10

Algo había cambiado en la habitación, pero no podía precisar qué.

Lincoln Rhyme lo vio en los ojos de ella.

—Te echábamos de menos, Amelia —dijo, tímidamente—. ¿Ocurre algo?

Ella apartó la mirada.

—Por lo visto, nadie le ha dicho a mi nuevo comandante que no me iba a presentar al trabajo hoy. Pensé que alguien debería haberlo hecho.

—¡Ah, sí!

Ella estaba mirando a la pared, encajando las piezas poco a poco. Además de los instrumentos básicos que Mel Cooper había traído, también había un microscopio electrónico provisto de rayos X y alta definición para muestras de cristal, un microscopio de comparación, un tubo de gradiente de densidad para muestras de tierra y un centenar de jarras, tarros y botellas con productos químicos.

Y en medio de la habitación, el orgullo de Cooper: el cromatógrafo computerizado de gas y el espectrómetro de masa. Además de otro ordenador, conectado a la terminal del propio Cooper en el laboratorio de la IRD.

Sachs pasó por encima de los gruesos cables que serpenteaban escaleras abajo: los enchufes de la habitación y la corriente de la casa eran de un amperaje insuficiente. Al dar ese pequeño saltito con aire elegante Rhyme se dio cuenta de lo realmente bella que era aquella mujer. Sin duda, la más hermosa que había visto trabajando en la policía.

Durante un breve instante la encontró enormemente atractiva. La gente siempre decía que el sexo estaba en la cabeza y entonces Rhyme supo que eso era cierto. La lesión medular no había suprimido el deseo. Todavía recordaba con horror una noche seis meses después del accidente: Blaine y él lo habían intentado; al ver lo que pasaba desistieron, intentando quitarle importancia. No era un grave problema.

Pero sí había sido un grave problema. El sexo es un asunto complicado, y mucho más si se le añaden catéteres; entonces se necesita mucho aguante y humor, y, sobre todo, un fundamento más sólido que el que había entre ellos. Lo que sobre todo mató el momento, y lo mató rápidamente, fue la cara de ella: Lincoln vio en el rostro de Blaine Chapman un reflejo de su propio sufrimiento, una sonrisa tan falsa como pretendidamente valiente, fiel indicio de que lo estaba haciendo por piedad, y eso le supo como una puñalada en el corazón. Dos semanas después él pidió el divorcio. Blaine protestó un poco, pero firmó los papeles a la primera.

Sellitto y Banks habían vuelto y estaban organizando las pruebas que Sachs había recogido. Ella las miró con un interés moderado.

—La Unidad de Huellas Latentes sólo encontró otras ocho muestras parciales recientes —le explicó—, y pertenecen a los dos encargados de mantenimiento del edificio.

—¡Oh!

Él asintió con cierto entusiasmo.

—¡Sólo ocho!

—Te está haciendo un cumplido —le tradujo Thom—. Disfrútalo. Es lo máximo que obtendrás de él.

—No necesito intérpretes; gracias, Thom.

—Me alegro de haber podido ayudar… dentro de lo que cabe —replicó Amelia amablemente.

Pero ¿qué era aquello? Rhyme había esperado que entrara como una tromba en la habitación y que le hubiera arrojado las bolsas con las pruebas sobre la cama, e incluso la sierra o la bolsa de plástico con las manos cortadas de la víctima. Había estado esperando un auténtico regalo, una transformación; la gente rara vez se quita los guantes cuando pelea con un tullido. Había estado reflexionando sobre la mirada de ella cuando se encontraron la primera vez, la evidencia más clara quizás de que existía alguna afinidad entre ellos.

Pero no, ahora sabía que estaba equivocado. Amelia Sachs era exactamente igual que todos los demás: le daba una palmadita en la cabeza y buscaba la salida más próxima.

En un instante su corazón se había congelado. Cuando habló lo hizo dirigiéndose a una telaraña que había en una esquina del techo.

—Hemos estado hablando de la fecha límite para la siguiente víctima, oficial. No parece que haya una prefijada.

—Lo que pensamos —continuó Sellitto— es que, sea lo que sea que haya planeado para la siguiente, ya está en marcha. Ni él mismo debe saber cuándo será el asesinato exactamente. Lincoln pensó que quizás ha enterrado a algún pobre tonto en algún sitio sin mucho aire.

Sachs entrecerró los ojos al oír esto. Rhyme se dio cuenta: un enterrado vivo. Si se tiene que tener alguna fobia, aquella era tan válida como cualquiera.

