—Vete hasta el sur, Sachs —repiqueteó la voz de Rhyme por la radio.
Pisó el acelerador de la furgoneta, con las luces rojas destellando, conforme se dirigían a toda velocidad por la autopista West Side.
Sin perder la calma, puso la furgoneta a unos 130 kilómetros por hora.
—Vale, ve reduciendo —dijo Jerry Banks.
La cuenta atrás. Calle veintitrés, veinte, derrape en la curva del muelle donde se situaban las barcas de recogida de basura en la calle catorce. Al pasar a toda pastilla por Village, el distrito de almacenamiento de carne, un camión con remolque salió de una calle perpendicular, colocándose justo en su camino. En vez de frenar, se subió al carril de bicicletas paralelo a la acera, como en una carrera de obstáculos, provocando insultos entrecortados de Banks y un bocinazo desde el gran trailer blanco, que logró plegarse de modo espectacular.
—¡Ay! —exclamó Amelia Sachs que volvió a incorporarse al carril en dirección sur, y añadió, diciéndole a Rhyme—: Repítemelo. No lo le pillado.
—Lo único que te puedo decir es que te dirijas al sur, hasta que averigüemos lo que significa la hoja —saltó la voz metálica de Rhyme a través de los auriculares.
—Estamos llegando a Battery City Park.
—Quedan veinticinco minutos para la marea alta —anunció Banks.
Quizás el equipo de Dellray lograse sonsacarle la localización exacta.
Podrían arrastrar al señor 823 hasta algún callejón, llevando con ellos una bolsa de manzanas. Nick le había contado que esa era la manera en que convencían a los criminales para que «cooperaran». Les golpeaban en la barriga con una bolsa de frutas. Era muy doloroso. No dejaba marcas. Cuando era pequeña, no se imaginaba que los polis pudieran hacer eso. Ahora sabía que sí.
—Ahí. Un montón de muelles viejos —le indicó Banks, dándole un golpecito en el hombro.
Madera putrefacta, roñosa. Lugares espeluznantes.
Tras frenar con un patinazo, se bajaron los dos del vehículo y se dirigieron corriendo hacia el agua.
Apariencia | Residencia | Vehículo | Otros |
---|---|---|---|
Raza caucásica, hombre, constitución menuda. | Probablemente tiene una casa en un lugar seguro. | Taxi. | Conoce el procedimiento que se sigue en la escena del crimen. |
Ropas oscuras. | Localizado cerca de: B'way & 82ª, ShopRite B'way & 96ª, Anderson Foods, Greenwich & Bank, ShopRite 2ª Avda., 72-73, Grocery World, Battery Park City J & G's Emporiu 1709 2ª Avda, AndersonFoods 34ª & Lex, Food Warehouse 8ª Avda. y 24ª, ShopRite Houston & Lafayette ShopRite 6ª Avda. & Houston, J & G's Emporium Greenwich & Franklin Grocery World. | Sedán, modelo reciente gris claro, plateado o beige. | Posiblemente esté fichado. |
Guantes viejos de piel de cordero color rojizo. | Edificio viejo mármol rosa. | Sabe disimular las huellas dactilares. | |
After-shave ¿para disimular otro olor? | Arma: colt calibre 32. | ||
Pasamontañas azul marino. | Ata a las víctimas con nudos poco corrientes. | ||
Los guantes son oscuros. | Le gustan las cosas «viejas». | ||
After-shave=colonia corriente. | Llamó a una de las víctimas «Hanna». | ||
El pelo es castaño. | Tiene rudimenos de alemán. | ||
Cicatriz profunda en dedo índice. | Le atraen los subterráneos. | ||
Ropa informal | Doble personalidad. | ||
Tal vez sea sacerdote, trabajador social o consejero. |
—¿Estás ahí, Rhyme?
—Háblame, Sachs. ¿Dónde estás?
—En un embarcadero al norte del Battery Park City.
—Acabo de hablar con Lon. Está en la zona este. No ha encontrado nada.
—Es inútil —dijo ella—. Hay una docena de embarcaderos. Y luego todo el malecón… Las instalaciones de barcos contra incendios, los muelles de los ferries y el embarcadero en Battery Park… Necesitamos a los de operaciones especiales.
—No puede ser, Sachs. Ya no están de nuestro lado.
Faltaban veinte minutos para la marea alta.
