El olor a sangre se abre paso en mis sueños, que son, en su mayor parte, espantosos: estoy en un trasatlántico en llamas, veo erupciones volcánicas en Hawai, la muerte violenta de los empleados de Salomon, James Robinson me hace algo malo, me encuentro de vuelta en el colegio, luego en Harvard, los muertos andan entre los vivos. Los sueños son una sucesión interminable de accidentes de coche y escenas de desastres, sillas eléctricas y suicidios horrorosos, jeringuillas y chicas mutiladas, platillos volantes, jacuzzis de mármol, granos de pimienta rosa. Cuando me despierto empapado en sudor frío tengo que encender el televisor de pantalla grande para imponerme a los ruidos de las obras que se escuchan el día entero, llegando a alguna parte. Hace un mes fue el aniversario de la muerte de Elvis Presley. Veo partidos de fútbol, con el sonido quitado. Oigo sonar el contestador automático una vez, dos veces; tiene el sonido quitado. Durante todo el verano Madonna nos grita:
—La vida es un misterio, todo el mundo debe estar solo…
Cuando me dirijo Broadway abajo para reunirme con Jean, mi secretaria, y tomar el brunch, delante de Tower Records un universitario con un cuaderno en la mano me pregunta el nombre de la canción más triste que conozca. Le digo, sin pensarlo:
—«You Can’t Always Get What You Want», de los Beatles.
Luego me pregunta el nombre de la canción más alegre que conozca, y digo:
—«Brillant Disguise», de Bruce Springsteen.
Él asiente, toma nota, y yo sigo, paso junto al Lincoln Center. Ha ocurrido un accidente. Hay una ambulancia aparcada en el bordillo. Un montón de intestinos están encima de la acera en un charco de sangre. Compro una manzana muy dura en una frutería coreana y me la como camino de mi cita con Jean, la cual, justo ahora, está en la entrada a Central Park de la calle Setenta y siete, un fresco, soleado, día de septiembre. Cuando alzamos la vista hacia las nubes, ella ve una isla, un cachorro, Alaska, un tulipán. Yo veo, pero no se lo digo, una pinza para dinero Gucci, un hacha, una mujer partida en dos, un gran charco de sangre que se extiende por el cielo y gotea sobre la ciudad, en Manhattan.
Nos detenemos en la terraza cubierta de un café, Nowheres, del Upper West Side, discutiendo sobre qué película irá a ver, si hay alguna exposición en los museos que deberíamos visitar, qué tal un paseo, y ella sugiere el zoo, mientras yo asiento con la mente en otra cosa. Jean tiene buen aspecto, parece que ha hecho ejercicio últimamente, y lleva una chaqueta dorada de lamé y shorts de terciopelo de Matsuda. Me imagino a mí mismo en la televisión, en un anuncio de un nuevo producto —¿una barricada para el vino?, ¿una loción bronceadora?, ¿un chicle sin azúcar?— y me muevo dando saltos por una playa, la película es en blanco y negro, rayada a propósito, y una extraña música pop de mediados de los sesenta acompaña la acción, levanta ecos, suena como si procediera de un armónium. Ahora miro hacia la cámara, ahora tengo el producto en la mano —¿un nuevo fijador?, ¿zapatillas de tenis?—, ahora el viento me agita el pelo, luego es de día luego de noche luego otra vez de día y luego de noche.
—Yo tomaré un descafeinado au lait con hielo —le dice Jean al camarero.
—Yo también tomaré un café decapitado —digo, ausente, antes de darme cuenta—. Quiero decir… descafeinado. —Lanzo una mirada a Jean, preocupado, pero se limita a sonreírme sin expresión. Un Times de hoy domingo está en la mesa entre los dos. Discutimos dónde cenar esta noche. Alguien que se parece a Taylor Preston pasa y me saluda con la mano. Me bajo las Ray-Ban y le devuelvo el saludo. Pasa alguien en bicicleta. Le pido agua al camarero. Pero llega otro camarero y deja encima de la mesa un plato que contiene dos bolas de sorbete, una de cilantro y limón, la otra de vodka y lima, que no le he oído pedir a Jean.
