—No hay establos en Manhattan.
—El pasado, Lon —le recordó Rhyme—. Las cosas viejas le estimulan. Debemos buscar antiguos establos. Cuanto más viejos mejor.
Cuando estaba investigando para su libro, Rhyme había leído sobre un caso en el que un mafioso de categoría, Owney Madden, fue acusado de cometer un asesinato disparando a un contrabandista de licores rival a la salida de su casa de Hell's Kitchen. Madden no fue nunca condenado, al menos no por este asesinato en particular. Se levantó en el estrado y, con su melodiosa voz con acento británico, lanzó un inspirado sermón al tribunal sobre la traición: «Todo este caso ha sido falsificado por mis rivales, quienes están diciendo mentiras sobre mí. ¿Sabe a qué me recuerdan, Señoría? A los rebaños de corderos que dirigían por las calles de mi barrio, Hell's Kitchen, desde los corrales a los mataderos en la calle Cuarenta y Dos. ¿Y sabe quién los guiaba? No era un perro ni un hombre sino uno de ellos. Un cordero, un Judas con una campana al cuello. Hacía que el rebaño subiera aquella rampa. Pero justo entonces él se detenía y el resto entraba».
«Soy un cordero inocente, y esos testigos en mi contra son los Judas».
—Llama a la biblioteca, Banks —continuó Rhyme—. Allí seguro que encontramos a un historiador.
El joven detective abrió su teléfono móvil y llamó. Su voz descendió uno o dos tonos mientras hablaba. Después de explicar lo que necesitaban, dejó de hablar y miró fijamente el mapa de la ciudad.
—¿Bien? —preguntó Rhyme.
—Están buscando a alguien. Tienen… —agachó la cabeza cuando alguien contestó; el joven detective repitió su petición. Comenzó a asentir y anunció—: Tengo dos sitios…, no, tres.
—¿Quién es? —gritó Rhyme—. ¿Con quién estás hablando?
—Con el conservador de los archivos de la ciudad… Dice que ha habido tres áreas principales con vaquerías en Manhattan. Una en la parte Oeste, por la Sexta Avenida… Otra en Harlem, en los años treinta o cuarenta. Y otra en la parte del Lower East, durante la Guerra de la Independencia.
—Necesitamos direcciones, Banks. Direcciones.
Apariencia | Residencia | Vehículo | Otros |
---|---|---|---|
Raza caucásica, hombre, constitución menuda. | Probablemente tiene una casa en un lugar seguro. | Taxi | Conoce el procedimiento que se sigue en la escena del crimen. |
Ropas oscuras. | Posiblemente esté fichado. | ||
Guantes viejos de piel de cordero color rojizo. | Sabe disimular las huellas dactilares. | ||
After-shave ¿para disimular otro olor? | Arma: colt calibre 32. | ||
Pasamontañas azul marino. | Ata a las víctimas con nudos poco corrientes. | ||
Le gustan las cosas «viejas». |
Se quedó un momento a la escucha.
—No está seguro…
—¿Por qué no lo puede buscar? Dile que lo busque.
—Le oye, señor —le advirtió Banks—. ¿En dónde dice? ¿Buscarlos dónde? No tenían Páginas Amarillas entonces. Está buscando en viejos…
—… Mapas demográficos de barrios comerciales sin nombres de calles —se quejó Rhyme—. Es obvio. Nos tendremos que conformar con suposiciones.
—Eso es lo que está haciendo, señor, está suponiendo.
—Bien, pues necesitamos que suponga rápido —dijo Rhyme impaciente.
Banks escuchó un poco más, asintiendo con la cabeza.
—¿Qué, qué, qué, qué?
—Entre la calle Seis y la Diez —respondió el joven oficial. Un momento después añadió—: Lexington, cerca del río Harlem… Y entonces…, donde estaba la granja Delancey. ¿Eso es cerca de la calle Delancey…?
—Claro que sí. Desde Little Italy hasta el East River. Eso es mucho terreno. Millas. ¿No puede concretar un poco más?
—Por la calle Catherine, Lafayette… Walker. No está seguro.
—Cerca de los juzgados —intervino Sellitto, y dirigiéndose a Banks—, pon en movimiento al equipo de Haumann. Divídelos. Rastrea todos los barrios.
