—Mel, registra la ropa de la señorita Colfax. Amelia, ¿podrías ayudarle?
Ella asintió con la cabeza, con un gesto propio de una mujer muy bien educada. Rhyme se dio cuenta de que estaba muy enfadado con ella.
Siguiendo las instrucciones del técnico, se puso los guantes de látex, estiró la ropa con delicadeza y pasó un cepillo especial por las prendas, sobre amplias hojas limpias de periódico. Cayeron diminutas motas de polvo. Cooper las recogió con cinta adhesiva y las examinó con el detector de materiales.
—No hay mucho —dijo—. El vapor se ha llevado la mayoría del rastro. Veo un poco de polvo. No lo suficiente para un análisis. Espera… ¡Excelente! Tengo un par de fibras. ¡Caray, mira esto…!
«Pues no puedo», pensó Rhyme enfurecido.
—Azul marino, mezcla de lana y acrílico, supongo. No es lo bastante áspero para ser moqueta ni está ondulado. Así que es una prenda de vestir…
—Con este calor no va a llevar calcetines gruesos, ni un jersey, supongo. Será un pasamontañas, ¿no?
—Eso mismo pienso yo —dijo Cooper.
Rhyme reflexionó un instante.
—Creo que quiere darnos en serio una oportunidad para salvarlos. Si estuviera empeñado en matar, no le importaría que le vieran la cara o no.
—Pero también significa que el gilipollas piensa que puede salirse con la suya —añadió Sellitto—. No piensa en suicidarse. Puede que nos ofrezca algo con lo que negociar si tiene rehenes cuando le atrapemos.
—Me gusta tu optimismo Lon —dijo Rhyme.
Thom contestó el timbre y acto seguido Jim Polling subió las escaleras, desaliñado y con prisa. En realidad, era normal que presentara ese aspecto después de ir y venir entre conferencias de prensa, la oficina del alcalde y el edificio federal.
—Lo siento por las truchas —le dijo Sellitto. Seguidamente explicó a Rhyme—: Jimmy es uno de esos pescadores de verdad. Hasta hace sus propias moscas para cebo. Yo soy feliz sólo con salir en un barco con unas cervezas.
—Cogeremos a ese cabrón y luego me ocuparé de los peces —dijo Polling mientras se tomaba el café que Thom había dejado cerca de la ventana. Miró hacia fuera y parpadeó con sorpresa al ver dos grandes pájaros observándole fijamente. Se volvió hacia Rhyme y le explicó que a causa del rapto había tenido que suspender un viaje a Vermont para pescar. Rhyme nunca había pescado, a decir verdad, nunca había tenido tiempo ni ganas para practicar ningún hobby, pero se dio cuenta de que envidiaba a Polling. La calma de la pesca le atraía. Era un deporte que podía practicarse en soledad. Los demás deportes para minusválidos tendían a ser demasiado atléticos. Competitivos. Probando algo al mundo… y a uno mismo. Baloncesto en silla de ruedas, tenis, maratones, Rhyme decidió que si tuviera que escoger un deporte sería la pesca. Aunque lanzar el sedal con un dedo, probablemente estaba más allá de la tecnología moderna.
—La prensa ya le llama secuestrador en serie —dijo Polling.
«Cuando el río suena…», reflexionó Rhyme.
—Y el alcalde se está volviendo loco. Quiere llamar a los federales. He hablado con el jefe para que le convenza de no hacer eso. Pero no podemos perder otra víctima.
—Haremos lo que podamos —dijo Rhyme cáusticamente.
Polling sorbió el oscuro café y se acercó a la cama.
—¿Estás bien, Lincoln?
—Bien.
Polling le observó durante un rato y luego se dirigió a Sellitto.
—Infórmame. Tenemos otra conferencia de prensa en media hora. ¿Viste la última? ¿Escuchaste lo que preguntó aquel reportero? ¿Qué crees que sintió la familia de la víctima al saber que fue escaldada hasta morir?
—¡Por favor! —Banks agitó la cabeza.
—Casi tumbo a ese cabrón —dijo Polling.
Tres años atrás, recordó Rhyme, durante la investigación del asesino de policías, el capitán se cargó una cámara del equipo de noticias cuando el reportero se preguntaba si Polling estaba siendo muy agresivo en su investigación sólo porque el sospechoso, Dan Shepherd, era un miembro del cuerpo.
