20

Las fases de la luna, la hoja, la ropa interior húmeda, la tierra. El equipo, ya de regreso, estaba en la habitación de Rhyme, todos excepto Polling y Haumann; si incluían a los comisarios en una operación no autorizada, porque de eso se trataba precisamente, corrían el riesgo de poner a prueba su lealtad hacia el Departamento de Policía.

—Has analizado el líquido de la ropa interior con el cromatógrafo de gas, ¿verdad Mel?

—Lo tengo que volver a hacer. Nos quitaron el caso antes de que tuviéramos los resultados.

Secó con papel absorbente la muestra y la inyectó en el cromatógrafo. Mientras conectaba la máquina, Sachs se arrimó para observar los máximos y mínimos del perfil que aparecía en la pantalla. Como en un índice de la bolsa. Rhyme advirtió que ella estaba de pie junto a él, como si se hubiera acercado cuando él no miraba. Ella habló en voz baja:

—No quise…

—¿Sí?

—No quise ser tan brusca. Me refiero a antes. Tengo un genio… No sé de dónde me viene, pero lo tengo.

—Pero si tenías razón —indicó Rhyme.

De manera espontánea, ambos sostuvieron la mirada y Rhyme pensó en las veces que él y Blaine habían mantenido las conversaciones más profundas. Cuando hablaban, siempre se centraban en un objeto colocado entre ellos: uno de los caballos de cerámica que ella coleccionaba, un libro, una botella casi vacía de Merlot o Chardonnay.

—Trabajo las escenas de forma diferente a la mayoría de los criminólogos. Necesitaba a alguien sin ideas preconcebidas, pero que también tuviese sus propias ideas —dijo Rhyme.

Las cualidades contradictorias que buscamos en ese amante perfecto, difícil de alcanzar. Fuerza y vulnerabilidad, en medidas iguales.

—Cuando hablé con el subinspector Eckert —le aclaró ella— sólo fue para arreglar lo de mi traslado. Sólo quería eso. Nunca se me hubiera ocurrido que se lo diría a los federales y que transfiriesen el caso.

—Lo sé.

—Pero pierdo fácilmente los estribos. Lo siento mucho.

—No te retractes de lo que dices, Sachs. Necesito a alguien que me diga que soy un gilipollas cuando me pongo así. Thom lo hace. Por eso le quiero.

—No te pongas sentimental conmigo, Lincoln —dijo Thom al otro lado de la habitación.

—Nadie más me manda a la mierda. Siempre me tratan con demasiada benevolencia. Lo odio —prosiguió Rhyme.

—No parece que últimamente haya habido mucha gente por aquí para decirte algunas cosas.

—Cierto —afirmó tras una pausa.

En la pantalla del espectrómetro-cromatógrafo, los máximos y mínimos dejaron de moverse y se convirtieron en uno de los símbolos infinitos de la naturaleza. Mel Cooper tecleó en el ordenador y leyó los resultados:

—Agua, gasóleo, fosfato, sodio, oligoelementos… Ni idea de lo quiere decir.

¿Cuál era el mensaje?, se preguntó Rhyme. ¿La ropa interior en sí? ¿El líquido?

—Sigamos —dijo en voz alta—. Quiero ver la tierra.

Sachs le trajo la bolsa. Contenía arena rosácea junto con trozos de arcilla y piedrecitas.

—«Hígado de toro» —anunció—. Mezcla de piedra y arena. Hallado justo en los cimientos de Manhattan. ¿Contiene silicato de sodio?

—Sí, mucho —contestó Cooper, pasando el cromatógrafo.

—Entonces buscamos un lugar en el centro, a cincuenta metros del agua… —Rhyme se rió al ver la cara de asombro de Sachs—. No es magia, Sachs. Sólo he hecho mis deberes, eso es todo. Las constructoras mezclan silicato de sodio con «hígado de toro» para estabilizar la tierra cuando excavan los cimientos en zonas profundas del lecho de roca, situado en las proximidades del agua. Eso significa que tiene que estar en el centro. Ahora, vamos a echar un vistazo a la hoja.

Ella sostuvo la bolsa.

