La oficina, en un rascacielos que dominaba el sur de Manhattan, miraba hacia Jersey. Las partículas de contaminación disueltas en el aire hacían que la puesta de sol fuera preciosa.
—Tenemos que hacerlo.
—No podemos.
—Tenemos —repitió Fred Dellray y tomó un breve sorbo de su café, que era incluso peor que el del restaurante donde poco antes había estado sentado con el Zarrapastroso—. Quítaselo. Podrán soportarlo.
—Es un caso local —respondió el agente especial asistente del FBI a cargo de la oficina de Manhattan. Era un hombre meticuloso que nunca podría trabajar de secreta, porque en cuanto alguien lo veía, inmediatamente pensaba que era un agente del FBI.
—No es local, y lo están tratando como local. Pero es un caso importante.
—Sólo tenemos ochenta hombres disponibles por ese asunto de la ONU.
—Y esto está relacionado con la conferencia —le interrumpió Dellray—. Estoy seguro.
—Entonces se lo diremos a los de seguridad de la ONU. Deja que todo el mundo… Oh, no me mires así.
—¿La seguridad de la ONU? ¿La seguridad de la ONU? Dime, ¿alguna vez has escuchado la palabra «retrasado mental…»? Billy, ¿viste esa foto? ¿La de la escena de esta mañana? ¿La mano saliendo del suelo, y toda la carne arrancada de ese dedo? Ahí fuera hay un jodido enfermo mental.
—Los del Departamento de Policía de Nueva York nos mantienen informados —replicó el agente—. Tenemos a los loqueros alerta, por si los necesitamos.
—Oh, por todos los santos. ¿Los loqueros alerta, dices? Tenemos que coger a ese destripador, Billy. Atraparle. No averiguar lo que pasa dentro de su cabeza.
—Dime otra vez lo que te contó tu soplón.
Dellray podía reconocer cualquier indicio de prueba si lo había. No iba a dejar que se le escapara otra vez. Había que moverse deprisa, seguir la pista del Zarrapastroso y Jackie en Johannesburgo o Monrovia, y prestar oídos al rumor entre los traficantes de armas de que se mantuvieran alejados de los aeropuertos de Nueva York porque algo iba a pasar.
—Es él —dijo Dellray—. Tiene que ser él.
—El Departamento de Policía de Nueva York tiene trabajando en el caso a un destacamento especial.
—Pero no son los Antiterroristas. He hecho algunas llamadas. En la Brigada Antiterrorista nadie tiene ni idea de lo que pasa. Para el Departamento de Policía «turistas muertos es igual a malas relaciones públicas». Quiero este caso, Billy —y entonces Fred Dellray dijo las únicas palabras que jamás había pronunciado en sus ocho años como policía secreto—: Por favor.
—¿Y qué motivos aducimos?
—Oh, oh, esa pregunta es una chorrada —dijo Dellray meneando su dedo índice como si fuera un profesor regañando—. Veamos: tenemos un novísimo proyecto de ley antiterrorista. Pero eso no es suficiente para ti, ¿tú quieres la jurisdicción? Yo te daré jurisdicción. Un crimen en Port Authority. Secuestro. Puedo argumentar que ese jodido gilipollas está conduciendo un taxi, y alterando por eso el comercio interestatal. No queremos jugar a algo así, ¿verdad, Billy?
—No escuchas, Dellray. Puedo recitar el Código de Estados Unidos mientras duermo, gracias. Lo que quiero saber, si vamos a tomar el mando, es qué le decimos a la gente para mantener a todos contentos. Porque recuerda, después de que ese asesino esté en el saco y fichado, nosotros vamos a seguir trabajando con la Policía. Lon Sellitto lleva el caso y es un buen hombre.
—¿Un teniente? —Dellray resopló. Tiró del cigarrillo que llevaba detrás de la oreja y lo sostuvo bajo sus narices durante un momento.
—Jim Polling está al mando.
Dellray reculó fingiéndose horrorizado.
—¿Polling? ¿Ese aprendiz de Hitler? ¿Ese que sólo sabe decir «Tiene el derecho a guardar silencio porque puedo darle un guantazo en toda la puta cabeza»? Así que Polling, ¿eh?
