—¿Cómo lo has hecho, Sachs?
De pie delante del río Hudson de olor acre, ella habló en el micrófono.
—Recuerdo haber visto la estación de barcos contraincendios en Battery Park. Mandaron a toda prisa un par de buceadores y llegaron aquí en tres minutos. ¡Tenías que haber visto cómo se movía ese barco! Quiero probar uno de esos algún día.
Rhyme le contó la historia del taxista al que le habían cortado el dedo.
—¡Hijo de puta! —exclamó, chasqueando la lengua, con un gesto de asco—. Esa rata nos ha engañado a todos.
—A todos no —le recordó Rhyme con cierto recato.
—Así que Dellray sabe que birlé las pruebas. ¿Me está buscando?
—Dijo que primero iba a volver al edificio federal. Probablemente para decidir a cuál de nosotros va a echar el guante primero. ¿Y cómo está la escena del crimen por ahí, Sachs?
—Bastante mal —informó—. Aparcó en la gravilla…
—Así que no hay huellas de pisadas.
—Pero es mucho peor. La marea machacó la gran tubería de desagüe y el lugar donde ha aparcado está bajo el agua.
—Maldita sea —refunfuñó Rhyme—. No hay pistas, ni huellas, ni nada. ¿Cómo está la víctima?
—No está muy bien. Tiene síntomas de congelación y un dedo fracturado. Ha tenido problemas de corazón. Lo van a ingresar en el hospital uno o dos días.
—¿Y nos puede decir algo?
Sachs se acercó a Banks, que estaba interrogando a William Everett.
—No era muy fornido —dijo el hombre con toda naturalidad, observando atentamente al médico que le estaba colocando la tablilla en la mano—. Y no era realmente fuerte, no era un cachas. Pero era más fuerte que yo. Le agarré y él me apartó las manos con mucha facilidad.
—¿Descripción? —preguntó Banks.
Everett describió la vestimenta oscura y el pasamontañas. Eso fue todo lo que pudo recordar.
—Hay algo que debería deciros —indicó Everett mostrando su mano vendada—. Tiene una vena mezquina. Tal como he dicho, le agarré. No lo pensé, simplemente me entró pánico. Pero él se cabreó mucho. Y ahí fue cuando me rompió el dedo.
—Tomó represalias, ¿eh? —preguntó Banks.
—Supongo. Pero eso no fue lo más extraño.
—¿No?
—Lo raro es que se quedó escuchándolo.
El joven detective había dejado de escribir. Miró a Sachs.
—Colocó mi mano contra su oído, oprimiéndola y me dobló el dedo hasta que lo rompió. Como si estuviera escuchándolo. Y como si le gustara.
—¿Has oído eso, Rhyme?
—Sí. Thom lo ha incluido en nuestro perfil. Aunque no sé lo que significa. Tendremos que pensarlo.
—¿Algún indicio de las pruebas falseadas?
—Todavía no.
—Trabaja la escena Sachs. Ah, y que la víctima te dé la descripción de…
—¿De la ropa? Ya le he preguntado. Yo… Rhyme, ¿estás bien? —oyó un acceso de tos.
La transmisión se cortó por unos instantes. Volvió a oír la voz de Rhyme poco después.
—¿Estás ahí, Rhyme? ¿Va todo bien?
—Sí, todo bien —contestó rápidamente—. Venga, ponte en marcha. Trabaja la escena.
Ella examinó la escena, iluminada por la cegadora luz de los halógenos de las ESU. Resultaba tan frustrante. Él había estado allí. Había caminado sobre la gravilla sólo a unos metros de allí. Pero cualquier prueba que hubiese dejado por un descuido estaba a unos cuantos centímetros bajo la superficie del agua turbia. Recorrió el suelo lentamente. De arriba abajo.
—No veo nada. Puede que la marea haya arrastrado las pistas.
—No, es demasiado listo como para no haber tenido en cuenta la marea. Estarán en un lugar seco en alguna parte.
—Tengo una idea —dijo ella de repente—. ¿Por qué no bajas aquí?
—¿Qué?
—Trabaja la escena conmigo, Rhyme.
Silencio.
—Rhyme, ¿me oyes?
—¿Me estás hablando a mí?
—Te pareces a De Niro. Pero no actúas tan bien como De Niro. ¿No conoces esa escena de Taxi Driver?