Polling y Sellitto se retiraron a una esquina de la habitación y el detective le puso al corriente de lo que habían averiguado. Cuando el capitán descendió por la escalera, Rhyme notó que no estaba ni la mitad de animado que antes.
—OK —anuncio Cooper—. Tenemos un pelo. Estaba en el bolsillo.
—¿El cabello entero? —preguntó Rhyme, sin muchas esperanzas, y no se sorprendió cuando Cooper señaló:
—Lo siento, no hay raíz.
Sin la raíz, el cabello no es una prueba individual; es meramente una simple evidencia. No se le puede hacer una prueba de ADN y, por tanto, es imposible vincularlo a una persona específica. Sin embargo, mantiene un valor legal. En un célebre estudio de la Policía Montada del Canadá de hacía unos años, se llegaba a la conclusión de que si un cabello encontrado en la escena del crimen coincide con otro cabello del sospechoso, las probabilidades de que lo dejara ahí son de 4500 a 1, pero el problema con el cabello era que no se podían sacar muchas conclusiones sobre la persona a quien pertenecía. Resulta imposible determinar el sexo, y tampoco se puede establecer la raza con seguridad. La edad sólo se puede estimar si el cabello pertenece a un niño. El color engaña por la gran variedad de pigmentos y tintes cosméticos, y como todo el mundo pierde docenas de pelos cada día, no se puede ni siquiera determinar si el sospechoso se está quedando calvo.
—Compáralo con el de la víctima, haz un recuento de las escamas y una comparación de la pigmentación medular —ordenó Rhyme.
Un minuto después Cooper levantó la cabeza del microscopio.
—No es de la señorita Colfax.
—¿Descripción? —preguntó Rhyme.
—Marrón claro. No está rizado, así que yo diría que no es una persona de color. La pigmentación sugiere que no es de origen asiático.
—Entonces caucásico —dedujo Rhyme, mirando el gráfico en la pared—. Eso confirma lo que dice el sentido común. ¿Vello o cabello?
—Hay poca variación de diámetro y una distribución uniforme del pigmento. Es cabello.
—¿Cuánto mide?
—Tres centímetros.
Thom preguntó si debía añadir al informe que el secuestrador tenía el pelo castaño.
—No —dijo Rhyme—. Esperaremos alguna corroboración. Sólo anota que sabemos que usa un pasamontañas azul marino. ¿Mel, señales de arañazos?
Cooper examinó los restos, pero no encontró nada útil.
—La huella que encontraste. La de la pared. Echémosle un vistazo. ¿Me la puedes mostrar, Amelia?
Sachs vaciló al acercarle la Polaroid.
—Tu monstruo —dijo Rhyme. Era una gran palma deformada, realmente grotesca, sin las elegantes espirales ni bifurcaciones de la fricción, pero con un estampado moteado de pequeñas líneas.
—Es una foto maravillosa. Eres un verdadero Edward Weston[31], Amelia. Pero, por desgracia, no es una mano. Ésas no son las líneas de una palma. Es un guante. Cuero. Viejo. ¿Verdad, Mel?
El técnico asintió.
—Thom, anota que llevaba un par de guantes viejos —Rhyme dijo a los otros—: Empezamos a tener algunas ideas sobre él. No deja sus huellas dactilares en la escena del crimen. Pero deja huellas de guantes. Si encontramos el guante en su posesión podemos situarle en la escena del crimen. Él es listo pero no brillante.
—¿Y qué llevan puesto los criminales brillantes? —preguntó Sachs.
—Ante forrado de algodón —dijo Rhyme. Y luego preguntó—: ¿Dónde está el filtro de la aspiradora?
El técnico vació el filtro con forma de cono, como el de una cafetera, sobre una hoja de papel blanco.
Rastros de evidencias…
A los fiscales, los periodistas y los jurados les encantan las pruebas obvias. Guantes ensangrentados, cuchillos, armas de fuego, cartas de amor, semen y huellas dactilares. Pero la evidencia favorita de Lincoln Rhyme era rastrear el polvo y los residuos en las escenas de los crímenes, que tan fácilmente pasaban por alto otros detectives.
Pero la aspiradora no había succionado nada útil.
—Bien —dijo Rhyme—, continuemos. Veamos las esposas.
