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Ella solamente quería dormir.

El avión había aterrizado con dos horas de retraso y después tuvieron que esperar aún un buen rato para recoger las maletas. Para colmo, en la agencia de alquiler de coches se habían hecho un lío y la limusina se había ido hacía una hora, de forma que ahora estaban esperando un taxi.

Ella estaba de pie en la cola de pasajeros, abrazando el ordenador portátil contra su cuerpo delgado; a su lado, John decía algo sobre las tasas de interés y nuevos modos de reestructurar el negocio, pero ella sólo podía pensar en una cosa: «Son las diez y media de la noche del viernes; quiero ponerme el pijama y meterme en la cama».

Al mirar hacia la interminable fila de taxis amarillos, algo en el color y el parecido de unos coches con otros le hizo pensar en la imagen de los insectos y no pudo evitar un estremecimiento al recordar una escalofriante sensación de su infancia, durante un verano en las montañas, cuando su hermano y ella encontraron un tejón muerto destripado o cuando pisotearon un hormiguero de hormigas rojas y se quedaron mirando cómo se retorcía el húmedo amasijo de cuerpos y patas.

T. J. Colfax avanzó arrastrando los pies hacia un taxi que se había detenido chirriando en la parada.

El taxista abrió el maletero pero se quedó dentro del coche; ellos mismos tuvieron que cargar con el equipaje, lo que enfadó a John, que estaba acostumbrado a que la gente le sirviera. Por el contrario, Tammie Jean ni se inmutó, a veces todavía se sorprendía de tener una secretaria que le pasaba las cosas a máquina y le organizaba el trabajo, de modo que puso su maleta dentro del portaequipajes, lo cerró y subió al taxi. John subió después de ella, cerró la puerta de golpe y se restregó la cara mofletuda y la cabeza calva, como si el esfuerzo de colocar la bolsa de viaje en el maletero le hubiera dejado agotado.

—Primera parada calle Setenta y dos Este —murmuró John a través de la mampara.

—Y luego vamos al Upper West Side —añadió T. J. La mampara de plexiglás entre los asientos delantero y trasero estaba tan rayada que apenas podía ver al taxista.

El taxi arrancó y al poco rato estaban circulando por la autopista camino de Manhattan.

—Mira, por eso había tanto jaleo —dijo John señalando un cartel que daba la bienvenida a los delegados a una conferencia de paz de la ONU que empezaba el lunes. La ciudad iba a recibir a diez mil visitantes. T. J. echó una ojeada al cartel, que mostraba la imagen de negros, blancos y asiáticos todos sonrientes saludando con la mano; sin embargo algo fallaba en el diseño: las proporciones eran muy extrañas y los colores resultaban desvaídos, todas las caras estaban muy pálidas.

—¡Caray, parecen zombies! —murmuró T. J.

El taxi aceleró en la amplia autopista, que brillaba con una inquietante tonalidad amarillenta bajo la luz de las farolas. Pasaron el antiguo Navy Yard y los muelles de Brooklyn.

Por fin John dejó de hablar, sacó su calculadora Texas Instruments y empezó a hacer números. T. J. se recostó en el asiento, mirando las aceras llenas de vapor y las caras malhumoradas de la gente sentada en las escalinatas de piedra oscura que daban a la autopista; la mayoría parecían medio en coma por el calor.

También hacía calor dentro del taxi, así que T. J. buscó el botón para bajar la ventanilla, pero se sorprendió al ver que no funcionaba; lo intentó en el del lado de John, pero también estaba roto. Fue entonces cuando se dio cuenta de que faltaban los cierres de seguridad. Y también las manijas de apertura de las puertas. Nerviosa, pasó la mano buscando el pivote de la manija, pero no había nada…, era como si alguien lo hubiera cortado con una sierra para metal.

—¿Qué pasa? —preguntó John.

—Mira, las puertas…, ¿cómo se abren?

John inspeccionó una y otra puerta al tiempo que pasaban de largo junto al letrero indicador del túnel de Midtown.

—¡Eh, oiga! —exclamó John golpeando en la mampara del taxi—. Se ha equivocado de dirección, ¿adónde va usted?

—Quizá piensa ir por Queensboro —sugirió T. J. Por el puente el camino era más largo, pero se evitaba el túnel de peaje. La mujer se echó hacia delante y golpeó con el anillo en la mampara de plexiglás.

—¿Va usted a coger el puente?

