Cuando Rhyme se desmayó, Sellitto fue el primero en alcanzar el teléfono.
—Llame al 911 —ordenó Thom— y luego al número que hay apuntado en esa hoja. Es el de Pete Taylor, nuestro especialista en médula espinal.
Sellitto obedeció con prontitud.
—¡Necesito ayuda! ¡Que alguien me ayude! —gritó Thom.
Nadie estaba más cerca que Sachs. Thom había agarrado a Rhyme por las axilas, tirando de él para colocarlo cerca de la cabecera de la cama. Luego le abrió la camisa, descubriéndole el pecho, muy pálido.
—Los demás que se vayan, por favor.
Sellitto, Banks y Cooper vacilaron un momento, pero no tardaron en abandonar la estancia. Sellitto cerró la puerta.
Sin que Sachs se diera cuenta, el enfermero se había hecho con una caja de color beige. Tenía interruptores y pantallas indicadoras y contenía un cable conectado a un disco metálico que colocó sobre el pecho de Rhyme.
—Se trata de un estimulador del nervio frénico. Para que no deje de respirar —explicó Thom, poniendo la máquina en funcionamiento. A continuación colocó el aparato para medir la presión sanguínea en el brazo de Rhyme.
Sachs se percató con asombro de que el cuerpo de Rhyme, pálido en extremo, no tenía una sola arruga. Había cumplido los cuarenta, pero su cuerpo era el de un joven de veinticinco.
—¿Por qué tiene la cara tan congestionada? Parece a punto de estallar.
—Es que está a punto de estallar —dijo Thom, sacando un botiquín de la mesilla. A continuación comprobó la presión sanguínea—. Disrreflexia… Debido al estrés a que ha estado sometido todo el día. Mental y físicamente. No está acostumbrado.
—No ha dejado de quejarse de que estaba cansado.
—Lo sé, y yo no le he prestado la atención que debía. Chist, tengo que escuchar —dijo Thom, colocándose el estetoscopio. Luego infló el puño del aparato de la presión y dejó escapar el aire lentamente. A continuación consultó el reloj y esperó—. Mierda. Veinticinco de presión diastólica. Mierda.
«¡Dios de mi vida!», se dijo Sachs, «va a sufrir un infarto».
Thom señaló la bolsa negra con un movimiento de cabeza.
—Saca el frasco de nifedipina y abre una de las jeringuillas.
Mientras Amelia buscaba lo necesario Thom bajó los pantalones del pijama de Rhyme y cogió un catéter que estaba junto a la cama. Rasgó el plástico que lo protegía, bañó el extremo en un líquido y lo introdujo en el pene de Rhyme.
—Es parte del problema —dijo—. La presión urinaria e intestinal puede provocar un ataque. Me parece que ha bebido mucho más de lo que debería.
Sachs encontró la aguja hipodérmica.
—No sé cómo…
—Ya lo hago yo —dijo Thom y la miró a los ojos—. Tengo que pedirte un favor. ¿Te importaría…? No quiero que el tubo se doble.
—Claro, por supuesto.
—¿Quieres guantes?
Amelia se colocó un par de guantes antes de sostener el pene de Rhyme con la mano izquierda, cogiendo el catéter con la derecha. Hacía mucho tiempo que no tocaba a un hombre en sus partes. La piel estaba muy suave y pensó lo extraño que resultaba que aquella parte vital de los hombres se conservara, la mayor parte del tiempo, suave y delicada como la seda.
Thom inyectó el medicamento con precisión.
—Vamos, Lincoln…
Una sirena se oyó en la distancia.
—Están a punto de llegar —dijo Amelia, mirando por la ventana.
—Si no le recuperamos ahora, no podrán hacer nada.
—¿Cuánto tiempo tarda ese medicamento en hacer efecto?
Thom respondió mirando a Rhyme.
—Ya debería haber reaccionado. Pero una dosis demasiado alta puede provocarle un shock —dijo y a continuación levantó un párpado del paciente. La pupila tenía un azul opaco, mortecino—. Esto no va bien —musitó preocupado, y volvió a tomar la presión sanguínea—. Uno cincuenta. ¡Dios!
