Uno de los nuestros.
Así es como Dellray miraba a Lincoln al caminar alrededor de la cama. Había alguna gente que hacía eso. Se tomaban la parálisis como si fuera algo divertido y se colaban en la «fiesta» con bromas, gestos y guiños. Sabes que te quiero, porque me río de ti.
A Lincoln Rhyme esta actitud le agotaba enseguida.
—Mira eso —dijo Dellray, dándole al Clinitron—. Parece que lo han sacado de Star Trek: Comandante Riker, mete el culo en la lanzadera.
—Lárgate, Dellray —dijo Polling—. El caso es nuestro.
—¿Y qué tal va este paciente, Dr. Crusher[39]?
El capitán dio un paso al frente y se encaró al delgaducho agente del FBI, que le sobrepasaba en altura:
—¿Me has oído Dellray? Largo de aquí.
—Me voy a hacer con una de una de estas camas, Rhyme. Plantaré mi culo en una y me lo pasaré pipa. En serio, Lincoln, ¿qué tal estás? Hace ya unos cuantos años.
—¿Han llamado a la puerta? —preguntó Rhyme a Thom.
—No han llamado.
—No habéis llamado. Así que, ¿por qué no os marcháis?
—Tenemos una orden —murmuró Dellray, buscando entre las hojas que tenía en el bolsillo superior.
Amelia Sachs se hurgaba con la uña del dedo índice derecho el pulgar, que tenía a punto de sangrar.
Dellray recorrió con la vista la habitación. Evidentemente, le había impresionado aquel laboratorio improvisado, pero rápidamente reprimió esa sensación.
—Tomamos el relevo. Lo siento.
En sus veinte años de carrera policial, Rhyme jamás había visto un relevo tan perentorio como éste.
—¡Joder, Dellray! —empezó a decir Sellitto—. Tú pasaste del caso.
El agente volvió su brillante cara negra, bajando la mirada hacia el detective.
—¿Qué? ¿Que pasé del caso? Nadie me ha telefoneado. ¿Acaso me habéis llamado vosotros?
—No.
—Entonces ¿quién lo hizo?
Apariencia | Residencia | Vehículo | Otros |
---|---|---|---|
Raza caucásica, hombre, constitución menuda. | Probablemente tiene una casa en un lugar seguro. | Taxi. | Conoce el procedimiento que se sigue en la escena del crimen. |
Ropas oscuras. | Localizado cerca de: B'way & 82ª, ShopRite B'way & 96ª, Anderson Foods, Greenwich & Bank, ShopRite 2ª Avda., 72-73, Grocery World, Battery Park City J & G's Emporiu 1709 2ª Avda, AndersonFoods 34ª & Lex, Food Warehouse 8ª Avda. y 24ª, ShopRite Houston & Lafayette ShopRite 6ª Avda. & Houston, J & G's Emporium Greenwich & Franklin Grocery World. | Sedán, modelo reciente gris claro, plateado o beige. | Posiblemente esté fichado. |
Guantes viejos de piel de cordero color rojizo. | Sabe disimular las huellas dactilares. | ||
After-shave ¿para disimular otro olor? | Arma: colt calibre 32. | ||
Pasamontañas azul marino. | Ata a las víctimas con nudos poco corrientes. | ||
Los guantes son oscuros. | Le gustan las cosas «viejas». | ||
Llamó a una de las víctimas «Hanna». | |||
Tiene rudimenos de alemán. | |||
Le atraen los subterráneos. | |||
Doble personalidad. | |||
Tal vez sea sacerdote, trabajador social o consejero. |
—Bueno… —Sellitto, sorprendido, miró a Polling, quien añadió también a la defensiva:
—Recibiste una notificación. Eso era lo único que te teníamos que mandar.
—Sí, claro, una notificación. Oye, ¿y cómo se envió exactamente? ¿No habrá sido por Pony Express[40]? ¿O por correo? Dime, Jim, ¿qué sentido tiene una notificación con retraso cuando hay una operación en curso?
—Nosotros no lo veíamos necesario —respondió Polling.
—¿Nosotros? —inquirió Dellray rápidamente, como un cirujano que ha localizado un tumor microscópico.
—Yo no lo veía necesario —soltó Polling—. Le dije al alcalde que debería mantener esta operación a nivel local. Lo tenemos bajo control. Ahora, ¡vete a la mierda, Dellray!
—Y creíste que podrías prepararlo a tiempo para las noticias de las once.
Rhyme se sobresaltó cuando Polling gritó:
—Lo que pensáramos no es asunto tuyo, maldita sea. ¡Es nuestro jodido caso! —Había oído hablar del legendario mal genio del capitán, pero nunca lo había visto en acción.
