Con un preciso batir de alas, el halcón peregrino se posó en el alféizar de la ventana. La luz en el exterior, a media mañana, era brillante y el aire resultaba intensamente cálido.
—Ahí está —susurró el hombre. Luego levantó la cabeza al oír el timbre del portero automático.
—¿Es él? —gritó en dirección a la escalera—. ¿Es él?
Lincoln Rhyme no recibió ninguna respuesta y volvió la cabeza hacia la ventana. El pájaro giró la cabeza con un movimiento rápido y espasmódico, pero sin embargo elegante. Rhyme observó que sus garras estaban ensangrentadas. Del pico negro y rugoso colgaba un trozo de carne amarillenta. El halcón extendió su corto pescuezo y se dirigió al nido con movimientos que recordaban más que los de un pájaro los de una serpiente. El halcón soltó la carne en la boca abierta del polluelo de color azul desvaído. «Estoy viendo», pensó Rhyme, «a la única criatura que vive en Nueva York sin depredadores, excepto el mismísimo Dios».
Oyó las pisadas que subían lentamente por la escalera.
—¿Era él? —preguntó a Thom.
—No —respondió el joven.
—¿Quién era? Ha sonado el timbre de la puerta, ¿no?
Los ojos de Thom se dirigieron a la ventana.
—El pájaro ha vuelto. Mira, manchas de sangre en el alféizar de la ventana, ¿las ves?
El halcón hembra avanzó hasta ponerse a la vista. Era de color azul grisáceo, como un pez, tornasolado. Rastreó el cielo con la cabeza.
—Siempre están juntos, ¿son pareja de por vida? —se preguntó Thom en voz alta—. ¿Como los gansos?
Los ojos de Rhyme se volvieron hacia Thom, que estaba echado hacia delante con su juvenil talle doblado, mirando el nido a través de la ventana llena de salpicaduras.
—¿Quién era? —repitió Rhyme. El joven respondía con evasivas, y eso le irritaba.
—Un visitante.
—Ya, un visitante —bufó Rhyme. Intentó acordarse de cuándo había recibido la última visita. Debía haber sido hacía tres meses. ¿Quién había sido? Quizás aquel periodista o algún primo lejano. Bueno, Peter Taylor, uno de los especialistas en la médula espinal de Rhyme. Y Blaine había estado varias veces, pero, por supuesto, ella no era una visita.
—¡Hace un frío que pela! —se quejó Thom. Su reacción fue abrir la ventana. Gratificación inmediata. Juventud.
—No abras la ventana —ordenó Rhyme—. Y dime quién demonios ha venido.
—¡Qué frío hace!
—Molestarás al pájaro. Puedes bajar el aire acondicionado. Yo lo bajo.
—Nosotros estábamos primero —dijo Thom, levantando el enorme cristal de la ventana—. Los pájaros se instalan a tu pesar. —Al oír el ruido de la ventana, los halcones se volvieron con expresión feroz. Siempre miraban con ferocidad. Se quedaron en el alféizar, dominando sobre su territorio de árboles, unos escuálidos ginkgos, y varios coches aparcados.
—¿Quién ha llamado? —insistió Rhyme.
—Lon Sellitto.
—¿Lon?
¿A qué demonios habría ido hasta allí?
Thom examinó la habitación.
—Lo tienes todo hecho un desastre.
A Rhyme no le gustaba el follón que se armaba con la limpieza. Le molestaba sobremanera el ruido del aspirador, que encontraba especialmente irritante. Estaba contento en aquel lugar tal y como estaba. La habitación, que él denominaba su oficina, estaba en el segundo piso de un edificio neogótico en el Upper West Side, con vistas sobre Central Park. La estancia era grande, de siete metros por siete, y prácticamente toda la superficie estaba ocupada. Algunas veces, a modo de juego, cerraba los ojos e intentaba detectar el olor de los objetos de la habitación. Los miles de libros y revistas, las fotocopias apiladas como una torre de Pisa, los transistores recalentados de la televisión, las bombillas recubiertas de polvo, los tablones de anuncios. Vinilo, peróxido, látex, tapicerías.
Tres tipos distintos de whisky escocés.
Cagadas de halcón.
—No quiero verle. Dile que estoy ocupado.
—Y un poli joven. Ernie Banks. No, ése era un jugador de béisbol, ¿no? Deberías dejarme limpiar. Uno no nota lo asqueroso que está un sitio hasta que viene gente a presentarte sus cumplidos.
—¿Presentarte sus cumplidos? Madre mía, eso suena de lo más cursi. Victoriano. ¿Qué tal si les dices que se larguen a la puta mierda? ¿Qué tal te suena eso como ejemplo de etiqueta refinada?
—Un desastre…
Thom estaba hablando de la habitación pero Rhyme supuso que también se refería a su jefe.
