15

Los tres halógenos de emergencia se encendieron al mismo tiempo, inundando el sombrío túnel de una siniestra marea de luminosidad blanca.

Sola en la escena, Sachs miró hacia el suelo por un momento. Algo había cambiado. Pero ¿qué?

Volvió a desenfundar su arma, se puso de cuclillas.

—Está aquí —susurró, poniéndose detrás de uno de los postes.

—¿Qué? —preguntó Rhyme.

—Ha regresado. Había algunas ratas muertas y ahora no están.

Ella escuchó la risa de Rhyme.

—¿Qué es lo que te resulta tan gracioso?

—No, Amelia. Sus amigos se llevaron los cuerpos.

—¿Sus amigos?

—Una vez tuve un caso, en Harlem. Un cuerpo desmembrado, descompuesto. Muchos de los huesos estaban escondidos en un gran círculo alrededor del torso. La calavera estaba en un bidón de aceite, los dedos de los pies bajo montones de hojas… Tenía al barrio alborotado. La prensa hablaba de ritos satánicos, de asesinos en serie. ¿Adivinas quién había sido el autor de todo aquello?

—Ni idea —dijo ella fríamente.

—La propia víctima. Fue un suicidio. Mapaches, ratas y ardillas se hicieron con los restos. Como si fueran trofeos. Nadie sabe por qué pero les encantan como souvenirs. Ahora, ¿dónde estás?

—Al pie de la rampa.

—¿Qué ves?

—Un túnel ancho. Dos túneles a los lados, más estrechos. Techo plano, sostenido por pilares de madera. Los pilares están todos abollados y mellados. El suelo es de hormigón viejo, cubierto de suciedad.

—¿Y estiércol?

—Eso parece. En el centro, justo delante de mí, está el poste al que la ató.

—¿Ventanas?

—Ninguna. Ni tampoco puertas —Amelia miró hacia el ancho túnel, el suelo desaparecía en un oscuro universo a miles de millas de distancia. Sintió el lento avance de la desesperación—. Es demasiado grande. Hay demasiado espacio que cubrir.

—Amelia, relájate.

Apariencia Residencia Vehículo Otros
Raza caucásica, hombre, constitución menuda. Probablemente tiene una casa en un lugar seguro. Taxi. Conoce el procedimiento que se sigue en la escena del crimen.
Ropas oscuras. Sedán, modelo reciente gris claro, plateado o beige. Posiblemente esté fichado.
Guantes viejos de piel de cordero color rojizo. Sabe disimular las huellas dactilares.
After-shave ¿para disimular otro olor? Arma: colt calibre 32.
Pasamontañas azul marino. Ata a las víctimas con nudos poco corrientes.
Los guantes son oscuros. Le gustan las cosas «viejas».
Llamó a una de las víctimas «Hanna».
Tiene rudimenos de alemán.

—Nunca encontraré nada aquí.

—Sé que parece abrumador. Pero ten en mente que sólo hay tres tipos de evidencias que nos interesan. Objetos, materiales orgánicos y huellas. Eso es todo. Es menos desalentador si piensas en ello de esa manera.

Fácil para ti decirlo.

—Y el sitio no es tan grande como parece. Sólo concéntrate en los lugares por donde caminaron. Ve al poste.

Sachs anduvo hasta allí mirando fijamente hacia abajo. Las luces halógenas eran brillantes pero también hacían las sombras más pronunciadas, disimulando una docena de lugares donde podría esconderse el secuestrador. Un temblor le recorrió la médula espinal. «Quédate cerca Lincoln», rogó a su pesar. «Estoy enfadada, pero quiero oírte. Respira o algo».

Se detuvo, alumbró con la PoliLight el suelo.

—¿Está todo barrido? —preguntó él.

—Sí. Como antes.

El chaleco antibalas le rozaba los pechos a pesar del sujetador deportivo y la camiseta, y allí abajo era tan insoportable como arriba. Le picaba la piel y sintió un apremiante deseo de rascarse por debajo del chaleco.

—Estoy en el poste.

—Aspira la zona —Sachs pasó el pequeño aspirador. Odiaba el ruido. Tapaba cualquier sonido de pisadas acercándose, pistolas montándose, cuchillos siendo desenfundados. Sin querer miró por encima de su hombro una vez, dos veces. Casi se le cayó la aspiradora mientras su mano se disparaba hacia la pistola.