El taxista no les hizo ningún caso.

—¡Eh, oiga!

Un instante después pasaron de largo rápidamente por el desvío de Queensboro.

—¡Coño! —gritó John—, ¿adónde nos lleva? Harlem; apuesto que nos está llevando a Harlem.

T. J. miró por la ventanilla, un coche circulaba lentamente en paralelo al taxi. La joven golpeó con fuerza en la ventana, mientras gritaba:

—¡Socorro!… ¡Por favor!…

El conductor del coche la miró, volvió a mirarla otra vez frunciendo el ceño, redujo la marcha y se colocó detrás de ellos, pero de un brusco volantazo el taxi enfiló por la rampa de salida de Queens, torció en una callejuela y se metió a toda velocidad en una zona industrial; debían de ir a más de cien kilómetros por hora.

—¿Qué está usted haciendo? —gritó T. J. golpeando en la mampara—. ¡Frene! ¿Dónde estamos?

—¡Oh, Dios mío, no! —musitó John—. ¡Mira!

El taxista se había puesto un pasamontañas.

—¿Qué es lo que quiere? —gritó T. J.

—¿Dinero?, le daremos dinero.

Pero el silencio siguió siendo la única respuesta desde la parte delantera del taxi.

T. J. abrió de un tirón la funda y sacó el ordenador portátil, se apoyó en el asiento y estrelló uno de los cantos de la máquina contra la ventanilla. El cristal aguantó el impacto, aunque el ruido del golpe pareció darle un susto de muerte al taxista. El taxi se desvió bruscamente y casi chocó contra la pared de ladrillo del edificio que estaban rebasando a toda velocidad.

—¿Dinero? ¿Cuánto dinero quiere? ¡Puedo darle mucho dinero! —balbuceó John mientras le chorreaban las lágrimas por sus gruesas mejillas.

T. J. volvió a golpear la ventanilla con el ordenador, cuya pantalla se partió por la fuerza del impacto, pero el cristal seguía intacto. Lo intentó una vez más, pero la carcasa se hizo añicos y se le cayó de las manos.

—Joder, mierda!…

John y T. J. se vinieron hacia delante violentamente cuando, de pronto, el taxi se detuvo con un brusco frenazo en un sucio y sombrío callejón sin salida.

El taxista salió del coche pistola en mano.

—No, por favor, no —imploró ella.

El taxista se dirigió a la parte posterior del taxi y se apoyó en una ventanilla mirando a través del grasiento cristal. Allí se quedó un buen rato, mientras T. J. y John se echaban hacia atrás, pegados a la puerta del lado opuesto, apretujando sus cuerpos sudorosos el uno contra el otro.

El conductor formó una pantalla poniendo las manos a los lados de la cara para evitar el deslumbramiento de las luces de la calle y les miró de cerca.

De repente una traca resonó por el aire, T. J. se encogió de puro miedo y John emitió un breve chillido.

A lo lejos, detrás del taxista, el cielo se cubrió de ardientes líneas azules y rojas; luego hubo más estallidos y silbidos, el hombre se dio la vuelta y se quedó mirando hacia arriba, hacia la enorme araña anaranjada que se desplegaba sobre la ciudad.

Fuegos artificiales; T. J. recordó haber leído en el Times que eran un regalo del alcalde y del Secretario General de la ONU a los delegados que acudían a la conferencia, como bienvenida a la mayor ciudad del mundo.

El taxista regresó al coche. Con un golpe seco tiró de la manija y abrió la puerta lentamente.

Como de costumbre, la llamada fue anónima, así que no hubo forma de comprobar a qué solar se refería el denunciante. Desde la Central el mensaje que pasaron por radio había sido: «Él dijo calle Treinta y siete cerca de la Once. Eso es todo».

Las señas de los informantes para conducir a la policía a la escena del crimen no suelen ser precisamente tan exactas como las que se dan a la Triple A[1] en caso de accidente.

Ya sudorosa aunque sólo eran las nueve de la mañana, Amelia Sachs se abrió paso a través de una alta mata de hierbas. Caminaba haciendo una ese a lo largo de lo que los especialistas de la Unidad de Escena del Crimen llamaban «franja de búsqueda». No había nada. Agachó la cabeza hacia el micrófono que llevaba prendido en la camisa de su uniforme azul marino.

—Agente 5885 a Central. No consigo encontrar nada. ¿Tenéis algún otro dato?