Rhyme tenía el pelo negro y tupido, como si tuviera veinte años, aunque doblaba esa edad, pero con unos mechones salvajes y espesos que necesitaban urgentemente un lavado y un buen corte. Su cara tenía un aspecto sucio con la barba negra de tres días, y además se despertaba cada mañana con un desagradable cosquilleo en las orejas, indicativo de que esos pelillos también necesitaban un recorte. Rhyme tenía las uñas largas, tanto las de las manos como las de los pies, y llevaba puesta la misma ropa desde hacía una semana: un pijama de lunares espantosamente feo. Tenía los ojos pequeños, de color castaño oscuro, en una cara que, según Blaine le había dicho en varias ocasiones y en diferentes tonos, resultaba atractiva.
—Quieren hablar contigo —continuó Thom—. Han dicho que era muy importante.
—¡Anda y que les den!
—Hace casi un año que no has visto a Lon.
—¿Y por eso habría de querer verle ahora? ¿No habrás asustado al pájaro? ¡Mira que me cabreo!
—Es importante, Lincoln.
—Muy importante, recuerdo que dijiste. ¿Dónde está ese médico? Puede que haya llamado. Yo estaba adormilado y tú estabas fuera.
—Llevas despierto desde las seis de la mañana.
—No —dijo. Se detuvo un instante—. Es verdad que me desperté, pero volví a quedarme dormido como un tronco. ¿Escuchaste los mensajes?
—Sí —respondió Thom—, no había ninguno suyo.
—Dijo que estaría aquí a media mañana.
—Y ya pasan de las once. Quizá debamos avisar a los del rescate aeromarítimo. ¿Tú qué dices?
—¿Has estado hablando por teléfono? —preguntó Rhyme bruscamente—. Quizás ha intentado llamar mientras tú estabas hablando.
—Hablaba con…
—¿He dicho yo algo? —preguntó Rhyme—. Te has enfadado, pero yo no he dicho que no puedas llamar por teléfono; puedes hacerlo, como siempre. Lo que pasa es que él podría haber llamado mientras tú estabas al teléfono.
—No, lo que pasa es que esta mañana te has propuesto joderme.
—¡Pues claro, hombre! ¿Sabes?, existe lo de la llamada en espera. Recibes dos llamadas a la vez. ¡Ojalá lo tuviéramos! ¿Qué quiere mi viejo amigo Lon? ¿Y su amigo, el jugador de béisbol?
—Pregúntales a ellos.
—Te estoy preguntando a ti.
—Quieren verte. Es todo lo que sé.
—Por un asunto muuuy importante.
—Lincoln —suspiró Thom. El apuesto joven se pasó la mano por el cabello rubio. Llevaba unos pantalones marrones y camisa blanca con una corbata de flores azules y marrones, perfectamente anudada. Cuando Rhyme contrató a Thom hacía un año, le había dicho que si quería podía ir vestido con pantalones vaqueros y camiseta, pero desde entonces había ido impecablemente vestido todos los días. Rhyme no sabía por qué pero eso había contribuido a la decisión de mantenerle en el empleo. Ninguno de los que precedieron a Thom había durado más de seis semanas. El número de los que dimitían era exactamente igual al de los despedidos.
—Vale, ¿qué les dijiste?
—Les dije que me dejaran unos minutos para asegurarme de que estuvieras presentable cuando subieran.
—Les dijiste eso sin consultarme. Muchas gracias.
Thom retrocedió unos cuantos pasos, se asomó por el estrecho hueco de la escalera y dijo:
—Pueden subir, caballeros.
—Te dijeron algo, ¿no? —dijo Rhyme—. Te lo estás callando.
Thom no contestó; Rhyme se quedó mirando a los dos hombres mientras se acercaban. Cuando entraron en la habitación, Rhyme fue el primero en hablar. Le dijo a Thom:
—Echa la cortina. Ya has mosqueado bastante a los pájaros.
Lo que realmente significaba que ya empezaba a molestarle tanta luz.
Muda.
Con la asquerosa cinta adhesiva en la boca no podía decir una palabra, lo que la hacía sentirse aún más indefensa que las esposas metálicas en las muñecas, más aún que la presión sobre sus bíceps de los cortos y fuertes dedos del hombre.
El taxista, todavía con el pasamontañas puesto, la llevaba por el mugriento y húmedo pasillo, entre un laberinto de conductos y tuberías. Estaban en el sótano de un edificio de oficinas. Ella no tenía ni idea de dónde.
Si pudiese hablarle…
T. J. Colfax era una experta jugadora, la más dura de la tercera planta de Morgan Stanley. Una negocianta nata.
«¿Dinero? ¿Es dinero lo que quieres? Te daré dinero, un montón de dinero, tío. Chorros de dinero». Pensó esto una docena de veces, intentando atraer su mirada, como si realmente pudiera meterle las palabras en el pensamiento.
«Por favoooooor», rogó en silencio, mientras pensaba en la forma de sacar todo su dinero del banco y darle incluso sus fondos de jubilación. «Oh, por favor…».