Sachs se puso muy tensa mientras Cooper abría la bolsa de plástico y colocaba las esposas sobre una hoja de periódico. Como predijo Rhyme, había una cantidad mínima de sangre. El médico de guardia de la Oficina de Análisis Médicos había hecho los honores con la sierra de cuchilla, luego el Departamento de Policía de Nueva York había enviado los resultados del análisis por fax.
Cooper examinó cuidadosamente las esposas.
—Boyd & Keller. Son un modelo corriente. No hay número de serie —roció el metal cromado con DFO y encendió la luz ultravioleta—. No hay huellas, sólo una marca del guante.
Cooper utilizó una llave universal para abrir las esposas. Con una perilla de limpiar gafas, echó el aire sobre el mecanismo de apertura.
—Amelia, ¿sigues enfadada conmigo por lo de las manos? —dijo Rhyme.
La pregunta la pilló por sorpresa.
—No estoy enfadada —dijo tras pensarlo un momento—. Sólo me parece que lo que sugeriste no fue muy profesional.
—¿Sabes quién fue Edmond Locard?
Ella negó con la cabeza.
—Un francés, nacido en 1877, que fundó el Instituto de Criminología de la Universidad de Lyon. Se le ocurrió una regla que yo seguí a pies juntillas cuando dirigí la IRD: el principio de intercambio de Locard. Él pensó que cuando dos seres humanos entran en contacto, algo de uno pasa hacia el otro y viceversa. Puede ser polvo, sangre, células cutáneas, suciedad, fibras o residuos metálicos. A veces resulta una ardua tarea encontrar lo que ha sido intercambiado exactamente, e incluso más difícil todavía averiguar su significado, pero el intercambio existe, y por ello podemos coger a los sujetos desconocidos.
A ella aquel trocito de historia no le interesó lo más mínimo.
—Tuviste suerte —le dijo Mel Cooper sin mirarla—. Os iba a mandar, a ti y al médico, que hicierais una autopsia allí mismo para examinar el contenido de su estómago.
—Hubiera sido de gran utilidad —dijo Rhyme, evitando su mirada.
—Le convencí de lo contrario —dijo Cooper.
—Autopsia —repitió Sachs, suspirando, como si nada de lo que decía Rhyme pudiera sorprenderla.
Porque ella ni siquiera está aquí, pensó enfadado Rhyme. Su mente está a kilómetros de distancia.
—Ah —dijo Cooper—. He encontrado algo. Creo que es un trozo del guante. —Cooper colocó una mota en el microscopio de materiales. La examinó—. Cuero. Color rojizo. Pulido por un lado.
—Rojo, eso es bueno —dijo Sellitto. Luego le explicó a Sachs—: Cuanto más raros sean los colores, más fácil será encontrar al autor del crimen. ¿A que no te enseñan eso en la Academia? Algún día te contaré cuando le echamos el guante a Jimmy Plaid, de la familia Gambino. ¿Te acuerdas de eso, Jerry?
—Aquellos pantalones se podían reconocer a un kilómetro de distancia —rememoró el joven detective.
—El cuero está bien curtido —continuó Cooper—. No hay mucho aceite en la fibra. También tenías razón sobre que son unos guantes viejos.
—¿De la piel de qué animal están hechos?
—Yo diría que de cordero. De buena calidad.
—Si fueran nuevos podríamos deducir que es rico —refunfuñó Rhyme—, pero al ser viejos, los puede haber encontrado en la calle o haberlos comprado de segunda mano. Parece que no se pueden hacer deducciones rápidas sobre el Sujeto Desconocido 823. Muy bien, Thom, sólo añade al perfil que los guantes son de cordero y rojizos. ¿Qué más tenemos?
—Usa loción para después del afeitado —le recordó Sachs.
—Lo había olvidado. Bien. Puede ser que para encubrir otro olor. Los criminales hacen eso algunas veces. Thom, anótalo. Amelia, dime otra vez cómo olía. Lo describiste tú.
—Seco, como la ginebra.
—¿Y qué hay de las ataduras? —preguntó Rhyme.
Cooper las examinó.
—He visto esto antes. Plástico. Varias docenas de filamentos internos compuestos de seis a diez tipos de diferentes plásticos y uno, no… dos filamentos metálicos.
—Quiero un origen y un fabricante.
Cooper meneó la cabeza.
—Imposible, es muy genérico.