Rápidamente recorrió con la mirada los muelles. Pesaba sobre ella una enorme sensación de impotencia. Con la mano en la pistola, echó a correr hacia el río, Jerry Banks la seguía a corta distancia.
—Averigua algo sobre esa hoja, Mel. Lo que se te pase por la cabeza, cualquier cosa. Venga, sobre la marcha.
Cooper se removía inquieto y desvió la mirada del microscopio a la pantalla del ordenador.
Ocho mil variedades de plantas de hoja en Manhattan.
—No encaja con la estructura celular de ninguna planta.
—Es vieja —dijo Rhyme—. ¿Cuántos años puede tener?
Cooper volvió a observar la hoja.
—Momificada. Yo diría que cien años, quizás algo menos.
—¿Qué se ha extinguido en los últimos cien años?
—Las plantas no se extinguen en un ecosistema como el de Manhattan. Siempre vuelven a aparecer.
Una lucecita en la mente de Rhyme. Estaba a punto de recordar algo. Le encantaba y a la vez odiaba esa sensación. Podía ser que captara el pensamiento de la misma forma que uno caza una mosca torpe que aparece de repente. O podía disiparse totalmente, dejándole con el gusanillo de la inspiración perdida.
Dieciséis minutos para la marea alta.
¿Cuál era la idea? Le dio mil vueltas, cerró los ojos…
Embarcadero, pensó. La víctima está debajo de un embarcadero.
«¿Y qué más? ¡Piensa!».
Embarcadero… barcos… descarga… cargamento.
¡Descarga de cargamento!
Abrió los ojos de golpe.
—Mel, ¿es un cultivo?
—Maldita sea. He buscado en las páginas de horticultura general, pero no en cultivos. —El tiempo que estuvo tecleando parecían horas interminables.
—¿Y bien?
—Espera, espera… Aquí hay una lista de los binarios codificados —dijo, revisándola a toda velocidad—. Alfalfa, cebada, remolacha, maíz, avena, tabaco…
—¡Tabaco! Prueba eso.
Cooper hizo doble clic sobre el ratón y la imagen se desplegó lentamente en la pantalla.
—Eso es.
—El World Trade Center[49] —anunció Rhyme—. Los terrenos al norte de las torres eran plantaciones de tabaco. Thom, los archivos con la investigación para mi libro, quiero el mapa de la época de 1740. Y ese mapa moderno que Bo Haumann estaba utilizando para los solares de limpieza de amianto. Ponlos ahí en la pared, uno al lado del otro.
El asistente encontró el viejo mapa en los archivos de Rhyme. Los pegó en la pared cerca de la cama. El mapa más viejo, bastante rudimentario, mostraba la zona septentrional de la parte más poblada de la ciudad, un pequeño círculo en la parte inferior de la isla cubierto de plantaciones. Había tres embarcaderos comerciales en el río, que en aquel entonces no se llamaba Hudson, sino West River. Rhyme echó una ojeada al mapa nuevo de la ciudad. Por supuesto, las tierras de cultivo habían desaparecido, al igual que los embarcaderos comerciales, pero el mapa actual mostraba un muelle abandonado en la localización exacta de uno de los viejos embarcaderos de exportación de tabaco.
Rhyme intentó echarse hacia delante, esforzándose en ver el nombre de la calle más cercana que aparecía en esa zona. Estaba a punto de gritarle a Thom para que le acercara más el mapa, cuando, desde abajo, oyó un gran chasquido y un estrepitoso golpe en la puerta. Los cristales se hicieron añicos.
Thom empezó a bajar la escalera.
—Quiero verle —retumbó una voz cortante en el pasillo.
—Espera un… —comenzó a decir el asistente.
—No. Ni un minuto, ni una hora. Ahora mismo. Joder. Ahora.
—Mel —susurró Rhyme—. Deshazte de las pruebas, desconecta los sistemas.
—Pero…
—¡Hazlo!
Rhyme sacudió la cabeza con violencia, apartando el micrófono equipado con auriculares. El aparato cayó a un lado del Clinitron. Se oyeron retumbar pasos escalera arriba.
Thom había bajado y hecho todo lo posible para entretenerles, pero los visitantes eran tres agentes federales y dos de ellos llevaban grandes pistolas. Lentamente le hicieron retroceder por la escalera.
Menos mal. Así Mel Cooper pudo desmontar el microscopio compuesto justo en cinco segundos; con calma, estaba colocando las piezas meticulosamente cuando el FBI subió las escaleras e irrumpió en la habitación de Rhyme. Había metido las bolsas con las pruebas debajo de la mesa, cubriéndolas con números atrasados del National Geographic.
