—¡Cuidado! —ladró Rhyme.
—Soy un experto en esto.
—¿Es nueva o usada?
—Shhh —dijo Thom.
—Por Dios santo. La cuchilla, ¿es nueva o usada?
—Contén la respiración… Ah, ya está. Suave como el culito de un bebé.
No se trataba de un procedimiento forense sino cosmético.
Era la primera vez en una semana que Thom afeitaba a Rhyme. También le había lavado el pelo, peinándoselo después hacia atrás.
Media hora antes, a la espera de que llegara Sachs con las pruebas, Rhyme había ordenado a Cooper que saliera de la habitación mientras que Thom embadurnaba el catéter con gel, apretando el tubo. Cuando terminó, Thom le miró de arriba abajo:
—Estás hecho una pena. ¿Es que no te das cuenta?
—No me importa. ¿Por qué me habría de importar?
Pero de repente se dio cuenta de que sí le importaba.
—¿Qué tal un afeitado? —preguntó su asistente.
—No tenemos tiempo.
Lo que realmente le preocupaba era que si el doctor Berger le veía acicalado, no estaría tan dispuesto a seguir adelante con el suicidio. Un paciente despeinado era un paciente totalmente abatido.
—Y necesitas un buen lavado.
—No.
—Ahora tenemos compañía, Lincoln.
—Bueno, venga —refunfuñó Rhyme, finalmente.
—Y nos deshacemos de ese pijama, ¿qué me dices?
—No le pasa nada…
Pero la verdad era que le parecía una buena idea.
Un rato después, recién lavado y afeitado, vestido con unos vaqueros y una camisa blanca, Rhyme hizo caso omiso al espejo que le sujetaba su asistente.
—Aparta ese espejo.
—Una mejoría increíble.
Resoplando en tono burlón, Rhyme anunció:
—Me voy a dar un paseo antes de que vengan —volvió a recostar su cabeza en la almohada. Mel Cooper se volvió hacia él con expresión de perplejidad.
—Es un paseo mental —aclaró Thom.
—¿Mental?
—Me lo imagino —le explicó Rhyme.
—Vaya truco —dijo Cooper.
—Puedo pasear por el vecindario que quiera y nunca me roban. Ir de excursión por las montañas y no cansarme. Escalar una montaña si quiero. Ir de escaparates por la Quinta Avenida. Claro, que las cosas que veo no necesariamente están ahí. Pero ¿y qué? Tampoco lo están las estrellas.
—¿Y eso? —preguntó Cooper.
—La luz de las estrellas que vemos está a miles de millones de años luz. Cuando la luz llega a la tierra, las propias estrellas ya se han movido. No están donde las vemos —suspiró Rhyme al mismo tiempo que el agotamiento le vencía—. Supongo que algunas ya se han extinguido y desaparecido.
Cerró los ojos.
—Nos lo está poniendo cada vez más difícil.
—No necesariamente —contestó Rhyme a Lon Sellitto.
Sellitto, Banks y Sachs acababan de llegar de la escena de la vaquería.
—Ropa interior, la luna y una planta —dijo alegremente el pesimista de Jerry Banks—. Realmente no nos aclaran gran cosa.
—Y tierra —recordó Rhyme, teniendo siempre presente la tierra.
—¿Tienes alguna idea de lo que significa todo esto? —preguntó Sellitto.
—Aún no —contestó Rhyme.
—¿Dónde está Polling? —masculló Sellitto—. Todavía no ha contestado con el busca.
—No le he visto —respondió Rhyme.
En la entrada apareció una figura.
—Mientras que viva y respire —retumbó el suave tono barítono del desconocido.
Rhyme indicó con la cabeza al hombre desgarbado que entrase. Tenía un aspecto sombrío, pero de repente apareció una cálida sonrisa en su cara enjuta, un gesto que esbozaba sólo en contadas ocasiones. Terry Dobyns reunía todas las cualidades requeridas para trabajar en el Departamento de Psiquiatría de la Policía de Nueva York. Había estudiado con los especialistas del FBI en Quantico, tenía la licenciatura de psicología y era forense.