—Puñetas, ¿y el nudo? —preguntó Rhyme.
—Pues no es muy común. Muy eficaz. ¿Ves como el lazo es doble? Los hilos de PVC son los más difíciles de atar, y este nudo no se suelta por nada.
—¿Tienen un fichero de nudos en la central?
—No.
Lamentable, pensó.
—Señor…
Rhyme se volvió hacia Banks.
—Hago algo de vela…
—Desde Westport, supongo —dijo Rhyme.
—Sí, tiene razón, pero ¿cómo lo ha sabido?
Si existiera una prueba forense para saber el lugar de origen de las personas, Jerry Banks daría positivo por Connecticut.
—Pura chiripa.
—No es un nudo marinero. No lo reconozco.
—Es bueno saberlo. Cuélgalo ahí arriba —le indicó Rhyme señalando la pared, cerca de la Polaroid, del celofán y el poster de Monet—. Nos ocuparemos de él más tarde.
Sonó el timbre y Thom desapareció para contestar el interfono. Rhyme pasó un mal rato pensando que quizá fuera el doctor Berger que volvía para comunicarle que ya no estaba interesado en ayudarle con su «proyecto».
Pero el ensordecedor ruido de las botas indicó a Rhyme quién había llamado.
Los oficiales del servicio de emergencia, todos grandes, sobrios, vestidos con uniforme de combate, entraron educadamente en la habitación y saludaron con la cabeza a Sellitto y a Banks. Eran hombres de acción y Rhyme apostaba que detrás de aquellos veinte ojos muy probablemente se ocultaban diez personas capaces de reaccionar al segundo ante cualquier posible sospechoso acechando sobre sus espaldas.
—Caballeros, ya saben lo del secuestro de anoche y del fallecimiento de la víctima esta tarde —comenzó sin más preámbulos—; nuestro asesino se ha cobrado otra víctima. Tenemos una pista en el caso y necesito que se encarguen de asegurar las evidencias en varios lugares alrededor de la ciudad. Inmediata y simultáneamente. Un hombre por sitio.
—¿Quiere decir que no tendremos refuerzos? —preguntó un oficial de bigote poblado.
—No les harán falta.
—Con el debido respeto, señor, no estoy dispuesto a meterme en ninguna situación táctica sin refuerzos. Por lo menos un compañero…
—No creo que vaya a haber ningún tiroteo. Los objetivos son las cadenas de supermercados más grandes de la ciudad.
—¿Supermercados?
—No todas las tiendas. Sólo una de cada cadena. J & G's, ShopRite, Food Warehouse…
—¿Qué vamos a hacer exactamente?
—Comprar pierna de ternera.
—¿Qué?
—Un paquete en cada tienda. Caballeros, me temo que les tengo que pedir que lo paguen de su bolsillo. Pero la ciudad se lo abonará. Ah, y lo necesitamos lo antes posible.
Ella permanecía de lado, sin moverse.
Sus ojos se habían acostumbrado a la penumbra del viejo túnel y podía ver acercarse a los pequeños cabrones. Mantuvo la vista fija en uno en particular.
Monelle sentía un pinchazo en la pierna, pero la mayoría del dolor estaba en su brazo, donde tenía un profundo corte en la piel. No podía ver la herida ya que estaba esposada con las manos atrás, no sabía cuánto había sangrado. Pero debió de ser mucho; estaba bastante mareada y podía sentir algo pegajoso y espeso por todo su brazo y su costado.
El sonido de los arañazos, como agujas sobre el cemento. Los bultos marrón grisáceo crujiendo en las sombras. Las ratas seguían moviéndose nerviosamente hacia ella. Debía de haber cientos de ellas.
Se obligó a permanecer inmóvil y mantuvo su mirada en la gran rata negra. La llamó Schwarzie[32]. Estaba frente a ella, moviéndose adelante y atrás, estudiándola. Aunque sólo tenía veinte años, Monelle Gerger ya había dado la vuelta al mundo dos veces: había hecho autostop por todo Sri Lanka, Camboya y Pakistán. A través de Nebraska, donde las mujeres miraban con desprecio su piercing en la ceja y sus pechos sin sujetador. A través de Irán, donde los hombres le miraban los brazos desnudos como perros en celo. Había dormido en parques públicos en la ciudad de Guatemala y pasado tres días con las fuerzas rebeldes en Nicaragua, después de perderse de camino a una reserva natural.