—Ah, Dellray. Has encontrado a nuestro sujeto desconocido, ¿verdad? —preguntó Rhyme.
—¿Por qué no nos lo dijiste?
—¿El qué?
—Que la huella dactilar era falsa.
—Nadie me preguntó.
—¿Falsa? —inquirió Cooper, perplejo.
—Bueno, era una huella auténtica —dijo Rhyme, como si fuera obvio—. Pero no era del sujeto desconocido Nuestro chico necesitaba un taxi para poder cazar a sus presas. Así que conoció a… ¿cómo se llamaba?
—Víctor Pietrs —masculló Dellray y expuso el historial del taxista.
—Qué ingenioso —dijo Rhyme con cierta admiración—. Escogió a un serbio con antecedentes penales y trastornos mentales. Me pregunto cuánto tiempo estuvo buscando un candidato. De todas formas, 823 asesinó al pobre del señor Pietrs y le robó el taxi. Le cortó el dedo, lo guardó y pensó que si nos acercábamos demasiado, dejaría una bonita huella bastante evidente en una escena para así despistarnos. Supongo que ha funcionado.
Rhyme dirigió la mirada hacia el reloj. Quedaban catorce minutos.
—¿Cómo lo sabías? —Dellray echó un vistazo a los mapas en la pared que, gracias a Dios, no tenían el menor interés para él.
—La huella mostraba indicios de deshidratación y consunción. Apuesto a que el cuerpo estaba hecho un asco. ¿Y lo encontrasteis en el sótano? Corrígeme si me equivoco. Donde a nuestro chico le gusta esconder a sus víctimas.
Dellray le ignoró y husmeó por la habitación como un enorme terrier.
—¿Dónde ocultas nuestras pruebas?
—¿Pruebas? No sé de qué me hablas. Oye, ¿has derribado mi puerta? La última vez entraste sin llamar. Ahora, acabas de tirarla abajo.
—Sabes, Lincoln, pensaba pedirte disculpas por lo de antes…
—Eres cojonudo, Fred.
—Pero ahora estoy a un paso de trincarte el culo.
Rhyme bajó la vista hacia los auriculares que colgaban desde la cama. Se imaginaba la voz de Sachs dando berridos por ellos.
—Entrégame esas pruebas, Rhyme. No te das cuenta del lío tan grande en que te has metido.
—Thom, el agente Dellray me ha cogido de sorpresa y se me han caído los auriculares del walkman. ¿Podrías ponerlos en el cabecero de la cama? —le pidió Rhyme pausadamente.
El asistente actuó sin dudar un instante. Colocó el micro al lado de la cabeza de Rhyme, fuera del campo de visión de Dellray.
—Gracias —le dijo Rhyme y luego añadió—. Sabes, todavía no me he bañado. Creo que ya va siendo hora, ¿no?
—Me preguntaba cuándo me lo ibas a pedir —manifestó Thom con total desenvoltura, como si fuese un auténtico actor.
—Cambio, Rhyme. Por Dios. ¿Dónde estás?
Después oyó una voz en sus auriculares. Era la voz de Thom. Sonaba forzada, artificial. Algo no iba bien.
—Tengo una esponja nueva —dijo la voz.
—Parece una buena esponja —replicó Rhyme.
—¿Rhyme? —espetó Sachs—. ¿Qué coño está pasando?
—Me costó diecisiete dólares. Como para que no sea buena. Te voy a dar la vuelta.
Se oyeron más voces a través de los auriculares, pero no podía distinguir unas de otras.
Sachs y Banks avanzaban por los muelles, asomándose por los embarcaderos hacia el agua marrón grisácea del Hudson. Le indicó con un gesto a Banks que se parara. Ella se apartó, encogiéndose por el calambre que sintió debajo del esternón y escupió al río. Intentó recobrar la respiración.
—… No tardará. Tendréis que disculparnos, señores —oyó a través de los auriculares.
—… esperaremos, si no te importa.
—Sí que me importa —replicó Rhyme—. ¿Es que no podéis respetar mi intimidad?
—Rhyme, ¿me oyes? —preguntó Sachs, desesperada. ¿Qué coño estaba haciendo?
—No. No hay intimidad que valga para los que roban pruebas.