Se acordó de la noche anterior, cuando el hombre dejó de mirar los fuegos artificiales y les sacó a rastras del taxi poniéndoles las esposas. Luego les metió en el maletero y arrancaron de nuevo. Primero el coche circuló sobre adoquines y asfalto en mal estado, luego sobre una carretera lisa y nuevamente sobre terreno desigual. Escuchó el traqueteo de las ruedas sobre el puente. Más vueltas, más carreteras. Por fin el taxi paró, el taxista salió y le pareció que abría una cancela o unas puertas. Ella pensó que entraban en un garaje. Dejó de oírse el ruido de la ciudad y el ronroneo del tubo de escape del coche subió de volumen, reverberando en las paredes.
Luego el hombre abrió el maletero del taxi y la sacó fuera. Le arrancó de un tirón el anillo de diamantes y se lo metió en el bolsillo. A continuación la llevó entre muros pintados con caras horripilantes, desteñidas, con ojos vacíos que la miraban: un carnicero, un demonio, tres afligidos niños, todos pintados sobre el yeso desconchado. La arrastró hasta un enmohecido sótano y la tiró al suelo. El hombre subió las escaleras con sonoras pisadas, dejándola a oscuras, en medio de un olor nauseabundo de carne podrida y basura. Allí estuvo tirada durante horas, durmiendo algún rato, llorando mucho. Un ruido brusco la había despertado de repente. Una fuerte explosión en las proximidades. Luego volvió a dormirse muy inquieta.
Hacía media hora que él había vuelto a buscarla. La metió de nuevo en el maletero y condujo el coche durante otros veinte minutos. Y aquí estaba, dondequiera que fuese.
Ahora caminaban por un oscuro sótano. En el centro había una gran tubería negra a la que la esposó de las manos; luego la agarró por los pies, tiró de ellos hacia delante y la dejó sentada. Le recogió las piernas y se las ató juntas con una cuerda fina; todo ello le llevó varios minutos; él llevaba guantes de cuero. Luego se puso en pie y la miró durante un largo instante, se volvió a agachar y le desgarró la blusa. El hombre se puso detrás de ella, que gimió al sentir sus manos toqueteándole y apretándole los hombros.
La mujer gritaba, suplicaba a través de la mordaza.
Sabiendo lo que iba a suceder.
Las manos fueron bajando a lo largo de sus brazos y luego, por debajo, le rodearon el cuerpo por delante, pero no le tocó los pechos. Antes bien, las manos se deslizaban como una araña sobre su piel como si buscasen las costillas. Él se las pellizcó, acarició. T. J. se estremeció e intentó apartarse. Él la agarró con fuerza y la sobeteó un poco más, apretando, sintiendo cómo se hundían los huesos.
El hombre se levantó. Ella oyó pasos que se alejaban. Durante un largo momento se hizo el silencio, salvo los quejidos de los acondicionadores de aire y los ascensores. Entonces lanzó un gruñido de terror al oír un ruido justo detrás. Un ruido repetitivo. Fssss, fsssss. Un sonido muy familiar, pero que no lograba reconocer. Intentó darse la vuelta para ver qué estaba haciendo su torturador pero no pudo. ¿Qué era aquello? Oía el sonido rítmico, una y otra vez, una y otra vez. El ruido la llevó directamente a recordar la casa de su madre.
Fsssss, fsssss.
Sábado por la mañana en la pequeña casa en Bedford, Tennessee. Era el único día en que su madre no trabajaba y dedicaba la mayor parte del tiempo a la limpieza de la casa. T. J. solía despertarse con un sol radiante y bajaba las escaleras a trompicones para ayudarla. Fssss. Mientras lloraba con este recuerdo escuchaba el sonido y se preguntaba por qué demonios el hombre barría el suelo a escobazos tan cuidadosos y precisos.
Vio sorpresa e inquietud en sus caras.
Dos expresiones no muy corrientes entre los polis de la Brigada de Homicidios de Nueva York.
Lon Sellitto y el joven Banks (cuyo nombre de pila era Jerry, no Ernie) se sentaron donde Rhyme les indicó con un gesto de su cabeza coronada de sucias greñas: dos polvorientas e incómodas sillas de mimbre.
Rhyme había cambiado considerablemente desde la última vez que Sellitto había estado allí, y el detective no supo ocultar su sorpresa. Banks carecía de referencias para juzgar lo que estaba viendo pero no obstante también estaba impresionado. La desordenada habitación, el vagabundo que les miraba con suspicacia. Por supuesto también el olor, el tufillo que rodeaba al animal que era ahora Lincoln Rhyme.
Se arrepentía enormemente de haberles dejado subir.
—¿Por qué no llamaste primero, Lon?
—Nos habrías dicho que no viniéramos.
Cierto.