Pero nunca había estado tan asustada como ahora.
Mein Gott.
Y lo que más la asustaba era lo que estaba a punto de hacerse a sí misma.
Se acercó una rata, una pequeña, su cuerpo marrón se deslizaba hacia delante como un rayo, retrocediendo, avanzando otra vez unos pocos centímetros. Decidió que las ratas le daban miedo porque se parecían más a los reptiles que a los roedores. La nariz y la cola sinuosas. Y esos jodidos ojos rojos.
Detrás estaba Schwarzie, del tamaño de un gato pequeño. Se puso de cuclillas y miró fijamente lo que le fascinaba. Mirando. Esperando.
Entonces la pequeña atacó. Correteando sobre sus afiladas garras, ignorando su sordo grito, se lanzó rápida y directa. Rápida como una cucaracha, desgarró un trozo de su pierna cortada. La herida parecía como si quemara. Monelle chilló de dolor, sí, pero también de rabia. «No te quiero, ¡joder!». Se estremeció una vez más y yació inmóvil.
Otra rata se le subió hasta el cuello, le arrancó un pedazo de carne y saltó de vuelta al suelo, mirándola fijamente, moviendo su nariz como si se pasara la lengua por su pequeña boca de rata, como saboreándola.
«Dieser Schmerz…»[33]
Ella se estremeció de puro ardiente dolor que provenía del mordisco. Dieser Schmerz. El dolor. Monelle se obligó a tumbarse y permanecer inmóvil una vez más.
El diminuto atacante cogió posiciones para saltar sobre ella otra vez, pero de repente hizo un movimiento nervioso y dando un giro se marchó. Monelle se dio cuenta de por qué se alejaba: Schwarzie se había colocado por fin al frente del grupo. Venía a por lo que quería.
Bien, bien.
A ella era a quien había estado esperando. Porque no parecía interesada ni en la sangre ni en la carne; se había situado al frente del grupo veinte minutos antes, fascinada por la cinta de color plata colocada sobre su boca.
La pequeña rata se puso a cubierto entre el enjambre de cuerpos, a la vez que Schwarzie se abría camino hacia delante, sobre sus pequeñas y obscenas patas. Se detuvo. Luego avanzó de nuevo. Dos metros, metro y medio.
Ahora uno.
Monelle permaneció completamente inmóvil. Respirando tan lentamente como podía, temerosa de que su agitación pudiera asustar al animal. Schwarzie se detuvo. Se acomodó hacia delante otra vez. Y se paró. A medio metro de su cabeza.
«No muevas ni un músculo».
Tenía la espalda curvada y sus labios se contraían continuamente mostrando sus amarillentos y marrones dientes. Se acercó otros veinte centímetros y volvió a pararse, lanzándole una penetrante mirada. Se sentó, se frotó las garras, de nuevo se movió cuidadosamente hacia delante.
Monelle Gerger se hizo la muerta.
Otros quince centímetros. «¡Vorwärts[34]!».
¡Vamos!
Entonces ya se encontraba frente a su cara. Ella sintió el olor a basura y a aceite que provenía de su cuerpo, a excrementos, a carne podrida. La rata la olisqueó y ella sintió el insoportable cosquilleo de su bigote en su nariz mientras sus pequeños dientes asomaron por su boca y comenzaron a roer la cinta.
Estuvo royendo alrededor de la boca durante cinco minutos. En una ocasión otra rata se acercó y le mordió el tobillo. Ella cerró los ojos al dolor y trató de ignorarlo. Schwarzie saltó y se quedó parada en las sombras, estudiándola detenidamente.
¡Vorwärts, Schwarzie! ¡Vamos!
Lentamente se acercó otra vez hacia ella. Con lágrimas corriendo mejilla abajo, Monelle inclinó su boca hacia la rata con decisión.
«Muerde, muerde…».
«¡Vamos!».
Sintió su espantoso y ardiente aliento en su propia boca al tiempo que la rata rasgaba grandes trozos del plástico brillante. Tiró de los pedazos enganchados en su boca y los apretó con avaricia entre sus patas delanteras.
Se preguntó si la rotura sería ya lo suficientemente grande.
Tenía que hacerlo. Ya no aguantaba más.
Levantó lentamente su cabeza, milímetro a milímetro.
Schwarzie parpadeó y se inclinó con curiosidad hacia delante.