El agente especial no tenía respuesta para eso.
—Sellitto es muy bueno —insistió—. Un policía nato. He estado con él en dos operaciones especiales.
—Ese maldito asesino está esparciendo cadáveres a derecha e izquierda. Seguro que piensa que se va a salir con la suya.
—¿Qué quieres decir?
—Tenemos senadores en la ciudad. Tenemos congresistas, tenemos jefes de Estado. Pienso que lo que está haciendo ese tipo es ensayar.
—¿Has estado hablando con los loqueros y no me lo has dicho?
—Es lo que huelo —Dellray no pudo resistir la tentación de tocarse su delgada nariz.
Su compañero expulsó el aire que retenía en los bien afeitados carrillos.
—¿Quién es el CI[35]?
A Dellray le resultaba difícil pensar en el Zarrapastroso como un informante confidencial, sonaba como algo salido de una novela de Dashiell Hammett. En la jerga del FBI, a la mayoría de los informantes les llamaban «esqueletos», pues casi todos eran huesudos, desagradables, pequeños estafadores. Lo que le venía que ni pintado al Zarrapastroso.
—Es un gusano —admitió Dellray—. Pero Jackie, el tipo que le dio el soplo, es de fiar.
—Sé que quieres el caso, Fred. Y lo entiendo. —El agente lo dijo con cierta compasión, porque sabía perfectamente lo que se escondía detrás de la demanda de Dellray.
Ya de niño, en Brooklyn, Dellray quería ser un poli. No le importaba mucho qué tipo de poli mientras se pudiera pasar las veinticuatro horas del día siéndolo. Pero poco después de incorporarse a la agencia encontró su vocación, la policía secreta.
Formando un equipo con su hombre de confianza y ángel de la guarda, Toby Dolittle, Dellray había mandado a la cárcel por mucho tiempo a un gran número de criminales, las sentencias sumaban un total cercano a los mil años. («Los compañeros nos llamaban el equipo del Milenio», le confesó una vez a su colega). La pista para entender el triunfo de Dellray la daba su apodo, el Camaleón, con el que le bautizaron después de que en el espacio de veinticuatro horas hiciera de drogadicto en una casa donde se traficaba con crack en Harlem y de dignatario haitiano en una cena en el consulado de Panamá, con una banda roja cruzándole el pecho y un acento impecable. Sus servicios eran requeridos regularmente por la BATF o la DEA[36], y, en ocasiones, por algunos departamentos de policía de la ciudad. Las drogas y el tráfico de armas eran sus especialidades, aunque también tenían mucha experiencia en mercancías decomisadas.
Lo irónico del trabajo de secreta es que cuanto mejor eres, antes te retiran. Se extiende el rumor y los peces gordos, los individuos tras los cuales merece la pena ir, se hacen más difíciles de engañar. Dolittle y Dellray se encontraron trabajando menos en la calle y más como supervisores de soplones y de otros agentes secretos. Sin embargo, nada excitaba más a Dellray que la calle, y le mantenían fuera de la oficina más a menudo que a la mayoría de los agentes especiales del FBI. Nunca se le había ocurrido pedir un traslado.
Dos años atrás, una cálida mañana de abril en Nueva York, Dellray estaba a punto de salir de la oficina para coger un avión en La Guardia cuando recibió una llamada del subdirector de la Agencia en Washington. El FBI está estrictamente jerarquizado, y Dellray no se podía imaginar por qué el pez gordo le llamaba en persona. Hasta que oyó la sobria voz del subdirector comunicándole la noticia de que Toby Dolittle, junto con un asistente del fiscal del estado de Manhattan, habían estado en la planta baja del edificio federal de Oklahoma City aquella mañana, preparando la sesión a la que el mismo Dellray se disponía a asistir.
Sus cuerpos serían trasladados en avión a Nueva York al día siguiente.
Que fue el mismo en que Dellray presentó el primero de los formularios RTF-2230, pidiendo un traslado a la División Antiterrorista de la Agencia.