—¿Va a morirse?
—Oh, ése no es el problema.
—¿Qué? —exclamó Amelia, perpleja.
—No le importa morir —dijo Thom tranquilamente y miró a Sachs. En realidad le sorprendía que no hubiera deducido lo que para él resultaba tan evidente—. Lo que no quiere es sufrir una parálisis todavía mayor de la que ya tiene —declaró, y se dispuso a preparar una nueva inyección—. Un ataque podría reducir su actividad cerebral. Eso es lo que le aterra.
Thom se inclinó hacia delante e inyectó una nueva jeringuilla. La sirena estaba cada vez más cerca, acompañada ahora por el ruido del claxon. Los coches debían de bloquearle el paso. Uno de los detalles que Sachs menos soportaba de la ciudad.
—Ahora ya puedes quitarle el catéter.
Sachs lo hizo, con mucho cuidado.
—Tengo que… —dijo, indicando la bolsa de la orina.
—Ese es mi trabajo —dijo Thom, sonriendo.
Pasaron varios minutos y, al parecer, la ambulancia no hacía ningún progreso. Por fin, se oyó una voz apremiante por un altavoz y la sirena fue acercándose poco a poco.
De repente, Rhyme reaccionó. Movió la cabeza a ambos lados y luego la apretó contra la almohada. La congestión fue cediendo lentamente.
—Lincoln, ¿puedes oírme?
—Thom… —respondió con un hilo de voz.
Luego comenzó a temblar. Thom lo cubrió con una sábana.
Sachs acarició el pelo del enfermo y le limpió el sudor de la frente.
Se oyeron pisadas en la escalera y al cabo de unos instantes aparecieron dos fornidos médicos del servicio de turgencias, equipados con un radioteléfono. Comprobaron el estimulador del nervio frénico y tomaron la tensión de Rhyme una vez más. Al cabo de unos momentos, Peter Taylor entró en la estancia.
—¡Peter! —exclamó Thom—. Gracias a Dios. Es disrreflexia.
—¿Qué tensión tiene?
—Está bajando, pero ha llegado a uno cincuenta.
El médico hizo una mueca de perplejidad.
Thom le presentó a los médicos del servicio de urgencias que, evidentemente, se alegraron de que un especialista se hiciera cargo de la situación. Taylor se acercó a la cama.
—Doctor —murmuró Rhyme.
—Voy a examinarte los ojos —dijo Taylor, alumbrando con una linterna las pupilas del enfermo. Sachs miró fijamente al médico, buscando una reacción positiva. Taylor tenía el ceño fruncido.
—No necesito el estimulador —dijo Rhyme, débilmente.
—Tus pulmones y tú, ¿eh? —dijo el doctor—. Bueno, dejémoslo un rato más, ¿de acuerdo? Hasta qué sepamos qué es lo que pasa exactamente —concluyó. Luego se dirigió a Sachs—. ¿Le importa esperar fuera?
Taylor se inclinó hacia delante. Rhyme se percató de las gotas de sudor que perlaban su frente, en la raíz de sus finos cabellos.
Taylor, con manos hábiles, levantó uno de sus párpados y observó la pupila. Luego hizo la misma operación con el otro ojo. A continuación le tomó la tensión. Realizaba todas aquellas tareas con la concentración y mirada distante propia de los médicos en el desempeño de su importante labor.
—Comienza a normalizarse —dijo por fin—. ¿Y la orina?
—Mil cien —dijo Thom.
—¿Ha rechazado los medicamentos o es que ha bebido demasiado?
Rhyme miró al médico.
—Nos hemos distraído, doctor, la noche ha sido muy ajetreada.
Taylor siguió la dirección de la mirada de Rhyme y se mostró sorprendido, como si alguien hubiera metido los equipos mientras él examinaba al paciente.
—¿Qué es todo esto?
—Me han sacado de mi retiro.
Taylor sonrió.
