11

Un criminalista es como un hombre del Renacimiento. Tiene que tener conocimientos de botánica, geología, balística, medicina, química, literatura e ingeniería. Saber cosas como que la ceniza con alto contenido en estroncio probablemente proceda de una baliza de carretera, que faca significa «cuchillo» en portugués, que los etíopes no usan cubiertos para comer, sino que lo hacen con las manos, y que una bala con cinco estrías de giro a la derecha tal vez no haya sido disparada con un Colt… Si sabe este tipo de cosas podrá relacionar a un sospechoso con la escena del crimen.

La anatomía se considera una de las áreas del conocimiento propia de los criminalistas. Y ésta era ciertamente una especialidad que Lincoln Rhyme dominaba, pues le había dedicado los últimos tres años y medio, embebido en la caprichosa lógica de huesos y nervios.

En aquel momento echaba una ojeada a la bolsa con las pruebas procedente de la sala de calderas, que Jerry Banks sostenía en su mano, y de pronto dijo:

—Un hueso de una pata, no es humano, de forma que no es de la próxima víctima.

Se trataba de un hueso en forma de anillo de unos cinco centímetros, cortado en transversal limpiamente. En las estrías dejadas por la hoja de la sierra quedaba sangre.

—Un animal de tamaño mediano —siguió Rhyme—, un perro grande, una oveja o una cabra. Apostaría que de un peso de entre cuarenta y cinco y setenta kilos. No obstante hay que asegurarse de que la sangre es de un animal, podría ser de la víctima.

Casos había en los que el criminal golpeaba a una persona con un hueso hasta matarla. El mismo Rhyme había seguido tres de ese tipo, una vez el arma había sido un hueso de codillo de vaca, otra el de una pata de ciervo, y en la tercera ocasión el propio cúbito de la víctima.

Mel Cooper aplicó un test para averiguar el origen de la sangre.

—Tendremos que esperar un poco para saber los resultados —explicó Cooper disculpándose.

Apariencia Residencia Vehículo Otros
Raza caucásica, hombre, constitución menuda. Probablemente tiene una casa en un lugar seguro. Taxi. Conoce el procedimiento que se sigue en la escena del crimen.
Ropas oscuras. Posiblemente esté fichado.
Sabe disimular las huellas dactilares.
Arma: colt calibre 32.

—Amelia —dijo Rhyme—, quizá podrías ayudarnos con esto. Coge la lupa y mira el hueso detenidamente. Dinos lo que ves.

—¿No en el microscopio? —preguntó ella. Rhyme pensó que empezaría a protestar, pero ella cogió el hueso y lo escudriñó con curiosidad.

—Demasiada ampliación —explicó Rhyme.

Amelia se puso las gafas y se inclinó sobre la cubeta de esmalte blanco. Cooper encendió un flexo.

—Observa las marcas del corte —dijo Rhyme—. ¿Está cortado tosca o limpiamente?

—Con bastante limpieza, diría yo.

—Habrá utilizado una sierra potente.

Rhyme se preguntó si el animal estaría vivo al cortarle el hueso.

—¿Ves algo que te llame la atención?

Amelia se concentró en el hueso.

—No sé —murmuró—, me parece que no; simplemente parece un trozo de hueso…

Justo entonces Thom pasó a su lado y echó un vistazo a la cubeta.

—¿Esa es vuestra pista? Qué divertido.

—Divertido —repitió Rhyme—. ¿Divertido?

—¿Tienes alguna teoría? —preguntó Sellitto.

—No, de teoría nada —Thom se inclinó y lo olió—. Es un osso bucco.

—¿Qué?

—Un hueso de caña de vaca. Una vez te cociné uno, Lincoln. Osso bucco: hueso de caña de vaca cocido lentamente —miró a Sachs e hizo una mueca—. Me dijo que le faltaba sal…

—¡Maldito sea! —exclamó Sellitto—. ¡Lo compró en una carnicería!

—Con un poco de suerte —puntualizó Rhyme—, lo compró en su carnicería.