Monelle extendió sus mandíbulas y escuchó el fantástico sonido de la cinta rasgándose. Aspiró profundamente dando aire a sus pulmones, podía respirar de nuevo.
Y podría gritar para pedir auxilio.
—Bitte, helfen Sie mir. Ayúdenme, ayúdenme, por favor.
Schwarzie se retiró, aturdida por el quebrado aullido, dejando caer su preciada cinta plateada. Pero no se alejó mucho.
Se detuvo y se dio la vuelta, elevándose sobre sus patas traseras.
Ignorando su curvado cuerpo negro, le dio una patada al poste en el que estaba atada. Cayeron polvo y porquería flotando como si fuera nieve gris, pero la madera no cedió ni un ápice. Gritó hasta sentir cómo se le quemaba la garganta.
—¡Bitte! ¡Socorro!
El incesante flujo de tráfico engullía el sonido.
Un momento de calma. Entonces Schwarzie comenzó a acercarse a ella otra vez. Esta vez no estaba sola. El baboso grupo la seguía. Haciendo movimientos nerviosos. Pero firmemente atraídas por el olor de su sangre.
Hueso y madera, madera y hueso.
—Mel, ¿qué tienes ahí? —Rhyme estaba señalando el ordenador conectado al cromatógrafo-espectrómetro. Cooper había examinado una vez más el polvo que habían encontrado en la astilla de madera.
—Sigue siendo nitrógeno enriquecido. Supera los parámetros habituales.
Tres pruebas diferentes y los mismos resultados. Un examen del aparato reveló que funcionaba correctamente. Cooper reflexionó un momento.
—Tanta cantidad de nitrógeno —dijo por fin—, podría ser un fabricante de armas o municiones.
—Debe ser de Connecticut, no de Manhattan —Rhyme miró el reloj: 6.30. Qué rápido ha pasado el tiempo hoy. Qué lento ha pasado los últimos tres años y medio. Se sentía como si hubiera estado despierto durante días y días.
El joven detective estudió el mapa de Manhattan minuciosamente, sosteniendo en la mano la pálida vértebra que había caído antes al suelo.
Se la había dejado a Rhyme el especialista en lesiones de la médula espinal, Peter Taylor. Después de una de sus visitas, tras examinarle cuidadosamente, el doctor se sentó a su lado en la desvencijada silla de mimbre y sacó algo de su bolsillo.
—Ha llegado la hora de la verdad —le anunció el doctor.
Rhyme había echado un vistazo a la mano abierta de Taylor.
—Esto es una cuarta vértebra cervical. Como la que tienes en el cuello. La que se rompió. ¿Ves las pequeñas colas en el extremo? —el doctor le dio vueltas y vueltas durante un rato y preguntó—: ¿En qué piensas cuando la ves?
Rhyme respetaba a Taylor, porque no le trataba como a un niño o un idiota, o como si fuera una gran molestia, pero ese día no estaba de humor para jugar al veo-veo. No había contestado.
Aun así Taylor continuó.
—Algunos de mis pacientes piensan que se parece a un pez raya. Otros dicen que es como una nave espacial. O un avión. O un camión. Cada vez que hago esa pregunta la gente normalmente lo compara con algo grande. Nadie dice, «Oh, un trozo de calcio y magnesio». Verás, yo creo que no les gusta la idea de que algo tan insignificante haya convertido sus vidas en un infierno.
Rhyme había echado otra escéptica mirada al doctor, pero el plácido y canoso médico era un perro viejo, y estaba acostumbrado a las reacciones de los pacientes afectados de lesiones en la médula espinal.
—No me ignores, Lincoln —dijo cariñosamente. Sostenía el disco cerca de la cara de Rhyme—. Sé que piensas que no es justo que esta cosa tan pequeña te cause tanto sufrimiento. Pero olvídate de eso. Olvídalo. Quiero que te acuerdes de cómo era tu vida antes del accidente. Lo bueno y lo malo. Alegrías, tristezas… Puedes sentirlo otra vez —la cara del doctor se fue quedando inmóvil—. Francamente lo que ahora veo es alguien que se ha rendido…
Taylor había dejado la vértebra sobre la mesilla. Parecía que lo había hecho de manera accidental. Pero entonces Rhyme se dio cuenta de que era un gesto calculado. Durante los últimos meses, en los cuales Rhyme intentó tomar una decisión sobre si se suicidaba o no, había estado mirando fijamente aquel disco. Se convirtió en un símbolo del argumento de Taylor. El argumento para continuar con vida. Pero finalmente lo perdió; aunque pudieran tener su valor, las palabras del doctor no podían soportar la carga de dolor y sufrimiento que Lincoln Rhyme sentía día tras día tras día.
