Faltan cuatro días para Navidad, son las dos de la tarde. Estoy sentado en la parte trasera de una limusina negra aparcada delante de una casa anodina de la Quinta Avenida, tratando de leer un artículo sobre Donald Trump del último número de la revista Fame. Jeanette quiere que entre con ella, pero yo digo:
—Olvídate de ello.
Tiene un ojo amoratado desde la noche pasada, pues tuve que forzarla mientras cenábamos en Il Marlibro para que considerara la posibilidad de hacerlo; luego, después de una discusión más fuerte en mi apartamento, aceptó. El dilema de Jeanette está más allá de mi definición de la culpabilidad, y tuve que decirle sinceramente, durante la cena, que me resultaba muy difícil expresar un interés por ella que no sentía. Durante todo el trayecto desde mi casa en el Upper West Side, ha estado sollozando. La única emoción clara, identificable, que expresa es desesperación y puede que añoranza, y aunque he conseguido ignorarla durante la mayor parte del trayecto, por fin he tenido que decirle:
—Oye, esta mañana ya me he tomado dos Xanax, de modo que, bueno, no vas a ser capaz de, ya sabes, molestarme.
Ahora, mientras se apea tambaleándose de la limusina al gélido pavimento, murmuro:
—Es lo mejor —y, para que se consuele, añado—: No te lo tomes tan en serio.
El conductor, cuyo nombre he olvidado, la acompaña hasta la puerta de la casa y ella lanza una última mirada de pesar. Suspiro y me despido de ella con la mano. Todavía lleva, desde la noche pasada, un abrigo de balmacaan con dibujo de piel de leopardo y algodón sintético encima de un vestido de crepé de lana de Bill Blass. Entrevistaron a Bigfoot en el programa de Patty Winters de esta mañana y para mi sorpresa lo encontré sorprendentemente articulado y encantador. El vaso en el que tomo el vodka Absolut es finlandés. Estoy muy bronceado comparado con Jeanette.
El conductor vuelve del edificio, alza el pulgar en mi dirección y aleja cuidadosamente la limusina del bordillo e inicia la expedición hasta el aeropuerto JFK, donde mi vuelo para Aspen despegará dentro de noventa minutos. Cuando vuelva, en enero, Jeanette se habrá ido del país. Enciendo nuevamente el puro y busco un cenicero. Hay una iglesia en la esquina de esta calle. ¿A quién le importa? Ésta es, creo, la quinta madre a la que he hecho abortar, la tercera que no he hecho abortar por mí mismo (una estadística inútil, lo admito). El viento fuera de la limusina es fuerte y frío, y la lluvia golpea en los cristales ahumados en oleadas rítmicas, imitando los probables sollozos de Jeanette en la mesa de operaciones, aturdida por la anestesia, pensando en algo de su pasado, un momento en el que el mundo era perfecto. Resisto el impulso de echarme a reír histéricamente.
En el aeropuerto le ordeno al chofer que se detenga en F.A.O. Schwarz antes de recoger a Jeanette y le compre lo siguiente: una muñeca, un sonajero, un chupete, un oso polar, y lo deje todo en el asiento trasero, sin envolver. Jeanette se encontrará bien —tiene toda una vida por delante (esto es, si no se tropieza conmigo)—. Además, la película favorita de esta chica es La chica de rosa y cree que Sting está muy bien, de modo que lo que le ha pasado en parte se lo tiene merecido y uno no debe lamentarse por ello. En estos tiempos no hay sitio para los inocentes.