Entre chasquidos de electricidad estática su interlocutor contestó:

—Nada más sobre ese lugar, 5885, salvo una cosa… el informante nos dijo que esperaba que la víctima estuviera muerta. Corto.

—Repítelo, Central.

—El informante dijo que esperaba que la víctima estuviera muerta… por su bien. Corto.

—Corto.

¿Que esperaba que la víctima estuviera muerta?

Sachs saltó con dificultad por encima de una vieja cadena y entró en otro solar vacío. Lo que quería era marcharse; hacer una llamada 10-90, denuncia sin fundamentos, y volver al Deuce, donde hacía su ronda habitualmente. Le dolían las rodillas y estaba muerta de calor. Le apetecía llegar a la zona de Port Authority, charlar con los muchachos y tomarse una gran lata de té helado Arizona. Después, a las 11:30, un par de horas más tarde, tenía que limpiar a fondo su taquilla en el Midtown South e ir al centro de la ciudad para su sesión de entrenamiento.

Pero no lograba olvidarse de la llamada; seguía andando por la tórrida acera, por el espacio vacío entre dos bloques de pisos, atravesando otro solar lleno de vegetación. Con el dedo índice se levantó la gorra de plato del uniforme que le cubría la abundante mata de cabello pelirrojo, se rascó compulsivamente la cabeza, escarbó debajo de la gorra y se volvió a rascar con más ímpetu. El sudor le caía por la frente haciéndole cosquillas, se rascó también las cejas. Mientras tanto pensaba: «Mis dos últimas horas en la calle, podré soportarlo». Conforme Sachs se adentraba más en la maleza empezó a atenazarla el primer mal presentimiento de la mañana.

«Alguien me está mirando».

El viento caliente hacía crujir las secas hierbas mientras los coches y los camiones atravesaban ruidosamente el túnel Lincoln. Pensó algo que a menudo se les ocurría a los agentes de la patrulla: «Esta ciudad es tan condenadamente ruidosa que cualquiera podría venir por detrás de mí con un cuchillo y no me daría ni cuenta».

O apuntarla con una pistola por la espalda…

Se dio media vuelta rápidamente.

No había nadie, salvo hojas, máquinas herrumbrosas y basura.

Retrocedió unos metros y trepó a un montón de piedras; Amelia Sachs, una muchacha de treinta y un años —«y ni uno menos», como diría su madre—, estaba acribillada por la artritis, heredada de su abuelo, al igual que de su madre había recibido un esbelto talle y de su padre su atractivo y la profesión (el pelo rojo no se lo debía a nadie). Tuvo otra sacudida de dolor al atravesar una tupida cortina de arbustos, aunque por fortuna se paró a un paso de una invisible pendiente de ocho metros de altura.

Por debajo de ella había un oscuro barranco profundamente recortado en el lecho rocoso del West Side, a lo largo del que discurrían los raíles del tren con destino al norte.

Guiñó los ojos mientras miraba al fondo del barranco, no lejos de las vías del tren.

¿Qué era aquello?

Parecía un círculo de tierra removida con una pequeña rama de árbol asomando en el centro.

¡Oh, Dios mío…!

Se estremeció sólo con verlo, notó que le daban náuseas y que la piel le ardía como una llamarada. Sólo con un enorme esfuerzo consiguió detener a la parte de sí misma que quería darse media vuelta y hacer como que no había visto aquello.

El informante esperaba que la víctima estuviera muerta… por su bien.

Corrió hacia una escalera de hierro que bajaba desde la acera hasta los raíles. Llegó hasta el pasamanos pero se detuvo a tiempo, ¡mierda!, el culpable podría haber escapado por allí y si ella tocaba la escalera borraría cualquier huella que hubiera podido dejar. ¡Vale, lo haría por la parte más difícil! Respiró profundamente para aliviar el dolor de las articulaciones y empezó a descender por la pared rocosa deslizando los zapatos, que había pulido como dos espejos para el primer día de su nuevo destino, en las grietas de la piedra. En el último metro pegó un salto hasta los raíles y corrió hacia la tumba.

—Joder, Dios…!

Lo que se veía por encima de la tierra no era una rama; era una mano. Habían enterrado el cuerpo en posición vertical amontonando la tierra hasta el antebrazo, de forma que la mano asomaba desde la muñeca. Miró el dedo anular; habían rebanado la carne y puesto en su lugar, sobre el hueso sanguinolento y descarnado, un anillo de mujer con un diamante engarzado.