—Justo a tiempo. Llevo meses diciéndote que tenías que buscar alguna actividad. ¿Y cómo está el intestino?
—Doce o catorce horas —dijo Thom.
—¿Y eso a qué se debe?
—No ha sido culpa suya —intervino Rhyme—. La habitación ha estado llena de gente todo el día.
—No acepto excusas —replicó el doctor que siempre era franco con Rhyme y, a pesar del ánimo discutidor de éste, nunca discutía con él—. Será mejor que pongamos manos a la obra —dijo, poniéndose unos guantes. A continuación comenzó a manipular el abdomen de Rhyme para conseguir que actuase. Thom retiró las sábanas y cogió los pañales.
Poco después la tarea estaba hecha y Thom limpió a su jefe.
—De manera —dijo Taylor— que te has olvidado de esa tontería…
¿Esa tontería? Taylor se refería al suicidio. Rhyme miró a Thom de reojo antes de responder.
—Llevo un tiempo sin pensar en ello.
—Me alegro —dijo Taylor, y se fijó en los equipos—. Esto es lo que deberías hacer. Puede que el Departamento vuelva a ponerte en nómina.
—No creo que pase las pruebas físicas.
—¿Qué tal la cabeza?
—Como si me hubieran golpeado con un martillo. Igual que el cuello. Hoy ya llevo dos jaquecas.
Taylor se colocó detrás del Clinitron y presionó con los dedos a ambos lados de la espina dorsal de su paciente, en el lugar —que, evidentemente, Rhyme no había visto— donde se encontraban las cicatrices por las operaciones que le habían practicado a lo largo de los años. Taylor aplicó un diestro masaje al dolorido cuello de Rhyme. El dolor se fue disipando poco a poco.
Rhyme sintió que los dedos del médico se detenían, según suponía, sobre la vértebra rota.
—Algún día lo arreglarán —dijo Taylor—. Algún día no será peor que romperse una pierna. Escucha lo que te digo, es una predicción.
Quince minutos después, Peter Taylor bajó las escaleras y se reunió con los policías en la calle.
—¿Está bien? —preguntó Amelia con inquietud.
—Ya le ha bajado la tensión. Necesita descansar.
El médico, un hombre de aspecto anodino, se dio cuenta de pronto de que estaba hablando con una mujer muy atractiva. Se mesó los cabellos, ligeramente canosos, y aprovechó el gesto para recrearse en la hermosa figura de Amelia. Luego se fijó en los coches patrulla aparcados junto a la acera.
—¿En qué caso les está ayudando?
Sellitto torció el gesto, como harían la mayoría de los detectives ante la pregunta de un civil. Pero Sachs sabía que Rhyme y Taylor eran amigos, de modo que no tuvo inconveniente en responder.
—Los secuestros. ¿Ha oído hablar de ello?
—¿El caso del taxista? Ha salido en todos los periódicos. Me alegro por él. Es lo mejor que podría ocurrirle, que tenga trabajo. Necesita amigos y necesita hacer algo útil.
Thom apareció en la parte de arriba de la escalera.
—Me ha dicho que te dé las gracias, Peter. Bueno, en realidad no me lo ha dicho, pero como si lo hubiera hecho. Ya sabes cómo es.
—No te preocupes —dijo Taylor y bajó el tono de voz—. ¿Sigue pensando en hablar con ellos?
Thom respondió:
—No, ya no.
Algo en su tono de voz indicó a Sachs que estaba mintiendo. No sabía a qué se referían, pero Thom no decía la verdad.
¿Pensando en hablar con ellos?
En cualquier caso, Taylor no pareció darse cuenta de la mentira del enfermero.
—Volveré mañana, para ver qué tal está.
Thom le dio las gracias y Taylor se colgó la bolsa del hombro y se alejó. El enfermero llamó a Sellitto.
—Quiere hablar con usted.
El detective subió rápidamente. Pocos minutos después volvió a aparecer y anunció, con tono solemne.
—Ahora te toca a ti.