—En realidad, ahora es nuestro jodido caso —dijo Dellray, paseándose alrededor de la mesa donde estaba el equipo de Cooper.
—No nos hagas esto, Fred. Estamos cada vez más cerca de nuestro hombre. Trabaja con nosotros, pero no nos quites el caso. Este sujeto desconocido no se parece a nada que hayas visto jamás —dijo Rhyme.
Dellray sonrió:
—Vamos a ver. ¿Qué es lo último de lo que me he enterado de este jodido caso? ¿Que tenéis a un civil como forense? —El agente del FBI dirigió la mirada hacia la cama Clinitron—. Y que tenéis a una patrullera trabajando la escena del crimen. ¡Ah! Y que habéis mandado a unos soldados a hacer las compras.
—Es el procedimiento estándar para las pruebas —le recordó Rhyme en tono estridente.
Dellray parecía decepcionado.
—Pero ¿y qué me dices de los equipos de emergencia, Lincoln? Todos esos dólares de los contribuyentes. Luego está lo de cortar en pedazos a la gente como en la matanza de Tejas.
¿Cómo se había filtrado esa noticia? Todos habían jurado guardar silencio sobre la cuestión del descuartizamiento.
—¿Y qué me dices de los chicos de Haumann que encontraron a la víctima, pero no entraron a rescatarla inmediatamente? El Canal 5 estaba con la mosca detrás de la oreja. La dejasteis chillando un buen rato antes de enviar a alguien a que entrase a por ella —miró a Sellitto con una sonrisa irónica—. Lon, ¿no será ese el problema del que hablabas?
Habían llegado tan lejos, se lamentó Rhyme. Estaban empezando a familiarizarse con él, a entender el lenguaje del asesino, comenzando a conocerle. Asombrado, comprendió que una vez más estaba haciendo lo que le encantaba. Después de todos esos años y ahora alguien se lo iba a arrebatar. Le hervía la sangre de rabia.
—Coge el caso, Fred —gruñó Rhyme—. Pero no nos mantengas al margen. No lo hagas.
—Habéis perdido a dos víctimas —le recordó Dellray.
—Perdimos a una —le corrigió Sellitto, lanzando una mirada inquieta a Polling, que aún echaba humo—. No pudimos hacer nada con la primera. Era su tarjeta de visita.
Dobyns, con los brazos cruzados, se limitaba a observar la discusión. Pero Jerry Banks intervino:
—Ya conocemos cómo actúa. No volveremos a perder más víctimas.
—Sí que volveréis a hacerlo si los polis se quedan de brazos cruzados escuchando a las víctimas gritar como locas.
—Fue mi… —dijo Sellitto.
—Mi decisión —clamó Rhyme—. Mía.
—Pero si tú ahora eres un ciudadano más, Lincoln. Así que no pudo ser tu decisión. Puede que hubiera sido tu sugerencia. O puede que tu recomendación. Pero no creo que fuera tu decisión. —Dellray desvió la atención una vez más hacia Sachs. Con la mirada fija en ella, volvió a dirigirse a Rhyme—: ¿Le dijiste a Peretti que no trabajara la escena del crimen? ¡Eso es muy extraño, Lincoln! ¿Por qué hiciste eso?
—Soy mejor que él —contestó Rhyme.
—Peretti no es precisamente mi boy scout. No, señor. Él y yo tuvimos una charla con Eckert.
¿Eckert? ¿El subinspector? ¿Cómo es que estaba involucrado?
Y con sólo una mirada que le dirigió a Sachs, al observar sus esquivos ojos azules rodeados por los mechones pelirrojos, alborotados, supo cómo había sido.
Rhyme le clavó la mirada, que rápidamente ella eludió, y le dijo a Dellray:
—Veamos… ¿Peretti? ¿No fue el que autorizó el paso al tráfico en el lugar donde el sujeto desconocido se había apostado para vigilar a su primera víctima? ¿No fue él quien permitió el acceso a la escena antes de que pudiéramos recoger pruebas cruciales? ¿La misma escena que Sachs aquí presente tuvo la previsión de acordonar? Sachs actuó correctamente y Vince Peretti y todos los demás no lo hicieron. Por supuesto que ella lo hizo bien.
Ella observaba su pulgar con un gesto de haber visto algo que ya le resultaba familiar, sacó un kleenex del bolsillo y lo lió alrededor del dedo ensangrentado.
—Nos tenías que haber llamado desde el principio —concluyó Dellray.