—¿Quieres un poco? —pregunta.
—Estoy a régimen —digo—. Pero gracias.
—No necesitas perder peso —dice, auténticamente sorprendida—. Bromeas, ¿verdad? Tienes muy buen aspecto. Muy en forma.
—Uno siempre puede estar más delgado —murmuro, mirando la circulación de la calle, distraído por algo…, ¿qué? No lo sé—. Tener… mejor aspecto.
—Bueno, entonces quizá no debiéramos salir a cenar —dice ella, preocupada—. No quiero poner a prueba tu… fuerza de voluntad.
—No. No importa —digo—. De todos modos… nunca he sabido controlarme.
—Patrick, en serio. Haré lo que tú quieras —dice—. Si no quieres que salgamos a cenar, no salimos. Quiero decir que…
—Está bien —recalco. Se rompe algo—. No deberías hacer sólo lo que quiera él… —Hago una pausa antes de corregirme—. Quiero decir… lo que quiera yo. ¿De acuerdo?
—Sólo quiero saber lo que quieres hacer tú —dice ella.
—Vivir feliz para siempre, ¿vale? —digo sarcásticamente—. Eso es lo que quiero. —Le miro la mano, puede que durante medio minuto, antes de apartar la vista. Esto la tranquiliza. Al cabo de un rato pide una cerveza. Fuera, en la calle, hace calor.
—Venga, sonríe —me anima ella, poco después—. No tienes motivo para estar tan triste.
—Lo sé —digo, suspirando y calmándome—. Pero es… difícil sonreír. En estos tiempos. Por lo menos, yo lo encuentro difícil. No estoy acostumbrado a hacerlo, supongo. No lo sé.
—Por eso… las personas se necesitan unas a otras —dice amablemente, tratando de mirarme a los ojos mientras se mete en la boca una cucharada del nada barato sorbete.
—Algunas no necesitan a otras. —Me aclaro la voz tímidamente—. Pero, bueno, las personas se compensan unas a otras… Se adaptan… —Después de una larga pausa, añado—: La gente se acostumbra a todo, ¿no crees? —pregunto—. El hábito afecta a las personas.
Otra larga pausa. Confusa, ella dice:
—No lo sé. Eso supongo…, pero uno todavía tiene que mantener… una mayor proporción de cosas buenas que… de malas… en este mundo —dice, y añade—: ¿De acuerdo? —Parece desconcertada, como si encontrara raro que esa frase le haya salido de la boca. Una ráfaga de música de un taxi que pasa, Madonna que canta de nuevo:
—La vida es un misterio, todo el mundo debe estar solo…
Sobresaltado por la risa de los de la mesa contigua a la nuestra, vuelvo la cabeza para oír que alguien admite:
—A veces lo que uno viste en la oficina es lo que marca la diferencia. —Y luego Jean dice algo y yo le pido que lo repita.
—¿Nunca has querido hacer feliz a alguien? —pregunta.
—¿Qué? —pregunto yo, tratando de prestarle atención—. ¿Jean?
Tímidamente, lo repite:
—¿Nunca has querido hacer feliz a alguien?
La miro fijamente; una fría, remota, oleada de miedo me invade, mojando algo. Vuelvo a aclararme la voz y, tratando de hablar con gran decisión, le cuento:
—La otra noche estaba en Sugar Reef…, ese sitio caribeño del Lower East Side…, ya sabes cuál…
—¿Con quién estabas? —me interrumpe.
Era Jeanette.
—Con Evan McGlinn.
—Oh —asiente con la cabeza, en silencio, aliviada, creyéndome.