Aquella bomba había sido el crimen de los crímenes para Fred Dellray, quien, cuando estaba solo, devoraba libros de política y filosofía. Pensaba que no había nada esencialmente antiamericano en la avaricia y la lujuria, cualidades que eran fomentadas desde Wall Street hasta Capitol Hill. Y si la gente se empeñaba en cruzar la frontera de la legalidad, Dellray estaba encantado de atraparlos, aunque nunca lo hizo con animosidad personal. Pero matar a gente por sus creencias, matar a niños antes de saber en lo que creían, Dios mío, eso fue una puñalada en el corazón del país. Sentado en su espartano apartamento de dos habitaciones en Brooklyn, después del funeral de Toby, Dellray decidió que aquel era el tipo de crimen que él quería intentar resolver.
Pero, desdichadamente, la reputación del Camaleón le precedía. El mejor agente secreto de la Agencia se había convertido en su mejor supervisor, controlando a agentes y soplones por toda la Costa Este. Sus jefes simplemente no podían permitirse dejarle ir a uno de los departamentos con más peso del FBI. Dellray era una pequeña leyenda, nada menos que el responsable de algunos de los grandes triunfos más recientes de la Agencia. Así que, muy a su pesar, sus persistentes peticiones eran denegadas una detrás de otra.
Su superior estaba al tanto de esta historia y por eso añadió sinceramente:
—Ojalá te pudiera ayudar, Fred. Lo siento.
Pero todo lo que Dellray sacaba de aquellas palabras era su esperanza quebrándose un poco más. Así que el Camaleón se sacó un personaje de la manga y miró fijamente a su jefe. Ojalá tuviera todavía su diente postizo de oro. Al haberse criado en las calles, Dellray era un hombre duro y con una cabrona y feroz mirada. Y en esa mirada estaba el mensaje que cualquiera en la calle sabría interpretar instintivamente: «Yo lo he hecho por ti, ahora hazlo tú por mí».
Finalmente su compañero burócrata dijo sin convicción:
—Lo que pasa es que necesitamos algo…
—¿Algo?
—Un anzuelo. No tenemos un anzuelo.
Se refería a una buena razón para quitarles el caso a los del Departamento de Policía de Nueva York.
Políticos, políticos, putos políticos.
Dellray bajó la cabeza, pero sus ojos, del marrón más intenso, no se desviaron ni un milímetro de su superior.
—Él arrancó la carne del dedo de la víctima esta mañana, Billy. Limpió hasta el hueso. Luego lo enterró vivo.
Su interlocutor colocó sus dos limpias manos bajo la tensa mandíbula, y dijo muy lentamente:
—Tengo una idea. Hay un subcomisario en el Departamento de Policía de Nueva York. Su nombre es Eckert. ¿Le conoces? Es amigo mío.
La chica estaba tumbada en una camilla, con los ojos cerrados, consciente pero algo ida. Aún muy pálida. Una sonda intravenosa de glucosa se adentraba en su brazo. Ahora que la habían rehidratado, estaba lúcida y sorprendentemente tranquila, teniendo en cuenta lo que le había sucedido.
Sachs regresó hasta las puertas del infierno y se detuvo mirando hacia la negra entrada. Encendió la radio y llamó a Lincoln Rhyme. Esta vez él respondió.
—¿Qué aspecto tiene la escena del crimen? —pregunto Rhyme despreocupadamente.
—La hemos sacado, por si te interesa —replicó Amelia cortante.
—Ah, bien. ¿Cómo está?
—No demasiado bien.
—Pero viva, ¿verdad?
—De milagro.
—Estás enfadada por las ratas, ¿no es verdad, Amelia? —ella no contestó—. Porque no dejé que los hombres de Bob la rescataran de inmediato. Amelia, ¿estás ahí?
—Estoy aquí.
—Hay cinco contaminantes en las escenas de los crímenes —explicó Rhyme. Ella notó que había adoptado de nuevo aquel tono bajo y seductor—. El clima, la familia de la víctima, el sospechoso, los coleccionistas de souvenirs. Pero el último es el peor. ¿Adivinas lo que es?