Apartó su vista del disco, miró hacia Amelia Sachs y le pidió:
—Quiero que pienses en la escena del crimen otra vez.
—Te dije todo lo que vi.
—No quiero saber lo que viste, quiero saber lo que sentiste.
Rhyme recordó las miles de veces que había repasado la escena de un crimen. A veces puede ocurrir un milagro. Sólo echando un vistazo y sin saber cómo, le venían a la mente ideas sobre el sospechoso desconocido. No podía explicar cómo ocurría eso. Los terapeutas especialistas en el comportamiento hablaban de determinar un perfil psicológico como si lo hubieran inventado ellos. Pero los criminalistas habían estado haciendo perfiles de ese tipo durante cientos de años: caminar sobre la cuadrícula, volver por los pasos que anduvo el culpable, encontrar lo que hubiera podido dejar, pensar en lo que se hubiera podido llevar y sacar al fin un perfil tan claro como una fotografía de la escena del crimen.
—Dime, ¿qué sentiste? —insistió.
—Intranquilidad. Tensión. Calor. No sé, de verdad que no, lo siento —respondió ella encogiéndose de hombros.
Si Rhyme se hubiera podido mover, habría saltado de la cama, la habría agarrado por los hombros y la habría zarandeado. Le hubiera gritado:
¡Sabes de lo que estoy hablando, sé que lo sabes! ¿Por qué no trabajas conmigo? ¿Por qué me estás ignorando?
Entonces comprendió algo. Que ella había estado allí, en el tórrido sótano. Rondando sobre el demacrado cuerpo de T. J., olfateando aquel fétido olor. Lo vio en la forma en que ella se mordisqueaba la cutícula del pulgar, en su insistencia por mantener las distancias entre los dos. Le repugnaba haber estado en aquel sótano inmundo, y odiaba a Rhyme por recordarle que parte de ella permanecía aún allí.
—Estás caminado por la habitación —dijo él.
—No pienso que pueda ser de más ayuda.
—Sigue el juego —insistió Rhyme intentando controlarse. Sonrió—. Cuéntame lo que pensaste.
Su cara perdió toda expresión.
—Son… tan sólo pensamientos —murmuró al fin—. Impresiones que todo el mundo debe tener.
—Pero tú estuviste allí. No estuvo todo el mundo. Cuéntanos.
—Fue terrorífico o algo así… —pareció como si se arrepintiera de sus torpes palabras.
Poco profesional.
—Sentí…
—¿Como si alguien te observara? —apuntó él.
Aquello la sorprendió.
—Sí. Eso es exactamente.
Rhyme también lo había sentido. Muchas veces. Hacía tres años y medio lo había sentido, cuando se inclinó sobre el cuerpo descompuesto de un joven policía, para recoger una fibra de su uniforme. Él había estado seguro de que había alguien cerca. Pero no había nadie, sólo una gran viga de roble que eligió ese momento para crujir, astillarse y venirse abajo de manera aplastante sobre la cuarta vértebra cervical de Lincoln Rhyme, echando sobre sus hombros todo el peso del mundo.
—¿Qué más pensaste, Amelia?
Ella ya no se resistía. Sus labios estaban relajados, sus ojos vagaban sobre el poster enrollado del cuadro de Hopper.
—Bien, me recuerdo diciéndome a mí misma: «Este lugar es viejo». Era como esas fotos que ves de fábricas y casas de principios de siglo. Y yo…
—Espera —la interrumpió Rhyme—. Pensemos en eso. Viejo…
Sus ojos se clavaron en el mapa Randel. Él había comentado antes el interés del sospechoso por la antigua Nueva York. El edificio donde había muerto T. J. Colfax era viejo. Y también lo era el túnel de ferrocarril donde encontraron el primer cuerpo. Los trenes de la Estación Central de Nueva York solían moverse por la superficie. Ocurrieron tantas muertes al cruzar la vía, que la avenida Once se ganó el sobrenombre de Avenida de la Muerte; la compañía ferroviaria se había visto finalmente forzada a trasladar las vías por debajo de la superficie.