—Ni idea de lo que es —prosiguió Rhyme—. Creo que jamás he visto algo como esto. Al menos, en Manhattan no lo he visto.

—Tengo una lista de páginas web de horticultura —dijo Cooper, mirando fijamente a la pantalla del ordenador—. Voy a navegar.

El mismo Rhyme había pasado algún tiempo conectado, navegando por Internet. Al igual que le había ocurrido con los libros, películas y posters, finalmente había perdido interés en el mundo cibernético. Quizás debido a que su propio mundo era virtual, Internet resultaba, al fin y al cabo, un lugar triste para Lincoln Rhyme.

En la pantalla de Cooper aparecían y desaparecían imágenes conforme pinchaba los hipervínculos y se introducía cada vez más en la web.

—Me estoy bajando unos archivos. Tardará unos diez o veinte minutos.

—Vale. El resto de las pruebas que Sachs encontró… No las preparadas sino las otras. Quizás nos revelen dónde ha estado. Vamos a ver nuestra arma secreta, Mel —dijo Rhyme.

—¿Arma secreta? —preguntó Sachs.

—Las pruebas cruciales.

El agente especial Fred Dellray había organizado una operación de entrada formada por diez hombres. Dos equipos, además de los de búsqueda y vigilancia. Los agentes con chaleco antibalas permanecían detrás de los arbustos, sudando como locos. Al otro lado de la calle, arriba, en un edificio de piedra rojiza, estaba el equipo de vigilancia con los micrófonos y los infrarrojos de vídeo apuntando a la casa del criminal.

Tres francotiradores, con las grandes Remingtons sujetas, cargadas y bloqueadas, permanecían tendidos boca abajo sobre los tejados. Los observadores equipados con prismáticos se agazapaban a su lado como preparadores de Lamaze[47].

Dellray, que llevaba una cazadora del FBI y vaqueros en vez de su traje color verde bosque, escuchó a través del auricular sujeto con un clip.

—Vigilancia a Comando. Tenemos infrarrojos en el sótano. Alguien se está moviendo ahí abajo.

—¿Qué se ve? —preguntó Dellray.

—No se ve nada. Las ventanas están demasiado sucias.

—¿Está él solito? Quizá tenga con él a alguna víctima…

Sabían que la Oficial Sachs podía tener razón; que quizá ya había secuestrado a alguien.

—No se lo podría decir. Sólo observamos movimiento y calor.

Dellray había mandado a otros oficiales a los laterales de la casa, que enseguida informaron:

—Ningún indicio de que haya alguien en la primera y segunda planta. El garaje está cerrado.

—¿Francotiradores? —preguntó Dellray—. Mantenedme informado.

—Francotirador uno a Comando. Vigilando la puerta de la calle. Corto.

Los otros cubrían el pasillo y una habitación en la primera planta.

—Cargadas y bloqueadas —comunicaron por radio.

Dellray desenfundó su gran pistola automática.

—De acuerdo. Tenemos el papel —manifestó Dellray, refiriéndose a una orden de registro. No habría que llamar a la puerta—. ¡Vamos! Equipos uno y dos, desplieguen, desplieguen, desplieguen.

El primer equipo tiró la puerta de la calle con un ariete, mientras que el segundo utilizó el método algo más civilizado de entrar por la ventana de la puerta trasera y abrir el pestillo. Entraron todos en tropel en la vieja casa mugrienta, Dellray siguiendo al último de los oficiales del Equipo Uno. El olor de carne putrefacta era insoportable y Dellray, que no era ajeno a las escenas de crimen, tragó saliva, procurando no vomitar.

El segundo equipo cubrió la planta baja y luego se abalanzó escaleras arriba hacia el dormitorio, mientras que el primero corrió hacia la escalera del sótano. Las botas golpeaban ruidosamente sobre la madera vieja.

Dellray bajó corriendo al hediondo sótano. Oyó como le daban una patada a una puerta en algún lugar de abajo y el grito de:

—¡No se mueva! Agentes federales. ¡Alto, alto, alto!

Pero al llegar a la entrada del sótano, oyó al mismo agente soltar en un tono muy distinto:

—¿Qué coño es esto? Oh, Dios mío.

—Joder —dijo otro en voz alta—. ¡Qué asco!

