Persecución, Manhattan

Martes por la noche, en Bouley, en No Man’s Land, una cena larguísima bastante irrelevante, incluso después de decirles a los de la mesa:

—Oídme, chicos, mi vida es un infierno viviente.

Pero todos me ignoran, y el grupo reunido (Richard Perry, Edward Lampert, John Constable, Craig McDermot, Jim Kramer, Lucas Tanner) continúa hablando de inversiones, de qué valores parecen mejor colocados para la década que viene, de tías buenas, de bienes raíces, de oro, de por qué las acciones a largo plazo resultan demasiado arriesgadas en estos momentos, de los cuellos anchos, de portafolios, de cómo usar efectivamente la autoridad, de nuevos modos de hacer ejercicio, de Stolichnaya Cristall, de cómo impresionar más a las personas muy importantes, de la eterna vigilancia, de cómo se vive mejor, y aquí en Bouley no consigo controlarme, aquí en una sala que contiene un montón de víctimas potenciales, pues últimamente no puedo evitar encontrarlas en todas partes —reuniones de negocios, clubs nocturnos, restaurantes, taxis que pasan y ascensores, en la cola de los cajeros automáticos y en los vídeos pornos, en CNN, en todas partes, y todas ellas tienen algo en común: son guapas, y durante la cena casi estoy a punto de despegar, me sumo en un estado casi de vértigo que me obliga a disculparme antes del postre, momento en el que voy al servicio, me meto una línea de cocaína, cojo del guardarropa mi abrigo de lana Giorgio Armani y la Magnum 357 que llevo escondida en él, me pongo una cartuchera y luego salgo, pero en el programa de Patty Winters de esta mañana le han hecho una entrevista a un hombre que había prendido fuego a su hija mientras estaba dando a luz, y en la cena todos hemos hablado…

… en Tribeca hay niebla, el cielo anuncia lluvia, los restaurantes están vacíos, pasada la medianoche las calles resultan lejanas, irreales, la única señal de vida humana es un tipo que toca el saxo en la esquina con Duane Street, a la puerta de lo que antes era DuPlex y ahora es un bistró abandonado que cerró el mes pasado; un tipo joven, con barba, boina blanca, que toca un solo de saxofón muy hermoso pero convencional, con un paraguas abierto a los pies, con un billete de dólar húmedo y algunas monedas dentro. Incapaz de resistirlo me acerco a él, escuchando lo que toca, algo de Les Misérables, se da cuenta de mi presencia, saluda con la cabeza y, mientras cierra los ojos —alzando el instrumento, echando la cabeza hacia atrás en lo que supongo que cree que es un momento apasionado—, con un movimiento ágil saco la Magnum 357 de la pistolera y, esperando no llamar la atención de nadie cercano, ajusto un silenciador a la pistola, mientras el frío viento otoñal sopla en la calle, envolviéndonos, y cuando la víctima abre los ojos y ve la pistola y deja de tocar, manteniendo la boquilla del saxo metida en la boca, yo también me detengo; le hago una señal con la cabeza de que continúe y, aunque dudando, él sigue, y entonces yo llevo la pistola hasta su cara y en mitad de una nota aprieto el gatillo, pero el silenciador no funciona y en el mismo instante en que aparece en la pared detrás de su cabeza un enorme círculo púrpura, el sonido atronador del disparo me ensordece, mientras él, estupefacto, con los ojos todavía vivos, cae de rodillas, luego encima de su saxo, y yo saco el cartucho vacío y lo remplazo por otro nuevo, pero entonces pasa algo malo…

… porque mientras hago esto no me doy cuenta de que por detrás se me acerca un coche de la policía —¿qué hace? sólo Dios lo sabe, ¿está repartiendo tickets de aparcamiento?— y después de que el ruido de la pistola levante ecos, se desvanezca, la sirena del coche desgarra la noche, llegando de un lugar desconocido, y hace que el corazón me palpite con fuerza, mientras empiezo a alejarme del cuerpo, que tiembla, despacio, como quien no quiere la cosa al principio, como si fuera inocente, pero luego echo a correr a toda velocidad con el coche de la policía chirriando detrás de mí, y por un altavoz uno de los policías grita inútilmente:

—Alto deténgase tire el arma.

