de él?
—¿De quién?
—Del muerto al que no puedes dejar atrás.
—Hay muchos.
—¿Quiénes?
—Basta con leer los periódicos.
—Oh, vamos, Sachs.
Amelia negó con la cabeza, sin dejar de mirar su vaso de whisky.
—Prefiero que no insistas.
Rhyme interpretó el silencio como la negativa a mantener una conversación personal con alguien a quien había conocido aquel mismo día. Pero resultaba irónico, considerando que ella estaba sentada junto a una docena de catéteres y una caja de pañales. Sin embargo, no pensaba presionarla. Cuál no sería su sorpresa al ver que levantaba la vista y se dirigía a él.
—Es… es…, ¡maldita sea!
Comenzó a sollozar y se tapó el rostro con las manos. El vaso de whisky se derramó sobre el parqué.