—La frase exacta era «¿Me estás mirando a mí?» y no «¿Me estás hablando a mí?» —señaló Rhyme sin reírse.
—Venga, baja —insistió Sachs sin inmutarse—. Trabaja la escena conmigo.
—Extenderé mis alas. No, mejor aún. Me proyectaré hasta ahí. Telepatía, ya sabes.
—Déjate de tonterías. Hablo en serio.
—Yo…
—Te necesitamos. No encuentro las pruebas falseadas.
—Pero si tienen que estar ahí. Sólo tienes que volver a intentarlo un poco más.
—Ya he inspeccionado la escena dos veces.
—Entonces es que has limitado demasiado el perímetro. Añade unos cuantos metros y sigue. Nuestro 823 aún no ha terminado, ni mucho menos.
—Estás cambiando de tema. Baja y ayúdame.
—¿Cómo? ¿Cómo se supone que debo hacer eso?
—Tengo a un amigo al que le retaron —comenzó a decir—. Y él…
—Te refieres a otro lisiado, supongo —la interrumpió Rhyme suavemente pero en tono firme.
—Su asistente le colocaba en una de estas sillas sofisticadas todas las mañanas y él iba a todos los sitios que quería. Al cine, al… —prosiguió ella.
—Esas sillas… —la voz de Rhyme sonaba hueca—. No me sirven.
Ella se quedó callada.
Rhyme prosiguió:
—El problema es cómo me quedé del accidente. Sería peligroso para mí ir en silla de ruedas. Podría… —titubeó por un instante—, empeorar las cosas.
—Lo siento. No lo sabía.
—Claro que no lo sabías —dijo tras una pausa.
Había metido la pata. Vaya por Dios…
Pero Rhyme no le dio importancia. Su voz sonaba suave, indiferente.
—Escucha, tienes que seguir con la búsqueda. Nuestro criminal nos lo está poniendo más difícil. Pero no va a ser imposible… Tengo una idea. Es el hombre subterráneo, ¿verdad? Quizá las ha enterrado.
Inspeccionó la escena.
Quizás allí… Vio un montículo de tierra y hojas en una parte donde crecían hierbajos, cerca de la gravilla. Había algo raro. El montículo se veía demasiado bien colocado.
Sachs se agachó a un lado, bajó la cabeza y utilizando los lápices, comenzó a apartar las hojas.
Volvió el rostro levemente hacia la izquierda y de pronto se encontró mirando fijamente una cabeza erguida que mostraba los dientes.
—Dios mío —gritó, tambaleándose hacia atrás, cayéndose de culo, gateando apresuradamente e intentando desenfundar su arma.
No…
—¿Estás bien? —gritó Rhyme.
Sachs apuntó al objetivo e intentó sujetar la pistola con las manos temblorosas. Jerry Banks se acercó corriendo, con su pistola también desenfundada. Se detuvo. Sachs se puso de pie, observando lo que tenían delante.
—Por Dios —susurró Banks.
—Es una serpiente, bueno, un esqueleto de serpiente —le dijo Sachs a Rhyme.
—Una serpiente de cascabel. Joder —añadió Banks, guardándose el arma—. Está fijada sobre un panel.
—¿Una serpiente? Interesante. —Rhyme parecía intrigado.
—Sí. Muy interesante —masculló ella. Se colocó unos guantes de látex y cogió los huesos colocados en espiral. Le dio la vuelta.
—Metamorphosis.
—¿Qué?
—Una etiqueta en la parte inferior. Supongo que es el nombre de la tienda de dónde proviene. En el 604 de Broadway.
—Me encargaré de que los Hardy Boys lo comprueben. ¿Qué más tenemos? Háblame de las pistas —dijo Rhyme.
Estaban debajo de la serpiente. En una bolsita de plástico. El corazón le latía con fuerza mientras se inclinó sobre la bolsa.
—Una caja de cerillas —contestó ella.
—Vale, igual es un pirómano. ¿Aparece algo impreso sobre la caja?
—No, pero hay una mancha de algo. Como vaselina, pero huele mal.
—Bien, Sachs: hay que oler siempre las pruebas de las que no se está muy seguro. Pero deberías ser más exacta.
—¡Puaj!
—Eso no es muy exacto.
—Quizás sea azufre.
—Puede que con una base de nitrato. Un explosivo. Tovex. ¿Es azul?
—No, es clara como la leche.
—Aunque se pudiese activar, no creo que sea un explosivo de mucha potencia. Son de esos estables. ¿Algo más?
