19

En 1911 una tragedia de enorme magnitud asoló nuestra hermosa ciudad.

El 25 de marzo, cientos de diligentes mujeres jóvenes trabajaban duramente en una de las muchas factorías textiles, popularmente conocidas como «fábricas de sudor», en Greenwich Village, en el centro de Manhattan.

Los propietarios de la empresa tenían tal ansia de obtener ganancias, que negaban a las pobres chicas incluso la satisfacción de las necesidades primarias de las que gozaban los mismos esclavos. Creían que no se podía confiar en que las trabajadoras realizaran visitas rápidas a los aseos, por lo que mantuvieron cerradas las puertas de las salas de corte y confección a cal y canto.

El coleccionista de huesos regresaba a su edificio. Pasó al lado de un coche patrulla, pero mantuvo la mirada hacia delante y los agentes ni se percataron de su presencia.

En este día se produjo un incendio en la octava planta del edificio y en cuestión de minutos se propagó por toda la fábrica. Las jóvenes empleadas intentaron escapar. Sin embargo, no pudieron huir debido a que las puertas permanecían cerradas. Muchas murieron in situ y otras tantas saltaron al vacío, a treinta metros del pavimento adoquinado, algunas horriblemente envueltas en llamas, y murieron por el impacto con la implacable Madre Tierra.

El número de víctimas ascendió a ciento cuarenta y seis en el llamado incendio de la Triangle Shirtwaist Factory. No obstante, la policía estaba desconcertada por la imposibilidad de localizar a una de las víctimas, una joven llamada Esther Weinraub, a la que varios testigos habían visto arrojarse desesperadamente desde la ventana del octavo piso. Ninguna de las chicas que habían hecho lo mismo sobrevivió a la caída. ¿Era posible que hubiese sobrevivido milagrosamente? Cuando se colocaron los cadáveres en la calle con el fin de que los afligidos familiares los identificasen, el cuerpo de la pobre señorita Weinraub no se encontró.

Empezó a circular un rumor sobre un profanador de cementerios, un hombre al que se había visto acarreando un bulto desde la escena del incendio. Tan indignados estaban los agentes de que alguien pudiese violar los restos sagrados de una joven, que pusieron en marcha una sigilosa búsqueda.

Tras varias semanas, sus diligentes esfuerzos dieron resultado. Dos residentes de Greenwich Village informaron de que habían visto a un hombre abandonando la escena del incendio y transportando un pesado bulto, «que parecía una alfombra», sobre el hombro. Los agentes dieron con su rastro y le siguieron hasta la zona oeste de la ciudad, donde interrogaron a los vecinos y supieron que el hombre encajaba con la descripción de James Schneider, que aún andaba suelto.

Limitaron la búsqueda a un domicilio decrépito ubicado en un callejón en Hell's Kitchen, no lejos de las vaquerías de la calle Sesenta. Al adentrarse en el callejón, les llegó un hedor nauseabundo…

Ahora estaba pasando por delante del mismísimo lugar del incendio del Triangle Shirtwaist, quizás incluso fuera su subconsciente el que le condujo hasta allí. El Edificio Asch[46 ], irónico nombre para la estructura que había albergado la fatídica fabrica, ya no existía y ahora el solar formaba parte de un edificio de la Universidad de Nueva York. Antes y ahora… Al coleccionista de huesos no le hubiera sorprendido ver a las trabajadoras vestidas con camisas blancas, precipitándose hacia la muerte, cayendo los cuerpos alrededor de él como copos de nieve, dejando tras de sí una estela de chispas y humo apenas perceptible.

Al entrar en la habitación de Schneider, las autoridades se encontraron con un espectáculo tal, que hasta los más curtidos salieron de allí tambaleándose de horror. El cuerpo de la desdichada Esther Weinraub, o más bien lo que quedaba de él, fue hallado en el sótano. Schneider estaba empeñado en completar el trabajo del trágico incendio y extraía la piel de la mujer con medios demasiado espeluznantes como para describirlos aquí.

Tras registrar este repugnante lugar, se descubrió un cuarto secreto en un lateral del sótano, repleto de huesos desprovistos totalmente de la carne, que le había sido arrancada a tiras a sus víctimas.