Cooper confirmó que el test de precipitina era negativo en cuanto a la presencia de sangre humana en las muestras que Sachs había recogido.

—Probablemente sea sangre de bovino —dijo.

—Pero ¿qué está intentando decirnos? —preguntó Banks.

Rhyme no tenía ni idea.

—Sigamos adelante —propuso—. ¿Hay algo en la cadena y el candado?

Cooper miró el material de ferretería metido en una bolsa de plástico.

—Ninguna marca en la cadena, no estamos de suerte. El candado es un Secure-Pro, un modelo intermedio. No es muy seguro y en absoluto profesional; ¿cuánto tardasteis en romperlo?

—Tres segundos —dijo Sellitto.

—Ves, no tiene número de serie y se puede comprar en cualquier ferretería o gran almacén del país.

—¿Funciona con llave o con combinación? —preguntó Rhyme.

—Con combinación.

—Llama al fabricante y pregúntale si reconstruyendo la combinación podemos saber a qué remesa corresponde y dónde la vendieron.

Banks lanzó un silbido.

—No lo pones precisamente fácil.

Rhyme le lanzó una mirada feroz mientras su cara se ponía roja.

—Y el entusiasmo de tu voz, detective, me dice que tú eres la persona idónea para hacer ese trabajo.

—Sí, señor —el joven agarró su teléfono móvil con un gesto defensivo—. Ahora mismo me pongo a ello.

—¿Hay sangre en la cadena? —preguntó Rhyme.

—Es de uno de nuestros muchachos —dijo Sellitto—. Se cortó intentando romper el candado.

—Entonces está contaminado —dijo Rhyme frunciendo el ceño.

—Estaba intentando salvar a la víctima —se defendió Sachs.

—Ya lo comprendo, fue un buen gesto por su parte, pero sigue estando contaminado —Rhyme miró hacia atrás, a la mesa al lado de Cooper—. ¿Huellas?

Cooper dijo que las había buscado, pero que sólo había encontrado las de Sellitto en los eslabones.

—De acuerdo, buscad impresiones en la astilla que encontró Amelia.

—Ya lo hice —dijo Sachs rápidamente—, en la escena del crimen.

H. P. A Lincoln se le ocurrió que ella no era el tipo de persona al que le cuadren los motes. Las personas tan hermosas raramente lo eran.

—Ahora lo repetiremos usando el arsenal pesado, sólo para asegurarnos —propuso Rhyme, y se puso a dar instrucciones a Cooper—: Aplica DFO o ninhidrina. Luego dale un pase por el nit-yag.

—¿El qué? —preguntó Banks.

—El neodimio: láser granate de itrio aluminio.

El técnico roció la astilla con un spray y pasó el rayo láser por la madera. Se puso unas gafas ahumadas y la examinó cuidadosamente.

—Nada.

Apagó la luz y examinó de cerca la astilla. Era de madera oscura y medía aproximadamente 15 centímetros de largo; tenía manchas negras, como de alquitrán y estaba sucia. La cogió con unas pinzas.

—Ya sé que a Lincoln le gusta el sistema de los palillos —bromeó Cooper—, pero yo siempre pido un tenedor cuando voy al restaurante chino Ming Wa's.

—Puede que estés aplastando las células —refunfuñó el criminalista.

—Podría ser, pero yo creo que no —respondió Cooper.

—¿Qué tipo de madera es? —preguntó Rhyme—. ¿Conviene hacer un esporeograma?

—No, es roble; no hay duda.

—¿Hay huellas de serrucho o es un corte limpio? —insistió Rhyme echándose hacia delante. De repente su cuello se sacudió en un espasmo, y el calambre que se extendió por los músculos le produjo un dolor insoportable. Jadeó, cerró los ojos y giró el cuello contraído. Sintió cómo las fuertes manos de Thom le masajeaban los músculos. El dolor acabó por ceder.

—¿Lincoln? —preguntó Sellitto—. ¿Estás bien?

Rhyme respiró profundamente.

—Estoy bien, no es nada.