Thom se encaminó a la escalera, pero Rhyme le detuvo:
—No, Thom, no te vamos a necesitar. —Se había acordado de que el joven siempre preguntaba a los invitados si querían tomar algo. Era como tener en casa a la maldita Martha Stewart [4].
Silencio durante un momento. El grandote y desaliñado Sellitto, un veterano con veinte años de servicio, se quedó mirando una caja que había en el suelo junto a la cama y empezó a hablar. Pero fuera lo que fuese lo que iba a decir, se le atragantó a la vista de unos pañales desechables para adultos.
—He leído su libro —intervino Jerry Banks. El joven policía tenía mala mano al afeitarse, llevaba muchos cortes. ¡Y qué encantador remolino en el pelo! ¡Dios mío, no puede tener más de doce años! Cuanto más viejo se hace el mundo más jóvenes parecen ser sus habitantes, reflexionó Rhyme.
—¿Cuál?
—Su manual sobre la escena del crimen, por supuesto. Pero me refiero al libro de fotos, el de hace un par de años.
—También tenía palabras. De hecho, sobre todo tenía palabras, ¿las leíste?
—¡Oh, sí, claro! —dijo Banks rápidamente.
Apoyada contra una de las paredes de la habitación había una enorme pila de volúmenes de The Scenes of the Crime[5].
—No sabía que tú y Lon fuerais amigos —añadió Banks.
—Ah, ¿Lon no te ha sacado el anuario? ¿No te ha enseñado las fotos? ¿No se ha subido la manga y te ha mostrado las cicatrices y te ha dicho éstas son las heridas que me hice con Lincoln Rhyme?
Sellitto no sonreía. «Bien», pensó Rhyme, «si quiero, puedo darle aún menos motivos para sonreír si lo desea». El veterano detective revolvió en su maletín. ¿Qué demonios llevaba ahí?
—¿Cuánto tiempo estuvisteis de compañeros? —preguntó Banks, por decir algo.
—Menuda preguntita… —comentó Rhyme. Y miró el reloj.
—No fuimos compañeros —dijo Sellitto—. Yo estaba en Homicidios y él era el jefe de la IRD[6].
—¡Oh! —dijo Banks, aún más impresionado. Dirigir la División Central de Investigación y Recursos era uno de los cargos más prestigiosos dentro del Departamento.
—¡Sí! —exclamó Rhyme mirando por la ventana, como si su médico estuviera llegando vía halcón—. Los dos mosqueteros.
Con un tono de paciencia que enfureció a Rhyme, Sellitto explicó:
—Trabajamos juntos siete años, aunque intermitentemente.
—Y qué buenos años fueron —añadió Rhyme con retintín.
Thom frunció el ceño, pero Sellitto no advirtió la ironía. O más probablemente la pasó por alto.
—Tenemos un problema, Lincoln —dijo como si nada—. Necesitamos ayuda.
¡Plas! El montón de papeles aterrizó en la mesilla de noche.
—¿Ayuda? —La carcajada salió directamente de su fina nariz. Blaine siempre había sospechado que era obra de un cirujano, pero no era así; ella también pensaba que sus labios eran demasiado perfectos («Hay que añadir una cicatriz», bromeó una vez, y durante una de sus peleas casi lo había logrado). ¿Y por qué, se preguntaba él, reaparece hoy su voluptuosa presencia? Se había despertado pensando en su ex y se había sentido impelido a escribirle una carta, que en ese momento estaba en la pantalla del ordenador. Guardó el documento en el disco. El silencio se hizo en el cuarto cuando dio la orden con un solo dedo.
—¿Lincoln? —inquirió Sellitto.
—Sí, señor. Ayuda. Mi ayuda. Ya he oído.
Banks mantenía una forzada y del todo inoportuna sonrisa mientras se removía inquieto en la silla.
—Tengo una cita dentro de, bueno, en cualquier momento —dijo Rhyme.
—Una cita.
—Con el médico.
—¿De veras? —preguntó Banks, probablemente con el único fin de conjurar el silencio que les amenazaba de nuevo.
Sellitto, sin saber muy bien qué decir, preguntó:
—¿Qué tal has estado?
Banks y Sellitto no le habían preguntado por su salud al llegar. Era una pregunta que todo el mundo tendía a evitar cuando veía a Lincoln Rhyme. Se corría el riesgo de que la respuesta fuera muy complicada y casi con seguridad antipática.
—He estado bien, gracias —respondió Lincoln con sencillez—. ¿Y tú?, ¿y Betty?
—Nos hemos divorciado —dijo Sellitto rápidamente.
—¿Sí?
—Ella se quedó con la casa y yo con medio niño —explicó el fornido policía con una sonrisa forzada, como si ya hubiera empleado antes la misma frase; Rhyme supuso que detrás de la ruptura habría una historia dolorosa que no tenía ningunas ganas de oír. Aun así, no le sorprendió que el matrimonio hubiera hecho aguas. Sellitto era un mulo trabajando. Era uno de los aproximadamente cien detectives de primera categoría dentro del cuerpo; había ascendido cuando repartieron los puestos por méritos, y no sólo por tiempo de servicio. Trabajaba cerca de ochenta horas a la semana. Rhyme ni siquiera había sabido que estaba casado durante los primeros meses que trabajaron juntos.
