—Échame un poco más, Lon.
Rhyme bebía por una paja, Sellitto de un vaso. Ambos tomaron el licor de color ahumado solo. El detective se dejó caer en la chirriante silla de mimbre y Rhyme pensó que se parecía un poco a Peter Lorre en Casablanca.
Terry Dobyns se había marchado, no sin antes exponer unos mordaces enfoques psicológicos sobre el narcisismo y los métodos empleados por el gobierno federal. Jerry Banks también se había ido. Mel Cooper seguía desmontando y recogiendo afanosamente su equipo.
—Esto está bueno, Lincoln —dijo Sellitto, dando sorbos a su whisky escocés—. ¡Coño! Yo no puedo permitirme esta mierda. ¿Cuántos años tiene?
—Creo que tiene veinte años.
El detective observó el líquido pardusco.
—Maldita sea, si esto fuera una mujer, sería ya mayor de edad y entonces…
—Dime, Lon, ¿y Polling? ¿Ese berrinche que le dio, cómo se explica?
—¿El pequeño Jimmy? —se echó a reír Sellitto—. Me temo que se va a meter en un lío. Él es el que intervino para sacar a Peretti del caso y no dejarlo en manos de los federales. Realmente se ha arriesgado. Y recomendar tu colaboración costó mucho trabajo. Hubo algunos que se sintieron ofendidos. No por ti personalmente, sino por meter a un simple civil en un caso tan disputado como éste.
—¿Polling me recomendó? Creía que había sido el jefe.
—Sí, pero fue Polling quien movió el asunto en primer lugar. Tan pronto como se enteró de que había habido un secuestro y unas pruebas preparadas en la escena, lo llamó.
«¿Polling me quería a mí?», se preguntó Rhyme. Aquello sí que era curioso. Rhyme no había tenido ningún contacto con Polling en los últimos años, ninguno desde el caso del policía asesino, cuando Rhyme había sufrido el accidente. Había sido Polling el que se había encargado del caso y el que finalmente pescó a Dan Shepherd.
—Pareces sorprendido —dijo Sellitto.
—¿Porque quisiera que yo trabajara en este caso? Pues sí, lo estoy. No nos llevábamos precisamente bien. Al menos, antes no.
—¿Y eso por qué?
—Presenté una denuncia 14-43 contra él.
14-43 era un parte de quejas del Departamento de Policía de Nueva York.
—Hace cinco o seis años, cuando él era teniente, me lo encontré interrogando a un sospechoso justo en medio de una escena segura. La contaminó. Me puse negro. Presenté un informe que salió a colación cuando investigaron aquel lío en el que se metió, cuando se cargó al sospechoso que estaba desarmado.
—Pues supongo que todo está perdonado, porque de veras que te quería en este caso.
—Lon, anda, ¿me haces una llamada de teléfono?
—Claro.
—No —intervino Thom, quitándole el teléfono al detective—. Que lo haga él.
—No he tenido tiempo de ver cómo funciona —se justificó Rhyme, indicando con la cabeza hacia la unidad de control electrónico que estaba en tono de marcado y que Thom había descolgado previamente.
—No le has dedicado tiempo, que es muy diferente. ¿A quién llamas?
—A Berger.
—No, eso sí que no —rehusó Thom—. Es tarde.
—Sé leer la hora perfectamente, gracias —contestó Rhyme con calma—. Llámale. Se hospeda en el Plaza.
—No.
—Te pido que le llames.
—Toma.
El asistente plantó un trozo de papel en el otro extremo de la mesa, pero Rhyme lo leyó fácilmente. Puede que Dios le hubiese arrebatado bastantes cosas a Lincoln Rhyme, pero le había concedido la vista de un chaval. Apoyando su mejilla en la palanca de control, realizó el proceso de marcar los números de teléfono. Resultó más fácil de lo que se había imaginado, pero se entretuvo a propósito, mascullando maldiciones mientras lo hacía. Enfurecido, Thom hizo caso omiso y bajó por la escalera.
Berger no estaba en la habitación del hotel. Rhyme desconectó el teléfono, enfadado porque no podía colgarlo de golpe.
—¿Algún problema? —preguntó Sellitto.
—No —gruñó Rhyme.