—Lárgate —farfulló Polling, con los ojos chispeantes y alzando la voz—. ¡Vete de aquí de una puñetera vez!
Hasta el impasible Dellray pestañeó y retrocedió al ver cómo el capitán echaba espumarajos por la boca.
Rhyme miró a Polling con el ceño fruncido. Había una posibilidad de seguir con el caso, pero no si a Polling le daba una pataleta.
—Jim…
El capitán hizo caso omiso.
—¡Fuera! —volvió a gritar—. ¡No te vas a llevar nuestro caso! —Y ante la sorpresa de todos, Polling se abalanzó, agarró al agente por las solapas de color verde y le empujó contra la pared. Tras un momento de silencio abrumador, Dellray simplemente apartó al capitán con las yemas de sus dedos y sacó el teléfono móvil, dándoselo a Polling.
—Llama al alcalde o al jefe Wilson.
Polling se apartó instintivamente de Dellray, un hombre de baja estatura marcando distancias con otro mucho más alto.
—Si quieres el caso, es tuyo, ¡joder! —El capitán se dirigió con grandes zancadas hacia la escalera y se marchó. La puerta principal se cerró de un portazo.
—Por Dios, Fred —suplicó Sellitto—, trabaja con nosotros. Podemos trincar a ese cerdo.
—Necesitamos a los de la Brigada Antiterrorista —añadió Dellray, que ahora parecía entrar en razón—. Ni siquiera os habéis parado a pensar en esa posibilidad.
—¿La Brigada Antiterrorista? —se sorprendió Rhyme.
—La conferencia de paz de la ONU. Un chivato me dijo que corrían por ahí rumores de que algo iba a pasar en el aeropuerto, donde raptó a las víctimas.
—Su perfil no corresponde al de un terrorista —indicó Dobyns—. Sea lo que sea que tenga en la cabeza, se basa en una motivación psicológica. No se trata de nada ideológico.
—Bueno, el caso es que los de Quantico y yo le encasillamos de una manera. Comprendo que tengas una opinión diferente, pero así es como estamos llevando el caso.
Rhyme se dio por vencido. El cansancio se apoderaba de él. Ojalá Sellitto y su ayudante no hubiesen aparecido nunca por allí. Ojalá nunca hubiese conocido a Amelia Sachs. Ojalá no llevara la ridícula camisa blanca recién planchada. Sentía la camisa almidonada en el cuello y de ahí para abajo no sentía nada.
Se dio cuenta de que Dellray le estaba hablando.
—¿Perdona? —dijo Rhyme arqueando la ceja.
—Hablaba de la política, ¿no podría ser un motivo? —quiso saber Dellray.
—Los motivos no me preocupan —respondió Rhyme—. Lo que realmente me interesan son las pruebas.
Dellray volvió a echar una ojeada hacia la mesa de Cooper.
—Así que el caso es nuestro. ¿Estamos todos de acuerdo?
—¿Qué opciones tenemos? —preguntó Sellitto.
—Vosotros nos proporcionáis los rastreadores. O podéis abandonar el caso totalmente. Eso es prácticamente todo lo que os queda. Ahora, si no os importa, nos llevaremos las pruebas materiales.
Banks titubeó.
—Dáselas —ordenó Sellitto.
El joven poli recogió las bolsas que contenían las pruebas de la escena más reciente y las introdujo en una gran bolsa de plástico. Dellray extendió las manos. Banks miró sus delgados dedos y lanzó la bolsa sobre la mesa, volviendo al otro extremo de la habitación, a la zona donde estaban los polis. Lincoln Rhyme estaba en una especie de «zona desmilitarizada» entre ellos. Amelia Sachs permanecía anclada al pie de la cama.
—¿Oficial Sachs? —dijo Dellray.
—¿Sí? —respondió ella tras una pausa, sin desviar la vista de Rhyme.
—El subinspector Eckert quiere que venga con nosotros para dar parte de su trabajo en las escenas del crimen. Dijo algo de empezar con su nueva misión el lunes.
Ella asintió con la cabeza.
Dellray se volvió hacia Rhyme y le dijo en tono sincero:
—No te preocupes, Lincoln. Lo vamos a trincar. Cuando menos te lo esperes, verás su cabeza clavada en una estaca a las puertas de la ciudad.
Hizo un gesto hacia sus agentes que, tras recoger las pruebas, bajaron las escaleras. Desde el pasillo, Dellray llamó a Sachs:
—¿Viene, oficial?
Ella permanecía de pie, con las manos juntas, como si fuese una colegiala en medio de una fiesta a la que se hubiera arrepentido de ir.
