Un viernes por la tarde un grupo salimos pronto de la oficina, y vamos a Harry’s. El grupo consiste en Tim Price, Craig McDermott, yo mismo y Preston Goodrich, que en la actualidad sale con una tía buena total que se llama, creo, Plum —sin apellido, sólo Plum, una actriz y modelo, que tengo la sensación de que todos pensamos que es bastante moderna—. Discutimos sobre dónde reservar mesa para cenar: Flamingo East, Oyster Bar, 220, Counterlife, Michael’s, SpagoEast, Le Cirque. También está Robert Farrell, con el Lotus Quotrek, un aparato portátil que da los valores de bolsa, delante de él encima de la mesa, y pulsa botones mientras se encienden las últimas cotizaciones. ¿Qué llevan puesto? McDermott lleva una chaqueta sport de cachemira, pantalones de lana, una corbata de seda Hermès. Farrell lleva un chaleco de cachemira, zapatos de cuero, pantalones de sarga Garrick Anderson. Yo llevo un traje de lana de Armani, zapatos de Allen Edmonds, pañuelo de bolsillo de Brooks Brothers. Otro lleva un traje hecho a medida por Anderson and Sheppard. Uno que se parece a Todd Lauder, y de hecho otros muchos, saludan alzando el pulgar desde el otro lado de la sala, etc., etc.
Me asaltan con las preguntas de costumbre, entre ellas: ¿Las normas para llevar pañuelo de bolsillo son las mismas cuando se lleva una chaqueta de esmoquin blanca? ¿Hay alguna diferencia entre los zapatos de yate y los náuticos? Mi futón ya está muy aplastado y es incómodo dormir en él, ¿qué puedo hacer? ¿Cómo se puede enterar uno de la calidad de los discos compactos antes de comprarlos? ¿Qué nudo de corbata es menos abultado que el Windsor? ¿Cómo se puede mantener la elasticidad de un jersey? ¿Hay que dar propina cuando se compra un abrigo? Yo estoy pensando, claro está, en otras cosas, haciéndome mis propias preguntas: ¿Soy un yonki del ejercicio físico? ¿Hombre frente a conformismo? ¿Podría conseguir salir con Cindy Crawford? ¿Significa algo ser Libra, y si sí, se puede demostrar? Hoy estaba obsesionado con la idea de mandar por fax la sangre que saqué de la vagina de Sarah y enviarla a la oficina de la división de fusiones de empresa de Chase Manhattan donde trabajaba, y no lo he hecho porque esta mañana he hecho un collar con las vértebras de algunas de las chicas y me apetecía quedarme en casa y ponérmelo en el cuello mientras me masturbaba en la bañera de mármol blanco del cuarto de baño, al tiempo que gruñía y mugía como una especie de animal. Luego he visto una película sobre cinco lesbianas y diez vibradores. Grupo favorito: Talking Heads. Bebida: el J&B o Absolut con hielo. Programa de televisión: A última hora con David Letterman. Refresco: Diet Pepsi. Agua: Evian. Deporte: béisbol.
La conversación sigue desarrollándose por su propia cuenta, no tiene estructura auténtica ni hay asuntos concretos ni una lógica interna ni sentimiento; a no ser, claro, uno oculto, como de conspiradores. Sólo hay palabras, y como en una película, pero una que haya sido transcrita incorrectamente, la mayoría de ellas se superponen unas a otras. Me está costando mucho esfuerzo o algo así prestar atención porque mi cajero automático ha empezado a hablarme, y de hecho a veces deja mensajes muy raros en la pantallita, en letras verdes, como: «Monta una escena espantosa en Sotheby’s» o «Mata al Presidente» o «Da de comer al gato que se me ha extraviado», y casi pierdo la razón por culpa del banco del parque que me siguió durante seis manzanas de casas el lunes pasado por la tarde y que también me hablaba. Desintegración —me estoy tomando las cosas con calma—. Sin embargo, la única pregunta que consigo formular, contribuyendo con ella a la conversación, es de preocupación:
—Yo no voy a ir a ninguna parte si no tenemos mesa reservada, conque, ¿tenemos mesa reservada en algún sitio, o no?
Me fijo en que todos tomamos cerveza seca. ¿Soy el único que se da cuenta de esto? También llevo gafas de imitación de concha de tortuga que no están graduadas.
