Sandstone

Mi madre y yo estamos sentados en su habitación privada del Sandstone, donde ahora reside de modo permanente. Intensamente sedada, tiene puestas las gafas de sol y no deja de tocarse el pelo y yo no dejo de mirarme las manos, bastante seguro de que me tiemblan. Trata de sonreír cuando me pregunta qué quiero por Navidad. No me sorprende el esfuerzo que me cuesta alzar la cabeza y mirarla. Llevo un traje de lana con dos botones y solapas muy marcadas de Gian Marco Venturi, zapatos de cuero con cordones de Armani, corbata de Polo, calcetines no estoy seguro de quién. Estamos a mediados de abril.

—Nada —digo, sonriendo tranquilizadoramente.

Hay una pausa. La rompo al preguntar:

—¿Qué quieres tú?

Ella no dice nada durante largo rato y yo vuelvo a mirarme las manos, la sangre seca, probablemente de una chica que se llamaba Suki, de debajo de la uña del pulgar. Mi madre se pasa la lengua por los labios cansinamente y dice:

—No lo sé. Sólo quería pasar unas Navidades agradables.

No digo nada. Me paso la hora siguiente examinándome el pelo en el espejo que he insistido en que los del hospital no quiten de la habitación de mi madre.

—No pareces feliz —dice ella, de repente.

—Pues lo soy —le digo, con un breve suspiro.

—No pareces feliz —dice, esta vez con más tranquilidad. Se toca el pelo, nuevamente liso y cegadoramente blanco.

—Bien, pues tú tampoco lo pareces —digo lentamente, esperando que no dirá nada más.

No dice nada más. Estoy sentado en una butaca situada junto a la ventana y a través de los barrotes veo que la pradera de fuera se oscurece, que una nube tapa el sol, pero enseguida recupera su color verde. Mi madre está sentada en la cama con un camisón de Bergdorf’s y unas zapatillas de Norma Kamali que le regalé el año pasado por Navidades.

—¿Qué tal estuvo la fiesta? —pregunta.

—Muy bien —digo, preguntándome a cuál se referirá.

—¿Cuántas personas había?

—Cuatrocientas. Quinientas. —Me encojo de hombros—. No estoy seguro.

Vuelve a pasarse la lengua por los labios, se toca el pelo una vez más.

—¿A qué hora te fuiste?

—No me acuerdo —respondo, tras una larga pausa.

—¿La una? ¿Las dos? —pregunta.

—Debía de ser la una —digo casi interrumpiéndola.

—Oh. —Vuelve a hacer una pausa, se coloca bien las gafas de sol, unas Ray-Ban negras que le compré en Bloomingdale’s y que me costaron doscientos dólares.

—No estaba muy bien —digo, sin sentido, mirándola.

—¿Por qué? —pregunta, curiosa.

—Simplemente no lo estaba —digo, volviendo a mirarme la mano, las escamitas de sangre de debajo de la uña del pulgar, la fotografía de mi padre cuando era mucho más joven de encima de la mesilla de noche de mi madre, junto a una fotografía de Sean y yo cuando éramos adolescentes, con esmoquin, y sin que ninguno de los dos sonría. En la fotografía, mi padre lleva una chaqueta negra sport cruzada con seis botones, una camisa sport blanca de cuello ancho, corbata, pañuelo en el bolsillo, zapatos, todo de Books Brothers. Está parado junto a uno de los animales que se criaban hace mucho tiempo en la propiedad de su padre en Connecticut, y le pasa algo en los ojos.