¿Dónde estaría?, pensó Rhyme irritado. Era tarde. Berger debería estar en su habitación a estas horas. Le acometió una extraña sensación: celos porque su médico había salido para ayudar a otra persona a morir.
De pronto Sellitto se rió entre dientes. Rhyme alzó la vista. El poli se estaba comiendo una barra de chocolate. Había olvidado que la comida basura constituía la dieta básica de aquel grandullón cuando trabajaban juntos.
—Estaba pensando… ¿Te acuerdas de Bennie Ponzo?
—¿Del Equipo Operativo contra el Crimen Organizado, hace diez o doce años?
—Sí.
A Rhyme le había gustado trabajar contra la mafia. Los criminales eran profesionales. Las escenas del crimen planteaban un desafío. Y rara vez las víctimas eran inocentes.
—¿Quién era ese? —inquirió Mel Cooper.
—El asesino a sueldo de Bay Ridge —respondió Sellitto—. ¿Te acuerdas de lo del «sandwich de caramelo», después de que le ficháramos?
Rhyme se rió, asintiendo con la cabeza.
—¿Cómo es la historia? —preguntó Cooper.
—Bueno, pues Lincoln, otro par de tíos y yo estábamos en Administración Central. Y Bennie, recuerda, era un tío grande, estaba sentado, todo encorvado, tocándose la barriga. De repente va y dice: «¡Eh! Tengo hambre. Quiero un sandwich de caramelo». Nos mira a todos y le digo, «¿Qué es un sandwich de caramelo?». Y me mira como si fuera un marciano y me dice, «¿Qué coño crees que es? Coges una barra de chocolate Hershey, la pones entre dos rebanadas de pan y te lo comes. Eso es un jodido sandwich de caramelo» —contó Sellitto.
Se echaron a reír. Sellitto le ofreció la barra a Cooper, que la rechazó haciendo un gesto con la cabeza, y luego se la ofreció a Rhyme, que sintió un repentino impulso de darle un mordisco. Hacía un año desde la última vez que había comido chocolate. Evitaba ese tipo de alimentos tales como azúcar, golosinas. Alimentación un tanto problemática. Las pequeñas cosas de la vida eran las cargas que más pesaban, las que más le entristecían y agotaban. Vale, nunca vas a hacer submarinismo o escalar los Alpes. ¿Y qué? Mucha gente no lo hace. Pero todo el mundo se cepilla los dientes. Y va al dentista, se pone un empaste o coge el tren de vuelta a casa. Todo el mundo se saca un trozo de cacahuete de la muela cuando nadie le está mirando.
Todos excepto Lincoln Rhyme.
Le dijo que no con la cabeza a Sellitto y le dio un largo trago al whisky. Sus ojos se desviaron hacia la pantalla del ordenador, recordando la carta de despedida que le estaba escribiendo a Blaine cuando Sellitto y Banks le habían interrumpido aquella mañana. También quería escribir algunas otras cartas.
La carta que posponía era la de Pete Taylor, el traumatólogo especializado en lesiones de la columna vertebral. La mayoría de las veces, Taylor y Rhyme no habían hablado de su estado, sino acerca de la muerte. El médico era un acérrimo contrario a la eutanasia. Rhyme creía que le debía una carta para explicarle la razón por la que había decidido suicidarse.
¿Y Amelia Sachs?
Decidió que la hija del patrullero también recibiría una nota. Los lisiados son generosos, los lisiados son amables, los lisiados son de hierro…
Los lisiados no son nada si no son indulgentes.
Estimada Amelia:
Mi querida Amelia:
Amelia:
Estimada Oficial Sachs:
Dado que hemos tenido el placer de trabajar juntos, me gustaría aprovechar esta oportunidad para manifestar que, aunque la considero un Judas traidor, la he perdonado. Además le deseo lo mejor en su futura carrera como lameculos de los medios de comunicación…
—¿Cuál es la historia de Sachs, Lon?
—¿Aparte del hecho de que tiene un genio del demonio que no conocía?
—¿Está casada?
—No. Con una cara y un cuerpo como esos, lo normal sería que algún tipo guapo la hubiera pescado ya, pero ni siquiera sale con nadie. Nos enteramos de que había salido con alguien hace unos años, pero nunca habla de ello —contestó y, bajando la voz, añadió—: Se rumorea que es lesbiana, femenina, nada de un marimacho. Aunque yo no sé nada de eso, mi vida social se reduce a ligar con mujeres en la lavandería los sábados por la noche. Oye, funciona. ¿Qué quieres que te diga?