¡Dellray! Estaba en la habitación de Rhyme. Bueno, se acabó todo. La víctima podía darse ya por muerta.
—Quiero esas pruebas —ladró el agente.
—Bueno, lo que tendrás es una vista panorámica de un hombre dándose un baño con esponja, Dellray.
Banks empezó a hablar, pero ella le hizo señas para que se callase.
Algunas palabras entre dientes que no podía oír.
El grito enfurecido del agente.
Luego, de nuevo la voz tranquila de Rhyme:
—… sabes, Dellray, yo era un nadador. Nadaba todos los días.
—Nos quedan menos de diez minutos, Rhyme —musitó Sachs. El agua chapoteaba lentamente. Dos barcas pasaron plácidamente.
Dellray dijo algo entre dientes.
—Solía bajar al río Hudson y nadaba. Entonces estaba mucho más limpia. Me refiero al agua.
Una transmisión distorsionada. Rhyme se estaba desmoralizando.
—… Viejo embarcadero. Mi favorito ya no está. Era la sede de los Hudson Dusters. ¿Has oído hablar alguna vez de esa banda? En la época de 1890. Al norte de donde ahora está Battery Park City. Pareces un poco aburrido. ¿Cansado de ver el culo fofo de un lisiado? ¿No? Allá tú. Ese embarcadero estaba entre North Moore y Chambers. Buceaba, nadaba en los muelles…
—¡North Moore y Chambers! —gritó Sachs. Se dio la vuelta. Se lo habían pasado porque se habían alejado demasiado hacia el sur. Estaba a unos quinientos metros de donde se encontraban. Podía divisar la roñosa madera marrón, una gran tubería de desagüe que retrocedía con la marea. ¿Cuánto tiempo quedaba? Casi nada. De ninguna manera le podrían salvar.
Se arrancó los auriculares y echó a correr hacia el coche, Banks la seguía a pocos pasos.
—¿Sabes nadar? —le preguntó.
—¿Yo? Me hago un largo o dos en el club deportivo Health and Racket.
Nunca conseguirían llegar.
Enseguida Sachs se detuvo, se dio la vuelta rápidamente, mirando las calles desiertas.
El agua casi le llegaba hasta la nariz.
Una pequeña ola bañó el rostro de William Everett justo cuando inspiraba, y el hediondo líquido salado le entró por la garganta. Empezó a atragantarse, le dio un ataque de tos profunda y horrible. Convulsiva. El agua encharcó sus pulmones. Se soltó de la pilastra del muelle y se hundió bajo la superficie del agua, se le agarrotaron los músculos y ascendió una vez más, volviéndose luego a hundir de nuevo.
«No, Señor, no… por favor, no dejes que…».
Sacudió las esposas y pataleó con fuerza, intentando liberarse.
Como si fuese a ocurrir un milagro y sus raquíticos músculos pudiesen doblar el enorme cerrojo al que estaba sujeto.
Echando agua por la nariz, sacudiendo su cabeza de atrás hacia delante, presa del pánico. Por un momento, sus pulmones se vaciaron. Los músculos del cuello le ardían —sentía tanto dolor como en su dedo destrozado— al estirar la cabeza hacia atrás en busca de la fina capa de aire justo encima de su rostro.
Descansó por un instante.
Luego otra ola, algo más alta.
Y ese fue el final.
Ya no podía luchar más. Se rendía. Únete a Evelyn, despídete…
Y William Everett se dejó llevar. Flotaba bajo la asquerosa superficie, llena de basura y zarcillos de algas marinas.
De repente, horrorizado, se echó hacia atrás. No, no…
Él estaba allí. ¡El secuestrador! Había vuelto.
Everett pataleó hasta la superficie, expulsando más agua, intentando huir desesperadamente. El hombre enfocó los ojos de Everett con una luz brillante y se acercó con un cuchillo.
No, no…
No le bastaba con ahogarle, tenía que acuchillarle hasta la muerte. Sin pensarlo, Everett extendió la pierna para darle una patada. Pero el secuestrador desapareció bajo el agua… y luego, ¡zas!, las manos de Everett quedaron libres.
El anciano olvidó su plácida despedida y pataleó como loco hasta la superficie, aspirando el aire ácido a través de la nariz y arrancándose la cinta de la boca. Inhalaba bocanadas de aire a la vez que escupía el agua hedionda. Se golpeó la cabeza contra la parte inferior del muelle de roble y se echó a reír a carcajadas, «Oh, Dios, Dios, Dios…».