—Otro trozo de papel. Tiene algo.
—¿Qué, Sachs? ¿Su nombre, su dirección, su e-mail?
—Parece que es de una revista. Veo una pequeña foto en blanco y negro. Parece que es parte de un edificio, pero no se ve cuál es. Y debajo de la foto, lo único que se ve es una fecha. 20 de mayo de 1906.
—Veinte, cinco, cero, seis. Me pregunto si es un código. O una dirección. Tendré que pensarlo. ¿Algo más?
—No.
—Vale, vuelve Sachs. ¿Qué hora es? Dios mío, casi la una de la madrugada. Hace años que no llevaba despierto tantas horas. Vuelve y veremos lo que tenemos.
De todos los barrios de Manhattan, el Lower East Side es el que menos ha cambiado en el transcurso de la historia de la ciudad.
Por supuesto, casi todo ha desaparecido: las onduladas praderas. Las macizas mansiones de John Hancock[50] y otros importantes personajes de los primeros gobiernos. Der Kolek, el gran lago de agua dulce (el nombre holandés originario finalmente derivó en «The Collect[51]», que describía con mayor exactitud la gran contaminación del estanque). El célebre barrio de Five Points, que a principios de 1800 era el kilómetro cuadrado más peligroso del mundo, donde una única casa de vecinos, como la decrépita Gates of Hell podía ser el escenario de doscientos o trescientos crímenes cada año.
Sin embargo, se conservaron miles de edificios antiguos: casas de vecinos del siglo diecinueve, casas coloniales de madera, edificios de estilo federal construidos con ladrillo, edificios barrocos destinados a recepciones, varios edificios públicos de estilo egipcio construidos por orden del corrupto congresista Fernando Wood. Algunos inmuebles fueron abandonados, sus fachadas se cubrieron de maleza y los suelos se llenaron de grietas por donde asomaban árboles y arbustos. Sin embargo, muchos de estos edificios seguían habitados. Esta había sido la tierra de la iniquidad de Tammany Hall[52]; con carretillas que circulaban por las calles, con fábricas que explotaban a los trabajadores; el lugar que albergaba el prestigioso Henry Street Settlement House[53] así como el espectáculo de variedades de la compañía Minsky y la conocida Gomorra yiddish, la mafia judía. Un barrio que da a luz a tales instituciones, no muere fácilmente.
Por este barrio precisamente circulaba ahora el coleccionista de huesos. Llevaba a la delgada mujer y a su hijita en el taxi.
Al ver que la policía andaba tras su pista, James Schneider una vez más se ocultó como una serpiente en su madriguera; se cree que buscó cobijo en los sótanos de las muchas casas de alquiler de la ciudad (que quizá el lector reconozca en las «casas de vecinos» aún muy comunes en esta época). Así que no actuó durante unos meses.
De camino a su casa, el coleccionista de huesos veía a su alrededor, no el Manhattan de la década de los noventa, con las tiendas de comestibles coreanas, las bollerías, los vídeo clubes de películas porno, las boutiques vacías, sino un mundo fantástico por el que se movían hombres con sombreros de hongo, mujeres con enaguas de crinolina que hacían frufrú al andar, ambos con los bajos de los pantalones y los dobladillos de los vestidos sucios por las inmundicias de la calle. Multitud de pequeños carruajes y carrozas, el aire cargado del aroma, a veces agradable o a veces repulsivo, del metano.
Pero tan abyecto y tenaz era su ímpetu por aumentar su colección una vez más, que pronto se vio obligado a abandonar su guarida para acechar nuevamente a otro buen ciudadano: un joven que acababa de llegar a la ciudad para entrar en la universidad.
Conducía a través del Eighteenth Ward, que una vez fue el hogar de casi cincuenta mil personas embutidas en mil decrépitas casas de vecinos. Cuando la mayoría de la gente pensaba en el siglo diecinueve, lo imaginaban en color sepia, por las viejas fotografías. Pero esto era una equivocación. El viejo Manhattan era de color piedra. El humo industrial asfixiante, la pintura a precios prohibitivos y la iluminación tenue, conferían a la ciudad diversas tonalidades de gris y amarillo.