—Dímelo tú.
—Otros polis. Si hubiese dejado que los de emergencias entraran, habrían destruido todas las pistas. Ahora tú ya sabes cómo trabajar en la escena del crimen. Y apostaría a que conservaste todo correctamente.
—No pienso que ella jamás pueda ser la misma después de esto —Sachs se sentía impelida a decírselo—. Las ratas la cubrían por completo.
—Sí, me lo imagino, es su instinto.
Su instinto…
—Pero cinco o diez minutos no iban a suponer nada. Ella…
Clic.
Apagó la radio y se dirigió hacia Walsh, el médico.
—Quiero interrogarla, ¿está muy drogada?
—Todavía no, le hemos dado anestesia local, para coserle los cortes y mordiscos. Pedirá Demerol en una media hora.
Sachs sonrió y se puso en cuclillas al lado de la camilla.
—Hola, ¿cómo te encuentras? —la chica, gorda pero muy guapa, asintió—. ¿Puedo hacerte algunas preguntas?
—Sí, porgfavorg. Quiero tú cogerle.
Sellitto llegó y se les acercó lentamente. Sonrió a la chica, que le miró con los ojos en blanco. Él le enseñó una placa en la que ella no tenía ningún interés y se identificó.
—¿Está usted bien, señorita?
La chica se encogió de hombros.
Sudando profusamente por el pegajoso calor, Sellitto le hizo una señal con la cabeza a Sachs para que se reuniera con él.
—¿Ha estado aquí Polling?
—No le he visto. A lo mejor está en casa de Lincoln.
—No, acabo de llamar allí. Tiene que ir al ayuntamiento enseguida.
—¿Qué ocurre?
Sellitto bajó la voz, su cara perruna se retorció.
—Una cagada, se supone que nuestras transmisiones son seguras. Pero esos putos reporteros…, alguien ha conseguido un decodificador o algo así. Escucharon que no fuimos a por ella de inmediato —dijo, señalando con un gesto a la chica.
—Bien, no lo hicimos —dijo Sachs duramente—. Rhyme les dijo a los polis que esperaran hasta que yo llegara aquí.
El detective hizo una mueca de dolor.
—Dios, espero que no lo hayan grabado. Necesitamos a Polling para controlar los daños —volvió a mirar a la chica—. ¿La has interrogado ya?
—No. Estaba a punto de hacerlo —con recelo, Sachs encendió la radio y escuchó la apremiante voz de Rhyme.
—¿…tás ahí? Esta maldita cosa no…
—Estoy aquí —dijo Sachs fríamente.
—¿Qué ha pasado?
—Interferencias, creo. Estoy con la víctima —la chica se quedó pasmada al oír la conversación y Sachs le sonrió—. No estoy hablando conmigo misma —le aclaró señalando el micrófono—, sino con la Jefatura de Policía. ¿Cómo te llamas?
—Monelle. Monelle Gerger —miró su brazo mordido, levantó el vendaje y examinó la herida.
—Interrógala rápido —ordenó Rhyme—. Y luego trabaja en la escena.
Tapando el micrófono con la mano, Sachs le susurró a Sellitto:
—Trabajar para este hombre es como tener un grano en el culo, señor.
—Tómeselo con humor, oficial.
—¡Amelia! —ladró Rhyme—. ¡Contéstame!
—La estamos interrogando, ¿vale? —saltó ella.
—¿Nos puede relatar lo ocurrido? —preguntó Sellitto.
Monelle comenzó a hablar, una historia confusa que empezaba en la lavandería de una residencia universitaria en el East Village. Él estaba escondido esperándola.
—¿Qué residencia universitaria? —preguntó Sellitto.
—La Deutsche Haus. Ya sabe, la mayoría son inmigrantes alemanes y estudiantes.
—Y entonces ¿qué ocurrió? —continuó Sellitto. Sachs se dio cuenta de que aunque el gran detective parecía más brusco, más áspero que Rhyme, realmente era el más compasivo de los dos.
—Me metió en el maletero del coche y condujo hasta aquí.
—¿Pudiste verle?