Tendrás que aprender a pasar de los muertos.
Rhyme pensaba en la mirada que apareció en su rostro cuando le dijo eso. ¿A qué venía todo aquello? Después se enfadó consigo mismo por dedicar tiempo a pensar en ella. Y bebió un buen trago de whisky.
El timbre sonó y luego se oyeron pasos por la escalera. Rhyme y Sellitto miraron hacia la entrada. El sonido provenía de las botas de un hombre alto que llevaba pantalones de montar del uniforme urbano y un casco azul. Un miembro de la policía montada de elite del Departamento. Entregó un sobre abultado a Sellitto y volvió a bajar los escalones.
—Mira lo que tenemos aquí —dijo el detective abriendo el sobre. Vertió el contenido sobre la mesa. Rhyme, irritado, alzó la mirada. Tres o cuatro docenas de bolsas de plástico con pruebas materiales, todas etiquetadas. Cada bolsa contenía un trozo de celofán procedente de los paquetes de pierna de ternera comprados por los de operaciones especiales.
—Una nota de Haumann —anunció y continuó leyendo en voz alta—. «Para: L. Rhyme; L. Sellitto. De: B. Haumann, TSRF».
—¿Qué es eso? —interrogó Cooper. En la comisaría eran habituales las abreviaturas y acrónimos. RMP[42], Patrulla Móvil Remota, era un coche brigada. IED[43], artefacto explosivo improvisado, una bomba. Pero lo de TSRF era algo nuevo. Rhyme se encogió de hombros.
Sellitto siguió leyendo entre risas:
—«Equipo de Operaciones Estratégicas del Supermercado[44]. Re: piernas de ternera. En un registro urbano se descubrieron cuarenta y seis sujetos, todos fueron detenidos y reducidos con el mínimo uso de la fuerza. Les leímos sus derechos y llevamos algunos a la zona de arresto situada en la cocina de la madre del oficial Giancarlo. Tras la finalización del interrogatorio, pasarán a su custodia seis sospechosos. Calentar a 350.° C durante treinta minutos».
Rhyme se echó a reír. Luego dio otro sorbo al whisky, saboreándolo. Esta era una de las cosas que echaría de menos, el sabor ahumado del licor. (Aunque en la paz del sueño inconsciente, ¿cómo se podía echar algo de menos? Al igual que sucedía con las pruebas. Retira el modelo estándar y no te queda nada para comparar con esa pérdida; estás salvado para toda la eternidad).
—Cuarenta y seis muestras de celofán. Una por cada cadena de supermercados así como de las principales tiendas independientes —indicó Cooper desplegando algunas de ellas.
Rhyme las observó: las muestras sueltas eran adecuadas para la identificación clasificada. La individualización del celofán iba a ser un coñazo; aunque, evidentemente, el trozo hallado en el hueso de caña no tenía por qué encajar, dado que las compañías solían comprar suministros idénticos para todos sus establecimientos, se podría averiguar en qué cadena compró el Sujeto Desconocido 823 la ternera y así delimitar los barrios donde pudiera residir. Quizás debería llamar al equipo de pruebas materiales del FBI y…
«No, no. Recuerda: ahora es su jo-di-do caso».
—Empaquétalas y envíaselas a nuestros hermanos federales —ordenó Rhyme a Cooper.
Rhyme intentó apagar el ordenador y pulsó el botón equivocado con el dedo anular, que a veces se resistía a obedecerle. El altavoz emitió un fuerte gemido como de succión.
—Mierda —masculló Rhyme en tono pesimista—. La puta maquinaria.
Incómodo por el arrebato de Rhyme, Sellitto miró su vaso y bromeó:
—Joder, Linc, un whisky tan bueno como éste te tendría que dejar bastante relajado.
—Tengo noticias —añadió Thom en tono agrio—. Ya está relajado.
Aparcó junto a la enorme tubería del desagüe.
Al bajar del taxi, olió el agua fétida, viscosa y hedionda. Estaban en un callejón sin salida. Llevaba a la ancha cañería del desagüe que recorría la autopista del West Side hasta el río Hudson. Allí nadie les podía ver.