Ignorándolo, doblo a la izquierda por Broadway y me dirijo hacia el City Hall Park, tomo un callejón, con el coche de la policía persiguiéndome, pero se detiene cuando el callejón se estrecha, con una luz azul parpadeando en el techo, y salgo corriendo por el otro extremo del callejón lo más deprisa que puedo, llego a Church Street, donde hago señas a un taxi, salto en el asiento delantero y le grito al taxista, un joven iraní cogido por sorpresa:

—Aléjate a toda velocidad de aquí…, no mires atrás.

Y le amenazo con la pistola, apuntándole a la cara, pero a él le domina el pánico y grita en un espantoso inglés:

—No dispare por favor no me mate.

Tiene los brazos en alto, yo murmuro:

—Mierda. —Y le grito—: Conduce.

Pero está aterrorizado.

—No me mates tío, no dispares —dice.

Yo murmuro impaciente:

—Que te den por el culo.

Y alzando la pistola hacia su cara, aprieto el gatillo, la bala le abre la cabeza en dos, como si fuera una sandía rojo oscuro, aplastándosela contra el parabrisas, y abro la puerta, empujo el cadáver fuera, cierro de un portazo, me pongo a conducir…

… la descarga de adrenalina me hace jadear y sólo consigo avanzar unas cuantas manzanas de casas, en parte debido al pánico que me domina, pero fundamentalmente debido a la sangre, sesos, trozos de cabeza que cubren el parabrisas, y apenas consigo evitar el choque contra otro taxi en la esquina de Franklin —¿es Franklin?— con el Greenwich, torciendo violentamente hacia la derecha, y paso rozando el costado de una limusina aparcada, luego meto marcha atrás, avanzo chirriando por la calle, conecto los limpiaparabrisas, dándome cuenta entonces de que la sangre del cristal está por dentro, por lo que intento limpiarla con la mano enguantada y avanzo rápidamente y casi a ciegas por el Greenwich hasta que pierdo el control por completo y el taxi se desvía y alcanza una tienda coreana, cerca de un restaurante karaoke que se llama Lotus Blosson en el que había estado con unos clientes japoneses, mientras el taxi derriba los estantes de fruta, atraviesa una pared de cristal, el cuerpo del cajero choca contra el capó, Patrick trata de meter la marcha atrás, pero no entra, se baja del taxi, se apoya en él, sigue un silencio en el que se impone el nerviosismo.

—Buena la has hecho, Bateman —murmura, mientras sale cojeando de la tienda, mientras el cuerpo del capó se queja, agonizando, Patrick no tiene ni idea de dónde ha salido el policía que se le acerca corriendo desde el otro lado de la calle y grita algo por un transmisor portátil, creyendo que Patrick está aturdido, pero Patrick le sorprende echándosele encima antes de que el policía pueda sacar el arma y los dos caen juntos en la acera…