Entonces apareció otro rostro… También encapuchado, con otra brillante linterna de luz cegadora y Everett logró distinguir con dificultad el emblema NYPD en el traje de neopreno que llevaba el hombre. Lo que los hombres empuñaban no eran cuchillos sino unas tenazas de metal. Uno de los hombres le metió en los labios un tubo de goma de sabor amargo y él inhaló una deliciosa bocanada de oxígeno.
El buzo le rodeó con el brazo y nadaron juntos hasta el borde del muelle.
—Respire profundamente. Saldremos en un instante.
Llenó sus débiles pulmones al máximo y con los ojos cerrados se dejó sumergir por el submarinista en las profundidades del agua, iluminada por la fantasmagórica luz amarilla de la linterna que llevaba el hombre. Resultó ser un viaje breve, pero angustioso, sumergiéndose y emergiendo después en el agua turbia y contaminada.
En una ocasión al submarinista se le resbaló de las manos y se separaron momentáneamente. Pero William Everett se lo tomó con calma. Después de lo sucedido aquella tarde, nadar en solitario en las aguas turbulentas del río Hudson era pan comido.
Ella no tenía pensado coger un taxi. También le hubiera venido bien coger el autobús del aeropuerto.
Sin embargo, Pammy tenía los nervios a flor de piel por no haber dormido mucho —ambas llevaban en pie desde las cinco de la madrugada— y estaba cada vez más inquieta. Había que acostar a la niña temprano, arroparla en la cama con su manta y darle su refresco de frutas Hawaiian Punch. Además, Carole estaba deseando llegar a Manhattan —no era nada más que una chica delgaducha del Medio Oeste que, a sus cuarenta y un años, nunca había ido más al este de Ohio, y se moría de ganas de ver por primera vez la Gran Manzana.
Carole cogió las maletas y se dirigieron hacia la salida. Repasó el equipaje mentalmente para asegurarse que no se había dejado nada en casa de Kate y Eddie aquella tarde.
Pammy, el osito Winnie Pooh, bolso, manta, maleta y mochila amarilla.
No faltaba nada.
Sus amigos le habían advertido sobre los peligros de la ciudad.
—No pararán de darte la lata —le había dicho Eddie—, los ladrones que dan tirones de bolso, los carteristas…
—Y no se te ocurra meterte en esos juegos de naipes que hacen en las calles —había añadido Kate en tono maternal.
—Si yo ni siquiera juego a las cartas en mi sala de estar —le recordó Carole, riéndose—. ¿Por qué iba a empezar a hacerlo de pronto en las calles de Manhattan?
Agradecía que se preocuparan por ella. Después de todo, allí estaba, una viuda con una niña de tres años, de camino a la ciudad más dura del mundo, donde se celebraba la conferencia de la ONU, con más extranjeros, ¡caray!, con más personas de las que jamás había visto en su vida.
Carole encontró un teléfono público y llamó al hotel para comprobar sus reservas. El director del turno de noche dijo que la habitación estaba lista y preparada para ellas. Las vería en aproximadamente cuarenta y cinco minutos.
Atravesaron las puertas automáticas y el sofocante aire del verano les abofeteó, cortándoles la respiración. Carole se detuvo y miró a su alrededor. Con una mano sujetaba con firmeza a Pammy y con la otra cogía el asa de su maleta abollada. La pesada mochila amarilla se ajustaba bien en sus hombros.
Se incorporaron a la cola de pasajeros para coger un taxi, esperando frente a la garita.
Carole dirigió la mirada hacia la enorme valla publicitaria en la autopista, que anunciaba: ¡Bienvenidos, delegados de la ONU! El diseño era terrible, pero siguió mirándolo fijamente durante un tiempo; uno de los hombres que aparecía en la valla se parecía a Ronnie.
Durante cierto tiempo, tras su muerte, hacía dos años, prácticamente todo le recordaba a su apuesto marido, con su pelo cortado al cepillo. Cada vez que pasaba delante de un McDonalds, recordaba que le gustaban los Big Macs. A veces, pensaba que incluso los actores de las películas que ni siquiera se parecían a él, inclinaban la cabeza como su marido solía hacerlo. Veía un folleto de propaganda de máquinas corta-césped y recordaba cómo le encantaba cortar su cuadradito de césped en Arlington Heights.