El coleccionista de huesos se dirigió hacia la parte trasera del coche, deleitándose con la visión del anciano que tenía cautivo. Al igual que había disfrutado mirando fijamente a la chica que había amarrado delante de la tubería de vapor. Y la mano que se retorcía al lado de las vías del tren por la mañana temprano.
Se fijó en sus ojos asustados. El hombre era más delgado de lo que pensaba. Más pálido. Con el pelo alborotado.
Carne vieja, pero hueso joven…
El hombre se apartó de él, encogido de miedo, con los brazos cruzados delante de su estrecho tórax en actitud defensiva.
Al abrir la puerta, el coleccionista de huesos presionó su pistola contra el esternón del hombre.
—Por favor —susurró su prisionero con voz trémula—. No tengo mucho dinero, pero se lo puede quedar todo. Podemos ir a un cajero automático. Yo…
—Salga del coche.
—Por favor, no me haga daño.
El coleccionista de huesos le hizo un gesto con la cabeza. El débil anciano miró a su alrededor, abatido, y después echó a andar hacia delante. Se colocó al lado del coche, encogido de miedo, con los brazos aún cruzados y temblando a pesar del implacable calor.
—¿Por qué hace esto?
El coleccionista retrocedió y buscó las esposas en su bolsillo. Como llevaba guantes gruesos, tardó unos segundos en encontrar los eslabones de cromo. Al sacarlos, le pareció ver un velero con cuatro mástiles virando en el Hudson. La contracorriente no era tan fuerte como en el East River, donde los barcos veleros las pasaban canutas para navegar desde el este, Montgomery y los embarcaderos de Out Ward al norte. Entrecerró los ojos. No, no era un barco velero, sólo era un yate a motor, en cuya larga proa estaban tumbados unos yuppies.
Al avanzar hacia delante con las esposas, el hombre agarró la camisa de su secuestrador con fuerza.
—Por favor, iba al hospital. Por eso le paré. He tenido un dolor en el pecho.
—Cierre el pico.
Y el hombre de repente alargó las manos, salpicadas de manchas de vejez, hacia el rostro del coleccionista de huesos. Le agarró del cuello y del hombro, apretando con fuerza. Su oponente sintió una punzada de dolor en el lugar donde le había clavado las uñas amarillas. En un arrebato de cólera, apartó las manos de la víctima y lo esposó con brusquedad.
El coleccionista le amordazó la boca con cinta adhesiva. Se lo llevó arrastrando por el terraplén de gravilla hacia la entrada de la tubería de más de un metro de diámetro. Se detuvo y examinó al anciano.
«Sería tan fácil despellejarte hasta dejarte en los huesos».
El hueso… Lo tocaba. Lo oía.
Le alzó la mano. Los ojos aterrorizados le devolvieron la mirada, los labios le temblaban. El coleccionista de huesos le acarició los dedos. Apretó las falanges entre las suyas (deseaba quitarse los guantes, pero no se atrevía). Después le levantó la palma de la mano, apretándola con fuerza contra su propio oído.
—¿Qué?
El criminal, con su mano izquierda agarró el dedo meñique de su desconcertado prisionero. Tiró del dedo lentamente hasta que oyó el penetrante sonido del chasquido del frágil hueso. Un sonido que le deleitaba. El hombre chilló, balbuceando un grito mudo a través de la cinta y se desplomó sobre el suelo.
El coleccionista de huesos le enderezó y condujo a la víctima, que caminaba a trompicones, a la boca de la tubería. Le empujó hacia delante.
Llegaron debajo del viejo muelle putrefacto. Era un lugar asqueroso, con cuerpos descompuestos de animales y peces esparcidos por el suelo, basura sobre las rocas mojadas y sedimentos de algas color verdegrisáceo. Un cúmulo de algas marinas subían y bajaban en el agua, como si se tratara de un amante gordo copulando. A pesar del calor del atardecer en el resto de la ciudad, allí abajo hacía tanto frío como en un día de marzo.
Señor Ortega…
Bajó a la víctima al río y le esposó a un poste del muelle, volviendo a fijar el trinquete del brazalete alrededor de la muñeca. El rostro grisáceo del cautivo estaba aproximadamente a menos de un metro por encima de la superficie del agua.