Fueron interrumpidos por dos hombres con uniforme gris que subieron las escaleras y que entraron en la habitación como si estuvieran en su casa.

—Hemos llamado a la puerta —empezó uno.

—Hemos tocado el timbre —continuó el otro.

—Nadie contestó —dijeron al unísono.

Tenían aproximadamente cuarenta años, uno era más alto que el otro, pero ambos tenían el mismo color de pelo, rojizo. Sus sonrisas eran idénticas y antes de que lo estropearan con su acento lento y cansino propio de Brooklyn, Rhyme pensó: los chicos granjeros de Hayseed. Uno de ellos hasta tenía la nariz moteada de pecas.

—Caballeros.

Sellitto presentó a los Hardy Boys: los detectives Bedding y Saul, el equipo encargado de los trabajos accesorios. Su tarea consistía en hacer pesquisas, en entrevistar a la gente que vivía cerca de una escena del crimen en busca de pistas. Era todo un arte, que Rhyme nunca había desarrollado ni tenía ganas de aprender; estaba satisfecho con sacar a la luz los hechos y ponerlos a disposición de oficiales como aquellos dos, que, pertrechados con los datos, actuaban como detectores de mentiras vivientes, que podían acabar con las mejores coartadas de los criminales más listos. Ninguno de ellos parecía pensar que cuando menos era un poco extraño ponerse a las órdenes de un civil postrado en una cama.

Saul, el más alto de los dos, el pecoso, dijo:

—Hemos encontrado treinta y seis…

—… ocho, si cuentas una pareja de cabezas rapadas, que él no ha incluido, pero yo sí…

—… individuos. Hemos entrevistado a todos. No ha habido mucha suerte.

—La mayoría de ellos eran ciegos, sordos, amnésicos…, ya sabéis, lo habitual.

—Ninguna pista sobre el taxi. Hemos peinado el West Side. Cero, perdido por completo.

Bedding intervino:

—Pero diles las buenas noticias.

—Hemos encontrado un testigo.

—¿Un testigo? —preguntó Banks impaciente—. Fantástico.

—Veamos —fue el poco entusiasta comentario de Rhyme.

—Fue cerca de las vías del tren…

—Era un tipo que iba andado por la avenida Once, y que giró…

—De repente —añadió Bedding, el que no tenía pecas.

—… y se metió por un callejón que conducía al paso subterráneo del tren. Se quedó allí un rato…

—Mirando…

A Rhyme le decepcionó el asunto:

—No creo que sea nuestro hombre. Es demasiado listo para dejarse ver de ese modo.

—Pero… —continuó Saul, levantando un dedo y mirando a su compañero.

—Sólo había una ventana en todo el vecindario desde la que se pudiera ver ese sitio.

—Que es precisamente donde estaba nuestro testigo…

—Que Dios le bendiga…

Antes de recordar que estaba enfadado con ella, Rhyme preguntó:

—Bueno, Amelia, ¿qué te parece?

—¿Perdón? —la joven se apartó de la ventana y volvió a prestar atención.

—Puedes apuntarte un tanto —dijo Rhyme—: tú cerraste la avenida Once, no la calle Treinta y siete.

Ella no supo qué responder, pero Rhyme volvió inmediatamente a los gemelos.

—¿Descripción?

—Nuestro testigo no pudo decir mucho.

—Ya estaba en el ajo.

—Dijo que era un tío más bien pequeño. No dijo color de pelo. Raza…

—Probablemente blanca.

—¿Qué ropa llevaba? —preguntó Rhyme.

—Algo oscuro, es todo lo que supo decirnos.

—¿Y qué estaba haciendo? —preguntó Sellitto.

—Cito su frase: «Solamente estaba allí, mirando. Pensé que iba a saltar, ya sabes, al tren. Miró el reloj un par de veces».

—Y finalmente se fue. Mirando alrededor, como si no quisiera que le viesen.

¿Qué había estado haciendo?, se preguntaba Rhyme a sí mismo. ¿Mirar cómo moría la víctima? ¿O eso pasó antes de que enterrara el cuerpo? ¿Comprobaba acaso si las vías estaban despejadas?

—¿Iba andando o en coche? —preguntó Sellitto.

—A pie. Inspeccionamos todos los solares de aparcamiento…

—Y el garaje…

—… del vecindario. Pero está muy cerca del centro de convenciones, así que hay muchísimo trasiego. Tiene tantas plazas que el personal tiene que dirigir el tráfico con banderas naranjas.