—En cualquier caso —suspiro, continuando—, vi a un tipo en el servicio…, un perfecto ejemplar de Wall Street… de arriba abajo…, llevaba un traje con un botón, de viscosa, lana y nailon de… Luciano Soprani…, una camisa de algodón de… Gitman Brothers…, una corbata de seda de Ermenegildo Zegna y, quiero decir que conocía al tipo, un agente de bolsa, se llama Eldridge… Le he visto en Harry’s y en Au Bar y en DuPlex y en Alex Goes to Camp…, en todas partes, pero… cuando me acerqué a él vi… que estaba escribiendo… algo en la pared de encima del… urinario en el que estaba… —Hago una pausa, doy un trago a su cerveza—. Cuando me vio acercarme… dejó de escribir…, se guardó una pluma Montblanc…, se subió la cremallera de los pantalones…, me dijo, Hola Henderson…, se comprobó el pelo en el espejo, tosió… como si estuviera nervioso o… algo así y… salió del servicio. —Vuelvo a hacer una pausa, doy otro trago a su cerveza—. Total…, fui a usar el… urinario y… al mirar… vi lo que había… escrito. —Me estremezco, me seco lentamente la frente con una servilleta.
—¿Qué era? —pregunta Jean cautelosamente.
Cierro los ojos y de la boca me salen cinco palabras que dicen:
—Muerte… a todos… los yuppies.
Ella no dice nada.
Para romper el incómodo silencio que sigue, menciono todo lo que se me ocurre, que es:
—¿Sabías que el primer perro de Ted Bundy, un collie, se llamaba Lassie? —Una pausa—. ¿Me has oído?
Jean mira su plato como si estuviera confusa, luego se vuelve hacia mí.
—¿Quién es… Ted Bundy?
—Olvídalo —digo, con un suspiro.
—Oye, Patrick. Tenemos que hablar de una cosa —dice—. O por lo menos, yo necesito hablar de una cosa.
… donde había naturaleza y tierra, vida y agua, vi un paisaje desierto que no tenía fin; parecía una especie de cráter, tan desprovisto de razón y luz y espíritu que la mente no lo podía concebir en ningún plano consciente y si te acercabas la mente se tambaleaba y retrocedía, incapaz de percibirlo. Me resultaba una visión tan clara y real y vital que su pureza casi era abstracta. Y era lo único que conseguía entender, que aquello era igual a como yo vivía, a como hacía que las cosas se movieran a mi alrededor, al modo en que trataba con las cosas tangibles. Era la geografía en torno a la que daba vueltas mi realidad: no se me había ocurrido, nunca, que las personas fueran buenas o que un hombre fuese capaz de cambiar o que el mundo podría ser un lugar mejor si uno se complaciera en un sentimiento o una mirada o un gesto, si recibiera amor o cariño de otra persona. Nada era afirmativo, el término «generosidad de espíritu» no se aplicaba a nada, era un tópico, era una especie de chiste malo. El sexo es matemáticas. La individualidad ya no es una opción. ¿Qué significa la inteligencia? No tiene sentido tratar de definir lo que es la razón, el deseo. El intelecto no es la cura. La justicia ha muerto. Miedo, recriminación, inocencia, simpatía, culpabilidad, fracaso, dolor, eran cosas, emociones, que ya nadie sentía de verdad. La reflexión es inútil, el mundo no tiene sentido. Lo único que permanece es el mal. Dios ya no está vivo. No se puede confiar en el amor. Superficie, superficie, superficie era lo único en lo que se encontraba un significado…, en esta civilización tal y como yo la veía, colosal y mellada…
—… y no recuerdo a quién se lo decías…, no importa. Lo que importa es que sin embargo tú estabas lleno de fuerza…, te mostrabas muy dulce, y entonces comprendí… —Deja la cucharilla, pero no la estoy mirando. Miro los taxis que pasan por Broadway, aunque no puedan impedir que las cosas se desenreden, porque Jean dice lo siguiente—: Muchas personas parece que han perdido… —se interrumpe, continúa dudando— contacto con la vida y yo no quiero ser una de ellas. —Después de que el camarero le quite el plato, añade—: No quiero que me hagan… daño.
Creo que estoy asintiendo con la cabeza.
—He aprendido qué es estar sola y… creo que estoy enamorada de ti. —Dice esto último rápidamente.
Casi con superstición, me vuelvo hacia ella, bebiendo un sorbo de agua Evian; luego, sin pensarlo, digo, sonriendo:
—Yo estoy enamorado de otra persona.