El coleccionista de huesos caminó con cuidado por las rocas resbaladizas hasta la tubería del desagüe. Se dio la vuelta y se detuvo un momento, observando, observando. No le había importado mucho si los agentes de policía encontraban o no a los otros. Hanna, la mujer del taxi. Pero éste… El coleccionista esperaba que no le encontraran a tiempo. E incluso que no le encontraran nunca. Así, podría volver al cabo de un mes o dos y ver si el hábil río había dejado limpio el esqueleto.
De vuelta al camino de gravilla, se quitó el pasamontañas y dejó las pistas para la próxima escena, no muy lejos de donde había aparcado. Estaba enfadado, furioso con los agentes. Así que esta vez escondió las pistas. Y también incluyó una pequeña sorpresa. Algo que les había estado reservando. El coleccionista volvió al taxi.
La brisa corría suavemente, llevando consigo la fragancia del agrio río, el susurro de la hierba y, como siempre se oye en la ciudad, el shushhh del tráfico.
Como papel de lija sobre hueso.
Se paró y, con la cabeza ladeada, escuchó aquel sonido, al mismo tiempo que se asomaba para observar las miles de luces de los edificios, extendiéndose al norte como una galaxia alargada. En ese preciso instante, apareció una mujer en la pista de footing, al lado de la tubería, corriendo velozmente, y que casi chocó contra él.
La delgada mujer morena, vestida con pantalones cortos y un top, le esquivó. Jadeando, se paró y se quitó el sudor del rostro. Estaba en buena forma, con los músculos prietos, pero no era guapa. Nariz aguileña, labios grandes y la piel llena de manchas.
Pero debajo de eso…
—No puede… No debe aparcar aquí. Esta es una pista de footing…
Sus palabras se desvanecieron y el miedo apareció en sus ojos, que se dirigían desde su rostro al taxi y hasta el pasamontañas que sostenía arrugado en la mano.
La mujer sabía quién era. Él sonrió, observando su clavícula increíblemente pronunciada.
Ella cambió ligeramente de posición el tobillo derecho, preparada para sostener el peso cuando echara a correr, pero él la cogió primero. Se agachó para atacarla. Ella gritó rápidamente y bajó los brazos para bloquearle. Tras fingir este amago él enseguida se enderezó para después propinarle un codazo en la sien. Se oyó un chasquido como el del latigazo de un cinturón.
Ella se desplomó en la gravilla, y se quedó muy quieta. Horrorizado, el coleccionista se arrodilló y meció su cabeza, gimiendo: «No, no, no…». Estaba furioso consigo mismo por haberle pegado tan fuerte, angustiado porque posiblemente había roto lo que parecía ser una calavera perfecta bajo los mechones del pelo greñudo y el rostro normal y corriente.
Amelia Sachs terminó otra tarjeta de traspaso de custodia y descansó. Hizo una pausa, encontró una máquina de café y sacó uno repugnante en un vaso de plástico. Regresó a la oficina sin ventanas y revisó las pruebas que había recogido.
Sentía una extraña sensación de cariño por la macabra colección. Quizás por el esfuerzo que le supuso hacerse con ella; tenía un intenso dolor en las articulaciones y aún se estremecía al pensar en el cuerpo enterrado de la primera escena de aquella mañana, el dedo sanguinolento de una mano y el colgajo de carne sobre los huesos de T. J. Colfax. Hasta aquel día, las pruebas materiales no le decían nada. Para ella, sólo implicaban lecciones aburridas en la academia durante las perezosas tardes de primavera. La asignatura de pruebas materiales era matemáticas, tablas y gráficos; eran ciencias. Era una asignatura que no le inspiraba nada.
No, Amie Sachs iba a ser una poli al servicio de las personas. Hacer la ronda, encararse a los sinvergüenzas, echar a los drogadictos. Difundir el respeto por la ley, como había hecho su padre. O inculcárselo. Como el apuesto Nick Carelli, un veterano que llevaba cinco años trabajando, la estrella de la sección de Delincuencia Callejera, mostrando aquella sonrisa tan suya al mundo: «Eh, tú, ¿tienes algún problema?».
Eso era justo lo que ella iba a ser.