Debajo de la cama de Schneider, un agente encontró un diario en el que el demente describía su particular historia de la maldad. «El hueso —escribió Schneider— constituye la última esencia del ser humano. Permanece inalterable, no defrauda, no se doblega. Una vez que la fachada de nuestras costumbres licenciosas de la carne, imperfecciones propias de las Razas inferiores y del sexo más débil, es quemada o hervida, nos convertimos, todos nosotros, en hueso noble. El hueso no miente. Es inmortal».

El diario del lunático exponía una crónica de horripilante experimentación cuyo fin último era hallar la manera más eficaz de arrancarle la carne a sus víctimas. Hervía los cuerpos, los quemaba, usaba lejía para descomponerlos, los amarraba a un poste para que los animales los devorasen y los sumergía bajo el agua.

Pero había un método que prefería entre todos los demás para esta macabra actividad. «He llegado a la conclusión de que lo más idóneo es simplemente enterrar el cadáver en tierra fértil y dejar que la Naturaleza se encargue de esta tediosa labor. Este método es el que más tiempo precisa, pero el que menos sospechas provoca ya que los olores se reducen al mínimo. Prefiero sepultar a los sujetos mientras que aún están vivos, aunque no sabría explicar exactamente la razón».

En su cuarto, secreto hasta aquel momento, se hallaron otros tres cuerpos en las mismas condiciones. Las manos abiertas y los rostros desencajados de las pobres víctimas atestiguaban que, efectivamente, estaban vivas cuando Schneider echó la última paletada de tierra sobre sus atormentadas cabezas.

Fueron estos terroríficos y malvados hechos los que indujeron a los periodistas de aquel momento a apodar a Schneider con el nombre por el que siempre se le recordaría en la posteridad: «El coleccionista de huesos».

Siguió conduciendo, volvió a pensar en la mujer del maletero, Esther Weinraub. Su delgado codo, su clavícula tan frágil como el ala de un pájaro. Condujo el taxi a toda velocidad, incluso se arriesgó a pasar dos semáforos en rojo. No podía esperar más.

—No estoy cansado —dijo Rhyme con brusquedad.

—Estés o no cansado, necesitas descansar.

—No, necesito otro trago.

Unos maletines negros estaban alineados contra la pared, a la espera de que los oficiales de la Comisaría n° 20 los volvieran a llevar al laboratorio de la IRD. Mel Cooper bajaba por las escaleras con un maletín que contenía el microscopio. Lon Sellitto aún permanecía sentado en la silla de mimbre, pero no decía gran cosa. Acababa de llegar a la evidente conclusión de que Lincoln Rhyme no era en absoluto un borracho tranquilo.

—Estoy seguro de que te ha subido la tensión. Necesitas descansar —afirmó Thom.

—Lo que necesito es un trago.

«Maldita seas, Amelia Sachs», pensó Rhyme. Y no supo por qué.

—Deberías dejarlo. La bebida nunca te ha sentado bien.

«Bueno, por supuesto que lo voy a dejar», se dijo Rhyme para sus adentros. «De una vez por todas. El lunes. Y no quiero un plan de doce fases; va a ser de golpe».

—Échame otro trago —ordenó.

Aunque, en realidad, no le apetecía mucho.

—No.

—Échame un trago, ahora —dijo Rhyme bruscamente.

—Ni lo pienses.

—Lon, ¿me podrías poner otro trago, por favor?

—Yo…

—Ya no va a tomar más. Cuando se pone así es insufrible, y no tenemos por qué aguantarle —añadió Thom.

—¿Te niegas a dármelo? Te podría despedir.

—Adelante.

—¡Abusas de un pobre lisiado! Te denunciaré. Arréstale, Lon.

—Lincoln… —empezó Sellitto intentando calmarle.

—¡Arréstale!

El detective estaba sorprendido por el ensañamiento con que hablaba Rhyme.

—Eh, colega, quizás deberías tranquilizarte un poco —le aconsejó Sellitto.

—Oh, por Dios —se quejó Rhyme. Empezó a lamentarse en voz alta.

—¿Qué te pasa? —espetó Sellitto.

Thom guardaba silencio, observando con cautela.