—Mira —Cooper acercó el trozo de madera a la cama de Rhyme y le puso las gafas de aumento delante de los ojos.

Rhyme examinó la muestra.

—Corta en el sentido de las fibras con una sierra. Hay grandes variaciones en los cortes, de forma que apostaría a que es madera de un poste de hace más de cien años. Probablemente cortado con una sierra de vapor. Sostenla más cerca, Mel, quiero olerla.

Mel puso la astilla bajo la nariz de Rhyme.

—Creosota —dedujo—, es un destilado de alquitrán y carbón que se usaba hace tiempo para evitar la putrefacción de la madera, antes de que las fábricas madereras empezasen a usar tratamientos por presión. Se aplicaba en la madera para los muelles, o las traviesas del ferrocarril.

—Quizás hemos dado con un aficionado a los trenes —comentó Sellitto—. Acordaos de las vías de esta mañana.

—Podría ser. —Rhyme ordenó—: Mel, examina la compresión de las células.

El técnico examinó la astilla con el microscopio.

—Está bien comprimida, pero en sentido de las fibras, no en su contra. No corresponde a un trozo de vía, más bien es de un poste o una columna… algo que cargaba peso.

Un hueso…, un viejo poste de madera…

—Veo suciedad en la madera…, ¿nos da alguna pista?

Cooper extendió un montón de hojas de periódico sobre la mesa, puso la astilla encima y cepilló la suciedad de las muescas de la madera. Examinó las motas que cayeron sobre el papel.

—¿Tienes suficiente para hacer un test de gradiente de densidad? —preguntó Rhyme.

En un test de gradiente de densidad, el polvo se pone en un tubo con líquidos de diferente densidad. La tierra se separa y cada partícula queda en suspensión, según su propia densidad. Rhyme había creado un archivo con una amplia gama de perfiles de gradiente de densidad de partículas características de cada uno de los cinco municipios de la ciudad. Desgraciadamente, el test sólo servía si se contaba con una considerable cantidad de tierra, y Cooper no creía que la que tenían fuera suficiente.

—Podemos intentarlo, pero tendríamos que usar la muestra entera. Y si no funcionase, ya no nos quedaría nada para otras pruebas.

Rhyme le dio entonces instrucciones para hacer un análisis visual con cromatografía por espectrómetro.

El técnico puso entonces un poco de polvo en una plaqueta y la miró unos cuantos minutos con el microscopio.

—Esto resulta extraño, Lincoln; es tierra superficial, con un alto contenido de vegetación. Pero tiene un aspecto curioso…, muy deteriorado, muy descompuesto —levantó la vista y Rhyme advirtió las líneas oscuras bajo sus ojos debidas a los oculares. Recordó que después de varias horas de trabajo con el microscopio tales marcas eran bastante pronunciadas y que en esas ocasiones, el técnico forense que emergía tras una larga sesión en el laboratorio de la IRD tenía que soportar las bromas y los motes como «mapache» u «oso panda» que le ponían sus compañeros.

—Quémalo —ordenó Rhyme.

Cooper puso una muestra en el espectrómetro. La máquina cobró vida con un silbido.

—Tardará sólo uno o dos minutos…

—Mientras esperamos —dijo Rhyme—, volvamos al hueso… sigo intrigado. Amplíalo, Mel.

Cooper puso el hueso en el microscopio y se acercó cuidadosamente.

—¡Caramba, he encontrado algo!

—¿Qué?

—Muy pequeño, transparente. Pásame el hemostato —le pidió Cooper a Sachs, señalando con la cabeza un par de pinzas. Ella se las dio y Cooper hurgó en la médula del hueso, extrayendo algo—. Es un trozo pequeño de celulosa regenerada —anunció.

—Celofán —dijo Rhyme—. Dame más datos.

—Presenta huellas de estiramiento y pinchazos. No diría que lo haya dejado a propósito; los bordes no están cortados. Quizá no se pueda descartar que sea celofán resistente.

—«Quizá no se pueda descartar que sea…». —Rhyme frunció el ceño—. Cómo odio ese tipo de frases.

