Otra accidentada escena que pasa por mi vida sucede un miércoles, aparentemente por culpa de alguien, aunque no puedo estar seguro de quién. Me encuentro en pleno atasco, metido en un taxi que se dirige del centro a Wall Street, después de un copioso desayuno en el Regency con Peter Russell, que era mi camello antes de tener un trabajo de verdad, y Eddie Lambert. Russell llevaba un abrigo sport de lana con dos botones de Redaelli, una camisa de algodón de Hackert, una corbata de seda de Richel, pantalones de lana con pinzas de Krizia Uomo y zapatos de cuero Cole-Haan. El programa de Patty Winters de esta mañana era sobre niñas que estudian cuarto de primaria y comercian con el sexo para conseguir crack, y casi he cancelado mi cita con Lambert y Russell para verlo entero. Russell ha pedido en mi lugar mientras yo estaba en el vestíbulo hablando por teléfono. Por desgracia era un desayuno alto en grasas, alto en sodio, y antes de que haya podido comprender lo que estaba pasando, habían dejado en la mesa platos de tortitas a las finas hierbas con jamón en salsa de Madeira, salchichas a la parrilla y pastel de crema de café amargo, y he tenido que pedirle al camarero que me trajera una cafetera de descafeinado, un plato con trocitos de mango con arándanos y una botella de Evian. A la primera luz de la mañana que penetraba a través de las ventanas del Regency, he observado cómo nuestro camarero cortaba con elegancia unas trufas negras encima de los huevos humeantes de Lambert. Superado, me he rendido y he pedido que también pusiera trufas encima de mis trocitos de mango. No han pasado muchas cosas durante el desayuno. He tenido que hacer otra llamada telefónica, y cuando he vuelto a nuestra mesa, me he fijado que faltaba uno de los trozos de mango, pero no he acusado a nadie. Tenía otras cosas en la cabeza: cómo contribuir a la enseñanza norteamericana; la pérdida de confianza; una nueva era de posibilidades, y sacar las entradas para ver a Sting en La ópera de los cuatro cuartos, que acababa de estrenarse en Manhattan; cómo ganar más y recordar menos…
En el taxi llevo puesto un abrigo cruzado de cachemira y lana para Studio 000.1 de Ferré, un traje de lana con pantalones con pinzas para DeRigueur de Schoeneman, una corbata de seda de Givenchy Gentleman, calcetines de Interwoven, zapatos de Armani, leo el Wall Street Joumal con mis gafas de sol Ray-Ban puestas y escucho en el walkman una cinta en la que toca Bix Beiderbecke. Dejo el Joumal, cojo el Post, sólo para mirar Page Six. En el semáforo de la Séptima con la Treinta y cuatro, en el taxi parado al lado del nuestro va, creo, Kevin Gladwin, que lleva un traje de Ralph Lauren. Me bajo las gafas de sol. Kevin alza la vista del último número de la revista Money y me sorprende mirándole con curiosidad antes de que su taxi se pierda entre el tráfico. El taxi en el que yo voy de repente deja atrás el atasco y dobla hacia la derecha por la Veintisiete, tomando la West Side Highway, camino de Wall Street. Dejo el periódico, me concentro en la música y el tiempo que hace, que es irracionalmente frío, y empiezo a notar el modo en que mira el taxista por el retrovisor. Una expresión de sospecha le cambia los rasgos de la cara —una masa de poros obstruidos, pelos que crecen hacia dentro—. Suspiro, ignorándole. Abre el capó de un coche y te dirá algo sobre la gente que lo diseñó, es sólo una de las muchas frases que me torturan.
Pero el conductor golpea con los nudillos en la separación de plexiglás, haciéndome señas. Mientras me quito el walkman, me fijo en que ha echado el seguro a todas las puertas —veo que los cierres bajan rapidísimamente, oigo el click hueco en el momento en que quito el volumen—. El taxi va más deprisa de lo que debiera por la autopista, en el carril de la derecha.
—¿Sí? —pregunto, irritado—. ¿Qué pasa?
—Oiga, ¿no le conozco? —pregunta con un marcado y escasamente comprensible acento que tanto podría ser de Nueva Jersey como del Mediterráneo.
—No. —Empiezo a ponerme nuevamente el walkman.
—Me parece conocido —dice—. ¿Cómo se llama?