El joven detective hizo la llamada, y a continuación levantó la mirada.
—¿Y ahora qué?
—Esperamos —dijo Rhyme.
—Joder, odio esperar —murmuró Sellitto.
—¿Puedo usar el teléfono? —le preguntó Sachs a Rhyme; él asintió, mirando hacia una de sus mesillas. Ella vaciló—. ¿Tiene uno ahí? —volvió a preguntar, señalando hacia el vestíbulo.
Rhyme volvió a asentir.
Con un elegante movimiento, la joven salió de la habitación.
Él la podía ver a través del espejo del pasillo, solemne, haciendo aquella llamada que parecía interesarle tanto. Se preguntó con quién hablaría. ¿Novio, marido? ¿La guardería? ¿Por qué no se había atrevido a darles el nombre de su «amigo» cuando les habló del collie? Seguro que había una historia detrás de esa evasiva.
Fuera quien fuera a quien estuviera llamando, no estaba. Él notó como sus ojos se convirtieron en dos guijarros de color azul oscuro cuando no hubo respuesta. Sachs levantó la mirada y sorprendió a Rhyme mirándola de reojo a través del polvoriento cristal. Se dio la vuelta, colocó el auricular en su sitio y volvió a la habitación.
Se hizo silencio durante cinco minutos. A Rhyme le faltaba el mecanismo que la mayoría de la gente posee para eliminar la tensión. En su vida anterior, había sido un maniático de dar paseos de un lado a otro, esa manía volvía locos a los oficiales de la IRD. En aquel momento, sus ojos escaneaban frenéticamente hasta el último rincón del mapa de la ciudad, mientras Sachs hurgaba por debajo de su gorro de patrullera y se rascaba la cabellera. El invisible Mel Cooper catalogaba evidencias, tan calmado como un cirujano.
Todas menos una de las personas presentes en la habitación saltaron como impulsadas por un resorte cuando sonó el teléfono de Sellitto. Él escuchó; en su rostro se dibujó una sonrisa.
—¡Lo tenemos! Uno de los escuadrones de Haumann está en la Once con la Sesenta. Pueden oír los gritos de una mujer. No están seguros de dónde provienen. Están yendo puerta por puerta.
—Ponte tus zapatillas de correr —le ordenó Rhyme a Sachs.
Él vio como se le arrugaba la cara. Amelia echó un vistazo al teléfono de Rhyme, como si pudiera sonar en cualquier momento con una llamada del gobernador para aplazar aquella condena. Luego lanzó una mirada a Sellitto, quien estudiaba meticulosamente el mapa táctico de la zona Oeste que usaban los equipos de emergencias.
—Amelia —dijo Rhyme—, hemos perdido a una persona. Eso es una lástima. Pero no tenemos por qué perder más.
—Si la hubieras visto —suspiró—. Si sólo hubieras visto lo que le hizo…
—Oh, pero claro que la he visto, Amelia —le respondió Lincoln con el mismo tono, sus ojos implacables y retadores—. He visto lo que le pasó a T. J. He visto lo que les pasa a los cuerpos abandonados en maleteros calientes durante un mes. He visto lo que hace un kilo y medio de C4 a brazos, piernas y caras. Trabajé en el incendio del club social de Happy Land. Más de ochenta personas murieron abrasadas. Tomamos Polaroids de las caras de las víctimas, o lo que quedó de ellas, para que las identificaran sus familias, porque no habría manera humana de que una persona caminara entre aquellas hileras de cuerpos y permaneciese cuerda. Excepto nosotros. No tuvimos elección —tomó aire para enfrentarse al insoportable dolor que le recorría todo el cuello—. Mira, Amelia, si quieres seguir en este trabajo…, si quieres seguir adelante con tu vida, vas a tener que pasar de los muertos.
Una por una, todas las personas presentes en la habitación habían dejado lo que estaban haciendo y les estaban mirando.
Amelia Sachs no volvió a escudarse en sus exquisitos modales. No sonreía ni por educación. Intentó por un momento que su mirada resultara inexpresiva. Pero era tan transparente como el cristal. Su furia hacia él, fuera de toda proporción a juicio de Rhyme, se transparentaba en cada poro de su piel. Los rasgos de su cara estaban contraídos de pura ira. Echó un lacio mechón de su pelirroja cabellera hacia un lado y agarró la horquilla que había dejado encima de la mesa. Se detuvo en lo alto de la escalera y le lanzó una mirada fulminante, recordando a Rhyme que no había nada más gélido que la fría mirada de una bella mujer.