Al psicólogo le encantaba la ópera y jugar al fútbol americano. Cuando Lincoln Rhyme se había despertado en el hospital tras el accidente, hacía tres años, Dobyns estaba sentado a su lado, escuchando Aida en el walkman. Pasó las tres horas siguientes dirigiendo lo que iba a ser la primera de las muchas sesiones de terapia dedicadas a la lesión de Rhyme.
—Bien, ¿y qué dicen los libros de texto sobre las personas que no devuelven las llamadas?
—Luego me psicoanalizas, Terry. ¿Has oído hablar de nuestro sujeto desconocido?
—Algo —admitió Dobyns, examinando a Rhyme de arriba abajo. No era médico, pero sabía de fisiología—. ¿Estás bien, Lincoln? Pareces un poco paliducho.
—Hoy me he dado un palizón —afirmó Rhyme—. Y me vendría bien echarme un rato. Ya sabes que soy un puto perezoso.
—No, si ya lo sé. Tú eres el que me llamó a las tres de la madrugada para preguntarme algo sobre un criminal y el que me dijiste que no entendías por qué estaba en la piltra. ¿Y qué ocurre? ¿Estás buscando un perfil?
—Todo lo que puedas decirnos nos servirá.
Sellitto puso al corriente a Dobyns que, tal como Rhyme recordaba de los días que trabajaban juntos, nunca tomaba notas sino que lograba retener en su pelirroja cabeza todo lo que oía.
El psicólogo caminaba de un lado para otro delante del gráfico de la pared, levantando la vista hacia él de vez en cuando, mientras escuchaba la estentórea voz del detective.
—Las víctimas, las víctimas…, todas se han encontrado bajo tierra. Enterradas, en un sótano, en el túnel de la vaquería —alzó un dedo, interrumpiendo a Sellitto.
—Así es —confirmó Rhyme.
—Continúa.
Sellitto prosiguió y explicó el rescate de Monelle Gerger.
—Bien, de acuerdo —dijo distraídamente Dobyns. Entonces se detuvo, volviéndose otra vez hacia la pared. Separó las piernas y con las manos sobre las caderas, miró los escasos datos sobre el Sujeto Desconocido 823—. Dime algo más sobre esa idea que tienes, Lincoln. Que le gustan las cosas viejas.
—No sé qué conclusiones sacar. Hasta ahora sus pistas tienen algo que ver con el Nueva York histórico. Materiales de construcción de finales de siglo, las vaquerías, el sistema de vapor.
De repente Dobyns dio un paso hacia delante, dando golpecitos al gráfico.
—Hanna, háblame de Hanna.
—¿Amelia? —indicó Rhyme.
Amelia le contó a Dobyns cómo el secuestrador se había dirigido a Monelle Gerger con el nombre de Hanna sin motivo aparente.
—Ella dijo que parecía que le gustaba decir el nombre. Y hablarle en alemán.
—Y se arriesgó un poco al secuestrarla, ¿verdad? —observó Dobyns—. El taxi, en el aeropuerto… eso no suponía ningún riesgo para él. Pero esconderse en el cuarto de la lavandería… Tenía que sentirse muy motivado para raptar a una persona de nacionalidad alemana.
Dobyns, enroscando su rojizo pelo en el dedo, se dejó caer en una de las chirriantes sillas de mimbre, estirando los pies ante él.
—Vale, a ver qué os parece esta idea. El mundo subterráneo… esa es la clave. Me da la impresión de que es alguien que oculta algo, y al oír esa palabra, inmediatamente lo asocio con la histeria.
—No actúa de forma histérica —dijo Sellitto—. Es bastante tranquilo y calculador.
—No me refiero a la histeria en ese sentido sino a un tipo de trastorno mental. La enfermedad se manifiesta cuando el paciente tiene una experiencia traumática en su vida y el subconsciente convierte ese trauma en algo distinto. El paciente intenta autoprotegerse. La típica histeria de conversión presenta síntomas somáticos como náusea, dolor o parálisis, aunque creo que en este caso se trata de un problema asociado. Disociación: es el término que utilizamos para denominar la reacción ante el trauma que afecta a la mente, no al organismo. Amnesia histérica y estados de fuga. Personalidad múltiple.
—¿Jekyll y Hyde? —intervino Mel Cooper adelantándose a Banks.