La mujer cerró los ojos. Sachs repitió la pregunta y Monelle dijo que no. Él llevaba puesto, como había imaginado Rhyme, un pasamontañas azul.
—Y guantes.
—Descríbelos.
Eran oscuros. Ella no recordaba el color.
—¿Alguna característica fuera de lo común? ¿El secuestrador?
—No. Era blanco. De eso estoy segura.
—¿Viste la matrícula del taxi? —preguntó Sellitto.
—¿Was? —preguntó la chica, volviendo a su idioma nativo.
—Viste…
Sachs se sobresaltó cuando Rhyme les interrumpió:
—Das Nummernschild.
¿Cómo demonios sabe él eso? Amelia repitió la palabra y la chica negó con la cabeza, luego entrecerró los ojos.
—¿Qué quieres decir con taxi?
—¿No conducía un taxi?
—¿Un taxi? Nein. No. Era un coche normal.
—¿Oyes eso, Lincoln?
—Ya. Nuestro chico tiene otro coche. Y la puso en el maletero, así que no es una ranchera ni un coche con puerta trasera.
Sachs lo repitió. La chica asintió.
—Como un sedán.
—¿Tienes alguna idea de la marca o del color? —continuó Sellitto.
—Claro, creo —respondió Monelle—. Puede que plateado o gris. O ése, ya sabe, ¿cómo se dice? Marrón claro.
—¿Beige?
Ella asintió.
—Puede que beige —añadió Sachs para satisfacción de Rhyme.
—¿Había algo en el maletero? —preguntó Sellitto—. Cualquier cosa. ¿Herramientas, ropa, maletas?
Monelle dijo que no había nada. Estaba vacío.
Rhyme tenía una pregunta.
—¿A qué olía el maletero?
Sachs pasó la pregunta.
—No lo sé.
—¿Gasolina y grasa?
—No. Olía a… limpio.
—Así que podría ser un coche nuevo —reflexionó Rhyme.
Monelle se deshizo en lágrimas por un momento. Y luego agitó la cabeza. Sachs le cogió la mano hasta que pudo continuar.
—Condujo durante mucho tiempo. Parecía como mucho tiempo.
—Lo estás haciendo muy bien, cariño —dijo Sachs.
La voz de Rhyme volvió a interrumpirles.
—Dile que se desnude.
—¿Qué?
—¿Quítale la ropa?
—No lo haré.
—Que los médicos le den una bata. Necesitamos su ropa, Amelia.
—Pero —susurró Sachs—, está llorando.
—Por favor —dijo Rhyme con apremio—. Es importante.
Sellitto asintió y Sachs cerró la boca, le explicó lo de la ropa a la chica y se sorprendió cuando Monelle estuvo de acuerdo. Al parecer, estaba deseando quitarse aquellas ropas ensangrentadas. Para darle un poco de intimidad, Sellitto se retiró, y se reunió con Bo Haumann. Monelle se puso un batín que le dio un médico y uno de los detectives la cubrió con su chaqueta deportiva. Sachs guardó los vaqueros y la camiseta.
—Las tengo —dijo Sachs por la radio.
—Ahora ella tiene que acompañarte por la escena del crimen —dijo Rhyme.
—¿Qué?
—Pero asegúrate de que va detrás de ti para no contaminar ninguna evidencia.
Sachs miró a la mujer, acurrucada en una camilla entre los dos autobuses de la policía.
—No está en condiciones de hacer eso. Él la cortó hasta llegar al hueso para que sangrara y las ratas la mordiesen.
—¿Puede andar?
—Tal vez sí. Pero ¿te imaginas por lo que acaba de pasar?
—Ella te puede mostrar la ruta que siguieron, decirte dónde se detuvo él.
—La llevan a Urgencias. Ha perdido mucha sangre.
Se produjo un breve momento de silencio.
—Pregúntaselo a ella —insistió Rhyme amablemente.
Pero su pretendida cortesía era falsa, Sachs notó enseguida lo nervioso que estaba. Rhyme era un hombre que no estaba acostumbrado a preocuparse por la gente, que no tenía por qué hacerlo. Sólo condescendía para lograr sus objetivos.