Schneider se acercó sigilosamente al muchacho y estaba a punto de golpearle cuando, cuando por fin la Fortuna quiso intervenir. He aquí que dos policías se encontraron por casualidad con la agresión. Reconocieron a Schneider y le dieron caza. El asesino huyó en dirección este, cruzando esa maravilla de la ingeniería, el puente de Manhattan, finalizado en 1909, dos años antes de los presentes acontecimientos. Pero se detuvo en medio del mismo, al ver a tres policías acercándose desde Brooklyn, que habían oído la alarma producida por los silbatos y la detonación de las pistolas de sus compañeros de Manhattan.
Schneider, desarmado, porque así lo quiso el destino, se subió a la baranda del puente mientras que la ley le cercaba. Lanzaba maníacas diatribas contra la policía, condenándoles por haber arruinado su vida. Sus palabras se tornaron cada vez más incoherentes. Al acercarse la policía, él se arrojó desde la barandilla al río. Una semana más tarde, el piloto de un barco halló su cuerpo a orillas de Welfare Island, cerca de Hell's Gate. Apenas quedaba nada, ya que los cangrejos y las tortugas habían trabajado afanosamente para reducir hasta los huesos a Schneider, labor, que en su enajenación, tanto había anhelado en vida.
El taxi giró hacia la desierta calle adoquinada, la East Van Brevoort, y se detuvo ante su edificio. Para asegurarse de que nadie había entrado, comprobó que los dos mugrientos hilos que había colocado de un extremo a otro de la puerta seguían en su sitio. Un movimiento repentino le sobresaltó y oyó de nuevo los guturales gruñidos de los perros, con ojos amarillos, dientes manchados y el cuerpo lleno de cicatrices y llagas. La mano se le fue instintivamente hacia la pistola, pero de repente los perros se dieron la vuelta y, dando gañidos, se pusieron a perseguir un gato o una rata en el callejón.
No vio a nadie en las calurosas calles y abrió el candado del portón, la entrada que antaño servía para el acceso de los carruajes. Después volvió a subirse al coche y se metió en el garaje, aparcándolo al lado del Taurus.
Tras la muerte del villano, los detectives aprehendieron y examinaron sus efectos personales. Su diario atestiguaba que había asesinado a ocho ejemplares ciudadanos. También había cometido un grave robo, porque las hojas del diario confirmaban (si es que resultaban ser ciertas sus explicaciones) que había profanado varias tumbas sagradas en los cementerios de la ciudad. Ninguna de sus víctimas había ofrecido la mínima resistencia; más aun, la mayoría eran ciudadanos honrados, trabajadores e inocentes. Sin embargo, no sentía ni un atisbo de culpa. Es más, parece ser que actuó afanosamente bajo su estado de delirio, convencido de que les estaba haciendo un grato favor a sus víctimas.
Se paró por un instante y se limpió el sudor de la boca. El pasamontañas le producía picores. Sacó a la mujer y a su hija a rastras del maletero y atravesó el garaje. La mujer era fuerte y opuso mucha resistencia. Por fin, logró ponerles las esposas.
—¡Cabrón! —bramó Carole—. No te atrevas a tocar a mi hija. Como le pongas una mano encima, te mato.
Le ató las manos delante del pecho, la agarró con firmeza, y la amordazó con una cinta, tras hacer lo mismo con su hija.
«La carne se marchita y puede ser débil» (escribió el villano con mano inflexible pero firme). «El hueso constituye el aspecto más fuerte del cuerpo. Por mucho que envejezca nuestra carne, nuestros huesos serán eternamente jóvenes. Esta fue mi noble meta y me resulta inconcebible que alguien pueda discrepar con esta máxima. A todos les hice un grato favor. Ahora, son inmortales. Les liberé. Les reduje hasta el hueso».
Las arrastró al sótano y tiró a la mujer bruscamente al suelo, con su hija al lado. Amarró sus esposas a la pared con una cuerda de tender. Después regresó a la planta superior.
Cogió la mochila amarilla del asiento trasero del taxi, el equipaje del maletero y atravesó el portón de madera con remaches de metal que conducía a la entrada principal del edificio. Estaba a punto de arrojarlos a un rincón, pero descubrió, por alguna razón, que sentía curiosidad por saber algo de estas prisioneras en particular. Se sentó delante de uno de los murales, un cuadro en el que aparecía un carnicero que, en una mano sostenía plácidamente un cuchillo y en la otra, un trozo de carne de vaca.