—¿Dónde vives ahora? —preguntó Rhyme, esperando que una amable conversación social les agotara y les hiciera marcharse.
—En Brooklyn, en The Heights. A veces voy andando al trabajo. ¿Te acuerdas que siempre estaba haciendo dieta? El truco no es hacer dieta, es hacer ejercicio.
No parecía ni más grueso ni más delgado que el Lon Sellitto de hacía tres años y medio. O que el Sellitto de quince años atrás.
—Así que… —dijo el colegial Banks— …un médico, decías. Para…
—¿Una nueva forma de tratamiento? —dijo Rhyme terminando la pregunta por él—. Exactamente.
—Buena suerte.
—Muchas gracias.
Eran las 11:36 de la mañana, bien pasada la media mañana. Los retrasos le parecían imperdonables en un médico.
Observó como los ojos de Banks le examinaban las piernas un par de veces. Pilló por segunda vez al muchacho lleno de granos y no se sorprendió al ver que el detective se ponía colorado.
—De forma que… —se excusó Rhyme—, me temo que realmente no tengo tiempo para ayudaros.
—Pero el médico todavía no está aquí, ¿no? —preguntó Lon Sellitto en el mismo tono a prueba de balas que solía usar para reventar las supuestas coartadas de los sospechosos de homicidio.
Thom apareció en el umbral con una cafetera.
«Gilipollas», murmuró Rhyme entre dientes.
—Lincoln olvidó ofrecerles algo para tomar, caballeros.
—Thom me trata como a un niño.
—Como el guante a la mano —replicó su ayudante.
—Vale —contestó secamente Rhyme—. Tomad un café. Yo tomaré un poco de leche materna.
—Demasiado temprano —replicó Thom—. El bar no está abierto todavía —añadió, capeando bastante bien la ceñuda expresión de Rhyme.
Una vez más Banks paseó la mirada por el cuerpo de Rhyme. Quizás esperaba encontrar solamente piel y huesos, pero la atrofia se había detenido no mucho después del accidente y el primer fisioterapeuta le había dejado exhausto a base de ejercicios. También Thom, que aunque unas veces se portaba como un gilipollas y otras como una vieja gallina clueca, era un maldito buen fisioterapeuta, que aplicaba a Rhyme ejercicios de gimnasia pasiva todos los días, tomando meticulosas notas con el goniómetro del grado de movimiento que aplicaba a cada articulación de su maltrecho cuerpo. Controlaba cuidadosamente la espasticidad manteniendo brazos y piernas en un constante ciclo de abducción y aducción. El entrenamiento no hacía milagros, pero lograba cierto tono, reducía las contracturas debilitantes y facilitaba el flujo sanguíneo. Para ser alguien cuya actividad muscular durante tres años y medio había quedado limitada a los hombros, la cabeza y el dedo anular izquierdo, Lincoln Rhyme no estaba en tan mala forma.
El joven detective apartó la mirada de la complicada Unidad de Control Electrónico de color negro situada junto al dedo de Rhyme, conectada electrónicamente a otro controlador, del que salían tubos y cables, que llegaban hasta el ordenador y un panel mural.
La vida de un tetrapléjico depende de cables, le había dicho un terapeuta a Rhyme hacía mucho tiempo. Por lo menos la de los ricos, los afortunados.
—Ha habido un asesinato en el West Side esta mañana temprano —dijo Sellitto entrando por fin en materia.
—Hemos recibido denuncias sobre hombres y mujeres vagabundos que desaparecieron el mes pasado —intervino Banks—. Al principio pensamos que podría ser uno de ellos, pero no es así —añadió en tono dramático—. La víctima fue una de esas personas de anoche.
Rhyme no entendió a quién se refería el joven de la cara llena de granos.
—¿Esas personas?
—Nunca ve las noticias —dijo Thom—. Si te estás refiriendo al secuestro, no se ha enterado.
—¿No ves las noticias? —dijo Sellitto riéndose—. ¿Y tú eres el mismo cabrón que leía cuatro periódicos al día y grababa el telediario para verlo al llegar a casa? Blaine me contó que una noche la llamaste Katie Couric[7] mientras hacíais el amor.
—Ahora solamente leo literatura —mintió Rhyme pomposamente.
—Yo creía que la literatura son noticias que siguen siendo nuevas —intervino Thom.
Rhyme hizo caso omiso.
—Un hombre y una mujer que volvían de un viaje de negocios en la Costa Oeste —le explicó Sellitto—. Cogieron un taxi en el aeropuerto John Fitzgerald Kennedy y nunca llegaron a su casa.