… donde ahora hay clientes del Lotus Blosson que miran en silencio los daños, aunque ninguno ayuda al policía mientras los dos hombres pelean en la acera, el policía jadeando por el esfuerzo encima de Patrick, tratando de agarrar la pistola, pero Patrick se nota inflamado, como si por las venas le corriera gasolina en lugar de sangre, y hace más viento, la temperatura baja, empieza a llover, y los dos ruedan suavemente hasta la calzada, Patrick, sin dejar de pensar en que debería haber música, hace un gesto demoníaco, con el corazón latiéndole muy deprisa y se las arregla con bastante facilidad para llevar la pistola a la cara del policía, mientras dos pares de manos la sujetan, pero Patrick aprieta el gatillo, la bala alcanza superficialmente la cabeza del policía pero no le mata, aunque bajando el cañón cuando el policía afloja la presa, Patrick le dispara en la cara, y la bala al salir despide una neblina rosácea que queda en el aire mientras algunas de las personas de la acera gritan, sin hacer nada, vuelven a meterse en el restaurante corriendo, mientras el coche de la policía del que Patrick había escapado en el callejón se dirige rápidamente hacia la tienda, con las luces rojas lanzando destellos, haciendo rechinar los neumáticos al detenerse cuando Patrick tropieza con el bordillo y cae en la acera, al mismo tiempo que vuelve a cargar la pistola y se oculta detrás de la esquina mientras el terror que creía superado le domina nuevamente y piensa: «No tengo ni idea de lo que he hecho para aumentar mis oportunidades de que me atrapen, ¿liquidar de un tiro a un saxofonista?, ¿un saxofonista?, ¿no sería también mimo?, ¿le he liquidado por eso?», y a cierta distancia oye que llegan otros coches, mientras trata de perderse en el laberinto de calles, cuando ahora los policías, aquí mismo, ya no se molestan en hacer advertencias y se ponen a disparar y él les devuelve el fuego, tumbado cuerpo a tierra, mientras contempla a los dos policías que están detrás de las puertas abiertas del coche, disparando como en una película, lo que hace que Patrick se dé cuenta de que está implicado en un tiroteo de verdad, que trata de evitar las balas, que el sueño amenaza con desaparecer, que desaparece, que no apunta con cuidado, que se limita a devolver los disparos, allí tumbado, cuando una bala perdida, la sexta de una nueva descarga, alcanza el depósito de la gasolina del coche de la policía cuyos faros se apagan antes de que el vehículo salte por los aires como una bola de fuego que inflama la oscuridad mientras una farola situada encima explota inesperadamente con chispas amarillas y verdes, llamas que alcanzan los cuerpos de los policías, vivos y muertos, destrozando todas las ventanas de Lotus Blosson, y a Patrick le zumban los oídos…

… mientras corre hacia Wall Street, todavía en Tribeca, y se mantiene alejado de donde las farolas brillan con más fuerza, se fija en que la manzana entera por la que avanza dando tumbos es de clase alta, luego pasa muy deprisa junto a una hilera de Porches, trata de abrirlos uno a uno y pone en funcionamiento una cadena de alarmas de coches, el coche que quiere robar es un Ranger Rover negro con tracción en las cuatro ruedas, con una carrocería de aluminio digna de un avión y chasis de aluminio encastrado y un motor de inyección de ocho cilindros en V, pero no encuentra ninguno, y aunque esto le decepciona, también está embriagado por el torbellino de confusión, por la propia ciudad, por la lluvia que cae del cielo gélido como la nieve aunque aún resulta cálida en la ciudad, en el suelo, por la niebla que se desliza entre los rascacielos de Battery Park, Wall Street, donde sea, muchos de ellos un borrón caleidoscópico, y ahora salta a un dique, da una vuelta de campana sobre él, y luego corre como un loco, corre a toda velocidad, con la mente bloqueada por el esfuerzo físico de un pánico intenso, absoluto, ahora piensa que le sigue un coche por una autopista desierta, ahora nota que la noche le acepta, se oye un disparo que llega desde algún sitio pero la verdad es que no lo registra porque la mente de Patrick no está sincronizada, ha olvidado su destino, hasta que, como un espejo, el edificio de su oficina, donde está situada Pierce & Pierce, le salta a la vista, con sus luces apagándose piso a piso como si la oscuridad ascendiera por él, tiene que correr otros cien metros, doscientos metros, meterse por la escalera, debajo ¿de dónde?, con sus sentidos bloqueados por primera vez por el miedo y el desconcierto, y dominado por la confusión entra corriendo en el vestíbulo de lo que cree que es el edificio de su oficina, pero no, algo parece equivocado, ¿el qué?, te cambiaste (el propio cambio fue una pesadilla aunque Patrick ahora tenga un despacho mejor, con las tiendas nuevas de Barney’s y Godiva junto a…) y ha entrado en un edificio equivocado, es sólo en el ascensor…