Sachs miró la huella en el polvo donde Monelle había estado tumbada. «Yo soy él. La estoy arrastrando conmigo. Ella me da una patada, me tambaleo…».

Monelle sólo pudo haber pateado en una dirección, opuesta a la rampa. El asesino no se cayó, había dicho la chica. Lo que quería decir que aterrizó sobre sus pies. Sachs anduvo un o dos metros en la penumbra.

—¡Bingo! —gritó Sachs.

—¿Qué? ¡Dime!

—Huellas de pisadas. Se dejó un trocito sin barrer.

—¿No serán de ella?

—No. Ella llevaba zapatillas deportivas. Éstas tienen la suela lisa. Como zapatos de vestir. Dos huellas buenas. Sabremos qué talla de pie tiene.

—No, no nos dirán eso. Las suelas pueden ser mayores o menores que la parte superior del zapato. Pero puede que valgan para algo. En el maletín hay una impresora electrostática. Es una caja pequeña con una varita sobre ella. Habrá algunas láminas de acetato a su lado. Separa el papel, pon el acetato sobre la huella y pasa la varilla sobre ella.

Amelia sacó el aparato e hizo dos impresiones de las huellas. Cuidadosamente las metió en un sobre de papel y después volvió al poste.

—Y aquí hay un trocito de paja de la escoba.

—¿Cómo?

—Perdón —se corrigió Sachs rápidamente—. No sabemos de dónde es. Un trozo de paja. Lo estoy recogiendo y guardando.

«Cogiéndole el truco a estos lápices. Oye, Lincoln, hijo de perra, ¿sabes lo que pienso hacer para celebrar mi retiro permanente del destacamento de la escena del crimen? Voy a ir a un restaurante chino».

Las luces halógenas no llegaban al túnel lateral por el que había entrado corriendo Monelle. Sachs se detuvo en la línea entre la luz y la oscuridad, y entonces se precipitó hacia las sombras. El haz de la linterna barría el suelo delante de ella.

—Háblame, Amelia.

—No hay mucho que ver. También barrió aquí. Dios, piensa en todo.

—¿Qué ves?

—Sólo marcas en el polvo.

«La inmovilizo, la derribo. Estoy enfadado. Furioso. Intento estrangularla».

Sachs miró fijamente al suelo.

—Aquí hay algo. ¡Huellas de rodillas! Cuando la estaba estrangulando debió de sentarse sobre la chica. Dejó huellas de las rodillas y se le olvidó barrerlas.

—Electroestático entonces.

Ella lo hizo, esta vez más rápido. Le iba cogiendo el truco al equipo. Estaba metiendo la huella en el sobre cuando algo llamó su atención. Otra marca en el polvo. ¿Qué era aquello?

—Lincoln… Estoy mirando el lugar donde… Parece como si el guante se hubiese caído aquí. Cuando estaban forcejeando —encendió la linterna y no pudo creer lo que vio—. Una huella. ¡Tengo una huella dactilar!

—¿Qué? —preguntó Rhyme incrédulo—. ¿No será de ella?

—Nooo, no podría serlo. Puedo ver el polvo donde estuvo tumbada. Sus manos estuvieron siempre esposadas. Es donde él recogió el guante. Probablemente pensó que había barrido aquí pero se le pasó. ¡Es una huella grande y gorda!

—Tíñela, ilumínala y sácale una foto a la hija de perra con el uno a uno. —Le llevó sólo dos intentos conseguir una Polaroid nítida. Se sintió como si hubiera encontrado un billete de cien dólares en la calle.

—Aspira la zona y luego vuelve al poste. Recorre la cuadrícula —le ordenó Rhyme. Obediente, Amelia caminó lentamente por el suelo, de delante hacia atrás. Un pie detrás de otro—. No te olvides de mirar al frente —le recordó él—. Una vez atrapé a un criminal por un solo pelo en el techo. Había cargado una bala del calibre 357 en un verdadero 38 y el retroceso arrancó un pelo de su mano y lo dejó pegado en la moldura del techo.