—No tenemos más remedio que ser cautos, Lincoln —dijo Cooper.

—Aguanto mejor los «tal vez», incluso los «quizás», pero odio esa monserga…

—Cuánto lo siento —bromeó Cooper—. En fin, lo más que te puedo decir es que probablemente se trate de celofán para comercios: tiendas de ultramarinos o carnicerías, pero no Saran Wrap[25]; definitivamente, no es de tipo corriente.

Jerry Banks avanzó desde el hall.

—Malas noticias. La compañía Secure-Pro no conserva ningún registro de combinaciones. Una máquina se encarga de hacerlas al azar.

—¡Vaya!

—Pero me han dicho algo interesante: por lo visto, aunque continuamente están recibiendo llamadas de la policía preguntando por sus productos, tú eres el primero al que se le ha ocurrido localizar un candado mediante la combinación.

—¿Y qué tiene eso de interesante si no nos sirve para nada? —gruñó Rhyme. Se volvió hacia Mel Cooper, que meneaba la cabeza mientras miraba por el espectrómetro—. ¿Qué pasa?

—Tengo el resultado de la muestra…, pero temo que la máquina se ha vuelto loca. Da unos niveles de nitrógeno demasiado altos. Tendremos que repetir la prueba, usando más muestra esta vez.

Rhyme le indicó que siguiera adelante. Sus ojos se volvieron hacia el hueso.

—Mel, ¿cuándo fue extraído?

El técnico examinó varios fragmentos al microscopio electrónico.

—Presenta concentraciones mínimas de bacterias. Al parecer, este Bambi hace poco que murió… o sólo lleva fuera del congelador unas ocho horas.

—Entonces el asesino lo acaba de comprar —dijo Rhyme.

—O lo compró hace un mes y lo congeló —sugirió Sellitto.

—No —dijo Cooper—, no ha sido congelado. No hay pruebas de daños en los tejidos por los cristales de hielo. No creo que haya estado refrigerado tanto tiempo, las neveras modernas deshidratan la comida.

—Es una buena pista —dijo Rhyme—. Trabajemos en ella.

—¿Que la trabajemos? —se rió Sachs—. ¿En serio quieres que llamemos a todas las carnicerías de la ciudad y comprobemos quién vendió ayer huesos de vaca?

—No —la contradijo Rhyme—, no sólo ayer: debemos preguntar por los últimos dos días.

—¿Quieres que se lo encargue a los Hardy Boys?

—Déjales que sigan con lo que están haciendo. Llama a Emma, y pregúntale si está trabajando todavía. Dale una lista de todas las carnicerías de la ciudad. Apostaría a que nuestro hombre no ha hecho una compra para una familia numerosa, así que dile que limite la lista a los clientes que han comprado menos de cinco cosas.

—¿Pido un mandamiento judicial? —preguntó Banks.

—Si alguien se niega, sacaremos un mandamiento —dijo Sellitto—, pero primero probemos sin él. Quién sabe, quizás haya ciudadanos dispuestos a cooperar…, me han dicho que a veces eso es algo que ocurre.

—Pero ¿cómo van a saber en las tiendas quién compró huesos de vaca? —preguntó Sachs, que había dejado de estar tan distante como hasta entonces se había mantenido. En su voz había un tono cortante. Rhyme se preguntó si su frustración podría ser un síntoma de lo que él mismo había sentido a menudo, el apabullante peso de la realidad. El problema esencial para el criminalista no es que haya muy pocas pruebas sino que aparezcan demasiadas.

—Hay que inspeccionar los escáneres de las tiendas —contestó Rhyme—; normalmente registran las compras en un ordenador para hacer inventario y reponer género. Adelante, Banks. Veo que se te ha ocurrido algo, dilo… no temas, que no voy encasquetarte ningún marrón.

—Bueno, sólo las cadenas de supermercados tienen escáneres —dijo el joven detective—; hay cientos de pequeñas carnicerías que no los tienen.

—Buena observación, pero no creo que el asesino fuera a una tienda pequeña; el anonimato es importante para él. Ha debido hacer la compra en un supermercado, un sitio impersonal.

