Un jueves por la noche me tropiezo con Harold Carnes en la fiesta de inauguración de un club nuevo que se llama World’s End y que abren en el espacio del Upper East Side donde estuvo Petty’s. Estoy en una mesa con Nina Goodrich y Jean, y Harold está de pie junto a la barra tomando champán. Estoy lo bastante borracho como para enfrentarme con él y referirme al mensaje que le dejé en el contestador. Me disculpo con las chicas y me abro paso hasta el otro extremo de la barra, dándome cuenta de que necesito un martini que me dé energías antes de discutir del asunto con Carnes (esta semana me ha resultado muy inestable, el lunes me sorprendí llorando durante un episodio de Alf). Me acerco, nervioso. Harold lleva un traje de lana de Gieves & Hawkes, una corbata de seda, camisa de algodón, zapatos de Paul Stuart; parece más fuerte de lo que recordaba.
—Enfréntate a ello —le está diciendo a Truman Drake—, los japoneses serán dueños de la mayor parte de este país a finales de los años noventa.
Contento de que Harold, como de costumbre, siga dispensando valiosa y nueva información, con el añadido de un ligero aunque inconfundible acento, Dios me perdone, inglés, me encuentro lo suficientemente lanzado para soltar bruscamente:
—Cierra la boca, Carnes, no lo serán.
Bajo el martini, de Stoli, mientras Carnes, con aspecto de estar completamente atónito, casi paralizado, se da la vuelta para encararme, y su orgullosa cabeza se abre en una sonrisa insegura. Detrás de nosotros alguien está diciendo:
—Pero mira lo que le pasó a Gekko…
Truman Drake le da una palmadita en la espada a Harold y se pregunta:
—¿Hay un ancho de tirantes que sea más…, bueno…, apropiado que otros anchos?
Enfadado, le empujo contra la multitud y desaparece.
—Vamos a ver, Harold —digo—, ¿recibiste mi mensaje?
Al principio Carnes parece confuso, mientras enciende un pitillo, por fin se echa a reír.
—Por Dios, Davis. Sí, era divertidísimo. Era tuyo, ¿verdad?
—Sí, por supuesto. —Parpadeo, murmurando para mí mismo, de verdad, y quitándome el humo de su pitillo de la cara.
—¿Que Bateman mató a Owen y a la puta? —Sigue riéndose entre dientes—. Oh, era puñeteramente maravilloso. Glorioso, de verdad, como dicen en el Groucho Club. Glorioso de verdad. —Luego, con aspecto de consternación, añade—: Era un mensaje bastante largo, ¿no?
Yo estoy sonriendo como un idiota y luego digo:
—¿Qué quieres decir exactamente con eso, Harold? —Pienso secretamente para mí mismo en que este hijoputa gordo no puede haber conseguido entrar en el jodido Groucho Club, y aunque lo hubiera conseguido, admitirlo de ese modo tira por tierra el hecho de que le hayan dejado entrar.
—El mensaje que dejaste. —Carnes ya pasea la vista por el club saludando a diversos tipos y a unas cuantas tías buenas—. A propósito, Davis, ¿cómo está Cynthia? —Coge una copa de champán que le ofrece un camarero que pasa—. Todavía sales con ella, ¿no?
—Espera, Harold. ¿Qué quieres decir? —repito categóricamente.
Él ya está aburrido, no le interesa lo que digo ni me escucha, y disculpándose, dice:
—Nada. Me he alegrado de verte. Por Dios, ¿no es ése Edward Towers?
Giro bruscamente la cabeza para mirar, luego vuelvo a mirar a Harold.
—No —digo—. ¿Carnes? Espera.
—Davis —dice él, suspirando, como si tratara de explicarle pacientemente algo a un niño—. Yo no ando por ahí hablando mal de nadie, tu broma fue divertida. Pero, vamos, tío, tienes un olfato fatal: Bateman es tan puñeteramente lameculos, un pelota de mierda, y encima tan buen chico que no pude disfrutarla del todo. Por otro lado, era divertida. A ver si almorzamos o cenamos en el 150 Wooster o algún sitio así con McDermott o Preston. Siempre anda perdiendo el culo. —Trata de marcharse.
—¿Qué siempre qué? ¿Qué es lo que has dicho, Carnes? —Tengo los ojos desorbitados, me noto colocado aunque no he tomado drogas—. ¿De qué estás hablando? ¿Que Bateman siempre qué?
—Por Dios, tío. ¿Por qué si no le dejó Evelyn Richards? De verdad. No se atrevería a contratar a una puta, y mucho menos a…, ¿qué dijiste que le hizo? —Harold sigue paseando la vista distraídamente por el club y saluda a otra pareja, alzando su copa de champán—. Ah sí, «que la hizo picadillo». —Vuelve a echarse a reír, aunque esta vez su tono suena a educado—. Y ahora, si me perdonas, la verdad es que tengo que irme.
—Espera. ¡Quieto! —grito yo, mirando a Carnes directamente a la cara, para asegurarme de que me escucha—. No me parece que lo entiendas. La verdad es que no entiendes nada de esto. Le maté yo. Lo hice yo. Carnes, yo hice picadillo la jodida cabeza de Owen. Yo torturé a docenas de chicas. Todo lo que decía en el mensaje que dejé en tu contestador era verdad. —He quedado vacío, pero no tranquilo, y me pregunto por qué no siento que esto es como una bendición para mí.
—Perdona —dice él, tratando de ignorar mi arrebato—. De verdad que tengo que irme.
—¡No! —grito yo—. Y ahora, Carnes, escúchame. Escúchame con mucho, pero que con mucho, cuidado. Yo-maté-a-Paul-Owen-y-me-gustó. No puedo ser más claro. —La tensión hace que me atragante con las palabras.
—Pero eso es sencillamente imposible —dice, apartándome bruscamente—. Y ya no encuentro esto nada divertido.
—¡Nunca se supuso que lo sería! —rujo, y luego—: ¿Por qué es imposible?
—Porque lo es —dice, mirándome preocupado.
—¿Y por qué? —vuelvo a gritar, imponiéndome a la música, aunque no haya necesidad, añado—: Hijoputa de mierda.
Me mira fijamente como si los dos estuviéramos debajo del agua y contesta gritando, con mucha claridad, por encima del estruendo del club:
—Porque… yo… cené… con Paul Owen… un par de veces… en Londres… hace sólo diez días.
Después de mirarnos fijamente el uno al otro durante lo que parece un minuto, por fin tengo el valor de volver a decirle algo, pero mi voz carece de autoridad y no estoy seguro de que ni yo me crea a mí mismo cuando le digo:
—No…, no cenaste con él.
Pero parece una pregunta, no una afirmación.
—Y ahora, Donaldson —dice Carnes, apartando mi mano de su brazo—. Si me perdonas.
—Claro que te perdono —digo despectivamente.
Luego me abro paso hasta nuestra mesa, donde ahora están sentados John Edmonton y Peter Beavers, y me tranquilizo con un Halcion antes de acompañar a Jean a casa. Jean lleva algo de Óscar de la Renta. Nina Goodrich llevaba un vestido de lentejuelas de Matsuda y se ha negado a darme su número de teléfono, aunque Jean estaba en el servicio de señoras del piso de abajo.