—Hubo una denuncia alrededor de las once y media. El taxi pasó por la autopista de Brooklyn a Queens. En el asiento de atrás iban como pasajeros un hombre y una mujer de raza blanca. Parecía como si estuvieran intentando romper una ventana, golpeando el cristal. Nadie anotó la matrícula ni el número de la licencia.
—Ese testigo que vio el taxi, ¿pudo ver al taxista?
—No.
—¿Y la pasajera?
—No hay rastro de ella.
Las once cuarenta y uno. Rhyme estaba furioso con el doctor William Berger.
—¡Qué mal rollo! —musitó distraídamente.
Sellitto suspiró larga y profundamente.
—Venga, continúa —dijo Rhyme.
—Él llevaba el anillo de ella —dijo Banks.
—¿Quién llevaba qué?
—La víctima. Le encontraron esta mañana. Llevaba el anillo de la mujer, de la otra pasajera.
—¿Estás seguro de que era de ella?
—Tenía sus iniciales grabadas.
—Entonces estáis ante un sujeto desconocido —dedujo Rhyme—, que quiere que sepáis que se ha llevado a la mujer y que ella está viva todavía.
—¿Qué es un sujeto desconocido? —preguntó Thom.
Como Rhyme no hizo caso de la pregunta, Sellitto aclaró:
—Un criminal no identificado.
—¿Sabes cómo hizo para que el anillo de ella le ajustara? —preguntó Banks, haciéndose un poco el listo para el gusto de Rhyme.
—Me doy por vencido.
—Cortó la carne del dedo del hombre, completamente, hasta llegar al hueso.
Rhyme esbozó una débil sonrisa.
—¡Ah, entonces es inteligente!
—¿Por qué lo dices?
—Quiso asegurarse de que nadie se llevaría el anillo, que estaría ensangrentado, ¿verdad?
—Hecho un asco.
—Hasta sería difícil verlo. Por otro lado… SIDA, hepatitis. Incluso si alguien lo hubiera visto, la mayoría habría pasado de ese trofeo. ¿Cómo se llama ella, Lon?
El detective más viejo asintió con un gesto hacia su compañero, mientras éste abría su cuaderno de notas.
—Tammie Jean Colfax, conocida como T. J. Veintiocho años. Trabaja para Morgan Stanley.
Rhyme observó que Banks también llevaba un anillo. Parecía el emblema de alguna facultad. El muchacho estaba demasiado pulido para tener solamente estudios secundarios y haber pasado por la academia de policía. Tampoco olía a academia militar. No se habría sorprendido si la joya llevase la inscripción de la universidad de Yale. ¡Vaya detective de homicidios! ¡A lo que estaba llegando el mundo!
El joven policía sostenía entre las manos la taza de café, que removía de vez en cuando. Con un mínimo movimiento del dedo anular sobre el panel de la Unidad de Control Electrónico Everest & Jennings, al que tenía atada la mano izquierda, Rhyme pulsó varias teclas y bajó el aire acondicionado. Tendía a no malgastar la escasa capacidad de control que aún le quedaba en cosas como la calefacción o el aire acondicionado; la reservaba para cosas más necesarias, como las luces, el ordenador y el aparato para pasar páginas. Pero cuando la habitación estaba demasiado fría le goteaba la nariz. Y eso era una insoportable tortura para un tetrapléjico.
—¿Ninguna nota pidiendo rescate? —preguntó Rhyme.
—Ninguna.
—¿Tú eres el oficial que lleva el caso? —preguntó Rhyme a Sellitto.
—Sí, a las órdenes de Jim Polling. Y nos gustaría que tú revisaras el informe de la escena del crimen.
Lincoln lanzó otra carcajada.
—¿Yo? No he visto un informe de escena del crimen desde hace tres años. No sé qué podría deciros.
—Podrías decirnos toneladas de cosas, Linc.
—¿Quién es ahora el jefe de la IRD?
—Vince Peretti.
—El recadero del congresista —recordó Rhyme—. Pídele a él que lo revise.
—Nosotros preferiríamos que lo hicieras tú —insistió Sellitto tras dudar un instante.
—¿A quién te refieres con «nosotros»?
—Al jefe.
—¿Y cómo se siente el capitán Peretti con este voto de no-confianza? —preguntó Rhyme, sonriendo como una colegiala.
Sellitto se levantó y dio unos pasos por la habitación, mirando los montones de revistas apiladas. Forensic Science Review,. Harding & Boyle Scientific Equipment Company Catalog., The New Scotland Yard Forensic Investigation Annual, American College of Forensic Examiners Journal, Report of the American Society of Crime Lab Directors, CRC Press Forensics, Journal of the International Institute of Forensic Science[8].
—Míralas —dijo Rhyme—. Las suscripciones caducaron hace siglos. Y todas están polvorientas.
—Aquí está todo asquerosamente polvoriento, Linc. ¿Por qué no mueves ese culo perezoso y limpias esta pocilga?