Observó la crujiente hoja marrón que había encontrado en el túnel de la vaquería. Una de las pistas que el Sujeto Desconocido 823 les había dejado. Y aquí estaba también la ropa interior. Recordaba cómo los agentes del FBI les habían arrebatado las pruebas materiales antes de que Cooper hubiese terminado el test de… ¿cómo se llamaba aquella máquina? ¿El cromatógrafo? Se preguntaba qué sería el líquido que empapaba la tela de algodón.
Pero aquellos pensamientos la llevaban a Lincoln Rhyme, quien era precisamente la persona en la que no quería pensar en ese momento.
Comenzó la tarea de traspaso de custodia del resto de las pruebas materiales. Cada tarjeta contenía una serie de líneas en blanco que había que rellenar con los nombres de los encargados de la custodia de las pruebas, en orden secuencial, desde el descubrimiento inicial en la escena hasta el juicio. Sachs había transportado pruebas en varias ocasiones y su nombre había aparecido en las tarjetas de traspaso de custodia. Pero aquella era la primera vez que su nombre y su número, A. Sachs, NYPD[45] 5885, ocupaba la primera línea.
Una vez más, levantó la bolsa de plástico que contenía la hoja.
Él la había llegado a tocar. Él. El hombre que había matado a T. J. Colfax. El que había sujetado el rechoncho brazo de Monelle Gerger y le había hecho un corte profundo. El que estaba buscando otra víctima en aquel preciso instante, si es que acaso no había raptado ya a una.
El que había enterrado a aquel pobre hombre aquella mañana, pidiendo con la mano la clemencia que nunca recibió.
Pensó en el Principio de Intercambio de Locard. Gente que entraba en contacto, cada uno transfiriendo algo al otro. Algo grande, algo pequeño. Lo más probable era que ni siquiera supieran de qué se trataba.
¿Acaso se habría desprendido algo del Sujeto Desconocido 823 en aquella hoja? ¿Una célula de su piel? ¿Una gota de sudor? Era un pensamiento abrumador. Experimentó una sensación de entusiasmo, de miedo, como si el asesino estuviera allí mismo con ella, en aquella pequeña habitación sin ventilación.
Prosiguió su labor con las tarjetas. Durante diez minutos las cumplimentó y, justo estaba terminando la última, cuando la puerta se abrió de golpe, sobresaltándola. Se dio medio vuelta.
Fred Dellray apareció en el umbral. Llevaba la chaqueta verde de cualquier manera y tenía la camisa almidonada toda arrugada. Pellizcaba el cigarrillo que tenía colocado detrás de la oreja.
—Salga un momento, oficial. Es la hora de la recompensa.
Sachs le siguió por un corto pasillo, justo detrás de él.
—Los resultados del laboratorio están llegando —anunció Dellray.
Había incluso más ajetreo en la sede de operaciones que antes. Los agentes, con las chaquetas quitadas, rondaban las mesas. Iban armados con sus pistolas de servicio —las grandes Sig-Sauer y las automáticas Smith & Wesson, de 10 mm y calibre 45—. Media docena de agentes se agolpaba alrededor de la terminal del ordenador al lado del Opti-Scan.
A Sachs no le había gustado la manera en que Dellray les había retirado el caso, aunque tenía que reconocer que, a pesar de dar una imagen de chuleta con mucha labia, Dellray era todo un señor investigador. Los agentes, tanto mayores como jóvenes, le dirigían todo tipo de preguntas y él, con paciencia, las contestaba todas. Agarraba el auricular del teléfono y camelaba o reprendía al que estuviera en el otro extremo de la línea para conseguir lo que necesitaba. A veces recorría la vista por la bulliciosa habitación y rugía: «¡Vamos a trincar a este cabrón! Vaya que sí». Y los tipos más conservadores le miraban con inquietud, pero con el pleno convencimiento de que si había alguien que pudiese trincarle, ése era Dellray.
—Aquí está. Lo estamos recibiendo ahora —dijo en voz alta un agente.
—Quiero líneas abiertas con la Dirección General de Tráfico de Nueva York, Jersey y Connecticut. Y con el Servicio de Correccional y Libertad Condicional. Y también con el Servicio de Inmigración. Decidles que se mantengan a la espera para recibir una petición de identificación. Lo demás que espere —ladró Dellray.
Los agentes se dispersaron y empezaron a hacer llamadas de teléfono.
La pantalla del ordenador se llenó de datos.