Y por alguna razón se sorprendió pensando: «Bienvenida de nuevo, Amelia».
—¿Qué tienes? ¿Tienes algo, tienes una historia, tienes fotos?
El Zarrapastroso estaba sentado en un bar del East Side de Manhattan, en la Tercera Avenida, el equivalente para el centro de la ciudad de los centros comerciales para las afueras. Aquella lúgubre zona pronto caería en las garras de los yuppies, pero de momento seguía siendo el refugio de la gente del barrio que, mal vestida, desaseada, comía cenas a base de pescado más que dudoso y ensaladas mustias.
El hombre delgado, con la piel bruñida como el ébano, llevaba puesta una camisa blanquísima y un traje muy verde. Se inclinó hacia el Zarrapastroso.
—¿Tienes noticias, tienes códigos secretos, tienes cartas? ¿Tienes mierda?
—¡Ja!
—Ni se te ocurra reírte de mí, tío —dijo Fred Dellray, o, mejor dicho, D'Ellret, pero eso había sido hacía generaciones. Medía un metro noventa y cinco, raramente sonreía a pesar de su característico parloteo, y era el agente especial estrella de la oficina del FBI de Manhattan.
—No me estoy riendo.
—Entonces, ¿qué tienes? —Dellray estrujó la boquilla del cigarrillo, que colocó sobre su oreja izquierda.
—Lleva tiempo. —El Zarrapastroso, un hombre bajito, se rascó el pelo grasiento.
—Pero no tienes tiempo. El tiempo es valioso, el tiempo se esfuma y el tiempo es algo que tú no tienes.
Dellray coloco su enorme mano bajo la mesa, donde reposaban dos cafés, y apretó el muslo del Zarrapastroso hasta que este gimió.
Seis meses atrás el hombre delgado y bajito había sido atrapado mientras intentaba vender unos M-16 automáticos a un par de locos de extrema derecha, quienes, lo fueran o no en ese momento, también habían sido agentes secretos del BATF, la agencia para el control de alcohol, armas y tabaco.
Evidentemente, los federales no querían a la pequeña cosa grasienta de ojos salvajes que era el Zarrapastroso. Querían a quien fuera que le estuviese proporcionando las armas. Los de la BATF estuvieron mareando la perdiz durante un tiempo, pero no consiguieron ninguna gran detención, así que se lo entregaron a Dellray, el número uno a la hora de tratar con soplones de la agencia, para ver si le podía ser de alguna utilidad. Pero hasta ahora había resultado ser sólo un irritante pequeño y tímido soplón, que no tenía ni noticias, ni códigos secretos, ni mierda ninguna para los federales.
—La única manera para que podamos rebajar los cargos, cualquier cargo, es que nos des algo bonito y sustancioso. ¿Estamos de acuerdo en esto?
—Por ahora no tengo nada para ustedes, eso es lo que te estoy diciendo. Por ahora.
—No es verdad, no es verdad. Tú tienes algo. Puedo verlo en tu cara. Tú sabes algo.
Un autobús se detuvo fuera, con un estrepitoso chirrido de los frenos. Un grupo de paquistaníes descendió por la puerta.
—Esa jodida conferencia de la ONU —refunfuñó el Zarrapastroso—. ¿Para qué coño vienen aquí? Esta ciudad ya está abarrotada. Todos esos extranjeros…
—Olvídate de la jodida conferencia. Tú, pequeño soplón; tú, pequeña mierda —dijo Dellray bruscamente—, ¿qué coño tienes tú en contra de la paz mundial?
—Nada.
—Ahora, dime algo bueno.
—No sé nada bueno.
—¿Con quién te crees que estás hablando? —Dellray sonrió como un demonio—. Soy el Camaleón. Puedo sonreír y ser feliz o puedo fruncir el ceño y jugar a apretar…
—No, no —gritó el Zarrapastroso—. Coño, eso duele. Para.