Sachs se puso de rodillas y empezó a escarbar.

Conforme apartaba la tierra con las manos al modo de un perro, se dio cuenta de que los dedos sin cortar estaban torcidos, contraídos más allá de lo que normalmente podían doblarse, lo que le hizo pensar que la víctima estaba viva cuando le arrojaron la última paletada de tierra sobre la cara. Y quizás todavía seguía viva.

Sachs escarbó con furia en la tierra ligeramente aplastada, cortándose una mano con un trozo de lata; su sangre oscura se mezcló con la tierra aún más oscura. Entonces llegó al pelo y a la frente, de aspecto gris azulado, cianótica por la falta de oxígeno. Siguió escarbando hasta que pudo ver los ojos apagados y la boca, torcida en una horrible mueca de sonrisa que la víctima había esbozado en los últimos segundos antes de que le cubriera la marea de tierra negra.

A pesar del anillo no era una mujer. Era un hombre rechoncho entrado en la cincuentena. Tan muerto como la tierra que le cubría.

Mientras se alejaba no podía dejar de mirarle y casi tropezó con las vías del tren. Durante un minuto no pudo pensar en nada, salvo en cómo habría sido morir de esa forma. Luego se dijo: «Vamos, chica, has encontrado la escena del crimen y eres un oficial de primera; ya sabes lo que tienes que hacer». ADAPT.

La primera A significa Arrestar al presunto culpable.

La D, Detectar pruebas materiales y pistas.

La segunda A, Atención a la escena del crimen.

La P es…

¿Qué demonios era la P?

Inclinó la cabeza hasta el micrófono.

—Patrullera 5885 a Central. Adelante. He encontrado un 10-29 junto a las vías del tren en la Treinta y ocho con la Once. Homicidio. Necesito detectives, una CSU[2], un autobús y un médico. Cierro.

—Roger a 5885. ¿Culpable arrestado?

—Culpable no hallado.

—Cinco, ocho, ocho, cinco, cierro.

Sachs miró el dedo descarnado hasta el hueso, miró el absurdo anillo, miró los ojos, miró la sonrisa…, aquella terrible mueca. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Amelia Sachs había nadado entre serpientes en los ríos de los campamentos de verano y había alardeado de ser capaz de lanzarse desde un puente de treinta metros. Pero sólo pensar en estar encerrada, en sentirse atrapada, inmóvil…, la simple idea le producía un ataque de angustia tan violento como una descarga eléctrica. Debido a ello Sachs siempre caminaba muy deprisa y conducía el coche a la velocidad de la luz.

Cuando te mueves no pueden cogerte…

Oyó un ruido y levantó la cabeza.

Un ruido sordo e intenso resonó más fuerte.

Trozos de papel revoloteaban a lo largo de las vías del tren. Derviches cubiertos de polvo que se arremolinaban a su alrededor como fantasmas encolerizados.

Luego un débil gemido…

La agente de patrulla Amelia Sachs, de metro sesenta y nueve de estatura, se vio a sí misma frente a una locomotora Amtrak de treinta toneladas; la masa de acero roja, blanca y azul se aproximaba con decisión a unos veinte kilómetros por hora.

—¡Deténgase! —gritó Amelia.

El maquinista hizo caso omiso.

Sachs corrió hacia las vías y se plantó en medio de los raíles agitando los brazos abiertos haciendo señales para que parase. La locomotora chirrió al detenerse. El maquinista sacó la cabeza por la ventanilla.

—No puede pasar de aquí —le dijo la mujer.

El maquinista preguntó qué significaba aquello. Amelia pensó que el hombre tenía un aspecto siniestramente juvenil para estar conduciendo un tren tan grande.

—Ha habido un crimen. Por favor, detenga el motor.

—Señorita, no veo ningún crimen.

Pero Sachs ya no le escuchaba, estaba mirando hacia arriba, a un hueco en la barandilla del viaducto del tren en el lado oeste, cerca de la avenida Once.

Aquel era un camino posible para llevar el cuerpo hasta allí sin ser visto: aparcar en la Once y arrastrar el cuerpo por la estrecha callejuela hasta el risco. En cambio, en la Treinta y siete, la calle transversal, podría haber sido visto desde docenas de ventanas de los apartamentos.

—El tren, limítese a dejarlo parado aquí.

—No puedo quedarme aquí.