Amelia se encaminó hacia la habitación de Rhyme.
Estaba tumbado sobre la enorme cama, bien peinado, se le había pasado la congestión y sus manos habían recobrado un color más normal. Thom le había puesto sábanas limpias y cambiado de pijama. En esta ocasión llevaba uno de un verde intenso, como el uniforme de Dellray.
—Es el pijama más feo que he visto en mi vida —dijo—. Regalo de tu ex, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabes? Un regalo de aniversario… Siento lo de antes —dijo Rhyme, apartando la mirada. De repente, parecía tímido, cosa que a ella le molestó. Se acordó de su padre, en la sala de preoperatorio, antes de que le realizaran la operación de la que nunca despertó. La debilidad puede ser más aterradora que la violencia.
—¿Cómo dices? Déjate de tonterías, Rhyme.
El silencio se prologó durante unos segundos.
—Lo vais a hacer muy bien.
—¿Quiénes vamos a hacer muy bien qué?
—Lon y tú. Y Mel, también, por supuesto. Y Jim Polling.
—¿De qué estás hablando?
—Lo dejo.
—¿Cómo?
—Demasiada presión para mi cansado organismo, me temo.
—Pero no puedes dejarlo. Mira todo lo que hemos averiguado sobre nuestro 823. Estamos muy cerca.
—Razón de más. Ahora sólo hace falta un poco de suerte.
—¿Suerte? Tardaron años en coger a Bundy, o al asesino del Zodiaco, o al Hombre lobo.
—Hemos conseguido información muy útil y estoy seguro de que daréis con más pistas. Lo vais a coger, Sachs. Tengo la sensación de que 823 va a cometer alguna torpeza; incluso es posible que le atrapen en la iglesia.
—Tienes un aspecto estupendo —dijo Amelia, al cabo de un momento. Era mentira.
Rhyme se rió.
—Estoy agotado, y me duele la cabeza.
—Haz lo que hago yo. Duerme un poco.
Rhyme trató de reír con desdén, pero estaba demasiado débil. Amelia odiaba verlo en tal estado. Rhyme tosió ligeramente y miró el estimulador del nervio frénico esbozando una mueca de asco. Él, probablemente odiaba depender de aquel aparato.
—Sachs… No creo que volvamos a trabajar juntos. Deja que te diga que te auguro una gran carrera, espero que tomes las decisiones correctas.
—Vendré cuando atrapemos a ese canalla.
—Hazlo, por favor. Me alegro de que ayer fueras tú la primera agente en llegar. No quisiera haber recorrido la cuadrícula con ningún otro.
—Yo…
—Lincoln —dijo una voz. Un hombre se asomó por la puerta—. Vaya, parece que por aquí las cosas han cambiado mucho.
—Doctor —dijo Rhyme, con una sonrisa—. Acérquese, por favor.
El médico entró en la habitación.
—He recibido el mensaje de Thom. Decía que era urgente.
—Doctor William Berger, ésta es Amelia Sachs.
Sachs se dio cuenta de que, en el universo de Lincoln Rhyme, había dejado de existir. Quizá quedaran cosas por decir —acaso demasiadas—, pero aquel no era el momento de hacerlo. Cruzó la puerta, donde la esperaba Thom, quien, correcto como siempre, le hizo una indicación con la cabeza para que lo siguiera hasta la salida.
Mientras caminaba en mitad de la brumosa noche, Sachs oyó una voz a sus espaldas.
—Perdone.
Se trataba del doctor Peter Taylor, que se encontraba apoyado bajo un ginkgo.
—¿Le importa que hablemos un minuto?
Sachs se acercó al médico y ambos se alejaron unos metros de la casa de Rhyme.
—Dígame —le preguntó ella.
Taylor volvió a mesarse los cabellos inconscientemente. Amelia recordó cuantas veces los hombres se sentían intimidados ante una sola palabra o sonrisa suya. Y eso le hizo recordar una sentencia que se había repetido muchas veces a sí misma: qué poder tan inútil contiene la belleza.