El camarero se volvió hacia ellos, pero bastó una incisiva mirada de Dellray para que se concentrara de nuevo en sacar brillo a los ya brillantes vasos.
—Vale, a lo mejor sé una cosa. Pero necesito ayuda. Necesito…
—Hora de apretar otra vez.
—Que te jodan. Que te jodan.
—Oh, qué palabras tan inteligentes —se mofó Dellray—. Suenas como en esas películas malas, ¿sabes?, cuando por fin se encuentran el malo y el bueno. Como Stallone y alguien más. Y todo lo que se dicen el uno al otro es «Que te jodan. No, que te jodan a ti, no, jódete tú». Ahora me vas a contar algo que merezca la pena. ¿Estamos?
Y se quedó mirando fijamente al Zarrapastroso hasta que cedió.
—OK, aquí está. Confío en ti. Estoy…
—Ya, ya, ya. ¿Qué tienes?
—Estaba hablando con Jackie, ¿conoces a Jackie?
—Conozco a Jackie.
—Y me estaba contando…
—¿Qué te estaba contando?
—Me estaba contando que le dijeron que cualquier cosa o persona que hubiera que meter o sacar esta semana, que no se hiciera por el aeropuerto.
—¿Qué era lo que entraba o salía? ¿Más M-16?
—Ya te lo he dicho, no tenía nada. Te estoy diciendo lo que Jackie…
—Te dijo.
—Eso. Hablaba en general, ¿sabes? —El Zarrapastroso dirigió sus grandes ojos marrones hacia Dellray—. ¿Te mentiría yo?
—Nunca pierdas tu dignidad —le advirtió el agente de forma solemne, señalando con un severo dedo el pecho del Zarrapastroso—. Ahora, sigamos con esto de los aeropuertos. ¿Cuál de ellos, Kennedy, La Guardia, Newark?
—No lo sé. Todo lo que sé es que hay un rumor sobre que alguien va a estar en un aeropuerto. Alguien que es muy malo.
—Dame un nombre.
—No tengo ningún nombre.
—¿Dónde está Jackie?
—No lo sé. En Sudáfrica, o puede que en Liberia.
—¿Qué quiere decir todo esto? —Dellray estrujó nuevamente su cigarrillo.
—Yo sólo pensé que había una posibilidad de que pasara algo, ya sabes, así que nadie debe enviar nada.
—Tú pensaste —el Zarrapastroso se encogió de miedo pero Dellray no estaba pensando en atormentar más a aquel insignificante hombrecillo. En su cerebro empezaba a sonar la señal de alarma: Jackie, un traficante de armas que las dos Agencias conocían desde hacía un año, podría haber escuchado un soplo de alguno de sus clientes, mercenarios en África y en Europa Central y paramilitares en América, sobre un ataque terrorista en el aeropuerto. En cualquier otra ocasión, Dellray no hubiera prestado atención al soplo, pero todavía seguía el revuelo por el secuestro en JFK la noche anterior. No le había hecho mucho caso, era un caso del Departamento de Policía de Nueva York. Pero en aquel momento se preguntó si no tendría relación con el atentado en la reunión de la Unesco en Londres de hacía unos días.
—¡Eh, chico!, ¿no te dijeron nada más?
—No. Nada más. Tengo hambre. ¿Podemos comer algo?
—¿Recuerdas lo que te he dicho sobre la dignidad? Deja de quejarte —Dellray se puso de pie—. Tengo que hacer una llamada.
El RRV derrapó hasta detenerse en la calle Sesenta.
Sachs buscó el maletín para la escena del crimen, la PoliLight y la linterna grande de doce voltios.
—¿Llegasteis a tiempo? —preguntó Sachs a un patrullero de la unidad de emergencia—. ¿Está ella bien?
Al principio nadie contestó. Entonces escuchó los gritos.
—¿Qué está pasando? —murmuró, subiendo sin aliento hacia la gran puerta, que había sido destrozada por los servicios de emergencia. Se abría hacia una rampa que descendía por debajo de un edificio de ladrillo abandonado—. ¿La víctima sigue allí?
—Eso es.
—¿Por qué? —preguntó una horrorizada Amelia Sachs.
—Nos dijeron que no entráramos.
—¿Qué no entrarais? —repitió a gritos—. ¿Es que no la oyes?
—Nos dijeron que te esperáramos —respondió otro policía.