—Por favor, pare el motor.

—No podemos parar los motores de un tren así como así; están en marcha todo el tiempo.

—Y llame al revisor o a quien sea; hay que detener también los trenes en dirección sur.

—No podemos hacer eso.

—Ya he anotado el número de su vehículo.

—¿Vehículo?

—Le aconsejo que haga lo que le digo inmediatamente —le conminó Sachs en tono violento.

—¿Qué es lo que va a hacer, señorita? ¡¿Ponerme una multa?!

Pero Amelia Sachs ya había remontado de nuevo el muro de piedra, con sus pobres articulaciones crujiendo y los labios llenos de polvo de piedra caliza, de arcilla y de su propio sudor. Corrió hasta la calleja que había visto desde las vías y se dio media vuelta para estudiar la avenida Once y, al otro lado, el Javits Center. El vestíbulo bullía de gente, espectadores y prensa. Una enorme pancarta anunciaba ¡Bienvenidos, delegados de la ONU! Pero por la mañana, más temprano, el asesino podría haber encontrado fácilmente un sitio para aparcar cerca y llevar el cuerpo hasta las vías sin ser visto. Sachs se dirigió dando zancadas a la Once, inspeccionando de paso la avenida de seis carriles, que estaba atestada de tráfico.

«Vamos allá».

Se sumergió en el maremágnum de coches y camiones y detuvo la circulación en dirección norte. Varios conductores intentaron seguir adelante y Sachs hubo de poner un par de multas y acabar arrastrando cubos de basura al centro de la calle a modo de barricada para asegurarse de que los conductores obedecían sus indicaciones.

Sachs acababa de recordar la última regla ADAPT: P significaba proteger la escena del crimen.

El estruendo de las bocinas comenzó a llenar el brumoso cielo matutino, aderezado con los gritos cada vez más airados de los conductores. Al poco rato, al cacofónico concierto se unieron las sirenas de los primeros vehículos de emergencia que ya estaban llegando.

Cuarenta minutos después el lugar bullía con multitud de agentes e investigadores, docenas de ellos, muchos más de los que habían sido abatidos en la mismísima Hell's Kitchen[3]; y era precisamente el tétrico descubrimiento de la agente Sachs lo que había congregado tanta atención. Amelia supo por otro poli que se trataba de un caso caliente, muy tentador para los medios de comunicación: la víctima era uno de los dos pasajeros que habían llegado al aeropuerto JFK la noche anterior, donde cogieron un taxi que les llevó a la ciudad. Nunca llegaron a sus casas.

—Ya están aquí los de la CNN —le cuchicheó otro compañero, de modo que Amelia Sachs no se sorprendió al ver al rubio Vince Peretti, jefe de la División Central de Investigación y Recursos, que integraba la Unidad de Escena del Crimen, trepar por el terraplén del ferrocarril y detenerse un momento para cepillarse el polvo de su traje de mil dólares.

No obstante, le sorprendió que él se fijara en ella y le dirigiera un gesto, una sonrisa apenas perceptible en su rostro bien afeitado. A Sachs se le ocurrió que iba a recibir incluso unas palabras de gratitud por haber realizado de forma tan competente el primer examen de la escena del crimen. Incluso puede que le dedicara un elogio. Su última hora del último día de patrulla acabaría envuelta en un halo de gloria…

Él la miró de arriba abajo.

—Señorita patrullera, supongo, y creo que es una suposición correcta, que no es usted precisamente una novata.

—¿Cómo dice, señor?

—Que no es usted una novata, ¿verdad?

No, no lo era, al menos técnicamente hablando, aunque sólo tenía a sus espaldas tres años de servicio, bastantes menos que la mayoría de los demás oficiales de patrulla de su edad que llevaban ya nueve o diez en las calles. Sachs había estado ocupada en otras cosas unos cuantos años antes de entrar en la academia de policía.

—No entiendo cuál es la pregunta, señor.

—¿Es usted oficial de primera? —exclamó Peretti exasperado, y sin asomo de sonrisa en su rostro.

—Sí, señor.

—Entonces, ¿por qué cerró usted el tráfico en la avenida Once? ¿En qué estaba pensando?

Ella miró a lo largo de la amplia calle, que todavía estaba bloqueada con la barricada de cubos de basura. Aunque se había acostumbrado al estruendo de los cláxones, la verdad es que el ruido resultaba verdaderamente insoportable, y la fila de coches se extendía varios kilómetros.