—El hígado —respondió Rhyme mostrando una sonrisa maliciosa en su rostro—. Probablemente sea cirrosis.

—No voy aguantar esta mierda, ¿vale? —soltó Thom, furioso, girando sobre sus talones.

—No. No…

Desde la entrada se oyó la voz de una mujer: «No tenemos mucho tiempo».

—… Va-le.

Amelia Sachs entró en la habitación y echó una ojeada a las mesas vacías. Rhyme notó que tenía baba en el labio. Sentía una rabia incontenible. Porque ella había visto la baba. Porque llevaba una camisa blanca recién planchada que se había puesto sólo para ella. Y porque quería desesperadamente estar a solas, para siempre, solo en la oscuridad de una paz inamovible, donde él fuese el rey. No rey por un día, sino rey por toda una eternidad.

La saliva le hacía cosquillas en el labio. Esforzó los músculos del cuello, ya doloridos, para intentar limpiarse. Thom cogió un Kleenex de una caja y se lo pasó hábilmente por la boca y el mentón.

—Oficial Sachs —dijo Thom—. Bienvenida. Un modelo ejemplar de madurez. No es algo que veamos con frecuencia.

No llevaba su gorra y tenía la blusa azul marino con el escote abierto. Su larga melena pelirroja le caía sobre los hombros. A nadie le resultaría difícil distinguir ese pelo bajo un microscopio de contraste.

—Mel, déjeme pasar —dijo ella, indicando con la cabeza la escalera.

—¿No deberías estar durmiendo hace rato?

Thom le dio en el hombro. El gesto significaba «compórtate».

—Acabo de venir del edificio federal —le dijo a Sellitto.

—¿En qué se está empleando el dinero de los contribuyentes?

—Lo han cogido.

—¿Qué? —preguntó Sellitto—. Así como así. ¡Dios mío! ¿Lo saben en el centro?

—Perkins llamó al alcalde. El tío es un taxista. Nació aquí, pero su padre es serbio. Así que, piensan que está intentando vengarse de la ONU o algo por el estilo. Tiene licencia de taxista. Ah, y también un historial clínico de trastornos mentales. Dellray y los agentes federales van de camino para allá ahora mismo.

—¿Cómo lo han hecho? —inquirió Rhyme—. Seguro que fue la huella dactilar.

Ella asintió.

—Sospechaba que sería muy relevante. Y, dime, ¿hasta qué punto les preocupa la siguiente víctima?

—Les preocupa —contestó con calma—. Pero sobre todo quieren trincar al sujeto desconocido.

—Bueno, eso es muy propio de ellos. Y déjame que adivine: Creen que van a sonsacarle dónde se encuentra la víctima una vez que le hayan pillado.

—Has dado en el clavo.

—Eso puede llevar algún tiempo —añadió Rhyme—. Me aventuraré a dar esa opinión sin la ayuda de nuestro Dobyns y los expertos conductuales. ¿Has cambiado de idea? ¿Por qué has vuelto?

—Porque le pesque o no Dellray, creo que no tenemos tiempo que perder. Para salvar a la próxima víctima, me refiero.

—Oh, pero nos han desmantelado, ¿no te has enterado? Nos han cerrado, nos han clausurado.

Rhyme se miraba en la oscura pantalla del ordenador, intentando ver si aún seguía peinado.

—¿Te das por vencido? —preguntó ella.

—Oficial —comenzó a decir Sellitto—, aunque quisiéramos hacer algo, no tenemos ninguna de las pruebas materiales. Esa es la única conexión…

—Las tengo.

—¿Qué?

—Todo. Está abajo en la furgoneta.

El detective miró por la ventana.

—De la última escena. De todas las escenas —continuó Sachs.

—¿Las tienes? —preguntó Rhyme—. Pero ¿cómo?

—¡Por Dios! Ella las ha birlado, Lincoln —contestó Sellitto riéndose.

—Dellray no las necesita —señaló Sachs—. Excepto para el juicio. Ellos tienen al sujeto desconocido, nosotros rescataremos a la víctima. No está mal, ¿eh?

—Pero si Mel Cooper se acaba de ir.

—No, está abajo. Le pedí que esperara.