—Bueno no creo que realmente tenga personalidad múltiple —prosiguió Dobyns—. Es un diagnóstico muy poco común y el típico sujeto que presenta personalidad múltiple es joven y tiene un CI inferior a vuestro chico —indicó con la cabeza hacia el gráfico del perfil—. Es hábil y listo. Está claro que es un criminal que lo tiene todo planificado —Dobyns miró por la ventana un momento—. Esto es interesante, Lincoln. Creo que tu sujeto desconocido muestra su otra personalidad cuando le conviene, cuando quiere matar, y eso es importante.
—¿Por qué?
—Por dos razones. En primer lugar, nos dice algo sobre la personalidad que predomina en él. Es alguien que ha recibido formación —quizás en su trabajo, quizás por su educación— para ayudar a las personas, no para hacerles daño. Puede ser un cura, un consejero, un político o un trabajador social. Y en segundo lugar, creo que ha encontrado un modelo a seguir. Si averiguas cuál es, quizás te proporcione una pista.
—¿Qué tipo de modelo?
—Es posible que durante mucho tiempo haya deseado matar, pero no lo hizo hasta que encontró un modelo de rol. Puede que sea un libro, una película o se trate de alguien que incluso conoce. Es alguien con el que se identifica, alguien cuyos propios crímenes le dan permiso para matar. Ahora me voy a aventurar un poco con lo que voy a decir…
—Sigue —dijo Rhyme—. Sigue.
—Su obsesión con la historia me dice que su personalidad está basada en un personaje del pasado.
—¿Un personaje real?
—No sabría decirlo. Quizás sea un personaje ficticio o quizás no. Hanna, quienquiera que sea, aparece en la historia en alguna parte. Alemania también aparece, o americanos de procedencia alemana.
—¿Tienes alguna idea de cuál ha podido ser el detonante?
—Freud creía que se debía —¿cómo no?— al conflicto sexual por complejo de Edipo. Hoy en día, según la opinión generalizada, los problemas de desarrollo sólo constituyen una de las causas de este trastorno, cualquier trauma puede desencadenarlo. Y no tiene por qué deberse a un acontecimiento en particular. Puede ser un trastorno de personalidad, una larga serie de decepciones personales o profesionales. Es difícil de decir —le brillaban los ojos mientras miraba el perfil—. De verdad espero que le trinquéis vivo, Lincoln. Me encantaría tener la oportunidad de que estuviese en mi sillón durante unas horas.
—Thom, ¿estás tomando notas de esto?
—Sí, bwana.
—Bien, una pregunta —comenzó Rhyme.
Dobyns se dio media vuelta rápidamente.
—Yo diría que esa es la pregunta, Lincoln: ¿Por qué deja las pistas? ¿Vale?
—Sí. ¿Por qué deja las pistas?
—Piensa en lo que ha hecho… Te está hablando. No está divagando incoherentemente como si fuera el Hijo de Sam o el asesino del Zodíaco[37]. No es esquizofrénico. Se está comunicando y en tu lenguaje. El lenguaje de los forenses. ¿Por qué? —Siguió caminando de un lado para otro, dirigiendo la vista hacia el gráfico—. Lo único que se me ocurre es que quiere compartir la culpabilidad. Ves, le resulta duro matar. Resulta más fácil si nos convierte en sus cómplices. Si no salvamos a las víctimas a tiempo, en parte somos responsables de sus muertes.
—Pero, eso es bueno, ¿no? —preguntó Rhyme—. Significa que nos seguirá dando pistas que se puedan resolver. De otro modo, el puzzle es demasiado difícil. No comparte el peso de la responsabilidad.
—Bueno, es verdad —añadió Dobyns sin volver a sonreír—. Pero también hay otro factor que interviene.
—Los asesinatos en serie van en escala —dio la respuesta Sellitto.
—Eso es —confirmó Dobyns.
—¿Más todavía? —refunfuñó Banks—. ¿No te parece bastante cada tres horas?
—Oh, encontrará una manera —continuó el psicólogo—. Lo más seguro es que empiece a escoger víctimas múltiples —el psicólogo frunció el ceño—. Oye, ¿estás bien, Lincoln?