—Voy enseguida.
Dellray desapareció por las escaleras.
—Esos gilipollas —masculló Banks, arrojando su cuaderno de notas encima de la mesa—. ¿Te lo puedes creer?
Sachs se balanceaba sobre sus talones.
—Será mejor que te vayas, Amelia —añadió Rhyme—. Tu carruaje te espera.
—Lincoln —dijo acercándose a la cama.
—No pasa nada. Hiciste lo que tenías que hacer.
—No es mi misión trabajar la escena del crimen —espetó—. Nunca quise hacerlo.
—Y ya no volverás a hacerlo. Todo ha salido bien, ¿verdad?
Empezó a dirigirse hacia la puerta, pero antes de llegar se volvió y le soltó:
—Lo único que te importa son las pruebas, ¿verdad?
Sellitto y Banks se movieron inquietos, pero ella los ignoró.
—Oye, Thom, ¿podrías acompañar a Sachs a la puerta?
—Todo esto es sólo un juego para ti, ¿verdad? Monelle… —prosiguió Sachs.
—¿Quién?
Sus ojos chispeaban.
—¡Ahí lo tienes! ¿Lo ves? Ni siquiera te acuerdas de su nombre. Monelle Gerger. La chica del túnel… Para ti sólo era una pieza más del rompecabezas. Estaba cubierta de ratas y tú dijiste: «Es su instinto». ¿Es su instinto? Nunca volverá a ser la misma y lo único que te importa son tus valiosas pruebas.
—En las víctimas aún con vida —soltó la perorata como en una conferencia—, las heridas de los roedores son siempre superficiales. En el momento en que el primer bicho le echó la baba encima, ya necesitaba una vacuna antirrábica. ¿Qué importaban unos cuantos mordiscos más?
—¿Por qué no se lo preguntamos a ella? —Ahora la sonrisa de Sachs era diferente, se había vuelto malévola, como las de las enfermeras y asistentes sanitarios que odiaban a los lisiados. Se paseaban por las salas de rehabilitación con sonrisas semejantes. Bueno, nunca le había gustado la versión amable de Amelia Sachs; había preferido su faceta peleona…
—Respóndeme, Rhyme. ¿Para qué me querías en realidad?
—Thom, nuestra invitada se ha quedado más tiempo de la cuenta. ¿Podrías…?
—Lincoln —comenzó a decir el asistente.
—Thom —le interrumpió Rhyme bruscamente— creo haberte pedido que hagas algo.
—Porque yo no tengo ni puta idea —estalló Sachs—. ¡Esa es la razón! No querías a un auténtico especialista en escenas de crimen porque entonces no podrías estar al frente. Pero conmigo… puedes mandarme de aquí para allá. Hago exactamente lo que quieres y ni me quejo ni protesto.
—Ah, las tropas se amotinan… —soltó Rhyme, mirando al techo.
—Pero yo no formo parte de esas tropas. Para empezar, nunca quise esta misión.
—Yo tampoco la quería, pero aquí estamos. Juntos en la cama. Bueno, por lo menos uno de nosotros.
Y sabía que su fría sonrisa era mucho, mucho más gélida que cualquiera de las que ella pudiera dirigirle.
—No eres más que un niño mimado, Rhyme.
—Oiga, oficial, ya es hora de que se marche —ladró Sellitto.
Sin embargo, ella prosiguió:
—Ya no puedes caminar por las escenas de crimen, y en verdad lo siento. Pero estás arriesgando una investigación sólo para resarcir tu ego. Y ante eso digo, ¡a la mierda!
Agarró su gorra de plato y, enfurecida, abandonó la habitación.
Lincoln esperaba oír un portazo abajo o quizás cristales rotos, pero sólo hubo un «clic» apenas perceptible y luego silencio.
Jerry Banks recuperó su cuaderno de notas y, mientras lo hojeaba con mayor minuciosidad de lo necesario, Sellitto empezó:
—Lincoln, lo siento. Yo…
—No pasa nada —aseguró Rhyme, bostezando exageradamente, con la falsa esperanza de que eso le ayudase a sentirse menos dolido—. Nada en absoluto.
Los polis permanecieron al lado de la mesa medio vacía durante unos minutos. Tras un silencio incómodo, Cooper sugirió:
—Será mejor que recojamos. —Colocó con gran esfuerzo el estuche negro del microscopio sobre la mesa y comenzó a desatornillar un ocular con el mismo cuidado que tiene un músico al desmontar su saxofón.