Sellitto llamó a Comunicaciones y le explicó a Emma lo que necesitaban.

—Pasa el celofán por la luz polarizada —le pidió Rhyme a Cooper.

El técnico puso el minúsculo fragmento en un campo de polarización, ajustó la cámara Polaroid a los oculares e hizo una foto. El resultado era una mancha de color, un arco iris con estrías grises. Rhyme lo examinó. Ese patrón no le decía nada por sí mismo, pero podría compararse con otras muestras de celofán para ver si procedían de la misma fuente.

—Lon, manda que vengan una docena de oficiales del Servicio de Urgencias —dijo de repente—. ¡Corriendo!

—¿Aquí? —preguntó Sellitto.

—Vamos a hacer juntos una operación.

—¿Estás seguro? —insistió el detective.

—Sí, los quiero aquí, ahora mismo.

—De acuerdo —Sellitto hizo un gesto con la cabeza a Banks, quien llamó a Haumann.

—Y ahora, ¿qué hay de la otra pista, los pelos que encontró Amelia?

Cooper los cogió con unas pinzas y colocó varios en el microscopio de contraste de fase. Este instrumento emite dos tipos de luz sobre el mismo objeto, el segundo de los rayos con un ligero retraso —fuera de fase— de forma que la muestra es iluminada dos veces y aparece una sombra.

—No son humanos —dijo Cooper—, eso te lo puedo asegurar. Y son pelos del lomo.

Pelos de la piel de un animal.

—¿Qué animal? ¿Un perro?

—¿Un ternero? —sugirió Banks de nuevo, con juvenil entusiasmo.

—Examina las escamas —ordenó Rhyme, refiriéndose a las fibras microscópicas que forman la capa externa de un cabello.

Cooper tecleó en su ordenador y en pocos segundos aparecieron en la pantalla imágenes de diversos tipos de pelo.

—Esto te lo debemos a ti, Lincoln, ¿recuerdas la base de datos?

Rhyme había recopilado en la División Central de Investigación y Recursos una amplia colección de microfotografías de diversos tipos de cabellos.

—Sí, me acuerdo, Mel. Pero la última vez que los vi estaban en tres grupos de carpetas. ¿Cómo los metiste en el ordenador?

—Con un ScanMaster por supuesto. Formato JPEG comprimido.

¿JPEG? ¿Qué demonios era eso? En pocos años la tecnología había superado a Rhyme. Sorprendente…

Mientras Cooper examinaba las imágenes, Lincoln Rhyme se preguntó otra vez lo que se había estado planteando todo el día, la cuestión que seguía atormentándole: ¿Por qué las pistas? El ser humano es sin duda asombroso, pero no podía olvidar que antes que cualquier otra cosa era eso: una criatura, un animal capaz de reírse, peligroso, listo, asustado, y que siempre actúa por una razón, un motivo que impulsa a la bestia hacia sus deseos. El científico Lincoln Rhyme no creía en la suerte ni en el azar o la frivolidad. Incluso los psicópatas tenían su propia lógica, por retorcida que pudiera ser, y él sabía que en el caso 823, el criminal les hablaba a través de un código secreto.

—Lo tenemos —exclamó Cooper—: un roedor, probablemente una rata; le afeitaron el pelo.

—¡Menuda pista! —protestó Banks—. Hay un millón de ratas en la ciudad. Esto no nos lleva a ningún sitio. ¿Qué pretende decirnos?

Sellitto cerró los ojos un momento y musitó algo por lo bajo. Sachs no se dio cuenta, y miró a Rhyme con curiosidad. A él le sorprendía que la joven no hubiera entendido el mensaje del secuestrador, pero no dijo nada: de momento no veía razones para compartir con nadie su terrorífica intuición.

La séptima u octava víctima de James Schneider, da igual el número que hiciese la pobre y angelical Maggie O'Connor en la macabra lista, era la esposa de un esforzado trabajador inmigrante, que había establecido el humilde domicilio familiar cerca de Hester Street en el Lower East Side de la ciudad.