Y luego los ojos se le llenaban de lágrimas. Y volvía a tomar Prozac o imipramina. Pasaba una semana en cama. Aceptaba de mala gana la oferta de Kate para que se quedase con ella y Eddie a pasar una noche. O una semana. O un mes.
Pero el llanto se acabó. Estaba aquí para dar un nuevo rumbo a su vida. Ahora la congoja era parte del pasado.
Apartando a un lado la mata de pelo rubio oscuro de sus sudorosos hombros, Carole llevaba a Pammy hacia delante y le daba con el pie a la maleta conforme avanzaba la cola para el taxi. Miraba a su alrededor, intentando ver algo de Manhattan. Pero no veía nada más que el tráfico, las colas de los aviones y una marabunta de gente, taxis y coches. El vapor ascendía por las alcantarillas como fantasmas frenéticos y el cielo de la noche estaba negro, amarillo y con bruma.
Bueno, suponía que pronto podrían ver la ciudad. Esperaba que Pammy, a su corta edad, pudiese llegar a retener en su memoria la primera imagen de la Gran Manzana.
—¿Qué te parece nuestra aventura hasta ahora, cariño?
—Aventura. Me gustan las aventuras. Quiero refresco Hawaiian Punch. ¿Por favor, puedes dármelo?
Por favor… Eso era nuevo. La niña de tres años empezaba a aprenderlo todo. Carole se echó a reír.
—Pronto te lo daré.
Por fin, cogieron el taxi. El maletero se abrió, Carole arrojó la maleta y lo cerró de un golpe. Se colocaron en el asiento trasero, cerrando la puerta.
Pammy, Pooh, bolso…
El conductor preguntó:
—¿Dónde las llevo? —Carole le dijo la dirección del hotel Midtown Residence, gritando a través de la mampara de Plexiglás.
El taxista se incorporó a la circulación. Carole se recostó y colocó a Pammy en su regazo.
—¿Pasaremos por la ONU? —preguntó en voz alta.
Pero el hombre estaba concentrado en cambiar de carril y no la oyó.
—Estoy aquí por lo de la conferencia —explicó—. La conferencia de la ONU.
Seguía sin responderle.
Se preguntaba si él no entendía bien el inglés. Kate le había advertido de que los taxistas en Nueva York eran todos extranjeros. («Ocupando puestos americanos», masculló Eddie, «pero mejor que no me dejéis hablar de ese tema»). Ella no podía verle con claridad a través de la mampara rayada.
Quizá no le apetecía hablar.
El coche se desvió hacia otra autopista, y, de repente, ahí estaban, delante de ella, los edificios de la ciudad dibujando un perfil irregular en el horizonte. Brillantes. Como los cristales que Kate y Eddie coleccionaban. Un enorme grupo de edificios plateados, dorados y azules en el centro de la isla, y otro grupo situado mucho más allá a la izquierda. Era lo más grande que Carole había visto en su vida y por un instante la isla le pareció un inmenso barco.
—Mira, Pammy. Ahí es donde vamos. Es boniiiito, ¿verdad?
Sin embargo, un momento después, la vista desapareció, cuando el conductor salió de la autopista y giró rápidamente al final del carril de salida. Luego circulaban a través de las calles calurosas y desiertas, flanqueadas con edificios de ladrillo oscuro.
—¿Es ese el camino a la ciudad? —preguntó Carole, inclinándose hacia delante.
De nuevo, no hubo respuesta.
—¿Es este el camino? Contésteme. ¡Contésteme! —dijo golpeando con fuerza la mampara.
—Mami, ¿qué pasa? —dijo Pammy y comenzó a llorar.
—¿Adónde va usted? —gritó Carole.
Pero el hombre seguía conduciendo —sin prisas, parándose en todos los semáforos rojos, sin sobrepasar el límite de velocidad—. Y cuando se metió en una zona de aparcamiento desierta, detrás de una fábrica abandonada y sombría, se aseguró de indicarlo correctamente con los intermitentes.
¡Oh no…, no!
El hombre se puso un pasamontañas y se bajó del taxi. Se dirigió a la parte trasera y extendió la mano hacia la puerta para abrirla, pero titubeó y la apartó. Se inclinó hacia delante, con la cara pegada a la ventana, y dio unos golpecitos en el cristal. Una vez, dos veces, tres veces. Como si quisiera llamar la atención de los lagartos en la zona de los reptiles de un zoo. Miró fijamente a la madre y a la hija durante largo rato, antes de abrir la puerta.