—Bueno, Thom —dijo Rhyme—. Ya ha caído la tarde. ¿Y sabes lo que eso significa? Que se abre el bar.
Su sede de operaciones era impresionante. Superaba la de la habitación de Lincoln Rhyme.
Disponían de media planta del edificio federal, tres docenas de agentes, ordenadores y paneles electrónicos como sacados de alguna película de Tom Clancy. Los agentes parecían abogados o agentes de bolsa. Camisas blancas, corbatas. «Frescura» era la palabra que le venía a la mente. Y Amelia Sachs en el centro, llamaba la atención por su uniforme azul marino con manchas de sangre de rata, polvo y restos de excremento de vacas muertas hacía cien años.
Ya no temblaba por su encontronazo con Rhyme y aunque su cabeza le daba vueltas a mil cosas que podía haber dicho, que deseaba haber dicho, se obligó a centrarse en lo que sucedía a su alrededor.
Un agente de alta estatura, con un traje gris inmaculado, estaba hablando con Dellray. Sachs creía que era el agente especial encargado de la oficina de Manhattan, Thomas Perkins, pero no estaba segura; un oficial de patrulla tiene tanto contacto con el FBI como un empleado de una tintorería o un agente de seguros. Parecía una persona sin sentido del humor y eficiente. No apartaba la mirada de un gran mapa de Manhattan que estaba en la pared. Perkins asintió con la cabeza varias veces, mientras Dellray le informaba. Después se dirigió a una mesa de formica repleta de carpetas de color marrón, echó una ojeada a los agentes y comenzó a hablar.
—Atención, por favor… Acabo de hablar con el director y el Fiscal General en Washington. A estas alturas ya os habréis enterado todos del sujeto desconocido del aeropuerto JFK. Es un perfil extraño. El secuestro, si carece del móvil sexual, raramente está en la base de asesinatos en serie. De hecho, es el primer sujeto desconocido de este tipo que hemos tenido en el Distrito Sur. En vista a la posible conexión con los acontecimientos de la ONU de esta semana, trabajamos en coordinación con la sede central, con Quantico y con la oficina del Secretario General. Se nos ha pedido que participemos activamente en este caso. Se está convirtiendo en un asunto de suma prioridad al más alto nivel.
El agente especial miró a Dellray, quien continuó:
—Hemos relevado al Departamento de Policía para llevar el caso, pero contaremos con ellos para respaldo y personal. Aquí tenemos al oficial de la escena del crimen que nos informará sobre las escenas. —Dellray parecía completamente diferente ahora, ni rastro del Superfly[41] que había visto en acción en casa de Rhyme.
—¿Se ha encargado del traspaso de custodia de las pruebas materiales? —preguntó Perkins a Sachs.
Sachs admitió no haberlo hecho.
—Nos concentramos en salvar a las víctimas.
Esto inquietó al agente especial. En los juicios, casos sólidos, a diferencia de éste, acababan perdiéndose normalmente por descuidos en el registro de los justificantes de traspaso de custodia. Era la principal causa por la que los abogados defensores del criminal protestaban.
—Asegúrese de hacerlo antes de irse.
—Sí, señor.
Menuda mirada tenía Rhyme cuando adivinó que le había ido con el cuento a Eckert y que eso les había cerrado el caso. Vaya mirada…
Sachs se las arregló, Sachs preservó la escena del crimen…
Volvió a hurgarse una uña. «Para», se dijo a sí misma, tal como siempre hacía, y siguió hurgando en la carne. El dolor le gustaba. Eso era lo que nunca entendían los terapeutas.
—¿Agente Dellray? ¿Podría informar a la sala sobre el plan que seguiremos? —le pidió el agente especial.
Dellray dirigió la mirada a su superior, después a los otros agentes y continuó:
—En estos momentos tenemos a agentes de campo arremetiendo contra todos los principales comandos terroristas de la ciudad y persiguiendo cualquier pista que podamos encontrar para averiguar la residencia del sujeto desconocido. Me refiero a todos los agentes secretos. Eso significará comprometer algunas de las operaciones existentes, pero hemos decidido que merece la pena arriesgarse.
Nuestro trabajo consiste en obtener respuestas rápidas. Se dividirán en grupos de seis agentes cada uno y deberán estar preparados para actuar ante cualquier pista. Dispondrán de apoyo total para operaciones de rescate de rehenes y de entrada con barricada.
—Señor —intervino Sachs.
Perkins alzó la mirada, frunciendo el ceño. Al parecer, no se podían interrumpir las sesiones de información hasta el descanso autorizado del turno de preguntas y respuestas.
—¿Sí, oficial?