Gracias al coraje de esa desgraciada mujer, la policía descubrió la identidad del criminal. Hanna Goldschmidt era judía, de origen alemán, y muy estimada entre la comunidad en la que vivían ella, su marido y sus seis hijos (uno de ellos muerto al nacer).

El coleccionista de huesos conducía despacio, procurando respetar el límite de velocidad aunque sabía perfectamente bien que los policías de tráfico de Nueva York no le detienen a uno por algo tan poco importante como ir a toda mecha.

Se paró en un semáforo y miró hacia arriba a otro cartel de la ONU. Sus ojos se posaron en las sosas caras sonrientes, como los espectrales rostros pintados en los muros de la mansión, y luego se dirigieron mas allá, hacia la ciudad que le rodeaba. En ocasiones le sorprendía al mirar hacia arriba encontrar edificios tan enormes, con cornisas de piedra en lo alto, cristales tan lisos, con los coches tan lustrosos y la gente tan acicalada. La ciudad que él conocía era oscura, baja, llena de humo, con olor a sudor y barro. Caballos que podían pisotearte, bandas de matones, algunos, críos de apenas diez u once años que te podían dar un golpe en la cabeza y robarte el reloj o la billetera…, esa era la ciudad del coleccionista de huesos.

Sin embargo, a veces se encontraba como ahora conduciendo un Taurus plateado por una calle bien asfaltada, escuchando la WNYC[26] y enfadado, como todos los neoyorquinos, echando en falta un semáforo en verde, preguntándose por qué demonios en la ciudad no estaba permitido girar con los semáforos en rojo.

Meneó la cabeza al oír varios golpes en el maletero del coche, pero el ruido ambiental era tan grande que a nadie podrían llegarle las protestas de Hanna.

El semáforo cambió de color.

Por supuesto que es excepcional, incluso en estos tiempos de tolerancia, que una mujer se aventure a salir a la calle sola de noche, sin ir acompañada de un caballero; y en aquellos días todavía era más excepcional. Pero en esa desgraciada noche Hanna no tuvo elección y hubo de salir de casa un momento. Su hija más pequeña tenía fiebre y como su marido estaba rezando en una sinagoga cercana, ella salió en medio de la noche para buscar unas cataplasmas para la ardiente frente de la niña. Al cerrar la puerta le dijo a su hija mayor:

—Cuando salga, echa el pestillo del todo; volveré pronto.

Pero, desgraciadamente, aquellas palabras no fueron verdad. Apenas un momento después de pronunciarlas se encontró con James Schneider.

El coleccionista de huesos miró alrededor, hacia las cutres callejas de la zona donde había enterrado a la primera víctima, un barrio conocido como Hell's Kitchen, la Cocina del Infierno, en el West Side de la ciudad, que en tiempos fue el bastión de las bandas de irlandeses, y que en aquellos momentos estaba poblado por jóvenes profesionales, agencias publicitarias, estudios fotográficos y restaurantes de diseño.

Olía a estiércol y no le sorprendió cuando de repente un caballo apareció delante de él.

Entonces se dio cuenta de que el animal no era una aparición del siglo XIX sino que estaba atado a uno de los simpáticos carruajes que daban paseos por Central Park con tarifas muy del siglo XX. Sus establos estaban ubicados allí.

Se rió para sí mismo, aunque con una risa siniestra.

Uno solamente puede especular sobre lo que ocurrió ya que no hubo testigos. Pero podemos imaginar claramente todo el horror. El malvado arrastró a la valiente mujer a un callejón y la apuñaló con una daga, en un cruel intento no de matarla sino de dominarla, como era su costumbre. Pero tal era la fortaleza de ánimo de la señora Goldschmidt, quien probablemente sólo pensaba en volver al nido con sus polluelos, que sorprendió al monstruo defendiéndose con ferocidad: le golpeó repetidamente en la cara y le arrancó pelo de la cabeza.

Ella se liberó por un momento y lanzó un tremendo grito. El cobarde Schneider la golpeó varias veces y huyó.