—¡Mierda! —soltó Dellray, atragantándose al entrar. Tragando saliva ante el repugnante olor.

El cuerpo del hombre yacía en el suelo, supurando un líquido negro. La garganta degollada. Sus ojos abiertos y vidriosos miraban fijamente al techo, aunque su torso parecía moverse, hinchándose y agitándose. Dellray se estremeció; nunca había logrado inmunizarse frente a la visión de una plaga de insectos. El número de bichos y gusanos indicaban que la víctima llevaba muerta al menos tres días.

—¿Por qué nos dieron positivo los infrarrojos? —indagó un agente.

—Están por aquí, en algún lugar. Les hemos interrumpido la cena —indicó Dellray, señalando la rata y las marcas de los dientes en la pierna hinchada y en el costado de la víctima.

—Entonces ¿qué ha pasado? ¿Una de las víctimas le ha trincado?

—¿De qué hablas? —le espetó Dellray bruscamente.

—¿No es él?

—No, no es él —explotó Dellray, observando una de las heridas del cadáver.

—Sí, Dellray. Éste es el tío. Tenemos fotos. Es Pietrs —insistió uno del equipo, frunciendo el entrecejo.

—Claro que es el jodido Pietrs. Pero no es el sujeto desconocido. ¿Es que no lo pillas?

—No, ¿qué quieres decir?

Ahora lo entendía todo.

—Qué hijo de puta…

El móvil de Dellray sonó y se sobresaltó. Lo sacó y escuchó durante un minuto.

—¿Qué qué ha hecho? Oh. Lo que me faltaba… No, no hemos detenido al jodido criminal, coño —pulsó de golpe el botón de OFF y señaló airadamente a dos agentes—. Os venís conmigo.

—¿Qué pasa, Dellray?

—Vamos a hacer una visita. ¿Y qué es lo que no vamos a hacer durante esa visita? —Los agentes se miraron los unos a los otros, con cara de no entender. Dellray dio la respuesta—: No vamos a ser nada simpáticos.

Mel Cooper esparció el contenido de los sobres sobre una hoja de periódico. Examinó el polvo con una lupa.

—Bueno, hay polvo de ladrillo. Y otro tipo de piedra. Mármol, creo. —Colocó una muestra sobre el portaobjetos y lo examinó a través del microscopio compuesto—. Sí, mármol. De color rosa.

—¿Había mármol en el túnel de la vaquería, donde encontraste a la chica alemana?

—No —respondió Sachs.

Cooper sugirió que podía proceder de la residencia universitaria de Monelle, cuando el Sujeto Desconocido 823 la raptó.

—No, yo conozco el bloque donde se ubica la Deutsche Haus. Simplemente es una casa de vecinos rehabilitada de East Village. Como mucho, lo mejor que te puedes encontrar ahí es granito pulido. Quizás, podría darse la pequeña posibilidad de que fuese una partícula del escondite donde está. ¿Hay algo que te llame la atención?

—Marcas de cincel —contestó Cooper, inclinándose sobre el microscopio.

—Ah, bien. ¿Cómo de limpios son los cortes?

—No mucho. Hay cortes irregulares.

—Así que tenemos a un viejo picapedrero que maneja tuberías de vapor.

—Supongo que sí.

—Anota, Thom —ordenó Rhyme, indicando con la cabeza el poster—. Hay mármol en su residencia fija. Y es antiguo.

—Pero ¿por qué nos tiene que importar su residencia fija? —inquirió Banks, mirando su reloj—. Los federales ya habrán llegado.

—La información nunca está de más, Banks. Recuerda eso. Ahora, ¿qué más tenemos?

—Otro trozo del guante. Ese cuero rojo. ¿Y esto qué es? —le preguntó a Sachs, sosteniendo una bolsa de plástico que contenía un trozo de madera.

—La muestra del after-shave, donde se rozó contra el poste.

—¿Preparo un perfil olfativo? —preguntó Cooper.

—Déjame que lo huela primero —dijo Rhyme.

Sachs le acercó la bolsa. Dentro había un diminuto disco de madera. Ella la abrió y él la olfateó.

—¿Cómo es que no has caído? Thom, añade que nuestro hombre usa colonia corriente del supermercado.