Gotas de sudor recorrían la frente del criminólogo. Había forzado mucho la vista.
—Sólo estoy cansado. Demasiadas emociones para un viejo lisiado.
—Una última cosa. El perfil de las víctimas es crucial en los asesinatos en serie, aunque en este caso contemos con personas de diferentes sexos, edades y clases sociales. Todas de raza blanca, pero ha estado actuando en un área predominantemente blanca, así que a nivel estadístico no es significativo. Con lo que sabemos hasta ahora, no podemos entender por qué ha raptado a estas personas en particular. Si tú logras averiguarlo, quizá logres adelantarte a él.
—Gracias, Terry —dijo Rhyme—. Quédate un poco más.
—Claro, Lincoln, si así lo deseas.
—Vamos a ver las pruebas materiales de la escena de la vaquería —ordenó Rhyme—. ¿Qué tenemos? ¿La ropa interior?
Mel Cooper recogió las bolsas que Sachs había traído de la escena y dirigió la mirada hacia una de ellas, que contenía las prendas.
—Marca Katrina Fashion's D'Amore —declaró Mel—. Cien por cien algodón, banda elástica. Tejido fabricado en los EE.UU. Cortado y confeccionado en Taiwán.
—¿Y sólo con verlo ya lo sabes? —preguntó Sachs incrédula.
—No, lo estaba leyendo —respondió, señalando la etiqueta.
—Ah.
Los polis se echaron a reír.
—Entonces, ¿nos está diciendo que tiene a otra mujer? —dedujo Sachs.
—Probablemente —asintió Rhyme.
—No sé qué líquido es. Voy a hacer una cromatografía —dijo Cooper abriendo la bolsa.
Rhyme le pidió a Thom que sujetara el pedazo de papel con las fases de la luna. Lo analizó detenidamente. Un trozo de papel como ése era una prueba increíblemente individualizada. Se podría encajar con el papel del que había sido arrancado y unir los dos como si fueran huellas dactilares. Evidentemente, el problema en aquel caso era que no disponían del original. Se preguntaba si alguna vez lo encontrarían. Puede que una vez arrancado este trozo, el asesino lo hubiera destruido; aunque Rhyme prefería que no fuese así. Le gustaba imaginar que estaba en algún lugar, esperando que alguien lo encontrara. Como siempre, imaginaba el origen de la prueba: el automóvil del cual había saltado la pintura, el dedo que había perdido una uña, el cañón del arma que había descargado la bala estriada hallada en el cuerpo de la víctima. Estas fuentes, siempre cercanas al sujeto desconocido, adquirían su propia personalidad en la mente de Rhyme. Podían ser imperiosas o crueles.
O incluso misteriosas.
Las fases de la luna.
Rhyme preguntó a Dobyns si el asesino podría sentirse impelido a actuar por ciclos.
—No. Ahora no es luna llena. Han pasado cuatro días desde la luna nueva.
—Entonces las lunas tienen otro significado.
—Si es que realmente son lunas —manifestó Sachs.
Estaba satisfecha consigo misma y con toda la razón, pensó Rhyme.
—Tienes razón, Amelia. Quizá se refiera a círculos. Tinta, papel, geometría, el planetario…
Rhyme se dio cuenta de que ella le estaba mirando fijamente, quizás se había percatado de que se había afeitado, peinado y mudado de ropa.
¿Y de qué humor estaría ahora?, se preguntó. ¿Enfadada con él o simplemente ausente? No lo sabría decir. Por el momento, Amelia Sachs se mostraba tan enigmática como el Sujeto Desconocido 823.
El pitido del fax sonaba en el pasillo. Thom fue a recogerlo y regresó un momento después con dos hojas.
—Es de Emma Rollins —anunció, sujetando los papeles para que Rhyme los pudiese ver.
—El estudio de los escáneres de los ultramarinos. En once tiendas de Manhattan se vendieron piernas de ternera a clientes que compraron menos de cinco productos en los últimos dos días —comenzó a escribir en el gráfico y luego miró a Rhyme—. ¿Quieres los nombres de las tiendas?
—Por supuesto. Los necesitamos para remitirnos a ellos y establecer conexiones. Thom los anotó en el gráfico del perfil.