En la pantalla del televisor de Harry’s ponen el programa de Patty Winters —que supera a Geraldo Rivera, Phil Donahue y Oprah Winfrey— y que ahora es por la tarde. Hoy trata de si el éxito económico iguala a la felicidad. La respuesta, en Harry’s esta tarde, es un clamoroso grito de:
—Sin la menor duda —seguido de muchos silbidos, mientras todos brindan unos con otros de modo amistoso.
Ahora en la pantalla hay escenas de la toma de posesión del presidente Bush a principios de este año, luego del discurso del presidente saliente, Reagan, mientras Patty hace un comentario difícil de oír. Pronto se inicia un aburrido debate sobre si el Presidente miente o no, aunque no podemos, no queremos, oír lo que dicen. El primero y único que se queja de verdad es Price que, aunque creo que lo que le molesta es otra cosa, aprovecha esta oportunidad para airear su frustración. Con una expresión de estupefacción, totalmente inapropiada, pregunta:
—¿Cómo puede mentir así? ¿Cómo puede soltar esa mierda?
—Por Dios —me quejo yo—. ¿Qué mierda? Vamos a ver, ¿dónde tenemos mesa reservada? Quiero decir que no tengo hambre de verdad, pero me gustaría que reservarais mesa en algún sitio. ¿Qué tal el 220? —Luego se me ocurre—: McDermott, ¿cuántas estrellas le dan en la última Zagat?
—Sin comentarios —se queja Farrell, antes de que pueda responder Craig—: La coca que me pasaron allí la última vez estaba cortada con tanto laxante que de hecho tuve que cagar en el M.K.
—Claro, se te lleva la vida y luego uno muere.
—El peor momento de la noche —murmura Farrell.
—¿No fuiste con Kyria la última vez que estuviste allí? —pregunta Goodrich—. ¿No fue eso lo peor de la noche?
—Me cogió sin el contestador conectado. ¿Qué podía hacer? —Farrell se encoge de hombros—. Mis disculpas.
—Le cogió sin el contestador conectado. —McDermott me da un codazo, dudándolo…
—Cállate, McDermott —dice Farrell, dando un tirón a los tirantes de Craig—. Sale con una pordiosera.
—Te olvidas de algo, Farrell —interviene Preston—, McDermott también es un pordiosero.
—¿Cómo está Courtney? —pregunta Farrell a Craig, riéndose maliciosamente.
—Limítate a decir que no —dice alguien, riendo.
Price aparta la vista de la pantalla del televisor, luego de Craig, y trata de disimular su desagrado diciéndome, mientras hace señas con la mano hacia el televisor:
—No lo creo. Parece tan… normal. Parece tan… lejos de eso. Tan… poco peligroso.
—Peligroso, peligroso —dice alguien—. Atravesado, atravesado.
—Es totalmente inofensivo, carapijo. Era totalmente inofensivo. Lo mismo que tú eres totalmente inofensivo. Pero él hizo todas esas cagadas y tú no conseguiste que nos dejaran entrar en el 150. —McDermott se encoge de hombros.
—No entiendo cómo alguien, quien sea, puede aparecer así, implicado en tanta mierda —dice Price, ignorando a Craig y apartando la mirada de Farrell. Saca un puro y lo examina con tristeza. Para mí que todavía hay una especie de mancha en la frente de Price.
—¿Porque Nancy estaba detrás de él? —opina Farrell, alzando la vista del Quotrek—. ¿Porque Nancy lo hizo todo?
—¿Cómo puedes mostrarte tan jodidamente, no sé, indiferente sobre algo así? —Price, al que le ha pasado algo raro de verdad, suena a auténticamente perplejo. Corren rumores de que estuvo en rehabilitación.
—Hay gente que nace indiferente, supongo. —Farrell sonríe, encogiéndose de hombros.
Me río ante esta respuesta, pues Farrell evidentemente es de lo menos indiferente, y Price me lanza una mirada de reproche y dice:
—Y tú, Bateman…, ¿cómo puedes ser tan absurdo al respecto?
Yo también me encojo de hombros.
—Sólo soy un tipo feliz que hace camping. —Y añado, recordando, citando a mi hermano—: Rocking and a rolling.