Examinó la etiqueta del equipaje. Carole Ganz. Carole con «e» final. ¿Por qué esta letra de más?, se preguntó. La maleta sólo contenía ropa. Comenzó por la mochila. Encontró el dinero inmediatamente. Debía de haber como cuatro o cinco mil dólares. Lo volvió a poner en el bolsillo con cremallera.
Había una docena de juguetes para niños: una muñeca, unas acuarelas, un paquete de arcilla para modelar, un kit de Mr. Potato. También había un Discman caro, media docena de CDs y un radio-despertador de viaje Sony.
Se puso a mirar unas fotos. Fotos de Carole y su hija. En la mayoría de ellas, la mujer parecía muy triste. En algunas otras, se la veía más feliz. No había fotos de Carole y su marido, aunque llevara una alianza. En muchas de las fotos aparecían la madre y la hija con una pareja, una mujer de constitución fuerte, con uno de esos vestidos floreados, como los de las abuelas, y un hombre calvo con barba que llevaba una camisa de franela.
El coleccionista de huesos se quedó mirando el retrato de la niña durante mucho tiempo.
El destino de la pobre Maggie O'Connor, una chiquilla, que apenas contaba con ocho años de edad, fue especialmente triste. Su desdicha, según la policía, fue toparse en el camino de James Schneider cuando éste se deshacía de una de sus víctimas.
La niña, que residía en el conocido barrio de Hell's Kitchen, había salido para arrancarle las crines a uno de los tantos caballos muertos que yacían en aquella paupérrima parte de la ciudad. Los jóvenes tenían por costumbre hacerse pulseras y anillos de estas crines, las únicas baratijas con las que podían adornarse estos pilluelos.
Piel y hueso, piel y hueso.
Colocó la foto en la repisa de la chimenea, al lado del pequeño montón de huesos que había estado limpiando aquella mañana y junto a otros que había robado en la tienda donde encontró la serpiente.
Se conjetura que Schneider encontró a la joven Maggie cerca de su guarida, presenciando el macabro espectáculo del asesinato de una de sus víctimas. No podemos predecir si le arrebató la vida lenta o rápidamente. Pero, a diferencia de las otras víctimas, cuyos restos fueron finalmente hallados, el cuerpo frágil y acurrucado de Maggie O'Connor nunca fue encontrado.
El coleccionista de huesos bajó la escalera.
Cuando le arrancó a la mujer la cinta de la boca, a ella le costó un gran esfuerzo tragar el aire. Le lanzó una mirada fría y furiosa, y bramó:
—¿Qué? ¿Qué quieres? —bramó.
No era tan delgada como Esther aunque, gracias a Dios, no se parecía en absoluto a la gorda de Hanna Goldschmidt. Podía entrever su alma. La estrecha mandíbula, la clavícula. Y a través de su fina falda de color azul, el insinuante hueso sin nombre, allí donde se encontraban el ilión, el isquión y el pubis. Nombres de dioses romanos.
La niña se retorció. Él se inclinó hacia delante, colocando la mano sobre la cabeza de la pequeña. El cráneo no crece a partir de un único hueso, sino de ocho huesos diferentes y la coronilla se eleva igual que las placas triangulares del techo del Astrodome. Tocó el hueso occipital, los huesos parietales y la coronilla del cráneo de la niña. Y dos de sus huesos favoritos, los sensuales huesos de las cavidades orbitales, el esfenoides y el etmoides.
—¡Para! —exclamó Carole, furiosa, moviendo la cabeza—. ¡Aléjate de ella!
—Shhh —dijo, colocando uno de sus dedos enguantados sobre sus labios. Miró a la pequeña, que lloraba y se arrimaba a su madre.
—Maggie O'Connor —susurró, observando la forma del rostro de la niña—. Mi pequeña Maggie.
La mujer le lanzó una mirada iracunda.
—Estabas en el lugar equivocado, a la hora equivocada, niña. ¿Qué me viste hacer?
Huesos jóvenes.
—¿De qué habla? —musitó Carole.
El coleccionista centró su atención en ella.
Siempre se había preguntando cómo sería la madre de Maggie O'Connor.
—¿Dónde está su marido?
—Murió —espetó. Luego miró a la pequeña y dijo en un tono más suave—. Le mataron hace dos años. Mire, sólo deje marchar a mi hija. Ella no puede contarles nada sobre usted. ¿Me… escucha? ¿Qué hace?
Agarró las manos de Carole y las levantó.