Banks miró horrorizado a su superior. Rhyme sofocó el estallido de risa que pugnaba por salir de su interior. Había bajado la guardia y el enojo se había transformado en diversión. Por un momento lamentó que Sellitto y él hubieran roto. Entonces soltó el sentimiento dormido. Refunfuñando dijo:
—No puedo ayudarte, lo siento.
—Tenemos la conferencia de paz que empieza el lunes. Nosotros…
—¿Qué conferencia?
—En la ONU. Embajadores, Jefes de Estado. Habrá diez mil dignatarios en la ciudad. ¿No oíste nada sobre ese asunto en Londres hace dos días?
—¿Asunto? —repitió Rhyme cáusticamente.
—Alguien intentó poner una bomba en el hotel donde se celebraba la reunión de la Unesco. El alcalde teme que ahora le toque el turno a la conferencia de aquí. No quiere titulares desagradables en la prensa.
—También está el pequeño problema —dijo Rhyme secamente— de que tampoco la señorita Tammie Jean vuelva a casa sana y salva.
—Jerry, cuéntale algunos detalles. Despiértale el apetito.
Banks desvió su atención de las piernas de Rhyme a su cama, que era con mucho lo más interesante de la habitación, admitió Rhyme de buena gana. Sobre todo el panel de control, que parecía un transbordador espacial y casi costaba igual de caro.
—Diez horas después de ser secuestrados hemos encontrado al pasajero masculino, John Ulbrecht, con un disparo y enterrado vivo en la vía de Amtrak, cerca de la calle Treinta y siete con la Once. Le encontramos muerto. Había sido enterrado vivo. La bala era del calibre 32 —Banks miró hacia arriba y añadió—: La versión Honda Accord de las balas.
Eso quería decir que no había sagaces deducciones sobre el presunto asesino a partir del exótico armamento. Este Banks parece listo, pensó Rhyme, y su única enfermedad es la juventud, que puede que se le cure o no con la edad. Lincoln Rhyme creía de sí mismo que él nunca había sido joven.
—¿La bala estaba rayada? —preguntó Rhyme.
—Seis marcas y estrías, en espiral.
—Entonces el tipo usó un Colt —dijo Rhyme a la vez que volvía a echar un vistazo al diagrama de la escena del crimen.
—Has dicho «el tipo» —continuó el joven detective—, pero realmente se trata de «los tipos».
—¿Qué?
—Hay dos. Había dos grupos de huellas de pisadas entre la tumba y la base de una escalera de hierro. De todas formas, tuvo que haber dos para arrastrar a la víctima. Pesaba más de noventa kilos. Un solo hombre no habría podido hacerlo.
—Sigamos.
—Le llevaron hasta la fosa, le echaron dentro, dispararon sobre él y le enterraron, volvieron a la escalera, subieron y se esfumaron.
—¿Le dispararon en la misma fosa?
—Sí. No había rastros de sangre por los alrededores de la escalera, ni en el trayecto hasta la fosa.
Rhyme se descubrió a sí mismo ligeramente interesado.
—¿Qué necesitáis de mí?
Sellitto sonrió abiertamente enseñando sus amarillentos dientes mellados.
—Tenemos entre manos un misterio, Linc. Un montón de pruebas materiales que no tienen ningún maldito sentido.
—¿Y qué? —no era frecuente toparse con una escena del crimen en la que todas las evidencias encajasen.
—Este caso es realmente extraño. Lee el informe, por favor. Lo dejo aquí. ¿Cómo funciona esto? —preguntó Sellitto mirando a Thom, que colocó el informe en el aparato pasapáginas.
—No tengo tiempo, Lon —protestó Rhyme.
—Menudo artilugio —observó Banks, mirando el pasapáginas. Rhyme no respondió. Ojeó la primera página y luego la leyó atentamente. Movió el dedo anular hacia la izquierda con precisión milimétrica. Una banda de goma pasó la página.
Leía. Pensaba: «Vaya, esto sí que es raro».
—¿Quién se hizo cargo de la escena del crimen?
—Peretti en persona. Cuando supo que la víctima era uno de los pasajeros del taxi decidió asumir esa función él mismo.
Rhyme siguió leyendo. Durante un minuto las poco imaginativas palabras de un atestado policial captaron su interés. Entonces sonó el timbre de la puerta y el corazón se le aceleró con un intenso escalofrío. Sus ojos se deslizaron hacia Thom. Eran fríos y dejaban claro que se había acabado el tiempo de las distracciones. Thom asintió con la cabeza e inmediatamente bajó las escaleras.
Todos los pensamientos sobre taxistas, pruebas y banqueros secuestrados se desvanecieron como por ensalmo en la mente de Lincoln Rhyme.
—Es el doctor Berger —anunció Thom por el interfono.
Por fin. ¡Ya era hora!
—Bueno, lo siento, Lon. Tengo que pediros que os marchéis. Estuvo bien volver a verte —se despidió Lincoln con una sonrisa—. Un caso interesante éste.