Como si esta película se hubiera acelerado, ella ríe de inmediato, aparta rápidamente la vista, la baja, avergonzada.
—Bueno…, lo siento.
—Pero… —añado yo, tranquilamente— no deberías tener… miedo.
Vuelve a mirarme, llena de esperanza.
—Todavía se pueden hacer cosas —digo. Luego, sin saber porqué he dicho eso, lo modifico, diciéndole de una tirada—. O puede que no se puedan hacer. No lo sé. He perdido mucho tiempo contigo, conque no es que no me importe.
Ella asiente con la cabeza, sin decir nada.
—Nunca se debe confundir el afecto con… la pasión —le advierto—. Eso puede… no ser humano. Eso puede… traerte, bueno, problemas.
Jean no dice nada y de repente noto su tristeza, suave y tranquila, como un ensueño.
—¿Qué estás tratando de decir? —pregunta, con poca convicción, ruborizándose.
—Nada. Sólo… quería que supieras… que las apariencias pueden ser engañosas.
Mira fijamente el Times amontonado en varios pliegos encima de la mesa. Una leve brisa apenas hace que se agite.
—¿Por qué… me dices esas cosas?
Con mucho tacto, a punto de tocarle la mano pero impidiéndomelo, le digo:
—Sólo quiero evitar futuros malentendidos. —Pasa una tía buena. Me fijo en ella, luego vuelvo a mirar a Jean—. Vamos, vamos, no pongas esa cara. No tienes de qué avergonzarte.
—No estoy avergonzada —dice ella; tratando de comportarse con naturalidad—. Sólo quiero saber si te he decepcionado por admitir eso.
¿Cómo podría entender Jean que no hay modo de que me decepcione puesto que yo ya no encuentro nada que merezca la pena esperar del futuro?
—No me conoces bien, ¿no crees? —pregunto, bromeando.
—Te conozco lo suficiente —dice ella, su respuesta inicial, pero luego niega con la cabeza—. Oh, dejemos eso. He cometido un error. Lo siento. —Al instante siguiente cambia de idea—. Quiero conocerte mejor —dice seriamente.
Considero esto antes de responder:
—¿Estás segura?
—Patrick —dice ella, jadeando—, sé que mi vida estaría… mucho más vacía sin ti.
También considero esto, asintiendo pensativamente.
—Y no puedo… —Se interrumpe, frustrada—. No puedo hacer como si estos sentimientos no existieran.
—Chist…
… hay como una idea de Patrick Bateman, una especie de abstracción, pero no hay un yo auténtico, sólo una entidad, algo ilusorio, y aunque yo pueda disimular mi fría mirada y tú puedas estrecharme la mano y notar que su carne aprieta la tuya y puede que hasta puedas considerar que nuestros estilos de vida son parecidos: Sencillamente, yo no estoy aquí. Me resulta difícil tener sentido en un determinado nivel. Mi yo es algo fabricado, una aberración. Soy un ser humano no contingente. Mi personalidad es imprecisa y está sin formar, mi inhumanidad es profunda y persistente. Mi conciencia, mi piedad, mis esperanzas desaparecieron hace tiempo (probablemente en Harvard), si es que existieron alguna vez. No hay más barreras que cruzar. Todo lo que tengo en común con el incontrolado y el loco, el depravado y el malvado, todas las mutilaciones que he practicado y mi absoluta indiferencia hacia ellas, ahora lo he sobrepasado. Con todo, todavía me aferro a una sencilla y triste verdad: nadie está a salvo, nadie se ha redimido. Sin embargo, yo soy inocente. Debe asegurarse que cada modelo de conducta humana tiene cierta validez. ¿Es el mal algo que uno es? ¿O es algo que uno hace? Mi dolor es constante e intenso y no espero que haya un mundo mejor para nadie. De hecho quiero que mi dolor les sea infligido a otros. No quiero que nadie escape. Pero incluso después de admitir esto —y yo lo admito, incontables veces, en todos y cada uno de los actos que he cometido— y de encarar estas verdades, no hay catarsis. No consigo un conocimiento más profundo de mí mismo, no se puede extraer ninguna comprensión nueva de nada de lo que digo. No hay razón para que te cuente nada de esto. Esta confesión no significa nada…
Le estoy preguntando a Jean:
—¿Cuántas personas de este mundo son como yo?
