Un vagabundo de la quinta

Vuelvo de Central Park donde, cerca del zoo infantil, próximo al sitio donde asesiné al pequeño McCaffrey, les doy de comer trozos del cerebro de Ursula a los perros que pasan. Al bajar por la Quinta Avenida hacia las cuatro de la tarde, todo el mundo parece triste, el aire está lleno de putrefacción, los cuerpos yacen en el frío pavimento, durante kilómetros, algunos se mueven, otros no. La historia se hunde y sólo unos pocos parecen oscuramente conscientes de que las cosas van mal. Los aviones vuelan bajo por el cielo atravesando la ciudad, pasando por delante del sol. El viento aumenta en la Quinta, luego forma un embudo por la calle Cincuenta y siete abajo. Bandadas de palomas se alzan a cámara lenta y explotan frente al sol. El olor a castañas asadas se mezcla con el anhídrido carbónico de los escapes. Me fijo en que la silueta de los edificios ha cambiado recientemente. Miro hacia arriba, admirado, la Trump Tower; alta, brillando orgullosamente con los últimos rayos del sol de la tarde. Delante de ella, dos asquerosos negros muy espabilados despluman a los turistas jugando al trile y tengo que resistir el impulso de mandarlos a la mierda.

Un vagabundo al que dejé ciego una primavera está sentado con las piernas cruzadas encima de una manta repugnante cerca de la esquina con la Cincuenta y cinco. Me acerco para ver la cara llena de cicatrices del mendigo y luego el cartel que lleva colgado debajo de ella, que dice: «VETERANO DE VIETNAM CIEGO EN VIETNAM. POR FAVOR AYÚDENME. ESTAMOS HAMBRIENTOS Y SIN CASA». ¿Estamos? Luego me fijo en el perro, que ya me mira con desconfianza y, cuando me acerco a su dueño, se levanta y gruñe, y cuando me quedo parado junto al vagabundo, por fin ladra, moviendo el rabo frenéticamente. Me arrodillo, alzando la mano hacia el animal amenazadoramente. El perro recula, con las patas preparadas.

He sacado mi cartera y hago como que voy a dejar un dólar en su lata vacía de café, pero entonces me doy cuenta: ¿por qué molestarme en disimular? De todos modos, no mira nadie, y desde luego el mendigo tampoco. Vuelvo a guardarme el dólar y me agacho. El tipo nota mi presencia y deja de agitar la lata. Las gafas de sol que lleva puestas ni siquiera le tapan las heridas que le infligí. Tiene la nariz tan destrozada que no consigo imaginar que una persona pueda respirar con ella.

—Tú nunca estuviste en Vietnam —le susurro al oído.

Después de unos momentos de silencio, durante los que se mea en los pantalones y el perro gimotea, grita:

—Por favor…, no me haga daño.

—¿Por qué iba a perder el tiempo? —murmuro, con desagrado.

Me alejo del vagabundo y me fijo en una niña que fuma un pitillo y pide limosna delante de la Trump Tower.

—¡Fuera de aquí! —le digo.

Ella me responde:

—¡Fuera de aquí!

En el programa de Patty Winters de esta mañana un tipo muy alegre estaba sentado en una butaca muy pequeña y le entrevistaron durante cerca de una hora. Esta tarde, después, a una mujer que llevaba un abrigo de zorro plateado y visón, la ha acuchillado en la cara delante de Stanhope un enfurecido activista contrario a las pieles. Pero ahora, mirando todavía al mendigo ciego desde el otro lado de la calle, compro una chocolatina, una rellena de coco, en la que encuentro parte de un hueso.