Le acarició los metacarpios de la muñeca. Las falanges, los dedos diminutos. Apretando los huesos.
—No, no haga eso. No me gusta. ¡Por favor! —chasqueó la voz de Carole, presa del pánico.
Se sentía fuera de control y no le gustaba esa sensación ni pizca. Si iba a triunfar aquí, con las víctimas, con sus planes, tenía que reprimir el deseo que le invadía; la locura le hacía remontarse cada vez más al pasado, confundiéndolo con el presente.
Entonces y ahora…
Necesitaba hacer acopio de toda su inteligencia y astucia para terminar con lo que había empezado.
Y sin embargo… sin embargo…
Ella era tan delgada, tan fibrosa. Cerró los ojos e imaginó cómo sonaría la hoja del cuchillo raspando la tibia, igual que el canto del arco de un viejo violín.
Respiraba rápidamente, sudaba a chorros.
Cuando finalmente abrió los ojos, se descubrió mirando las sandalias de la mujer. Él no tenía ningún hueso del pie en buenas condiciones. Los vagabundos que había capturado en los últimos meses… bueno, padecían de raquitismo y osteoporosis, tenían los dedos de los pies deformes por llevar un calzado inadecuado.
—Le propongo un trato —se oyó decir a sí mismo.
Ella bajó la mirada hacia su hija. Se arrimó a ella.
—Le propongo un trato. Las dejaré marchar si me concede algo.
—¿Qué? —musitó Carole.
—Déjeme que la despelleje.
Ella pestañeó, perpleja.
—Por favor, déjeme. Un pie. Sólo uno de sus pies. Si lo hace, les dejaré marchar.
—¿Qué?
—Hasta el hueso.
Le miró, horrorizada. Tragó saliva.
¿Qué más le daba? pensó. Si de todas formas ya estaba casi en los huesos, tan delgada, tan angulosa. Sí, era diferente, distinta a las otras víctimas.
Se guardó la pistola y sacó la navaja del bolsillo. Al abrirla, sonó el repentino «clic» del resorte.
Ella no se movió. Su mirada se dirigió hacia la niña y de nuevo hacia él.
—¿Nos dejará ir?
Asintió con la cabeza:
—No han visto mi cara. No saben dónde está este sitio.
Una larga pausa. Ella miró a su alrededor en el sótano. Susurró una palabra. Un nombre, pensó él. Ron o Rob.
Y mirándole fijamente, extendió sus piernas y le tendió los pies. Él le quitó el zapato del pie derecho.
Le cogió los dedos del pie, masajeándolos como si fuesen frágiles ramas.
Ella se echó hacia atrás, dejando entrever los preciosos tendones que afloraban en su cuello. Cerró los ojos con fuerza. Él acarició su piel con la hoja de la navaja.
Sujetaba la navaja firmemente.
La mujer cerró también los ojos, tomó aire y lloriqueó.
—Adelante —musitó. Y apartó la cara de la niña. La abrazó con fuerza.
El coleccionista se la imaginaba con un vestido de estilo imperio, de crinolina y puntilla negra. Se imaginaba a los tres sentados juntos en Delmonico's[54] o paseando por la Quinta Avenida. Veía a la pequeña Maggie junto a ellos, vestida con voluminosos encajes, dándole vueltas con un palo a un aro mientras caminaban por el puente Canal.
Entonces y ahora…
Colocó la hoja manchada de la navaja en el arco de su pie.
—¡Mami! —gritó la niña.
Algo se removía en su interior. Por un instante, sintió una repugnancia incontenible por lo que estaba haciendo, hacia él mismo.
¡No! No podía hacerlo. A ella no. A Esther o a Hanna, sí. O a la próxima. Pero a ella no.
El coleccionista, apenado, movió la cabeza de un lado a otro y tocó su pómulo con el revés de la mano. De nuevo amordazó a Carole y cortó el cordón que sujetaba sus pies.
—Venga —masculló.
Ella luchó con fuerza, pero él le agarró la cabeza y presionó sobre sus fosas nasales hasta que se desmayó. Después la levantó con esfuerzo, colocándola sobre su hombro y empezó a subir la escalera. Cogió con cuidado la bolsa que estaba al lado. Con sumo cuidado. No era el tipo de cosa que quería que se le cayese. Subió la escalera, deteniéndose sólo una vez para mirar a la joven Maggie O'Connor de pelo rizado, sentada en la tierra, mirándole desesperada.