«Nos dijeron». Ellos. No, nada de ellos. Lincoln Rhyme. Ese hijo de puta.
—Nosotros teníamos que encontrarla —dijo el oficial—. Se supone que eres tú la que tienes que entrar ahí.
Amelia conectó el micrófono.
—Rhyme —casi ladró—. ¿Estás ahí?
Sin respuesta… Maldito cobarde.
Pasar de los muertos…, hijo de perra. La furia que había sentido al bajar en tromba las escaleras de la casa de Rhyme parecía haberse centuplicado. Sachs echó un vistazo detrás de ella y vio a un médico parado al lado de un autobús de la policía.
—Tú, ven conmigo.
El interpelado dio un paso al frente, pero se detuvo al ver que ella desenfundaba su arma.
—Oye, oye: tiempo muerto —dijo el médico—. No tengo que entrar hasta que la zona esté asegurada.
—Muévete, ahora —por su tono era evidente que no estaba para bromas. El médico se encogió de hombros y la siguió aprisa.
Del subsuelo llegaron gritos.
—¡Aiiii Hilfe! —y luego sollozos.
Dios. Sachs empezó a correr hacia la amenazante entrada, de tres metros de alto, con el interior ennegrecido por el humo. Escuchó en su cabeza: «Tú eres él, Amelia. ¿Qué estás pensando?».
—Lárgate —murmuró.
Pero Lincoln Rhyme no se marchó.
«Eres un asesino y un secuestrador, Amelia. ¿Por dónde caminarías, qué tocarías?».
¡Olvídalo!, voy a salvarla. A la mierda la escena del crimen…
—Diozz Meo, porgfavorg, alguien, porgfavorg ayuda.
—¡Corre, Sachs! —se grito a sí misma—. ¡Corre! Él no está aquí. Estás a salvo. Cógela, vamos.
Amelia aligeró aún más el paso, su cinturón de policía sonaba a metal mientras corría. Entonces, a unos siete metros dentro del túnel, se detuvo. Debatiéndose.
—¡Qué coño! —escupió. Posó el maletín y lo abrió. Le dijo bruscamente al médico—: Tú, ¿cómo te llamas?
Incómodo, el joven respondió.
—Tad Walsh. Quiero decir, ¿qué pasa? —echó un vistazo a la oscuridad.
—Ho… Bitte, helfen Sie mir.
—Cúbreme —susurró Sachs.
—¿Cubrirte? Espera un minuto, yo no hago eso.
—Toma la pistola —continuó ella.
—¿De qué se supone que tengo que cubrirte?
Poniéndole la automática en la mano, Sachs se puso de rodillas.
—El seguro está quitado. Ten cuidado.
Cogió dos gomas elásticas y se las paso sobre los zapatos. Cogiendo la pistola de nuevo, le ordenó que hiciera lo mismo. Con manos temblorosas, el médico la obedeció.
—Estoy pensando…
—Calla. Él podría seguir aquí.
—Espere un minuto, señora —susurró el médico—. Mi trabajo no consiste en hacer estas cosas.
—Tampoco el mío. Sujeta la luz —Sachs le pasó la linterna.
—Pero si está aquí, probablemente va a disparar a la luz. Quiero decir, eso es a lo que yo dispararía.
—Entonces sujétala en alto, por encima de mi hombro. Yo iré delante. Si disparan a alguien será a mí.
—¿Y luego qué hago? —el pobre Tad sonó tan desvalido como un adolescente.
—Si fuera yo, saldría corriendo como un diablo —refunfuñó Sachs—. Ahora, sígueme. Y mantén ese haz de luz fijo.
Asiendo el maletín negro en su mano izquierda, manteniendo su arma frente a ella, ojeó el suelo mientras se adentraban en la oscuridad. Vio de nuevo las familiares marcas de escoba, justo como en la otra escena del crimen.
—Bitte nitch, bitte nitch, bitte… —oyeron un débil grito y luego silencio.
—¿Qué diablos está ocurriendo ahí abajo? —susurró Tad.
—Shhh —siseó Sachs.
Caminaron despacio. Sachs sopló en sus dedos para secarse el resbaladizo sudor; iba fijándose cuidadosamente en las columnas de madera, en cualquier sombra y en la maquinaria arrumbada que iluminaba el haz de luz de la linterna que Tad sujetaba con dedos temblorosos.