La valerosa mujer llegó tambaleándose hasta la acera, se desmayó y murió en brazos de un policía que había acudido ante la alarma dada por los vecinos.

Esta historia estaba incluida en un libro que el coleccionista de huesos llevaba consigo en su bolso de bandolera. Crime in Old New York[27]. No podía explicar su enorme atracción por el pequeño volumen; si hubiera tenido que describir su relación con ese libro habría dicho que era adicto a él. Tenía setenta y cinco años de antigüedad y todavía estaba en buen estado, una joya de encuadernación. Era su amuleto de la suerte, su talismán. Lo había encontrado en una pequeña sección de la biblioteca pública y había cometido uno de los pocos hurtos de su vida, ocultándolo bajo el impermeable antes de salir del edificio.

Había leído el capítulo sobre Schneider cientos de veces y prácticamente se lo sabía de memoria.

Conducía despacio. Casi habían llegado.

Cuando el pobre y lloroso marido de Hanna se echó sobre su cuerpo sin vida, le miró la cara por última vez antes de llevar a la mujer a la funeraria (ya que conforme a la doctrina judía los muertos deben ser enterrados lo antes posible). Y al mirarla se dio cuenta de que en su mejilla de porcelana había una marca con la forma de un curioso emblema. Un símbolo redondo, que parecía una luna creciente y un grupo de lo que podrían ser estrellas flotando en el aire.

El policía afirmó que debía ser una huella dejada por el anillo del terrible carnicero cuando golpeó a la víctima. Los detectives solicitaron la ayuda de un artista, que realizó un dibujo de la marca. (Remitimos al lector a la lámina XXII). El redondel lo hacían algunos joyeros de la ciudad y se obtuvieron varios nombres y direcciones de hombres que habían comprado ese tipo de anillos hacía poco tiempo. Dos de los caballeros que compraron tales anillos quedaron como sospechosos, uno de ellos el párroco de una iglesia y el otro un profesor de una elegante universidad. Aún hubo un tercero: un hombre del que los policías tenían sospechas desde hacía tiempo por su nefasta conducta: ése era James Schneider.

Dicho caballero había tenido influencia hacía algún tiempo en varias organizaciones benéficas de la ciudad de Manhattan: especialmente la Compsumptives' Assistance League y la Pensioners' Welfare Society[28]. Había hecho recaer sobre su persona las sospechas de la policía cuando varios antiguos cargos de las citadas organizaciones desaparecieron no mucho después de que Schneider les visitara. Nunca se le acusó de ningún delito, pero al poco de iniciarse las pesquisas desapareció.

Tras el terrible asesinato de Hanna Goldschmidt las investigaciones en los barrios bajos de la ciudad no descubrieron ningún lugar donde pudiera encontrarse a Schneider. La policía colocó pasquines por todo el centro de la ciudad y cerca del río con la descripción del malvado., pero no se logró detenerle; una auténtica tragedia, a la vista de la matanza que pronto se extendería por la ciudad a cargo de sus viles manos.

Las calles estaban despejadas. El coleccionista de huesos conducía por una callejuela. Abrió la puerta de la fábrica y entró con el coche por una rampa en un largo túnel.

Después de asegurarse de que el lugar estaba desierto volvió al coche; abrió el maletero y sacó a Hanna. Ella era carnosa, gruesa e informe, como un saco de patatas. Él volvió a enfadarse y la arrastró con rudeza por otro amplio túnel. El tráfico de la autopista West Side transcurría sobre ellos. La oía resollar, con la mordaza a punto de aflojarse, cuando notó que temblaba y andaba cojeando. Boqueando por el esfuerzo de arrastrarla, la dejó en el suelo del túnel y le aflojó la cinta adhesiva que le cubría la boca. El aire entró débilmente. ¿Se había desmayado? Él le escuchó el corazón, parecía latir bien.

Cortó las tiras de ropa que le ataban los tobillos, la echó hacia delante y le susurró:

—Hanna, kommen Sie mit mir mit[29], Hanna Goldschmidt…

Nein —musitó ella con una voz que era poco más que un suspiro.