—No le conozco. Ni usted a mí —digo, luego se me ocurre—: Chris Hagen.
—Vamos, vamos. —Sonríe como si estuviera equivocado—. Sé quien es usted.
—Trabajo en una película. Soy actor —le digo—. Modelo.
—No, no es eso —dice, ceñudo.
—Bien… —me echo hacia delante, para ver su nombre—, Abdullah, ¿es usted socio del M.K.?
No contesta. Vuelvo a abrir el Post donde hay una foto del alcalde vestido de piña tropical, luego lo vuelvo a cerrar y rebobino la cinta del walkman. Empiezo a contar para mí mismo —uno, dos, tres, cuatro— con los ojos clavados en el taxímetro. ¿Por qué esta mañana no llevo encima una pistola? Porque no creí que la necesitara. La única arma que llevo encima es un cuchillo que usé la noche pasada.
—No —vuelve a decir—. He visto su cara en alguna parte.
Por fin, irritado, pregunto, tratando de no darle importancia:
—¿La ha visto? ¿De verdad? Interesante. Concéntrese en la calzada, Abdullah.
Hay una pausa larga y pavorosa mientras él me mira fijamente por el espejo retrovisor, y la expresión torva de su rostro desaparece. Su cara carece de expresión. Dice:
—Te conozco. Tío, sé quién eres. —Y asiente con la cabeza, con la boca muy tensa. La radio que daba las noticias está apagada.
Pasan los edificios en un borrón gris y rojo, el taxi adelanta a otro taxi, el color del cielo cambia de azul a morado a negro a azul. En otro semáforo —que está en rojo y él se salta— pasamos por delante de un D’Agostino nuevo que está al otro lado de la West Side Highway, en la esquina donde antes estaba Mars, y eso me conmueve hasta las lágrimas, o casi, pues es algo identificable y me siento tan nostálgico por el mercado (aunque no compro en ninguno nunca) como nunca me he sentido por nada, y casi le digo al conductor que se detenga, me deje apearme y se quede con el cambio de diez dólares —no, de veinte—, pero no me puedo bajar porque conduce demasiado rápido e interviene algo, algo impensable y grotesco, y puede que le oiga decir:
—Tú eres el que mató a Solly.
Su cara tiene una mueca de determinación. Como todo lo demás, lo siguiente pasa muy deprisa, aunque parece una prueba de resistencia.
Trago saliva, me quito las gafas y le digo que no vaya tan deprisa, antes de preguntar:
—¿Quién, si me permite que se lo pregunte, es Solly?
—Tío, tu cara aparece en un cartel de se busca, del centro —dice, impávido.
—Creo que debería detenerse aquí —me las arreglo para decir.
—Eres tú, ¿verdad? —Me mira como si yo fuera una especie de víbora.
Adelantamos a otro taxi, con la luz encendida; vamos por lo menos a ciento treinta. No digo nada, me limito a negar con la cabeza.
—Voy a anotar… —trago saliva, temblando, al abrir la agenda de cuero y sacar una pluma Montblanc de mi attaché de Bottega Veneta— el número de su licencia.
—Tú mataste a Solly —dice él, reconociéndome sin la menor duda debido a algo, e interrumpiendo cualquier otra negativa por parte mía, al decir con una especie de gruñido—: Hijo de la gran puta.
Cerca de los muelles de la parte baja de la ciudad, deja la autopista dando un violento viraje y dirige el taxi hacia el extremo de una zona de aparcamiento desierta, y se me ocurre, ahora, en este preciso instante, cuando entra a toda velocidad y luego sigue junto a una valla de aluminio medio derruida, cubierta de óxido, en dirección al agua, que lo único que puedo hacer es ponerme el walkman, suprimir el sonido del taxista, pero tengo las manos como paralizadas, retorcidas, y no consigo ponerlo en marcha, mientras continúo atrapado en el taxi que va como una flecha hacia un destino que sólo el conductor, que sin duda está trastornado, conoce. Las ventanillas están parcialmente bajadas y puedo notar el frío aire de la mañana que me seca la espuma del pelo. Me siento desnudo, súbitamente minúsculo. La boca me sabe a metal, luego a algo peor. Mi visión: una carretera en invierno. Pero me queda un pensamiento reconfortante: soy rico; millones no lo son.
—Me parece que me ha identificado incorrectamente —estoy diciendo.