—Es usted amiga suya, ¿verdad? —preguntó el médico—. Quiero decir, trabaja usted con él, pero también es amiga suya, ¿no es verdad?
—Claro que sí.
—Ese hombre que acaba de entrar. ¿Le conoce usted?
—Es médico, creo que se llama Berger.
—¿Le ha dicho por qué está aquí?
—No.
Taylor se fijó en la ventana de la habitación de Rhyme.
—¿Conoce la Lethe Society?
—No… ah, sí, espere… ¿No es un grupo a favor de la eutanasia?
Taylor asintió.
—Conozco a todos los médicos de Lincoln y nunca he oído hablar de Berger. Es posible que él esté con ellos.
—¿Qué?
¿Sigue pensando en hablar con ellos?
De modo que ése era el tema de la conversación.
A Amelia le dio un vuelco el corazón.
—¿Ha hablado… ha hablado en serio alguna vez de ello?
—Me temo que sí —dijo Taylor con un suspiro, con la mirada perdida en la distancia. Luego se fijó en la placa de Amelia—. Agente Sachs, he pasado horas, días, hablando de esto con él. Pero también he trabajado con policías durante años y sé lo tercos que pueden ser. Es posible que a usted sí la escuche, bastará con unas palabras… ¿Podría?
—Ah, maldita sea, Rhyme —masculló Amelia y antes de que el médico pudiera proseguir, dio media vuelta y salió corriendo hacia casa de Rhyme.
Llegó a la puerta justo cuando Thom la estaba cerrando.
—He olvidado mi agenda.
—¿Cómo?
—Es un minuto.
—No puedes subir, está con su médico.
—No tardo nada.
Llegó al rellano de la escalera antes de que Thom pudiera interponerse.
Entró como una exhalación en el dormitorio de Rhyme, que se quedó perplejo, como el médico, que estaba apoyado en la mesa, de brazos cruzados. Amelia entró y cerró la puerta con cerrojo. Thom no tardó en aporrearla. Berger miró a la policía con gesto de curiosidad.
—Sachs —se quejó Rhyme.
—Tengo que hablar contigo.
—¿De qué?
—De ti.
—Luego.
—¿Luego? ¿Cuándo? —preguntó Amelia con sarcasmo—. ¿Mañana? ¿La semana que viene?
—¿Qué ocurre?
—¿Quieres que nos veamos, por ejemplo, el miércoles que viene? Por mí estupendo, pero ¿y tú? ¿Seguirás tú aquí?
—Sachs…
—Quiero hablar contigo. A solas.
—No.
—En ese caso, recurriré a la fuerza —dijo Amelia y se acercó a Berger—. Queda usted arrestado por intento de eutanasia activa.
Casi sin darse cuenta, Berger se vio esposado.
Probablemente se trataba de una iglesia.
Carole Ganz se encontraba en el sótano, tendida sobre el suelo. Un pequeño y oblicuo rayo de luz daba sobre el muro, iluminando una mediocre pintura que retrataba a Cristo en mitad de una de las escenas de los Evangelios. Media docena de sillas —probablemente para los estudiantes que acudían a la escuela dominical— estaban agrupadas en el centro de la sala.
Estaba amordazada y esposada y la había atado con una tela rasgada de más de un metro de largo a un tubo situado junto a la pared.
Sobre una mesa cercana podía ver una botella. Si lograba romperla, quizás pudiera cortar la tela con un trozo de vidrio. La mesa parecía fuera de su alcance, pero se estiró cuanto pudo y comenzó a reptar, como un gusano.
Este gesto le recordó a Pammy, que, cuando no era más que un bebé, reptaba sobre la cama para colocarse entre Ron y ella; pensó en su hija, sola en aquel sótano espantoso y comenzó a llorar.
Por un instante, sólo por un instante, sintió que todo estaba perdido y deseó no haber salido de Chicago.
«¡No, ya basta, deja de lamentarte! Has hecho lo que debías. Por ti y por Ron. Se sentirá orgulloso de ti». Eso era al menos lo que Kate le había dicho y ella lo creía sin el menor atisbo de duda.