—Bueno, sólo me pregunto una cosa, señor. ¿Y la víctima?
—¿Quién? ¿Esa chica alemana? ¿Cree que deberíamos interrogarla de nuevo?
—No, señor. Me refería a la siguiente víctima.
—Oh, desde luego que estamos al corriente de que podría haber otros objetivos —respondió Perkins.
—Ahora tiene a alguien en su poder —continuó Sachs.
—¿Sí? —El agente especial miró a Dellray y éste se encogió de hombros.
—¿Usted cómo lo sabe? —preguntó Perkins a Sachs.
—Bueno, no es que lo sepa con certeza, señor, pero dejó pistas en la última escena y no lo hubiera hecho si no tuviese otra víctima. O estuviera a punto de raptarla.
—Tomo nota, oficial —prosiguió el agente especial—. Vamos a movilizarnos lo más rápido posible para asegurarnos de que no le suceda nada.
—Creemos que es mejor centrarnos en la bestia en sí —dijo Dellray a Sachs.
—Detective Sachs… —empezó a decir Perkins.
—No soy detective, señor. Pertenezco al cuerpo de patrulla.
—Sí, bueno —prosiguió el agente especial, mirando las pilas de archivos—. Si nos pudiera exponer los puntos principales, nos sería de gran utilidad.
Treinta agentes la miraban, entre ellos dos mujeres.
—Simplemente díganos lo que vio —dijo Dellray, sujetando un cigarro sin encender entre los dientes.
Amelia les expuso un resumen de las búsquedas que había realizado en las escenas de los crímenes así como las conclusiones a las que habían llegado Rhyme y Terry Dobyns. A la mayoría de los agentes les preocupaba el extraño modus operandi del sujeto desconocido.
—Como un maldito juego —dijo entre dientes un agente.
Uno de ellos preguntó si las pistas contenían mensajes políticos que se pudieran descifrar.
—Bueno, señor, la verdad es que no creemos que se trate de un terrorista —insistió Sachs.
Perkins centró toda su atención en ella:
—Permítame que le haga una pregunta, oficial. ¿Cree que este sujeto desconocido es un tipo listo?
—Muy listo.
—¿No nos estará tendiendo una trampa?
—¿Cómo?
—Usted… o mejor dicho, la policía piensa que se trata simplemente de un chiflado. Es decir, un criminal. Pero ¿no podría ser que sea lo bastante listo como para hacer que creamos eso? Cuando en realidad se trata de algo muy distinto.
—¿Como qué?
—Por ejemplo, esas pistas que dejó. ¿No podría ser que intentara desviarnos?
—No, señor, eran indicaciones que nos conducían a las víctimas —aclaró Sachs.
—Entiendo —añadió Thomas Perkins rápidamente—. Pero al hacer eso, también nos está desviando de otros objetivos, ¿verdad?
Ella no se había planteado eso.
—Supongo que es posible.
—Y el jefe Wilson ha cogido a los hombres del ejército de seguridad de la ONU y se ha centrado en el secuestro. Puede que el sujeto desconocido esté despistándonos a todos, para que le dejemos el camino libre para poder llevar a cabo su verdadera misión.
Sachs recordó que ella misma había pensado en algo similar a primera hora del día, al ver a todos los rastreadores en Pearl Street.
—¿Y su objetivo sería la ONU?
—Creemos que sí —afirmó Dellray—. Puede que los autores del atentado en Londres, los que colocaron una bomba en la Unesco, quieran intentarlo de nuevo.
Esto significaba que Rhyme se había equivocado totalmente. En cierto modo, disminuyó su sentido de culpabilidad.
—Ahora, oficial, ¿podría verificar la lista de las pruebas? —le dijo Perkins.
Dellray le entregó una hoja con el inventario de todo lo que había encontrado y ella la revisó punto por punto. Mientras lo hacía, Sachs observó cierto ajetreo a su alrededor: algunos agentes que contestaban llamadas, otros que permanecían de pie cuchicheando con otros agentes y también otros tomando notas. Pero cuando miró la hoja y añadió: «Y luego recogí su huella en la última escena», se dio cuenta de que un absoluto silencio envolvía la habitación. Ella alzó la vista. Todos en la oficina la miraban fijamente con una expresión que podría pasar por asombro, si es que los agentes federales eran capaces de expresar algo así.
Con impotencia, miró a Dellray, que inclinó la cabeza:
—¿Dice que tiene una huella?
—Bueno, sí. En un forcejeo con la última víctima su guante se cayó y cuando fue a recogerlo, rozó el suelo.
—¿Dónde está? —interrogó Dellray rápidamente.