—Aquí está ese otro mechón —anunció Cooper, y lo colocó sobre el microscopio de contraste—. Es muy similar al que nos encontramos antes. Probablemente provenga de la misma fuente. Oh, maldita sea, Lincoln, entre nosotros, yo diría que es el mismo pelo. Es castaño.

—¿Tiene las puntas abiertas o se las ha cortado?

—Se las ha cortado.

—Bien, nos estamos aproximando al color del pelo —dijo Rhyme.

Thom escribió «castaño» justo cuando Sellitto exclamó:

—¡No escribas eso!

—¿Qué?

—Evidentemente no es castaño —prosiguió Rhyme.

—Yo pensaba que…

—Es cualquier cosa menos castaño. Rubio, rubio rojizo, moreno, pelirrojo…

—Es un viejo truco. Te vas a un callejón detrás de una barbería, coges algunos pelos de la basura y los dejas caer por la escena del crimen —explicó el detective.

—¡Oh! —Banks grabó entusiasmado aquel dato en alguna parte de su cerebro.

—Vale. La fibra —ordenó Rhyme.

Cooper la colocó en el microscopio de luz polarizada.

—Doble refracción de 0,053 —dijo enseguida.

—Nailon 6 —dedujo Rhyme—. ¿Qué aspecto tiene, Mel?

—Muy áspero. Corte transversal lobulado. Gris claro.

—Alfombra.

—De acuerdo. Comprobaré la base de datos. —Un minuto después apartó la mirada del ordenador—. Es una fibra Hampstead Textil 118B.

Rhyme suspiró abatido.

—¿Qué pasa? —preguntó Sachs.

—La funda más corriente para maleteros utilizada por fabricantes de automóviles americanos. La tienen más de doscientas marcas diferentes desde hace quince años. Es inútil… Mel, ¿hay algo encima de la fibra? Utiliza el escáner.

El técnico levantó con una manivela el microscopio escáner de electrones. La pantalla cobró vida mostrando un extraño resplandor verdeazulado. La hebra de la fibra parecía una enorme cuerda.

—Aquí tenemos algo. Cristales. Muchos cristales. Se utiliza dióxido de titanio para deslustrar las alfombras brillantes. Podría ser eso.

—Quémala. Es importante.

—No hay suficiente aquí, Lincoln. Tendría que quemar toda la fibra.

—Bueno, pues quémala.

—Tomar prestado pruebas federales es una cosa. ¿Destrozarlas? No sé qué decirte, Lincoln. Si hay un juicio… —apuntó Sellitto discretamente.

—Tenemos que hacerlo.

—Venga, jefe —intervino Banks.

Sellitto asintió con la cabeza de mala gana y Cooper colocó la muestra en el portaobjetos. La máquina siseó. Un minuto después la pantalla parpadeó y aparecieron unas columnas.

—Ahí está. Esa es la molécula de polímero de cadena larga. El nailon. Pero esa pequeña onda es otra cosa. Cloro. Detergente… Es un producto de limpieza.

—Recuerda que la chica alemana comentó que el coche olía bien. Averiguad de qué tipo es —dijo Rhyme.

Cooper pasó la información por una base de datos de marcas.

—Lo fabrica Pfizer Chemicals. Se vende bajo el nombre de Tidi-Kleen, para Productos para Automóviles Baer, en Teterbor.

—¡Perfecto! —exclamó Lincoln Rhyme—. Conozco la empresa. Venden al por mayor. Principalmente a compañías de alquiler de coches. Nuestro sujeto desconocido conduce un coche alquilado.

—No estaría tan loco como para llevar un coche alquilado a la escena del crimen, ¿verdad? —inquirió Banks.

—Es robado —masculló Rhyme, como si el joven le hubiera preguntado cuántas son dos más dos—. Seguro que es robado. ¿Sigue Emma con nosotros?

—Probablemente ya habrá llegado a casa.

—Despiértala y que empiece a pedir información sobre robos a Hertz, Avis, National y Budget.

—Lo haré —declaró Sellitto, aunque algo inquieto, quizás olfateando el ligero olor a quemado de las pruebas federales que flotaba en el aire.