Sachs se cruzó de brazos. Miró el reloj. Eran más de las once.

—No nos queda mucho tiempo —repitió.

Los ojos de Rhyme también se fijaron en el reloj. Dios, estaba cansado. Thom llevaba razón; hacía años que no llevaba tantas horas despierto. Sin embargo, si bien hoy había estado furioso, avergonzado o sobrecogido por una despiadada frustración, le sorprendía, no, le asombraba, no haber sentido los minutos transcurridos como ascuas que se asientan igual que un lastre insoportable sobre el alma. Esto es lo que le había ocurrido en los últimos tres años y medio.

—Bueno, ¡vaya notición! —soltó una carcajada—. ¿Thom? ¡Thom! Necesitamos un café. Doble. Sachs, lleva esas muestras de celofán al laboratorio junto con la foto Polaroid del trozo que Mel extrajo del hueso de caña. Quiero un informe comparativo de polarización en una hora. Y nada de tonterías como «lo más probable es que»… Quiero una respuesta: saber en qué cadena de ultramarinos compró nuestro sujeto desconocido el hueso de caña. Y avisa otra vez a ese ayudante tuyo, Lon. Ese que se llama como el jugador de béisbol.

Las furgonetas negras se dirigían a toda velocidad por las calles laterales.

Era un trayecto más largo hasta el domicilio del criminal, pero Dellray sabía lo que hacía; en las operaciones antiterroristas había que evitar las calles principales de la ciudad, que a menudo estaban vigiladas por cómplices. Dellray, sentado en la parte trasera de la furgoneta de acero, se ajustó la correa de velcro del chaleco blindado. Estaban a menos de diez minutos.

Al pasar a toda velocidad, observó los apartamentos deteriorados y los solares llenos de basura. La última vez que había estado en aquel ruinoso vecindario, se había hecho pasar por el rastafari Peter Haile Thomas de Queens. Había comprado sesenta y dos kilos de cocaína a un puertorriqueño arrugado y consumido que decidió, en el último momento, darle el palo a su comprador. Cogió la pasta y apuntó con la pistola a la ingle de Dellray, apretando el gatillo con tanta calma como si estuviera escogiendo verduras en el supermercado. Clic, clic, clic. El disparo falló. Toby Dolittle y el equipo de refuerzo redujeron al cabrón y a sus matones antes de que aquella escoria pudiera reaccionar. Dellray, hecho un manojo de nervios, se quedó reflexionando sobre la ironía de que casi le habían matado porque el criminal se había creído realmente que era un camello y no un poli.

—Hora prevista de llegada en cuatro minutos —dijo el conductor en voz alta.

Por alguna razón, los pensamientos de Dellray se centraron en Lincoln Rhyme. Se arrepentía de haberse comportado como un cabrón al tomar el relevo del caso. Pero no le quedaban muchas alternativas. Sellitto era un bulldog y Polling, un psicópata, aunque Dellray sabía manejarlos. Rhyme era el que le preocupaba. Era un lince (joder, fue su equipo el que había encontrado la huella de Pietrs, aunque no hubiesen actuado tan rápido como debieran haberlo hecho). En los viejos tiempos, antes del accidente, no se podía ganar a Rhyme si él no se dejaba ganar. Y tampoco se le podía engañar.

Ahora Rhyme era un juguete estropeado. Era triste ver lo que podía sucederle a un hombre, cómo se podía estar muerto en vida. Dellray había entrado en su habitación, nada menos que su habitación, y le había atacado con dureza. Con mayor dureza de lo necesario.

Quizá le llamase. Podría…

—Hora del espectáculo —anunció el conductor y Dellray se olvidó completamente de Lincoln Rhyme.

Las furgonetas giraron hacia la calle donde Pietrs residía. La mayoría de los barrios por donde habían pasado estaban llenas de sudorosos vecinos, que sujetaban botellas de cerveza y cigarrillos, esperando que les llegara una bocanada de aire fresco. Pero esta calle era oscura y estaba vacía.

Las furgonetas se detuvieron lentamente. Se bajaron dos docenas de agentes, vestidos de negro con uniformes especiales, transportando sus H & Ks equipados con láser y focos de cañón. Dos homeless se les quedaron mirando fijamente; uno de ellos rápidamente ocultó su botella de licor de malta Colt 44 debajo de la camisa.