—Por Dios —exclamó en voz alta un agente—. ¿Por qué no dijo nada?
—Bueno, yo, es que…
—¡Búscala, búscala! —soltó otro.
Un murmullo recorrió la habitación.
Con las manos temblorosas, Sachs rebuscó en las bolsas que contenían las pruebas y entregó a Dellray la foto Polaroid de la huella dactilar. Sujetándola, él la miró detenidamente y se la mostró a alguien que, Sachs suponía, era un experto en huellas en relieve por fricción.
—Bien —afirmó el agente—. Definitivamente es del grado A.
Sachs sabía que las huellas se clasificaban en A, B y C, siendo esta última categoría más baja, inaceptable para la mayoría de los organismos encargados del cumplimiento de la ley. No obstante cualquier indicio de orgullo que pudo haber sentido por su competencia en la recolección de pruebas, se desvaneció totalmente por la consternación colectiva que había provocado el que no lo hubiera mencionado antes.
Luego, todo empezó a suceder al mismo tiempo. Dellray le dio la huella a un agente que se fue corriendo a un sofisticado ordenador situado en un rincón de la oficina y colocó la foto Polaroid encima de una base larga y curvada de algo que se llamaba Opti–Scan. Otro agente encendió el ordenador y comenzó a teclear órdenes mientras que Dellray cogía el teléfono. Golpeando el suelo con el pie impacientemente, inclinó la cabeza, mientras que desde algún lugar, alguien contestaba su llamada.
—Ginnie, soy Dellray. Esto va a ser un verdadero coñazo, pero necesito que cierres todas las peticiones de la región noreste y que le des prioridad a la que yo te envíe… Tengo aquí a Perkins. Él le dará el visto bueno y si eso no es suficiente, llamará a Washington, al mismísimo presidente… Es por lo de la ONU.
Sachs sabía que las comisarías de todo el país utilizaban el Sistema de Identificación Automatizada de Huellas Dactilares del FBI. Era precisamente lo que Dellray iba a detener en aquel momento.
—Está escaneado. Ahora lo estamos transmitiendo —dijo el agente en el ordenador.
—¿Cuánto va a tardar?
—Diez o quince minutos.
—Por favor, por favor, por favor —suplicó Dellray, apretujándose los dedos llenos de polvo.
Sachs estaba rodeada de un ciclón de actividad. Escuchó voces hablando de armas, helicópteros, vehículos y mediadores antiterroristas. Llamadas, teclados repiqueteando, mapas desenrollándose, comprobación de pistolas.
Perkins estaba al teléfono, hablando con el equipo de rescate de rehenes, o con el director o el alcalde. Quizás el presidente. A saber. Sachs le comentó a Dellray:
—No sabía que la huella era para tanto.
—Siempre lo es. Al menos, ahora, con el sistema de identificación lo es. Antes quitabas el polvo en busca de huellas para disimular, para que la prensa y las víctimas pensaran que hacías algo.
—Se está quedando conmigo.
—No, para nada. Por ejemplo, Nueva York. Haces una búsqueda en frío, eso es cuando no hay sospechosos… bueno, haces una búsqueda en frío manualmente. A un técnico le llevaría cincuenta años mirar todas las tarjetas de las huellas. No es broma. ¿Una búsqueda automatizada? Quince minutos. Antes identificabas a un sospechoso un dos o tres por ciento de las veces. Ahora llegamos a un veinte o veintidós por ciento. Pues, sí. Las huellas son sagradas. ¿No se lo dijo Rhyme?
—Él lo sabía, claro.
—¿Y no se puso manos a la obra? Ay, ay, ay, ese hombre me está fallando.
—Oiga, oficial —dijo en voz alta el agente especial Perkins, poniendo una mano sobre el teléfono—. Le pediría que rellenara esas tarjetas de traspaso de custodia ahora mismo. Quiero enviar las pruebas materiales al laboratorio del PERT.
El PERT, Equipo de Investigación de Pruebas Materiales. Sachs recordó que Lincoln Rhyme había sido uno de los federales contratados para ayudar a crear aquella unidad.
—Lo haré. Por supuesto.
—Mallory, Kemple, llevaos esas pruebas materiales a una oficina y traedle a nuestra invitada unas tarjetas de traspaso de custodia. ¿Tiene un boli, oficial?
—Sí.
Ella siguió a los dos hombres hasta un pequeño despacho, haciendo «clic» con su boli, nerviosa, mientras que ellos buscaban y le entregaban un paquete de tarjetas de traspaso de custodia con membrete federal. Se sentó y abrió el paquete.