—Y debido a la convención, todos los aparcamientos de las cercanías estaban llenos. Hicimos un listado de cerca de novecientas matrículas.

Sellitto sacudió la cabeza.

—Habrá que investigarlas…

—Ya está encargado —dijo Bedding.

—… pero apuesto que este tío no deja los coches en los aparcamientos —continuó el detective—, ni mucho menos saca ticket de aparcamiento.

Rhyme asintió con un gesto:

—¿Y el edificio de Pearl Street? —preguntó.

Uno de los gemelos, quizás los dos, dijo:

—Es lo siguiente en nuestra lista. Vamos a nuestro ritmo.

Rhyme observó que Sachs miraba su reloj. Dio instrucciones a Thom para que añadiese los nuevos datos al informe del caso.

—¿Quieres entrevistar al testigo? —preguntó Banks—. El de las vías del tren.

—No, no creo en los testigos —dijo Rhyme pomposamente—. Quiero volver al trabajo —echó una mirada a Mel Cooper—. Pelos, sangre, hueso y una astilla de madera. Primero el hueso —le indicó tajante.

Morgen…

La joven Monelle Gerger abrió los ojos y se incorporó lentamente en la mullida cama. En los dos años que llevaba en Greenwich Village no había conseguido acostumbrarse a madrugar.

Se desperezó estirando cada músculo de su redondo cuerpo de veintiún años; un reflejo del implacable sol de agosto cegó sus adormilados ojos.

—Mein Gott…

Había salido del club a las cinco, llegó a casa a las seis, y estuvo haciendo el amor con Brian hasta las siete…

¿Qué hora sería?

Temprano por la mañana, estaba segura.

Echó un vistazo al reloj. ¡Oh, vaya! Las cuatro y media de la tarde.

Después de todo no tan früh morgens.

¿Café o lavandería?

Normalmente a aquella hora del día solía encaminarse a Dojo para desayunar una hamburguesa vegetariana y tres tazas de café fuerte. Allí se encontraba con gente conocida, chicas de club como ella, gente de la parte baja de la ciudad.

Pero últimamente había descuidado las labores domésticas, así que se enfundó un par de camisetas anchas para ocultar su rotunda figura y unos vaqueros, se puso cinco o seis cadenas al cuello, agarró la bolsa de la lavandería y echó dentro el paquete de detergente.

Monelle descorrió los tres cerrojos de la puerta. Se echó al hombro la bolsa y bajó las escaleras de la residencia; ya en el sótano se detuvo un momento.

Irgendwas stimmt hier nicht.

Sintiéndose incómoda, Monelle echó una mirada en torno a la desierta escalera, hacia los sombríos pasillos.

Había algo distinto, ¿qué era?

¡La luz, eso era! Las bombillas del vestíbulo estaban apagadas. No… Miró de cerca y se dio cuenta de que faltaban las bombillas. ¡Qué jodidos niños, robándolo todo! Se había mudado allí, a la Casa Alemana, porque se suponía que era un paraíso para artistas y músicos alemanes, pero resultó ser uno más entre los sucios y carísimos edificios del hipervalorado East Village. La única diferencia es que podía insultar al administrador en su lengua nativa.

Siguió por la puerta del sótano hasta la sala de incineración, que estaba tan oscura que tuvo que guiarse palpando la pared para asegurarse de no tropezar con los trastos y caerse al suelo.

Empujó la puerta, salió al pasillo que daba al cuarto de la lavandería.

Un ruido de pies arrastrándose.

Se volvió rápidamente pero no vio nada, salvo sombras. Todo lo que se oía era el ruido del tráfico, los quejidos de un edificio viejo, viejo…

Avanzó en la oscuridad. Pasó junto a montones de cajas y sillas y mesas tiradas, bajo cables llenos de polvo grasiento. Monelle siguió hacia el cuarto de la lavandería. Tampoco allí había bombillas. Se sintió incómoda al recordar algo en lo que no había pensado desde hacía años. Iba andando con su padre por una estrecha calleja en las cercanías de Lange Strasse, junto al Obermain Brücke, camino del zoológico. Debía de tener cinco o seis años. Repentinamente su padre la cogió de los hombros y le señaló el puente diciéndole una cosa tan tonta como que allí debajo vivía un duende hambriento. Cuando volvían de camino a casa su padre le advirtió que debían andar deprisa. Al recordarlo sintió que una oleada de pánico le subía por la espalda hasta el nacimiento del rubio cabello.