Ella hace una pausa y después responde cuidadosamente:
—Creo que… ¿nadie? —apunta.
—Deja que te vuelva a plantear la cues… Espera, ¿cómo tengo el pelo? —le pregunto, interrumpiéndome.
—Uh, bien.
—Vale. Deja que te vuelva a plantear la cuestión. —Doy un sorbo a su cerveza—. Vale. ¿Por qué te gusto? —pregunto.
Ella pregunta a su vez:
—¿Por qué?
—Sí —digo yo—. ¿Por qué?
—Bueno… —Me cae una gota de cerveza en mi camisa Polo. Ella me tiende su servilleta. Un gesto práctico que me conmueve—. Te… interesan los demás —dice, con indecisión—. Es algo muy raro en lo que… —se vuelve a interrumpir—, es…, me parece…, un mundo hedonista. Esto es…, Patrick, me estás avergonzando. —Niega con la cabeza, cerrando los ojos.
—Sigue —la animo—. Por favor. Quiero saberlo.
—Eres encantador, eres dulce. —Pone los ojos en blanco—. Y la dulzura es… sexy…, no sé. Pero es tan… misteriosa. Y creo que… eres… misterioso. —Silencio, seguido por un suspiro—. Y eres… considerado. —Se da cuenta de algo, ya no está asustada, me mira directamente—. Y yo creo que los hombres tímidos son románticos.
—¿Cuántas personas de este mundo son como yo? —vuelvo a preguntar—. ¿De verdad parezco eso?
—Patrick —dice ella—. ¿Mentiría?
—No, claro que no…, pero yo creo que… —Es mi turno de suspirar contemplativamente—. Creo…, ¿sabes que se dice que no hay dos copos de nieve iguales?
Jean asiente con la cabeza.
—Bien, pues yo no creo que sea verdad. Creo que hay muchísimos copos de nieve que son iguales… y creo que hay muchísimas personas que también son iguales.
Vuelve a asentir con la cabeza, aunque puedo asegurar que está muy confusa.
—Las apariencias pueden ser engañosas —recalco cuidadosamente.
—No —dice ella, negando con la cabeza, segura de sí misma por primera vez—. No creo que sean engañosas. No lo son.
—A veces, Jean —explico—, las líneas que separan la apariencia… que uno ve… de la realidad… que no ve… se vuelven, bueno, muy borrosas.
—Esto no es cierto —insiste—. Sencillamente no es verdad.
—¿Estás segura? —pregunto, sonriendo.
—Yo no pensaba de ese modo —dice—. Puede que hace diez años no pensara. Pero ahora sí lo pienso.
—¿Qué quieres decir? —pregunto, interesado—. ¿Cómo pensabas?
… la realidad que se desborda. Tengo la extraña sensación de que éste es un momento crucial de mi vida y me sobresalto ante lo imprevisto de lo que supongo pasa por una epifanía. No hay nada de valor que le pueda ofrecer. Por primera vez veo a Jean desinhibida; parece más fuerte, menos controlable, con deseos de llevarme a una tierra nueva y poco familiar —la aterradora inseguridad de un mundo completamente distinto—. Noto que quiere arreglar mi vida de un modo significativo —me lo dicen sus ojos y, aunque veo verdad en ellos, también sé que un día, muy pronto, también ella quedará atrapada en el ritmo de mi locura—. Todo lo que tengo que hacer es mantenerme callado con respecto a esto y no sacarlo a relucir; sin embargo, hace que me debilite, casi es como si ella estuviera decidiendo quién soy yo, y con mi propia obstinación, de modo voluntarioso, para que pueda aceptar una punzada de sentimiento, algo que se tensa en mi interior, y antes de poder interrumpirlo me encuentro casi deslumbrado y en disposición de creer que podría tener la capacidad de aceptar, aunque no de devolver, su amor. Me pregunto si incluso ahora, aquí en Nowheres, puede ver las nubes oscuras que se alzan detrás de mis ojos. Y aunque noto que me abandona la frialdad que siempre tengo, el entumecimiento probablemente nunca querrá desaparecer. Esta relación probablemente no llevará a nada…, no cambiará nada. Imagino a Jean oliendo a limpio, como el té.