La voz que se oía tras ella era la de Dellray. De camino hacia la oficina, en el coche, alguien le había llamado «El Camaleón» y ahora empezaba a entender la razón.
—Llamamos a Perkins «El Superdotado» —le había explicado el mismo Dellray, pasando el cigarro por debajo de su nariz como si fuera un buen puro—. Sí…, pero no «superdotado» en el sentido que estás pensando. Superdotado por su inteligencia. Pero no te preocupes por él. Es bastante listo y sabe mover sus hilos hasta en Washington D.C., que es donde hay que moverlos en casos como éste. Sabes, oficial —continuó—, eres muy inteligente haciendo lo que haces.
—¿Qué es…?
El rostro negro, delgado, brillante y con arrugas alrededor de los ojos, parecía sincero por primera vez desde que lo conocía:
—Salir del Departamento Criminal. Eso no es para ti. Lo mejor que has podido hacer es entrar en Asuntos Públicos. Harás cosas buenas allí y no te quemarás. Este trabajo te quema. Vaya, eso es lo que pasa.
Una de las últimas víctimas de la demente obsesión de James Schneider, un joven llamado Ortega, había venido a Manhattan desde la ciudad de México, donde el descontento político (el tan anunciado levantamiento popular que había comenzado el año anterior) había dificultado el comercio. Sin embargo, el ambicioso empresario llevaba en la ciudad menos de una semana, cuando se esfumó sin dejar rastro. Llegaron noticias de que lo habían visto por última vez en una taberna de la zona oeste y las autoridades inmediatamente sospecharon que se podría tratar de otra víctima de Schneider. Desafortunadamente, así se descubrió algo más tarde.
El coleccionista de huesos se paseó por las calles de las inmediaciones de la Universidad de Nueva York, cerca de Washington Square, durante quince minutos. Había mucha gente por las calles, sobre todo niños. Estudiantes de los cursos de verano. Chicos con monopatín. Se respiraba un ambiente festivo, extraño. Cantantes, malabaristas, acróbatas. Le recordaba a los «museos» en el Bowery, tan populares en el siglo anterior. Por supuesto, que no eran museos en absoluto, sino galerías con espectáculos burlescos, exhibiciones de fenómenos circenses, demostraciones temerarias así como vendedores ambulantes que vendían de todo, desde postales «picantes» hasta astillas de la Cruz Verdadera.
Aminoró la marcha una o dos veces, pero nadie quería un taxi, o al menos nadie se lo podía permitir. Giró en dirección sur.
Schneider ató con ladrillos los pies del señor Ortega y le hizo rodar debajo de un muelle en el río Hudson para que la acción del agua fétida y los peces redujesen el cuerpo hasta dejarlo en los mismos huesos. El cadáver se halló dos semanas después de su desaparición. Así que nunca se supo si la desafortunada víctima estaba viva y en pleno uso de sus facultades cuando fue arrojada al agua. Aunque se sospecha que así fue, ya que Schneider acortó la cuerda cruelmente de forma que la cara del señor Ortega estaba algunos centímetros debajo de la superficie del mar; sin duda, había estado agitando los brazos y las piernas desesperadamente, mientras miraba hacia arriba, al aire que hubiera sido su salvación.
El coleccionista de huesos vio a un joven enfermizo de pie en el bordillo de la acera. SIDA, pensó. «Pero tus huesos están sanos… y son tan prominentes. Tus huesos durarán para siempre…». El hombre no quería un taxi y el coche pasó de largo. El coleccionista de huesos se quedó mirando ávidamente su delgada constitución por el espejo retrovisor.
Volvió a mirar la calle justo a tiempo para esquivar a un anciano que se había bajado de la acera, con el delgado brazo en alto para hacerle señas al taxi. El hombre se apartó como pudo hacia atrás y el taxi frenó bruscamente más adelante.
El hombre abrió la puerta trasera y se asomó.
—Debería mirar por dónde va —dijo, a modo de consejo, sin enfadarse.
—Lo siento —dijo entre dientes el coleccionista de huesos, arrepentido.
El anciano vaciló durante un instante, miró por la calle, pero no vio ningún otro taxi. Finalmente se subió al vehículo.
La puerta se cerró de un golpe.
Viejo y delgado, pensó. La piel se deslizaría como la seda sobre los huesos.
—Bien, usted dirá —le dijo en voz alta.
—A la zona Este.
—Eso está hecho —afirmó mientras que se colocaba el pasamontañas, dando un volantazo hacia la derecha. El taxi se dirigió a toda velocidad en dirección Oeste.