Sellitto dudó un segundo, pero enseguida se creció.
—Pero, vas a leer todo el informe, ¿verdad, Lincoln? ¿Nos darás tu opinión?
—¡Ya lo creo! —replicó Rhyme, y luego volvió a apoyar la cabeza en la almohada. Los tetrapléjicos que, como él, mantenían completa movilidad de cabeza y cuello, eran capaces de activar una docena de controles con sólo tres movimientos de la cabeza. Pero Rhyme evitaba el apoyo para la cabeza. Le quedaban tan pocos placeres sensuales que era incapaz de renunciar al de acurrucar la cabeza en su almohada de doscientos dólares. Los visitantes le habían cansado. Ni siquiera era mediodía y todo lo que quería hacer era dormir. Sentía que los músculos del cuello le punzaban agudamente.
Cuando Sellitto y Banks ya estaban en la puerta Rhyme dijo:
—Lon, espera —el detective se dio la vuelta—. Debes saber una cosa. Sólo has encontrado media escena del crimen. La importante es la otra mitad, la escena primaria. Su casa. Y va a ser endiabladamente difícil de localizar.
—¿Por qué crees que hay otra escena?
—Porque no mató a la víctima en la fosa. Le disparó allí, en la escena primaria. Y probablemente sea allí donde haya llevado a la mujer. Debe ser un sitio subterráneo o lugar muy solitario de la ciudad. O ambas cosas… Sí, Banks —Rhyme se adelantó a la pregunta del joven detective—, el asesino no se habría arriesgado a disparar a alguien y mantener un rehén allí a menos que fuera un sitio tranquilo y aislado.
—Tal vez usó un silenciador.
—No hay ningún rastro de deflector de goma o algodón en la bala —espetó Rhyme.
—Pero ¿cómo iba a haberle disparado al hombre en ese lugar? —opuso Banks—. Quiero decir que no había salpicaduras de sangre en la escena.
—Supongo que el tiro se lo dieron en la cara —continuó Rhyme.
—Bueno, sí —admitió Banks, con una estúpida sonrisa—. ¿Cómo lo sabes?
—Porque es muy doloroso, muy incapacitante pero con muy poca sangre con una bala del 32. Rara vez mortal si no tocas el cerebro. Con la víctima en ese estado el asesino pudo llevarle adonde quisiera. Y lo digo en singular porque sólo hay uno.
—Pero… había dos grupos de pisadas —dijo Banks casi susurrando, como si estuviera atravesando un campo de minas.
Rhyme suspiró.
—Las huellas de las suelas son idénticas. Las dejó el mismo hombre al hacer dos veces el mismo recorrido. Para confundirnos. Y las huellas orientadas al norte tienen la misma profundidad que las que se dirigen al sur. De manera que no acarreaba un peso de noventa kilos en una dirección y no en la otra. ¿La víctima estaba descalza?
Banks rebuscó entre sus notas.
—Tenía los calcetines puestos.
—Vale, entonces el asesino llevaba los zapatos de la víctima durante su pequeño paseo hasta la escalera y vuelta.
—Si no bajó la escalera, ¿cómo llegó hasta la fosa?
—Llevó al hombre a lo largo de las vías del tren. Probablemente desde el norte.
—No hay más escaleras de acceso a la carretera en varias manzanas a la redonda en cualquiera de las dos direcciones.
—Pero hay túneles que van en paralelo a las vías —continuó Rhyme—. Comunican con los sótanos de algunos viejos almacenes de la avenida Once. Los excavó un gángster, Owney Madden, durante la Ley Seca para poder llevar cargamentos de whisky de contrabando en trenes que subían desde la Estación Central hacia Albany y Bridgeport.
—Pero ¿por qué no enterró a la víctima cerca del túnel? ¿Por qué se arriesgó a ser visto arrastrando al hombre todo el camino por el paso superior?
—¿Captas lo que nos está queriendo decir o no? —preguntó Rhyme impaciente.
Banks abrió la boca, pero enseguida meneó la cabeza.
—Tenía que poner el cuerpo donde se le pudiera ver —dijo Rhyme—. Necesitaba que alguien lo encontrase. Para llamar nuestra atención. Lo siento, puede que tengáis sólo un sospechoso pero es lo bastante listo como para dos. Hay una puerta de acceso a un túnel en algún sitio cercano. Volved allí y buscad huellas. No habrá ninguna. Pero no importa, tenéis que hacerlo. Ya sabéis, la prensa. Cuando la historia salga a la luz… Bueno, buena suerte, caballeros. Ahora tenéis que disculparme. ¿Lon?
—¿Sí?
—No te olvides de la escena primaria del crimen. Donde sea que haya ocurrido, tienes que encontrarla. Y deprisa.
—Gracias, Linc. Sólo te pido que leas el informe.
Rhyme dijo que por supuesto lo leería y observó que se creían la mentira. Completamente.