—Patrick…, háblame…, no te preocupes tanto —está diciendo.
—Creo que… ha llegado el momento… de que lance una mirada bondadosa… al mundo que he creado —digo, atragantándome, con los ojos llenos de lágrimas, y me encuentro admitiendo ante ella— fui a buscar… medio gramo de cocaína… en el armarito de las medicinas esta… noche pasada. —Estoy juntando las manos, que forman un gran puño con todos los nudillos blancos.
—¿Y qué hiciste con ella? —pregunta.
Pongo una mano encima de la mesa. Ella la coge.
—La tiré. La tiré toda. Me apetecía esnifarla —digo, jadeando—, pero la tiré.
Me estrecha la mano con fuerza.
—¿Patrick? —pregunta, subiendo la mano por mi brazo hasta agarrarme por el codo. Cuando reúno fuerzas para volver a mirar, me sorprende lo inútil, aburrida, físicamente guapa que de verdad es, y la pregunta: ¿Por qué no termino con ella?, se interpone en mi línea de visión. Una respuesta: tiene un cuerpo mejor que la mayoría de las demás chicas que conozco. Otra: en cualquier caso, todos son intercambiables. Otra más: la verdad es que no importa. Está sentada frente a mí, triste pero esperanzada, sin personalidad, a punto de disolverse en lágrimas. Le aprieto la mano, conmovido, no, afectado por su ignorancia del mal. Tiene que pasar una prueba más.
—¿No tienes un attaché? —le pregunto, tragando saliva.
—No —dice ella—. No lo tengo.
—Evelyn lleva attaché —apunto.
—¿Lo lleva…? —pregunta Jean.
—¿Y una agenda personal?
—Una pequeña —admite.
—¿De diseño? —pregunto desconfiadamente.
—No.
Suspiro y tomo su mano, pequeña y dura, en la mía.
… y en los desiertos del sur de Sudán el calor se alza en ondas, y miles y miles de hombres, mujeres y niños vagan por las vastas extensiones de matorrales buscando comida desesperadamente. Esqueléticos y muertos de hambre, dejan un rastro de cuerpos muertos, comen hierbas y hojas y… azucenas, dando tumbos de poblado en poblado, muriendo lenta, inexorablemente; una mañana gris, en el miserable desierto, con el aire lleno de moscas, un niño con la cara como una luna negra yace en la arena, arañándose el cuello, y se alzan conos de arena, nadie consigue ver el sol, el niño está cubierto de arena, casi muerto, los ojos sin pestañear, agradecido (deténte e imagina durante un instante un mundo donde todos agradecen algo) de que ninguno de los demás seres macilentos que pasan, aturdidos y doloridos, le preste atención (no…, hay uno que le presta atención, que se fija en la agonía del niño y sonríe, como si guardara un secreto), el niño abre y cierra su boca agrietada sin hacer ningún sonido, hay un autobús de transporte escolar a lo lejos y, por encima de él, en el espacio, se alza un espíritu, se abre una puerta, pregunta:
—¿Por qué?
Es la del hogar de los muertos, el infinito, se abre y se cierra en el vacío, el tiempo pasa cojeando, el amor y la tristeza atraviesan a toda velocidad al chico…
—Muy bien…
Soy oscuramente consciente de que suena un teléfono. En el café, en Columbus, números incontables, cientos de personas, puede que millares, se han acercado a nuestra mesa durante mi silencio.
—Patrick —dice Jean.
Una persona con un cochecito de niño se detiene en la esquina y compra una chocolatina. El bebé nos mira fijamente a Jean y a mí. Nosotros le devolvemos la mirada. Es raro de verdad y experimento una especie de sensación interna, siento que me acerco y al tiempo me alejo de algo, y que todo es posible.