No encontró huellas.
Claro que no. Es listo.
«Pero nosotros también somos listos», escuchó decir a Lincoln Rhyme en sus pensamientos. Y ella le dijo que se callara.
Ahora más despacio.
Dos metros más. Una pausa. Luego, moviéndose lentamente hacia delante. Intentando ignorar los gemidos de la chica. Volvió a sentirla otra vez, esa sensación de ser observada, el mismo escalofrío en la columna vertebral. La armadura, pensó, no detendría una bala explosiva. De todas formas, la mayoría de los delincuentes de su clase usaban Black Talons, así que un disparo en una pierna o en un brazo la mataría tan efectivamente como un disparo en el pecho. Y sería mucho más doloroso. Nick le había contado como esas balas podían abrir un cuerpo humano; uno de sus compañeros, alcanzado por dos de aquellas malditas balas, había muerto en sus brazos.
Arriba y detrás…
Pensando en él, recordó una noche, acostada sobre el sólido pecho de Nick, mirando fijamente la silueta de su atractiva cara italiana sobre la almohada mientras él le contaba la entrada en un rescate en un caso de secuestro.
—Si hay alguien dentro que te quiera liquidar cuando entres, lo hará por arriba y por detrás.
—Mierda —se puso en cuclillas, dando vueltas y apuntando hacia el techo dispuesta a descargar el cargador.
—¿Qué? —susurró Tad, asustándose—. ¿Qué?
El vacío la dejó boquiabierta.
—Nada —y respirando profundamente, se puso de pie.
—No hagas eso.
Oyeron una especie de gorjeo por delante de ellos.
—Jesús —era la aguda voz de Tad otra vez—. Cómo odio esto.
«Este tipo es un cagueta», pensó ella. «Lo sé porque está diciendo todo lo que yo quiero decir».
—Alumbra ahí —le pidió deteniéndose—. Justo delante…
—¡Oh, Dios Todopoderoso!
Sachs por fin comprendió de quién eran los pelos que había encontrado en la otra escena. Se acordó de la mirada que cruzaron Sellitto y Rhyme. Él había sabido entonces lo que tenía planeado el asesino. Él supo que era eso lo que le estaba pasando a la pobre chica, y aun así les dijo a los que la habían encontrado que esperaran. Le odiaba más que nunca.
Delante de ellos, una muchacha gordita estaba sentada en el suelo, sobre un charco de sangre. Miró hacia la luz con ojos empañados y se desmayó. Justo en ese momento, una gigantesca rata negra, tan grande como un gato, avanzó lentamente sobre su estómago, se dirigió hacia el carnoso cuello y descubrió sus sucios dientes para darle un mordisco en la mejilla.
Sachs levantó suavemente el negro y macizo revólver, su palma izquierda moviéndose circularmente por la culata para sujetarlo. Apuntó con todo cuidado.
Disparar es respirar.
Inhala, exhala. Aprieta.
Sachs disparó su arma por primera vez estando de servicio. Cuatro disparos. La enorme rata negra que estaba en el pecho de la chica explotó. Le dio a otra que estaba detrás en el suelo y a una más que, presa del pánico, corrió hacia Sachs y el médico. Las otras desaparecieron silenciosamente, rápidas como agua sobre arena.
—Jesús —dijo el médico—. Podías haberle dado a la chica.
—¿A diez metros? —Sachs resopló—. Difícilmente.
La radio comenzó a sonar y Haumann preguntó si les estaban disparando.
—Negativo —replicó Amelia—. Sólo he disparado a algunas ratas.
—Corto.
Tomó la linterna del médico y alumbrando hacia abajo comenzó a avanzar.
—Bitte, bitte…
La chica estaba muy pálida. Sus ojos azules miraron a Sachs, como si le diera miedo retirar la vista.
—Bitte, bitte… Porgfavorg… —su voz se alzó en un lamento salvaje y comenzó a sollozar y a retorcerse de terror mientras el médico le ponía vendas sobre las heridas.
Sachs acunó su ensangrentada cabeza rubia, susurrando.
—Te vas a poner bien, cariño. Te vas a poner bien, te vas a poner bien…