Estoy con Craig McDermott en Harry’s, de Hannover. Él fuma un puro, bebe un martini de Stoli Cristall y me pregunta qué reglas hay para llevar pañuelo de bolsillo. Yo tomo lo mismo y le respondo. Esperamos a Harold Carnes, que acaba de volver de Londres y lleva media hora de retraso. Estoy nervioso, impaciente, y cuando le digo a McDermott que deberíamos haber invitado a Todd o por lo menos a Hamlin, que estoy seguro que tiene cocaína, él se encoge de hombros y dice que a lo mejor nos encontramos con Carnes en Delmonico’s. Pero no nos encontramos con Carnes en Delmonico’s de modo que vamos a la parte alta de la ciudad, a Smith & Wollensky donde tenemos mesa para las ocho, que he reservado uno de los dos. McDermott lleva un traje de lana cruzado con seis botones de Cerruti 1881; una camisa de algodón de Louis, Boston; una corbata de seda de Dunhill. Yo llevo un traje cruzado con seis botones de Ermenegildo Zegna, una camisa a rayas de algodón de Luciano Barbera, una corbata de seda de Armani, zapatos de ante de Ralph Lauren, calcetines de E.G. Smith. De hombres que han sido violados por mujeres era de lo que trataba el programa de Patty Winters de esta mañana. Sentados en una mesa de Smith & Wollensky, que está extrañamente vacío, empieza a pegarme el Valium, tomo una copa de vino tinto, preguntándome distraídamente por aquel primo mío de St. Alban’s, Washington, que violó recientemente a una chica, le arrancó los lóbulos de las orejas a mordiscos, y noto como arcadas y no pido albondiguillas, y pienso en como mi hermano y yo montábamos juntos a caballo, jugábamos al tenis —recuerdo esto con claridad—, pero McDermott elimina estos pensamientos cuando se fija en que no he pedido las albondiguillas después de que han traído la cena.
—¿Qué pasa? No se puede venir a cenar a Smith & Wollensky y no pedir las albondiguillas —se queja.
Evito su mirada y toco el puro que tengo en el bolsillo de la chaqueta.
—Por Dios, Bateman, eres un maníaco y desvarías. Llevas demasiado tiempo en P & P —murmura—. ¡No tomar albondiguillas!
No digo nada. Cómo podría decirle a McDermott que estoy pasando una temporada inconexa de mi vida y que me estoy fijando en que han pintado las paredes de un blanco brillante, que casi hace daño a la vista y que, debido al resplandor de las luces fluorescentes, esas paredes parecen latir y ponerse al rojo vivo. Frank Sinatra canta «Witchcraft». Sigo con la mirada fija en las paredes, escuchando la letra, con mucha sed, pero nuestro camarero está atendiendo a una mesa muy grande que ocupan exclusivamente japoneses, y alguien, que creo que es o George Mac Gowan o Taylor Preston, en la mesa de detrás de ésta, que lleva algo de Polo, me mira con desconfianza y McDermott sigue mirando fijamente mi filete con expresión de asombro en la cara y uno de los hombres de negocios japoneses tiene un ábaco en la mano, otro trata de pronunciar la palabra «teriyaki», otro tararea, luego canta, la letra de la canción, y toda la mesa ríe, un sonido extraño pero no completamente desconocido, cuando alza unos palillos, mueve la cabeza a los lados con seguridad, imitando a Sinatra. Abre la boca y lo que sale de ellas es:
—Ese astuto olol seductol… esa loca blugelía…