—¿Las huellas de las pisadas? —preguntó Sachs.

Rhyme inspeccionó las impresiones electroestáticas que ella había recogido.

—Extraño desgaste en la suela. ¿No ves que están desgastados los laterales de cada zapato, en la parte delantera de la planta del pie?

—¿Tiene los pies torcidos hacia dentro? —se preguntó Thom en voz alta.

—Posiblemente. Pero no aparece el desgaste correspondiente en el tacón, que es lo que se esperaría —dijo Rhyme estudiando las fotos—. Yo creo que le gusta leer.

—¿Alguien a quien le gusta leer?

—Siéntate ahí en una silla —le indicó Rhyme a Sachs—. E inclínate sobre la mesa como si estuvieras leyendo.

Ella se sentó y luego levantó la mirada.

—¿Y ahora qué?

—Haz como si pasarás las páginas.

Lo hizo varias veces. Alzó la vista de nuevo.

—Sigue. Estás leyendo Guerra y Paz.

Con la cabeza agachada, Amelia seguía pasando las páginas.

Después de un momento, sin darse cuenta, cruzó los tobillos. Los bordes exteriores de sus zapatos eran lo único que entraba en contacto con el suelo.

—Añade eso en el perfil, Thom, pero con una interrogación —indicó Rhyme—. Ahora vamos a ver los relieves por fricción.

Sachs dijo que no tenía la huella dactilar buena, la que habían utilizado para identificar al sujeto desconocido.

—Todavía está en el edificio federal.

Pero a Rhyme no le interesaba esa huella. La que quería ver era la otra huella, el Kromekote que Sachs había recogido de la piel de la chica alemana.

—No se puede escanear —anunció Cooper—. No es ni siquiera categoría C. No me atrevería a dar ninguna opinión si tuviera que hacerlo.

—No me interesa la identidad. Me interesa esa línea de ahí —indicó Rhyme. Tenía forma de media luna y estaba justo en medio de la yema del dedo.

—¿Qué es? —inquirió Sachs.

—Una cicatriz, creo —contestó Cooper—. De un viejo corte. Un corte feo. Parece que le llegó hasta el hueso.

Rhyme recordó otras marcas y defectos en la piel que había visto a lo largo de los años. Antes de que su trabajo se convirtiera sobre todo en manejo de papeles y uso de ordenadores, era mucho más fácil adivinar la profesión de las personas sólo con examinar sus manos: yemas distorsionadas de las máquinas de escribir, punciones de las máquinas de coser y de las agujas de los zapateros, hendiduras y manchas de tinta de los bolígrafos de los taquígrafos y contables, cortes con papel en las imprentas, cicatrices de los cortadores de moldes, callos característicos de diferentes tipos de trabajo manual…

Pero una cicatriz como ésa no le decía nada.

Al menos, por el momento no. No hasta que tuvieran a un sospechoso al que pudieran examinar las manos.

—¿Qué más? La huella de la rodilla. Ésa es buena. Nos da una idea de lo que llevaba puesto. Levántala, Sachs. ¡Más alto! Pantalones anchos. El pliegue del pantalón se ha quedado marcado ahí, así que es de fibra natural. Con el tiempo que hace, apuesto a que es algodón. Lana no. Hoy en día no se ven muchos pantalones de seda.

—Es tejido ligero, no tela vaquera —añadió Coopers.

—Ropa deportiva —concluyó Rhyme—. Incluye eso en nuestro perfil, Thom.

Cooper volvió a dirigir la mirada hacia la pantalla del ordenador y siguió tecleando.

—No ha habido suerte con la hoja. No encaja con ninguna clasificación del Smithsonian[48].

Rhyme se recostó en la almohada. ¿Cuánto tiempo les quedaba? ¿Una hora? ¿Dos?

La luna. Arena. Salmuera…

Miró a Sachs que estaba sentada sola en la esquina. Tenía la cabeza agachada y su larga melena pelirroja colgaba espectacularmente de su cabeza. Miraba dentro de una bolsa que contenía pruebas, con el ceño fruncido, muy concentrada. ¿Cuántas veces había estado Rhyme en esa misma posición, intentando…?