—Vaya: eso lo limita a toda la ciudad —observó Sachs.
—Paciencia —respondió Rhyme intranquilo. Mel Cooper examinaba el trozo de paja que Sachs había encontrado y, tirándolo dijo:
—No tiene nada de especial.
—¿Es nueva? —preguntó Rhyme. Si fuese así, podían indagar en las tiendas que hubiesen vendido piernas de ternera y escobas en el mismo día.
—Ya se me había ocurrido. Tiene seis meses o más —indicó Cooper. Comenzó a sacudir la ropa de la chica alemana sobre un trozo de papel de periódico.
—Hay varias cosas aquí —manifestó, estudiando minuciosamente el papel—. Tierra.
—¿Suficiente para un análisis de densidad?
—No, en realidad es sólo polvo. Probablemente de la escena del crimen.
Cooper examinó el resto de los residuos que había quitado de la ropa manchada de sangre.
—Polvo de ladrillo. ¿Por qué hay tanto ladrillo?
—Por las ratas a las que disparé. El muro era de ladrillo.
—¿Les disparaste? ¿En la misma escena? —inquirió Rhyme haciendo un gesto de dolor.
—Pues sí. Ella estaba cubierta de ratas —dijo Sachs a la defensiva.
Estaba enojado, pero lo dejó pasar y sólo añadió:
—Estarán todos los tipos de contaminantes por disparos de arma de fuego: plomo, arsénico, carbón o plata.
—Y aquí… tenemos otro trozo de cuero rojo, del guante. Y… tenemos otra fibra, una diferente.
A los criminalistas les encantan las fibras. Esta era un pequeño mechón gris apenas visible a simple vista.
—Excelente —anunció Rhyme—. ¿Y qué más?
—Tenemos la foto de la escena. Junto con las huellas, las de la garganta y las del lugar donde él recogió el guante —dijo Sachs mostrándoselas.
—Bien —manifestó Rhyme, examinándolos detenidamente.
En el rostro de Amelia apenas se disimulaba un brillo de triunfo: la otra cara de la moneda del afán de ganar era odiarse a uno mismo por no ser profesional.
Rhyme estaba analizando las Polaroid cuando oyó pasos en la escalera y llegó Jim Polling. Entró en la habitación, vaciló un instante al ver tan acicalado a Lincoln Rhyme y se dirigió con grandes zancadas hacia Sellitto.
—Acabo de venir de la escena. Habéis salvado a la víctima. Buen trabajo, chicos —afirmó, con un gesto de la cabeza hacia Sachs, lo que también la incluía a ella—. Pero tememos que el cabrón haya secuestrado a otra.
—O está punto de hacerlo —masculló Rhyme, mirando las copias.
—Estamos analizando las pistas ahora mismo —dijo Banks.
—Jim, he intentando localizarte —afirmó Sellitto—. Lo intenté en el despacho del alcalde.
—Estaba con el jefe. ¡Joder! Tuvo que suplicar para conseguir rastreadores extras. Ha obtenido cincuenta hombres de las fuerzas de seguridad de la ONU.
—Capitán, hay algo de lo que tenemos que hablar. Tenemos un problema. Ocurrió algo en la última escena…
Una voz desconocida resonó en la habitación:
—¿Problema? ¿Quién tiene un problema? Aquí no tenemos problemas, ¿verdad? Ninguno en absoluto.
Rhyme alzó la mirada hacia el hombre alto y delgado de la entrada. Era negro como el azabache y vestía un ridículo traje verde y unos zapatos marrones que relucían como espejos. Descorazonado, dijo:
—Dellray.
—Lincoln Rhyme. El mismísimo Ironside[38] de Nueva York. ¡Eh, Lon! Y Jim Polling, ¿qué tal estás?
Detrás de Dellray había una media docena de hombres y una mujer. Rhyme supo en un instante por qué estaban allí los agentes federales. Dellray examinó a los oficiales en la habitación, fijándose por un momento en Sachs, aunque enseguida desvió su atención.
—¿Qué quieres? —preguntó Polling.
—¿No lo adivinan, señores? Hemos decidido que abandonen el caso. Sí señor. Sanseacabó —contestó Dellray.