Él se acercó más, ligeramente inclinado sobre su cara:

—Hanna, tienes que venir conmigo.

Mein Name ist nicht Hanna[30]! —gritó ella, y a continuación le dio una patada en la mandíbula.

Un rayo de luz amarilla le cruzó por la cabeza y se tambaleó unos metros hacia los lados, intentando mantener el equilibrio. Hanna se incorporó y corrió a ciegas por el oscuro corredor. Pero él iba detrás más deprisa y la agarró antes de que hubiera podido recorrer diez metros. Ella se sentía agotada, él también, gruñendo con la respiración entrecortada.

Él se quedó caído de lado un momento, exhausto de dolor, peleando por respirar, agarrándola de la camiseta mientras ella le golpeaba. Tirada de espaldas, con las manos atadas, la muchacha utilizó la única arma de que disponía: uno de los pies, que disparó al aire y fue a darle en una mano. Un fogonazo de dolor le atravesó y se le salió el guante. Ella volvió a arremeter con su poderosa pierna, y sólo por pura mala suerte él se libró de un taconazo que golpeó tan fuerte en el suelo que le habría roto los huesos si hubiera acertado.

So nicht! —gruñó enloquecido mientras le asía la garganta con su mano desnuda, apretándosela hasta que ella se retorció y gimoteó… hasta que dejó de agitarse. Tembló varias veces y luego se quedó inmóvil.

El latido de su corazón era muy débil. Esta vez no iba a arriesgarse. Recogió el guante, volvió a ponérselo y la arrastró de nuevo por el túnel hasta el poste. Volvió a atarle los pies y la amordazó con celofán nuevamente. Mientras ella volvía en sí, el hombre le recorría el cuerpo con una mano. La joven soltó al principio un grito sofocado, pero cuando él la acarició por detrás de la oreja se encogió. Su codo, su mandíbula. No había muchos otros sitios donde él quisiera tocarla…, estaba tan rolliza… y eso le disgustaba.

A pesar de todo… por debajo de la piel… Le cogió una pierna con fuerza. La mujer abrió de par en par los ojos cuando le vio sacar un cuchillo de un bolsillo. Sin dudar ni un instante le cortó la piel hasta llegar al hueso blanco amarillento. Ella gritaba a través de la mordaza, un gemido frenético, y daba puntapiés, pero él la agarró más fuerte. ¿Te gusta esto, Hanna? La muchacha sollozaba y gruñía en voz baja. Acercó su oreja a la pierna de la chica para oír el delicioso sonido de la hoja serrando adelante y atrás en el hueso. Skrisskrisskris.

Luego le cogió un brazo.

Cerró los ojos por un momento mientras ella agitaba la cabeza de forma patética, suplicando en silencio. La mirada del hombre se fijó en su antebrazo, donde de nuevo hizo un corte profundo. El cuerpo de la chica se puso completamente rígido por el dolor. Otro grito salvaje y mudo. Como un músico, él volvió a bajar la cabeza, escuchando el sonido de la hoja rasgando el cúbito. Atrás, adelante. Skrisskrisskris… Sólo un rato después se dio cuenta de que ella se había desmayado.

Por fin se retiró y volvió al coche. Colocó las siguientes pistas, sacó la escoba del maletero y barrió cuidadosamente sus pisadas. Condujo el coche por la rampa, lo aparcó, lo dejó encendido y volvió a salir, barriendo con cuidado las huellas de los neumáticos.

Se detuvo y miró hacia el túnel. La miró fijamente, sólo la miró. Repentinamente una extraña sonrisa surgió en los labios del coleccionista de huesos. Le sorprendió que la primera invitada hubiera llegado ya. Una docena de ellas, con minúsculos ojos rojos, dos docenas, tres docenas… Parecía que miraban el carnoso cuerpo de Hanna con curiosidad… y que estuvieran hambrientas, aunque esta apreciación podría ser fruto de su imaginación, que, ¡Dios santo!, era tan poderosa.