—¡Un periódico! —exclamó la joven de repente alzando la vista. Con la mirada desesperada recorriendo las mesas añadió—: ¿Dónde hay un periódico? ¿Y el periódico de hoy?

—¿Qué pasa, Sachs? —preguntó Rhyme.

Le quitó The New York Times a Jerry Banks y lo hojeó rápidamente.

—Ese líquido… en la ropa interior —le dijo a Rhyme—. ¿Podría ser agua salada?

—¿Agua salada? —Cooper estudió minuciosamente el gráfico del análisis del líquido.

—¡Claro! Agua, sodio y otros minerales. Y el aceite y los fosfatos… Es agua contaminada.

Los ojos de ella se encontraron con los de Rhyme y dijeron al unísono:

—¡Marea alta!

Sujetó el periódico, abierto por la página del mapa del pronóstico del tiempo. Incluía un diagrama de las fases de la luna idéntico al que había encontrado en la escena del crimen. Debajo había un gráfico de las mareas.

—La marea alta empieza en cuarenta minutos.

En el rostro de Rhyme apareció un gesto de indignación. Nunca se enojaba tanto como cuando lo hacía consigo mismo.

—Va a ahogar a la víctima. Están debajo de un embarcadero en el centro. —Miró sin ninguna esperanza el mapa de Manhattan, con su kilométrica línea costera—. Sachs, es hora de jugar a piloto de carreras otra vez. Tú y Banks os vais en dirección oeste. Lon, ¿por qué no te encargas de la zona este? Por el puerto de South Street. Y Mel, averigua qué coño es esa hoja.

La cresta de una ola le golpeó la cabeza medio caída.

William Everett abrió los ojos y, tiritando, expulsó el agua por la nariz. Estaba helada y sintió como su vulnerable corazón latía con dificultad, esforzándose en enviar sangre por su cuerpo para hacerle entrar en calor.

Casi volvió a desmayarse, igual que cuando aquel hijo de puta le había roto el dedo. Con dificultad recuperó la conciencia.

Luego recordó a su última esposa, y por alguna razón, sus viajes. Habían ido a Gizah. Y a Guatemala. Nepal. Teherán (una semana antes del ataque a la embajada).

El avión de las líneas aéreas South East China había perdido uno de los dos motores una hora después de la salida de Pekín; y Evelyn había agachado la cabeza, la posición indicada en caso de accidente, preparada para morir, mirando fijamente un artículo de la revista del avión. El artículo advertía que beber té caliente después de una comida era peligroso. Se lo dijo después en el bar Raffles en Singapur y se rieron histéricamente hasta que se les saltaron las lágrimas.

Pensó en la mirada fría del secuestrador. Sus dientes, sus guantes abultados.

Ahora, en esta tumba horriblemente fría, el insoportable dolor le subió por el brazo hasta la mandíbula.

¿El dedo fracturado o un infarto?, se preguntó.

Quizás un poco de las dos cosas.

Everett cerró los ojos hasta que se le calmó el dolor. Miró a su alrededor. La cámara donde estaba esposado se encontraba bajo un muelle putrefacto. Un pico de madera descendía desde el filo hasta el agua revuelta, que estaba aproximadamente a unos quince centímetros debajo de la parte inferior del borde. Las luces de los barcos en el río y las zonas industriales de Jersey se reflejaban a través de la estrecha ranura. El agua le llegaba al cuello y aunque el techo del embarcadero estaba a varios metros por encima de su cabeza, las esposas limitaban totalmente sus movimientos.

De nuevo, se le fue extendiendo el dolor que sentía en el dedo. La cabeza de Everett le estallaba de la agonía y, al desmayarse, se le inclinaba hacia el agua. El líquido que le entró por la nariz, seguido de la tos convulsa, le reanimaron.

Después, por efecto de la luna subió el nivel del agua levemente y tras tragar un montón de líquido, la cámara quedó aislada del río, en el exterior. La estancia se quedó oscura. Oyó el rugir de las olas y su propio quejido por el dolor que sentía.

Sabía que era hombre muerto y que no podría mantener la cabeza por encima de la superficie grasienta más de unos minutos. Cerró los ojos y pegó la cara contra la resbaladiza columna negra.