Detiene el taxi y se vuelve hacia el asiento trasero. Empuña un arma, de un tipo que no reconozco. Le miro fijamente y mi expresión de extrañeza se transmuta.
—El reloj. El Rolex —dice simplemente.
Le escucho en silencio, retorciéndome en el asiento.
Repite:
—El reloj.
—¿Se trata de una broma pesada? —pregunto.
—Fuera —dice, entre dientes—. Bájate del jodido taxi.
Distingo más allá de la cabeza del taxista, más allá del parabrisas, a unas gaviotas que sobrevuelan el agua oscura, ondulante, y abro la puerta y me apeo del taxi, con cuidado, sin hacer movimientos violentos. Es un día frío. Me sale aliento de la boca y el viento hace que se arremoline…
—El reloj, hijoputa —dice, asomándose por la ventanilla, apuntándome a la cabeza con la pistola.
—Oiga, no sé si sabe lo que está haciendo o lo que trata de conseguir o si sabe hasta dónde puede llegar. Nunca me han fichado, tengo coartadas…
—Cierra el pico —gruñe Abdullah, interrumpiéndome—. Cierra esa jodida boca.
—Soy inocente —grito, con absoluta convicción.
—El reloj. —Monta el percutor de la pistola.
Me quito el Rolex y se lo tiendo.
—La cartera. —Mueve la pistola—. Sólo el dinero.
Sin esperanza, saco mi nueva cartera de piel de gacela y rápidamente, con los dedos congelados, le tiendo el dinero, que sólo asciende a trescientos dólares porque no he tenido tiempo de detenerme en un cajero automático antes del potente desayuno. Solly, supongo, era el taxista al que maté durante la persecución del otoño pasado, aunque aquel tipo era armenio. Supongo que podría haber matado a otro y no recordar ese incidente en concreto.
—¿Qué va a hacer? —pregunto—. ¿Hay algún tipo de recompensa?
—No. No hay recompensa —murmura él, manoseando los billetes con una mano, y la pistola, todavía apuntándome, en la otra.
—¿Cómo sabe que no le voy a denunciar y hacer que le retiren la licencia? —pregunto, sacando un cuchillo que acabo de encontrar en el bolsillo y que parece como salido de un recipiente lleno de sangre y pelos.
—Porque eres culpable —dice él, y luego—: Aparta eso. —Y con la pistola señala el cuchillo manchado.
—Como quiera —murmuro, enfadado.
—Las gafas de sol. —Las señala con la pistola.
—¿Cómo sabe que soy culpable? —No puedo creer que le pregunte esto con tanta tranquilidad.
—Atento a lo que haces, gilipollas —dice—. Las gafas.
—Son muy caras —protesto, luego suspiro, comprendiendo mi error—. Quiero decir baratas. Son muy baratas. Oiga…, ¿no le basta con el dinero?
—Las gafas. Dámelas inmediatamente —gruñe él.
Me quito las Wayfarer y se las doy. A lo mejor ni siquiera maté a Solly, aunque estoy seguro de que todos los taxistas que he matado últimamente no eran norteamericanos. Es probable que le matara. Es probable que haya un cartel de busca y captura mío en…, ¿dónde? ¿El taxi? ¿Dónde se reúnen los taxis? ¿Cómo se llama ese sitio? El taxista se prueba las gafas, se mira en el espejo retrovisor y luego se las quita. Cierra las patillas y se las mete en el bolsillo de la chaqueta.
—Es usted hombre muerto. —Le sonrío torvamente.
—Eres un yuppie de mierda —dice.
—Y usted es hombre muerto, Abdullah —repito, sin bromear—. Cuente con ello.
—¿Sí? Y tú eres un yuppie de mierda. ¿Qué es peor?
Arranca el taxi y se aleja de mí.
Mientras vuelvo caminando a la autopista, me detengo, me atraganto, sollozo, la garganta se me seca.
—Yo sólo quiero… —De cara al perfil de los edificios, murmuro—: Que siga el juego.
Y cuando estoy parado, como congelado, una vieja sale de detrás de un cartel de La ópera de los cuatro cuartos en una parada de autobús desierta, y no tiene casa y pide limosna y cojea y tiene úlceras en la cara que parecen bichos y estira una temblorosa mano roja.
—Por favor, ¿podría apartarse? —digo, con un suspiro.
Ella me dice que me corte el pelo.