—Sé todo lo que puedas ser —añade alguien.
—Amigos. —Price no quiere dejar morir el asunto—. Mirad —empieza, tratando de realizar una valoración racional de la situación—. Se presenta como un vejete inofensivo. Pero por dentro… —Se interrumpe. Mi interés aumenta levemente—. Pero por dentro… —Price no puede terminar la frase, no es capaz de añadir las dos palabras que necesita: no importa. Me siento alegre y al tiempo decepcionado por ello.
—¿Por dentro? ¿De verdad que por dentro? —pregunta Craig, aburrido—. Me creas o no, la verdad es que te estaba escuchando. Sigue.
—Bateman —dice Price, ablandándose un poco—. Sigue tú. ¿Qué opinas tú?
Levanto la vista, sonrío, no digo nada. En alguna parte —¿el televisor?— suena el himno nacional. ¿Por qué? No lo sé. Antes de un anuncio, a lo mejor. Mañana, en el programa de Patty Winters: «Los porteros de Nell’s. ¿Dónde están ahora?». Suspiro, me encojo de hombros, cualquier cosa.
—Una buena respuesta, desde luego —dice Price, luego añade—: Eres idiota.
—Es la información más valiosa que he oído desde que… —miro mi nuevo Rolex de oro, que compré con el dinero del seguro—, desde que McDermott ha sugerido que tomáramos todos cerveza seca. Y yo quiero un whisky escocés.
McDermott alza la vista con una sonrisa burlona, y suelta:
—Amigo. Tiene el cuello largo. Magnífico.
—Y es muy civilizado —se muestra de acuerdo Goodrich.
Un inglés superelegante, Nigel Morrison, se detiene junto a nuestra mesa, y lleva una flor en la solapa de su chaqueta Paul Smith. Pero no se puede quedar mucho pues está citado con otros amigos ingleses, Ian y Lucy, en Delmonico’s. A los pocos segundos se aleja. Oigo que alguien dice burlonamente:
—Nigel. Un animal de pâté.
Otro:
—¿Sabíais que los hombres de las cavernas tomaban más fibras que nosotros?
—¿Quién se encarga de la cuenta de Fisher?
—Que le den por el culo. ¿Cómo es la nueva obra de teatro de Shepard? ¿La cuenta de Shepard?
—¿No es Monrowe, ése? Qué consumido está.
—Mira, hermano…
—Por el amor de Dios…
—… pobre y desagradable…
—¿Y a mí qué me importa?
—¿La obra de Shepard o la cuenta de Shepard?
—Ricos con estéreos baratos.
—No, las chicas que aguantan el alcohol.
—… pesos ligeros totales…
—¿Quieres fuego? Bonitas cerillas.
—¿Y a mí qué me importa?
—… claro claro claro claro claro…
Creo que soy el que dice:
—Tengo que devolver unos vídeos.
Alguien ha sacado ya un teléfono celular Minolta y pide un taxi, y luego, cuando no estoy escuchando de verdad, sino mirando a alguien que se parece muchísimo a Marcus Halberstam y paga la cuenta, alguien pregunta, sin más, sin relación con nada:
—¿Por qué?
Y aunque estoy muy orgulloso de tener la sangre fría y conservar la calma y de hacer lo que se espera que haga, capto algo, luego me doy cuenta de que es: ¿Por qué?, y respondo automáticamente, sin venir a cuento, por ningún motivo, y sólo limitándome a abrir la boca y a dejar que las palabras salgan de ella, resumiéndoselo a esos idiotas:
—Bien, aunque sé que debería haberlo hecho en lugar de no hacerlo, tengo veintisiete años, por el amor de Dios, y así es, bueno, como se presenta la propia vida en un bar o en un club de Nueva York, y puede que de cualquier parte, y a finales de este siglo, y como se comporta la gente, ya sabéis, yo, y el ser Patrick para mí representa, supongo, que, bueno, claro, bueno… —Y a esto le sigue un suspiro, luego un leve encogimiento de hombros y otro suspiro, y encima de una de las puertas tapadas por cortinas de terciopelo rojo de Harry’s hay un cartel, y en el cartel, con letras que hacen juego con el color de las cortinas están las palabras «ESTO NO ES UNA SALIDA».