Dellray miró hacia una ventana del edificio de Pietrs en la que se veía un tenue resplandor amarillo.

El conductor hizo retroceder a la primera furgoneta hacia una zona de aparcamiento umbría y le susurró a Dellray:

—Es Perkins. —Dio unos golpecitos en los auriculares—. Tiene al teléfono al director. Quieren saber quién está dirigiendo la operación.

—Yo —contestó bruscamente el Camaleón, y se volvió hacia su equipo—. Quiero que vigiléis toda la calle y las callejuelas. Los francotiradores allí, allí y allá. Y quiero que todos estéis en vuestras posiciones a la voz de ya. ¿Estáis todos de acuerdo conmigo?

Bajaba las escaleras, crujía la vieja madera.

Con su brazo rodeando el cuerpo de la mujer, medio inconsciente por el golpe en la cabeza, la llevó hacia el sótano. Al pie de la escalera, la tiró al suelo polvoriento y la miró.

Esther…

Los ojos de ella se encontraron con los suyos. Desesperada, implorando. Él ni lo notó. Lo único que veía era su cuerpo. Comenzó a quitarle la ropa, el conjunto morado. Era inconcebible que en estos tiempos una mujer realmente saliera a la calle vestida con nada más que, bueno, unas prendas íntimas. No se le había ocurrido que Esther Weinraub fuera una puta. Se imaginaba que ella era una chica trabajadora, que cosía camisas, cinco camisas por un centavo.

El coleccionista observó su clavícula, que se señalaba bajo su garganta. Y mientras que otro hombre se hubiera fijado en sus pechos y sus oscuras aureolas, él miró fijamente la hendidura del esternón y las costillas que afloraban de él como patas de araña.

—¿Qué haces? —preguntó ella, aún grogui por el golpe que había recibido en la cabeza.

El coleccionista la miró de arriba abajo detenidamente, pero lo que vio no fue una joven anoréxica, con una nariz demasiado ancha, labios demasiado gruesos y piel como lija. Bajo todas esas imperfecciones, vio la perfecta belleza de su estructura.

Acarició su sien, la tocó suavemente. Por favor, que no esté fracturada…

Ella tosió y bufó; los gases eran muy fuertes allí abajo, aunque él ya apenas se daba cuenta.

—No vuelvas a hacerme daño —susurró, con la cabeza ladeada—. No me hagas daño. Por favor.

Sacó el cuchillo del bolsillo, se agachó y con un sólo corte le quitó la ropa interior. Ella miró su cuerpo desnudo.

—¿Eso es lo que quieres? —dijo entrecortadamente—. Vale, puedes follarme. Venga.

El placer de la carne, pensó… ni por asomo se podía comparar.

La ayudó a incorporarse y ella, como loca, se apartó de él. Tropezándose, se dirigió hacia una pequeña entrada en la esquina del sótano. No corría, realmente no intentaba huir. Sólo sollozaba, extendiendo una mano, haciendo eses hacia la puerta.

El coleccionista la miró, embelesado por su modo de caminar lento y patético.

La entrada, que antaño conducía a una tolva de carbón, ahora daba a un estrecho túnel que conectaba con el sótano del contiguo edificio abandonado.

Esther se dirigió con dificultad hacia la puerta metálica y la abrió. Se metió dentro. No había pasado ni un segundo, cuando escuchó sus gritos de lamento. A continuación oyó su voz desgarradora y entrecortada, «Dios mío, no, no, no…», y también otras palabras, que se perdían en medio de sus alaridos de terror.

Después regresó por el túnel, moviéndose ahora con mayor rapidez, agitando las manos como si intentase sacudirse de encima lo que había visto.

«Ven conmigo, Esther».

Tropezando por el suelo polvoriento, sollozando.

«Ven conmigo».

Topándose justo con él, expectante y paciente, con los brazos extendidos que la rodearon. Estrechó a la mujer con fuerza, como un amante, sintió aquella maravillosa clavícula bajo sus dedos y lentamente arrastró a la desesperada mujer una vez más hacia la entrada del túnel.