—Y la Pearl Street —pensó para sí mismo— fue una carretera secundaria en la antigua Nueva York. ¿Por qué está tan interesado en cosas viejas? ¿Sigue Terry Dobyns con nosotros? —le preguntó a Sellitto.
—Oh, ¿el psiquiatra? Sí. Trabajamos en un caso el año pasado. Ahora que lo pienso, preguntó por ti. Dijo que te llamó un par de veces y que tú nunca le devolviste la llamada.
—Vale, vale, vale —le cortó Rhyme—. Tráelo aquí. Quiero saber su opinión sobre el carácter del 823. Bueno, Amelia, ¿qué más piensas?
—Nada —la joven encogió los hombros con indiferencia.
—¿No?
¿Dónde escondía aquella chica sus sentimientos?, se preguntó, recordando algo que una vez dijo Blaine mientras miraba a una mujer guapísima que caminaba por la Quinta Avenida: «Cuanto más bonito es el paquete más difícil es de desenvolver».
—No sé… Bueno, me acuerdo de una cosa que pensé. Pero no significa nada. No creo que sea una observación muy profesional.
Profesional…
Es una gran putada que uno mismo se ponga los límites, ¿no, Amelia?
—Oigámoslo —le pidió Rhyme.
—¿Te acuerdas de cuando me pediste que me pusiera en el lugar del asesino, y encontré el lugar donde él se colocó para mirarla?
—Continúa.
—Bien, pensé… —durante un momento pareció como si las lágrimas amenazaran con llenar sus preciosos ojos. Eran azul radiante, notó él. Ella se controló instantáneamente—, me pregunté si tenía un perro. Me refiero a la señorita Colfax…
—¿Un perro? ¿Por qué lo preguntas?
Ella vaciló un momento y luego siguió:
—Un amigo mío… hace unos años. Estábamos hablando de conseguir un perro cuando, bueno, si nos íbamos a vivir juntos. Siempre quise uno. Un collie. Fue gracioso. Era la misma raza que quería mi amigo. Incluso antes de conocemos…
—Un perro —el corazón de Rhyme se disparó—. ¿Y?
—Pensé que esa mujer…
—T. J. —dijo Rhyme.
—T. J. —continuó Sachs—. Me pareció muy triste pensar en su mascota, en que su dueña jamás volvería a jugar con ella, en que jamás regresaría a su casa. No pensé en su novio o marido. Pensé en mascotas.
—¿Y por qué ese pensamiento? Perros, mascotas. ¿Por qué?
—No sé por qué.
Silencio.
Finalmente, Amelia continuó:
—Supongo que fue verla allí atada… Y estaba pensando en cómo se quedó de pie, a un lado, para mirarla. Quieto entre los tanques de gasolina. Era como si estuviera mirando a un animal enjaulado.
Rhyme echó un vistazo a las ondas sine en la pantalla del ordenador GC-MS.
Animales…
—Mierda —exclamó bruscamente Rhyme.
Todas las cabezas se volvieron hacia él.
—Es mierda —dijo mirando fijamente a la pantalla.
—Sí, claro —dijo Cooper, revolviéndose el pelo—. El nitrógeno. Es estiércol. Y además es estiércol viejo.
De repente Lincoln Rhyme tuvo uno de esos momentos sobre los que había reflexionado antes. Un pensamiento irrumpió en su mente. La imagen era de corderos.
—Lincoln, ¿estás bien? —preguntó Sellitto.
Un cordero paseándose por la calle.
Era como si estuviera viendo un animal…
—Thom —estaba diciendo Sellitto—, ¿está bien?
… en un corral.
Rhyme podía imaginarse al despreocupado animal. Un cencerro en el cuello, y una docena más detrás.
—Lincoln —intervino Thom preocupado—, estás sudando. ¿Estás bien?
—Shhhhh —ordenó el criminalista.
Sintió el cosquilleo bajar por su cara. Inspiración y fallo cardíaco; los síntomas son extrañamente similares. Piensa, piensa…
Huesos, postes de madera y estiércol…
—Sí —murmuró—. Un cordero. Judas llevando al rebaño a ser degollado —y anunció en voz más alta—: Corrales. Tiene a la víctima retenida en un establo.