—Señor, la tarea de un oficial de primera es arrestar al culpable, detectar pistas, prestar atención a la escena…

—Conozco las reglas ADAPT, oficial. ¿Cerró usted la calle para detectar pistas en la escena del crimen?

—Sí, señor. No pensé que el culpable hubiera aparcado en la calle transversal; se le habría visto demasiado fácilmente desde esos apartamentos, aquéllos de allí —señaló—. La avenida Once me pareció mejor elección.

—Bueno, pues fue una muy mala elección. No había ninguna huella de pisadas a este lado de las vías pero sí dos yendo a la escalera que sube hasta la calle Treinta y siete.

—También cerré la Treinta y siete.

—Tal como yo lo veo, esa era la única calle que debía cortarse al tráfico. ¿Y el tren? —preguntó su jefe—. ¿Por qué detuvo el tren?

—Bueno, señor, pensé que un tren en marcha hacia la escena del crimen alteraría las pruebas… o algo así…

—¿O algo así…, oficial?

—No me he explicado bien, señor…, quiero decir que…

—¿Y qué me dice del aeropuerto Newark?

—Sí, señor. —Miró a su alrededor en busca de ayuda. Aunque había algunos oficiales cerca, estaban desentendiéndose ostensiblemente de la discusión.

—¿Qué me dice concretamente de Newark?; ¿por qué no cerró también esa ruta? ¿Por qué conformarse con la avenida Once?

La estaba machacando. Amelia no pudo evitar que le temblaran los labios, tan parecidos a los de Julia Roberts, pero consiguió dominarse y responder con todo el sentido común que fue capaz de reunir.

—Señor, en mi opinión, parecía probable que…

—La autopista de Nueva York también habría sido una buena elección. Y el Jersey Pike y la autopista I-70 de Long Island, todo el camino hasta San Luis. También esas son posibles vías de huida.

La joven agachó la cabeza ligeramente y miró detrás de Peretti. Ambos tenían exactamente la misma estatura aunque los tacones de él eran más altos.

—He recibido llamadas del comisario —continuó el hombre—, del jefe de Port Authority, de la oficina del Secretario General de la ONU, del responsable de seguridad de la confe… —hizo un gesto con la cabeza señalando hacia el Javits Center—. Nos hemos cargado el calendario del acto, el discurso de un senador de los EE. UU. y todo el tráfico del West Side al completo. Las vías del tren estaban a quince metros de la víctima y la calle que usted cerró estaba a sesenta metros de distancia y nueve de desnivel. Lo que le quiero decir es que ni el huracán Eva hubiera jodido de esta forma el Corredor Nordeste de Amtrak.

—Yo sólo pensé que…

Peretti sonrió. Sachs era una hermosa mujer. De hecho, una de las cosas que había retrasado su ingreso en la academia de policía había sido su trabajo como modelo en la Agencia Chantelle, de la avenida Madison. Por esa única razón, el policía decidió perdonarla.

—Patrullera Sachs —dijo él mirando el nombre de la placa en el pecho, castamente aplanado bajo el uniforme—, le daré una lección práctica: la escena del crimen plantea un equilibrio; lo ideal sería que, cada vez que se cometiera un homicidio pudiéramos acordonar toda la ciudad y detener a unos tres millones de personas, pero no podemos hacer eso…, se lo digo en tono constructivo, para su aprendizaje.

—Disculpe, señor —dijo ella bruscamente—, me van a trasladar fuera de la patrulla, de hecho a las doce del mediodía de hoy.

Él asintió, sonriendo alegremente.

—En ese caso, ya está todo dicho. Pero a efectos de expediente, debe constar que fue decisión suya detener el tren y cerrar la calle.

—Sí, señor, así fue —replicó Amelia serenamente—. No cabe ninguna duda.

Él lo anotó detalladamente en una agenda negra.

—¡Ah! Por favor, antes de irse, retire esos cubos de basura. Dirigirá usted el tráfico hasta que la calle quede otra vez despejada. ¿Me ha entendido?

Sin decir una palabra, sin molestarse en mirarle siquiera, la agente se dirigió a la avenida Once y empezó a recoger lentamente los cubos de basura. Cada conductor que pasaba a su lado la miraba frunciendo el ceño o murmuraba alguna cosa. Sachs echó un vistazo a su reloj de pulsera.

Una hora para marcharse.

«Podré soportarlo».