—Estoy mirando. Es un techo de azulejo. Sucio. Nada más. No hay sitio para esconder nada. No hay salientes ni entrantes.

—¿Dónde habrá dejado las pruebas preparadas? —preguntó él.

—No veo nada.

De un lado para otro. Pasaron cinco minutos. Seis, siete.

—A lo mejor no dejó ninguna esta vez —sugirió Sachs—. Tal vez Monelle es la última.

—No —replicó Rhyme rotundo.

Entonces, detrás de un pilar de madera, un reflejo llamó su atención.

—Aquí hay algo en la esquina… Aquí están.

—Fotografíalo todo antes de tocarlo.

Tomó una foto y luego recogió un fardo de tela blanca con los lápices. Ropa interior de mujer. Mojada.

—¿Semen?

—No lo sé —respondió Amelia, preguntándose si él le iba a pedir que la oliera.

—Prueba con la PoliLight. Las proteínas se verán fluorescentes.

Buscó la luz, la encendió. Iluminó la tela pero el líquido no brilló.

—No.

—Guárdala. En plástico. ¿Qué más hay? —preguntó Rhyme con entusiasmo.

—Una hoja. Larga, delgada y puntiaguda en un extremo —había sido cortada hacia algún tiempo y estaba seca y marrón.

Rhyme suspiró exasperado.

—Debe de haber unas ocho mil variedades de hoja caduca sólo en Manhattan —le explicó—. No sirve de mucha ayuda. ¿Qué hay debajo de la hoja?

¿Por qué pensaba que había algo ahí?

Pero lo había. Un trozo de periódico. En blanco por un lado, por el otro estaba impreso con un dibujo de las fases de la luna.

—¿La luna? —reflexionó Rhyme—. ¿Alguna huella? Rocíalo con ninhidrina y escanéalo rápido con la luz.

Un fogonazo de la PoliLight no reveló nada.

—Eso es todo.

Silencio por un momento.

—¿En qué estaban apoyadas las pistas?

—Oh, no lo sé.

—Tienes que saberlo.

—Bueno, el suelo —respondió irritada—. Polvo, ¿sobre qué otra cosa podrían estar?

—¿Es como el resto del polvo de alrededor?

—Sí —entonces miró más detenidamente. Diablos, era diferente.

—Bueno, no exactamente. Es de diferente color.

¿Por qué tenía que tener siempre razón?

—Guárdalo. En papel —le ordenó Rhyme.

Mientras recogía las partículas, él volvió a interrumpirla.

—¿Amelia?

—Él no está ahí —dijo Rhyme tranquilizadoramente.

—Eso creo.

—Me pareció notar algo en tu voz.

—Estoy bien —repitió la joven poco después—. Estoy oliendo el aire. Huelo a sangre. Humedad y moho. Y la loción para después del afeitado otra vez.

—¿La misma que antes?

—Sí.

—¿De dónde viene el olor?

Olisqueando el aire, Sachs caminó en espiral, recordando el Maypole otra vez, hasta que llegó a otro poste.

—Aquí. Es más fuerte aquí.

—¿Dónde es aquí, Amelia? Tú eres mis piernas y mis ojos, acuérdate.

—En una de estas columnas de madera. Como a la que ella estaba atada. A unos dos metros.

—Puede que a lo mejor se apoyara ahí. ¿Alguna huella?

La roció con ninhidrina y la alumbró.

—No. Pero el olor es muy fuerte.

—Coge una muestra del poste donde sea más fuerte el olor. Hay una herramienta eléctrica en el maletín. Negra. Un taladro portátil. Toma una broca de muestras, es como una broca de taladro hueca, y móntala en la herramienta. Hay algo llamado portabrocas. Es un…

—Tengo un taladro en casa —dijo ella bruscamente.

—Oh.

Amelia sacó un trozo de poste, luego se enjugó el sudor de la frente.

—¿Lo guardo en plástico? —preguntó. Rhyme le dijo que sí. Se sintió mareada, agachó la cabeza y tomó aliento. No hay aire aquí dentro.

—¿Algo más? —preguntó Rhyme.

—Nada que pueda ver.

—Estoy orgulloso de ti, Amelia. Vuelve aquí y trae tus tesoros contigo.