Amelia, sin dar crédito a lo que veía, se fijó en que Dellray cruzaba sus pegajosos dedos.
Un silencio absoluto se apoderó de la sala.
—Ya le tenemos —gritó el agente en el teclado.
—Ya ha dejado de ser un sujeto desconocido —anunció Dellray con voz melodiosa, inclinándose por encima de la pantalla—. Escuchadme, chicos. Tenemos un nombre: Víctor Pietrs. Nacido aquí, en 1948. Sus padres eran de Belgrado. Así que tenemos una conexión serbia. La identificación recibida es gentileza del Departamento de Prisiones de Nueva York. Condenado por drogas y por agresión, y una de ellas con resultado de muerte. Ha cumplido dos condenas. Y escuchad esto: historial psiquiátrico, internado involuntariamente tres veces. Ingresado en Bellevue y en el psiquiátrico de Manhattan. La última vez que le dieron el alta fue hace tres años. LKA Washington Heights. A ver, ¿quiénes están encargados de las compañías telefónicas? —preguntó, alzando la vista.
Varios agentes levantaron las manos.
—Hagan las llamadas —ordenó Dellray.
Cinco minutos interminables.
—Aquí no está. No tenemos un directorio actualizado de Nueva York.
—Nada en Jersey —añadió otro agente.
—Connecticut, negativo.
—A la mierda todo —farfulló Dellray—. Mezclad los nombres. Probad con combinaciones. Y buscad cancelaciones de servicio telefónico por impago en el pasado año.
Durante varios minutos las voces subieron y bajaron como la marea.
Dellray caminaba de un lado para otro como loco y Sachs entendió por qué era tan enclenque.
—¡Ya le tengo! —gritó un agente de repente.
Todos se dieron la vuelta para mirarle.
—Estoy hablando con la Dirección de Tráfico de Nueva York —anunció otro agente—. Ya lo han localizado. Lo estoy recibiendo… Es un taxista. Tiene licencia de taxista.
—No me sorprende para nada —habló entre dientes Dellray—. Se me tenía que haber ocurrido antes. ¿Y cuál es su hogar, dulce hogar?
—Morningside Heights. A una manzana del río —el agente anotó la dirección y la sujetó en alto mientras que Dellray pasaba rápidamente por su lado y la cogía—. Conozco el barrio. Está bastante abandonado. Hay muchos drogadictos.
Otro agente tecleó la dirección en la terminal de su ordenador.
—Bien, comprobando los recibos… La propiedad es una casa vieja. Un banco tiene el título de propiedad. Seguro que paga un alquiler.
—¿Quiere ponerse con el Equipo de Investigación de Homicidios? —gritó un agente a través de la bulliciosa sala—. Tengo a los de Quantico al teléfono.
—No hay tiempo —apremió Dellray—. Hay que prepararse para salir a buscarlo.
—¿Y qué pasa con la siguiente víctima? —preguntó Sachs.
—¿Qué víctima?
—Ya ha raptado a alguien. Sabe que hemos tenido las pistas durante una o dos horas. Ha tenido que secuestrar a una víctima hace poco. Seguro.
—No se nos ha informado de ninguna desaparición —dijo el agente—. Y si ha secuestrado a alguien, probablemente lo tendrá en su casa.
—No, no lo creo.
—¿Por qué no?
—Porque encontraríamos demasiadas pruebas materiales. Lincoln Rhyme dijo que tenía una residencia segura —contestó Sachs.
—Bueno, pues le obligaremos a que nos diga dónde está.
—Podemos llegar a ser verdaderamente persuasivos —añadió otro agente.
—Vamos —dijo Dellray en voz alta—. Eh, todos, le tenemos que agradecer a la oficial Amelia Sachs aquí presente su labor. Ella fue quien encontró y recogió esa huella.
Ella fue consciente de que se había ruborizado. No lo podía soportar, pero no podía hacer nada. Al mirar hacia abajo advirtió unas extrañas líneas en sus zapatos. Entrecerrando los ojos, se dio cuenta de que aún llevaba puestas las gomas elásticas.
Cuando alzó la vista, vio una sala repleta de agentes federales con el semblante serio, comprobando sus armas y dirigiéndose hacia la puerta mientras la miraban. De la misma manera en que los leñadores miran troncos de leña, pensó.