Qué cosa tan estúpida. Duendes…

Siguió por el húmedo corredor, oyendo el ruido de un equipo eléctrico. A lo lejos se escuchaba una canción cantada por los hermanos enemistados de Oasis.

La lavandería estaba a oscuras.

¡Caramba, si no había bombillas subiría otra vez y llamaría a la puerta del señor Neischen hasta que le abriese! Ya le había dicho un montón de veces que arreglase los picaportes rotos de las puertas y que echara a los chavales que se ponían a beber cerveza en la escalinata de la entrada. También le leería la cartilla porque no hubiese bombillas.

Entró en el cuarto y le dio al interruptor.

Una brillante luz blanca. Tres grandes bombillas brillaban como soles, dejando ver una habitación vacía y sucia. Monelle dio unas zancadas hasta donde estaban las cuatro lavadoras y metió la ropa de color en una y la blanca en otra. Sacó algunas monedas, las metió en las ranuras y giró el mando.

Nada.

Monelle meneó la palanca, luego golpeó la lavadora. No hubo respuesta.

—Mierda, ¡qué edificio tan gottverdammte!

A continuación miró el cable, quizás algún idiota había desenchufado las lavadoras. Ya sabía quién había sido: Neischen tenía un hijo de doce años responsable de la mayoría de los destrozos en el edificio. Cuando el año pasado se quejó de alguna cosa el mocoso quiso darle una patada.

Cogió el cable y se agachó, buscando el enchufe por detrás de la lavadora. Entonces sintió en el cuello la respiración del hombre.

Nein!

Estaba atrapada entre la pared y la parte trasera de la lavadora. Soltó un grito al ver el pasamontañas de esquiador y la ropa oscura, luego el hombre la agarró fuerte por un brazo, como si su mano fuera la mandíbula de un animal. Se cayó al suelo, golpeándose en la cara con el cemento, mientras se tragaba un grito a punto de brotarle de la garganta.

En un instante, el hombre se puso encima de ella, sujetándole las manos contra el suelo mientras le tapaba la boca con un trozo de cinta adhesiva de color gris.

Hilfe!

Nein, bitte nicht.

Bitte nicht.

El hombre no era grande, pero sí fuerte. Le dio la vuelta fácilmente, poniéndola boca abajo, al tiempo que oía el sonido de las esposas al cerrarse en torno a las muñecas.

Luego el hombre se puso de pie. Durante un largo rato no se oyó nada salvo un gotear de agua, la respiración de Monelle y el zumbido de un motor en algún lugar del sótano.

Esperaba que él le pasara las manos por el cuerpo, que le arrancara la ropa. Le oyó andar hasta la puerta para asegurarse de que estaban solos.

¡Oh, podía hacer con ella lo que quisiera!; ella lo sabía de sobra, furiosa consigo misma. Era de las pocas inquilinas de la residencia que usaban la lavandería. La mayoría evitaban hacer allí la colada porque era un lugar desierto, próximo a las puertas traseras, lejos de cualquier posible ayuda.

El hombre volvió y le dio la vuelta poniéndola boca arriba. Susurró algo que ella no pudo entender. Luego dijo:

—Hanna.

¿Hanna? ¡Era un error! La tomaba por otra persona. Agitó la cabeza intentando hacérselo comprender.

Pero de pronto se detuvo mirándole a los ojos: a pesar del pasamontañas podía ver que algo iba mal. Él estaba alterado. Inspeccionaba su cuerpo, moviendo la cabeza; le apretó los brazos con las manos enguantadas. La cogió por los hombros, le dio un pellizco. Ella estaba aterrorizada.

Lo que ella veía en los ojos de él era decepción. La había atrapado, pero después de todo, no estaba seguro de quererla.

Él se buscó en los bolsillos y sacó la mano lentamente. El chasquido de la navaja al abrirse sonó como una descarga eléctrica, y provocó una cascada de sollozos.

Nein, nein, nein!

Entre los dientes se le escapó un silbido como viento entre los árboles. Él se echó sobre ella, dudando.

—Hanna —susurró—. ¿Qué voy a hacer?

De pronto tomó una decisión. Apartó el cuchillo y agarrándola por los pies la arrastró hasta el pasillo y la sacó por la puerta trasera, la del cerrojo roto que durante semanas ella le había pedido a Herr Neischen que arreglase.