Mientras me visto para ir con Jeanette a un nuevo musical inglés que se estrenó en Broadway la semana pasada y luego a cenar en Progress, el nuevo restaurante de Malcolm Forbes del Upper East Side, veo la cinta del programa de Patty Winter de esta mañana, que se divide en dos partes. La primera es sobre el cantante solista de la banda de rock Guns n’Roses, Axl Rose, del que Patty cita que había dicho a uno que le entrevistaba:
«Cuando estoy tenso me pongo violento y la emprendo contra mí mismo. Saqué unas hojas de afeitar pero luego comprendí que tener una cicatriz es más perjudicial que no tener un estéreo… Preferí darle patadas a mi estéreo que pegarle un puñetazo a alguien en la cara. Cuando me enfado o me siento molesto, a veces me dirijo al piano y toco».
La segunda parte consiste en Patty leyendo cartas que Ted Bundy, el asesino de masas, le había escrito a su novia durante uno de sus muchos juicios.
«Querida Carole —lee, mientras una desagradable foto de la cabeza de Bundy, sólo a unas semanas de su ejecución, aparece y desaparece en la pantalla—, por favor, en la sala del tribunal no te sientes en la misma fila que Janet. Cuando miro hacia ti siempre la veo a ella contemplándome con ojos de loca, igual que una gaviota trastornada examinando una almeja… Noto como si ya me echaran salsa picante por encima…»
Espero que pase algo. Me quedo sentado en el dormitorio durante cerca de una hora. No pasa nada. Me levanto, me meto el resto de la coca —una cantidad minúscula— que tengo guardada del sábado pasado en M.K. o en Au Bar en el armarito de las medicinas, me detengo en Orso a tomar una copa antes de reunirme con Jeanette, a la que he llamado antes, para decirle que tengo dos entradas para ese musical en concreto, y ella no ha dicho nada, excepto:
—Iré. —Y yo le he dicho que nos veríamos delante del teatro a las ocho menos diez y ella ha colgado. Me digo, mientras estoy sentado solo en la barra de Orso, que he estado a punto de llamar a uno de los números que se encendían y apagaban en la parte de abajo de la pantalla, pero entonces me he dado cuenta de que no sabía qué decir y he recordado diez de las palabras que ha leído Patty:
—Noto como si ya me echaran salsa picante por encima.
Vuelvo a recordar esas palabras por algún motivo mientras Jeanette y yo estamos sentados en Progress después del musical y es tarde y el restaurante está abarrotado. Pedimos una cosa que se llama carpaccio de águila, mahi-mahi con mesquite grillé, endivias con queso de chèvre y chocolate con almendras por encima, ese gazpacho tan raro con pollo crudo, cerveza seca. En este preciso momento no hay nada de verdad comestible en mi plato, y lo que hay sabe como a plástico. Jeanette lleva una chaqueta de esmoquin de lana, un chal de seda con una manga, pantalones de esmoquin de lana, todo Armani, pendientes de oro antiguo y diamantes, medias de Givenchy, zapatos planos de gro. No deja de suspirar y amenaza con encender un pitillo, a pesar de que estamos sentados en la zona de no fumadores del restaurante. El comportamiento de Jeanette me inquieta profundamente, hace que tenga pensamientos sombríos que se me forman y expanden dentro de la cabeza. Está tomando kir de champán, pero ya ha bebido demasiados y cuando pide el sexto, le sugiero que tal vez ya sea suficiente. Ella me mira y dice:
—Tengo frío y sed y pediré lo que me dé la gana. Yo digo:
—Entonces toma Evian o San Pellegrino, por el amor de Dios.