—Sólo una vez alrededor de la cuadrícula —volvió a insistir.
«Te puedes ir a tomar por el culo, Lincoln Rhyme».
—Es…
—Importante. Lo sé.
No hubo respuesta desde el otro extremo de la línea.
Amelia se quedó mirando a Monelle. Entonces escuchó una voz que no era la suya y que le dijo a la chica:
—Voy a bajar ahí para buscar pistas. ¿Vendrías conmigo?
Los ojos de la chica se le clavaron en el corazón.
—No, no, no —respondió Monelle entre lágrimas—. No voy a hacer eso. Bitte nitcht, oh, bitte nicht…
Sachs asintió, apretó el brazo de la mujer y comenzó a hablar por el micrófono, armándose de valor para afrontar la reacción de Rhyme, pero él la sorprendió diciendo:
—Bueno, Amelia. Déjalo. Sólo pregúntale qué pasó cuando llegaron.
La chica explicó cómo le había dado una patada y se había escapado al túnel adyacente.
—Le volví a golpear —dijo satisfecha—. Hice que se le cayera el guante. Entonces se enfadó y me estranguló. Él…
—¿Sin el guante? —la interrumpió Rhyme bruscamente.
Sachs repitió la pregunta y Monelle respondió que sí.
—Huellas, ¡excelente! —gritó Rhyme, su voz distorsionándose en el micrófono—. ¿Cuándo ocurrió? ¿Cuánto tiempo hace?
Monelle estimó que sobre una hora y media.
—Diablos —refunfuñó Rhyme—. Las huellas en la piel duran una hora, noventa minutos, a lo sumo. ¿Puedes recoger huellas en la piel, Amelia?
—Nunca lo he hecho.
—Bien, estás a punto de hacerlo. Pero rápido. En el maletín habrá una cajita con una etiqueta que pone Kromekote. Saca una tarjeta.
Encontró un montoncito de brillantes tarjetas de cinco por siete, parecidas al papel fotográfico.
—La tengo. ¿Espolvoreo su cuello?
—No. Presiona la tarjeta, con la parte brillante hacia abajo, contra su piel, donde ella piense que la tocó. Presiona durante tres segundos.
Sachs lo hizo, mientras Monelle miraba hacia el cielo. Después, tal y como le instruyó Rhyme, espolvoreó la tarjeta con polvo metálico, usando un cepillo con perilla para soplar.
—¿Bien? —preguntó Rhyme impaciente.
—No es buena. Tiene la forma de un dedo, pero sin líneas. ¿La tiro?
—Nunca tires nada de la escena de un crimen, Sachs —la aleccionó Lincoln con dureza—. Tráelo. Quiero verlo de todas formas.
—Una cosa, estoy pensando que olvidé que él me tocó —dijo Monelle.
—¿Quieres decir que te molestó? —preguntó Sachs con gentileza—. ¿Violación?
—No, no. No de manera sexual. Me tocó el hombro, la cara, detrás de la oreja. El codo. Me apretó. No sé por qué.
—¿Has oído eso Lincoln? Él la tocó. Pero no parecía que se excitara con ello.
—Sí.
—Und… Y una cosa que se me olvidaba. Hablaba alemán. No bien. Como si lo hubiera aprendido en la escuela. Y me llamaba Hanna.
—¿Que la llamó cómo?
—Hanna —repitió Sachs ante el micrófono—. ¿Sabes por qué? —le preguntó a la chica.
—No. Pero fue todo lo que me llamó. Parecía gustarle decir ese nombre.
—¿Has oído eso, Lincoln?
—Sí. Ahora trabaja la escena. Estamos perdiendo tiempo.
Mientras Sachs se incorporaba, Monelle repentinamente echó la mano hacia arriba y agarró su muñeca.
—Señorita… Sachs, ¿es usted alemana?
Ella sonrió y contestó.
—Hace mucho tiempo. Un par de generaciones atrás.
Monelle asintió y apretó la mano de Sachs contra su mejilla.
—Vielen Dank. Gracias, señorita Sachs. Danke schön.