Con un último esfuerzo, se acercó un poco más a la mesa.
Pero no podía pensar con claridad.
Le ardía la garganta por la sed y el polvo que flotaba en aquel aire enrarecido.
Reptó un poco más y se colocó de costado para recuperar el aliento, sin dejar de mirar hacia la mesa. Todo esfuerzo parecía inútil.
Se preguntó qué imágenes terribles pasarían en aquellos momentos por la mente de Pammy.
«¡Hijo de puta! ¡Te mataré por esto!».
Se retorció, tratando de llegar un poco más lejos, pero sólo consiguió perder el equilibrio y rodar sobre la espalda. Apretó la mandíbula, sabiendo lo que sucedería. ¡No! Con un ruido sordo, se le quebró la muñeca. Gritó de dolor y se desmayó. Poco después volvió en sí, en mitad de un agudo dolor y con ganas de vomitar.
Oh, no… si vomitaba con aquella mordaza, moriría ahogada.
«¡No vomites! ¡No vomites!», se dijo, controlando las náuseas.
«¡No! ¡No!».
Apretó la lengua contra el paladar.
«¡Contrólate!».
Poco a poco lo fue consiguiendo, respirando por la nariz suavemente y pensando en Kate y Eddie, y en Pammy, y en la bolsa amarilla que contenía sus preciadas posesiones. La tenía ante sí. Toda su vida estaba allí. Su nueva vida.
«Ron, no quiero echarlo todo por la borda. He venido por ti, cariño…».
Cerró los ojos y respiró profundamente, tratando de tranquilizarse.
Finalmente, la sensación de náusea cedió y al cabo de un momento se sintió mejor. A pesar de las lágrimas, que no dejaban de fluir por sus mejillas, y del dolor en la muñeca, prosiguió acercándose a la mesa, poco a poco.
Sintió un golpe en la cabeza, había alcanzado la pata de la mesa. Había llegado por fin hasta ella, pero no parecía capaz de progresar más. Empujó con la cabeza varias veces, hasta que oyó que la botella caía sobre el mantel. Alzó la vista y vio el recipiente, cerca del borde. Luego echó la cabeza hacia atrás y golpeó la pata de la mesa.
¡Oh, no! Con el golpe, la mesa se había alejado lo bastante como para que no pudiera alcanzarla de nuevo. Volvió a mirar hacia arriba. La botella se había movido, pero no lo bastante para caer al suelo. Carole trató de estirarse un poco más, pero no pudo.
¡Maldita sea! ¡Maldita sea! Miró una vez más la polvorienta botella y por primera vez se dio cuenta de que estaba llena de líquido. Además, algo flotaba en su interior. ¿Qué era?
Volvió a reptar hacia la pared, a menos de un metro de distancia, y concentró sus cansadas pupilas en la botella.
El objeto del interior parecía una bombilla. Pero no una bombilla completa, sino sólo el filamento y la base, metidos en un casquillo. Del casquillo salía un cable y el cable estaba conectado a un objeto situado sobre la mesa. Parecía uno de esos temporizadores que encienden y apagan las luces cuando uno se va de vacaciones, para despistar a los ladrones. Parecía…
¡Una bomba!
Se percató en aquel momento de que un ligero olor a gasolina impregnaba el aire.
«No, no…».
Trató de alejarse de la mesa cuanto pudo. Junto a la pared había un armario, quizás la protegería. Dobló las piernas y al cabo de un instante, las estiró de nuevo, con rabia. Aquel gesto violento le hizo perder el equilibrio. Se percató, con horror, de que de nuevo caería sobre su espalda. «Oh, para, ¡para!…». Quedó erguida por un instante, completamente quieta, tratando de echar el peso hacia delante. Pero al cabo de un segundo, rodó de nuevo sobre su espalda y todo el peso de su cuerpo cayó sobre la muñeca rota. Sintió un dolor inconcebible y, sin poder evitarlo, se desmayó de nuevo.