… cuyas puertas están cerradas, donde se da cuenta, por el enorme Julian Schnabel que hay en el vestíbulo, que se ha equivocado de edificio y da media vuelta, corriendo, enloquecido, de vuelta a las puertas giratorias, pero el vigilante nocturno que antes ha tratado de atraer la atención de Patrick, ahora le hace señas con la mano cuando está apunto de salir del vestíbulo.

—Qué, quemándose las pestañas, ¿mister Smith? Se le ha olvidado firmar al entrar —dice.

Y frustrado, Patrick dispara contra él mientras da una, dos vueltas enteras, con las puertas de cristal que le devuelven al vestíbulo desde Dios sabe dónde, cuando la bala alcanza el cuello del vigilante, empujándolo hacia atrás, mientras deja un chorro de sangre colgando momentáneamente en el aire antes de volver a caer sobre la retorcida cara del vigilante, y el ordenanza negro que Patrick se acaba de fijar que observaba la escena desde una esquina del vestíbulo, con una fregona en la mano y el cubo a sus pies, deja caer la fregona, pone las manos en alto, y Patrick le dispara alcanzándole justo entre los ojos, y un torrente de sangre le tapa la cara, y la parte trasera de la cabeza le explota en un chorro, la bala levanta un trozo de mármol, la fuerza del estampido le aplasta contra la pared, Patrick corre por la calle hacia la luz de su nueva oficina, cuando entra…

… saludando con la cabeza a Gus, nuestro vigilante nocturno, firma y se dirige al ascensor, a las plantas superiores, hacia la oscuridad de su piso, recupera por fin la calma, seguro en el anonimato de mi nueva oficina, capaz, a pesar del temblor de manos, de coger el teléfono inalámbrico, mirar mi Rolex, exhausto, y los ojos caen sobre el número de Harold Carnes, marco lentamente las siete cifras, respirando a fondo, decido hacer pública lo que ha sido, hasta ahora, mi demencia privada, pero Harold no está, ha ido por cuestiones de negocios a Londres, y le dejo un mensaje admitiéndolo todo, que he cometido treinta, cuarenta, un centenar de asesinatos, y mientras estoy al teléfono hablando con el contestador de Harold, un helicóptero con un foco aparece volando bajo por encima del río, iluminando el cielo de delante de él; se dirige hacia el edificio donde he estado al final y desciende y aterriza en el techo del edificio de enfrente a éste, cuya parte de abajo ya está rodeada por coches de la policía, dos ambulancias, un equipo de geos salta del helicóptero, media docena de hombres armado que desaparecen por la salida al helipuerto del techo, parece que hay luces iluminándolo todo, y yo contemplo todo esto con el teléfono en la mano, acurrucado junto a mi mesa del despacho, sollozando sin saber por qué mientras hablo al contestador de Harold.

—La dejé en un aparcamiento… cerca de un Dunkin’ Donuts… hacia el centro de la ciudad. —Y, por fin, después de diez minutos de esto, termino concluyendo—: Bueno, soy un tipo bastante enfermo. —Y luego cuelgo, pero vuelvo a llamar y, después de un interminable pitido, para comprobar que mi mensaje ha quedado grabado, dejo otro—: Oye, soy Bateman otra vez, y si vuelves mañana, podría dejarme caer por Da Umberto’s por la noche, de modo que, ya sabes, mantén los ojos abiertos. —Y el sol, un planeta en llamas, se alza gradualmente sobre Manhattan, otro amanecer, y la noche pronto se convertirá en día tan deprisa como si fuera una especie de ilusión óptica.