Amanecer. Un día de noviembre. Incapaz de dormir, doy vueltas en la cama, todavía con el traje puesto, notando la cabeza como si tuviera una hoguera encendida encima de ella, con un dolor que me obliga a mantener los dos ojos abiertos, y sin la menor esperanza. No hay medicinas, ni drogas, ni alimentos, ni bebidas que puedan aplacar la intensidad de este penetrante dolor: tengo tensos todos los músculos, todos los nervios en carne viva, en llamas. Llevo tomando Sominex más o menos desde la hora en que me fui de Dalmane, pero no me hace efecto y la caja de Sominex pronto está vacía. Hay cosas en un rincón del dormitorio: un par de zapatos de mujer de Edward Susan Bennis Allen, una mano sin el pulgar y el índice, el último número de Vanity Fair salpicado de sangre, un fajín de esmoquin empapado en sangre coagulada, y desde la cocina llega al dormitorio el olor a sangre cociéndose y cuando me levanto de la cama y voy tambaleándome hasta el cuarto de estar, las paredes laten, el hedor a descomposición se impone a todo. Enciendo un puro, esperando que por lo menos el humo disimulará este horrible hedor.
Sus pechos están hechos papilla y parecen azules y desinflados, y los pezones son una mancha parda desconcertante. Rodeados de negra sangre seca, están puestos, y de modo más bien delicado, en una fuente de porcelana que compré en la Pottery Barn, encima de la máquina de discos Wurlitzer en el rincón, aunque no recuerdo haberlos puesto ahí. También le quité toda la piel y la mayoría de los músculos de la cara, de modo que ésta parece una calavera con una larga y ondulada melena rubia que le cae de una cabeza que está conectada a un cadáver entero y frío; tiene los ojos abiertos, pero los glóbulos oculares le cuelgan fuera de las órbitas, sujetos por unos pedúnculos. La mayor parte de su pecho resulta indistinguible del cuello, que parece carne picada, mientras que el estómago parece una lasaña de berenjena y queso de cabra de Il Marlibro, o una especie de comida para perros, siendo los colores dominantes el rojo y el blanco y el marrón. Algunos de sus intestinos están aplastados contra una pared y otros forman bolas que están esparcidas por la mesita baja de cristal como serpientes azuladas, gusanos mutantes. Los parches de piel que le quedan en el cuerpo son de color gris azulado del color del papel de estaño. Su vagina ha despedido una especie de sirope pardusco que huele a animal enfermo, como si hubiera digerido la rata a la que he obligado a entrar en ella.
Paso el cuarto de hora siguiente tirando de un intestino azulado, en su mayor parte unido todavía al cuerpo, y metiéndomelo en la boca, atragantándome, y notándolo como húmedo y lleno de una especie de pasta que huele mal. Después de una hora de escarbar, le arranco la médula espinal y decido mandársela por Federal Express, sin limpiar, envuelta en una tela, con un remite falso, a Leona Helmsley. Quiero beber la sangre de esta chica como si fuera champán y hundo la cabeza en lo que le queda de estómago, pasando la lengua por las costillas rotas. El enorme televisor nuevo está encendido en una de las habitaciones. Primero emite el programa de Patty Winters, que hoy trata de los diarios íntimos; luego un concurso, Rueda de la Fortuna, y los aplausos del público del estudio suenan a estática cada vez que eligen una carta nueva. Me aflojo la corbata que todavía llevo puesta con una mano empapada en sangre, mientras respiro profundamente. Ésta es mi realidad. Todo lo del exterior es como una película que ya he visto.
En la cocina trato de hacer filetes con la carne de la chica, pero la tarea se vuelve frustrante y me paso la tarde untando las paredes con ella, masticando los trozos de piel que le arranqué del cuerpo, y luego me siento a descansar viendo una cinta del nuevo programa de la CBS, Murphy Brown. Después de eso y de un gran vaso de J&B, vuelvo a la cocina. La cabeza que he metido en el microondas está ya completamente negra y sin pelo, y la pongo en una cazuela de estaño al fuego, en un intento de quitarle, hirviendo, la carne que me haya olvidado de arrancar. Meto el resto del cuerpo en una bolsa de basura —mis músculos, activados por Ben-Gay, manejan con facilidad el peso muerto— y decido utilizar lo que queda de ella para hacer algún tipo de embutido.
En el estéreo suena un CD de Richard Marx, hay una bolsa de Zabar’s llena de bagels de cebolla y especias en la mesa de la cocina mientras pico hueso y grasa y carne para freírlos, y aunque a veces, y de modo esporádico, me doy cuenta de lo inaceptable de algunas de las cosas que hago, enseguida me recuerdo a mí mismo que esta cosa, esta chica, esta carne, no es nada, es mierda, y junto a un Xanax (que ahora tomo cada media hora) esta idea me calma momentáneamente y pronto tarareo la canción de un programa que veía de niño con frecuencia —¿Los Jetson? ¿Los Banana Split? ¿Scooby Doo? ¿Sigmundo y los monstruos marinos?—. Recuerdo la canción, la melodía, incluso la clave en la que la interpretaban, pero no el programa. ¿Era Lidsville? ¿Era H.R. Pufnstuf? Estas preguntas vienen puntuadas por otras preguntas tan distintas como «¿Tendré suficiente tiempo?» y «¿Tendría esta chica un corazón generoso?». El olor a sangre y carne llena el apartamento hasta que dejo de notarlo. Y más tarde, mi macabra alegría se amarga y lloro por mí, incapaz de encontrar solaz en nada de esto, y sollozo y digo:
—Sólo quiero que me quieran —maldiciendo al mundo y todo lo que me han enseñado: principios, distinciones, elecciones, moral, compromisos, conocimientos, unidad, oración. Todo estaba equivocado, carecía de objetivo final. Todo ello se reduce a: muere o adáptate. Me imagino mi propia cara sin expresión, la voz incorpórea que sale de su boca: Estos tiempos son terribles. Ya hay gusanos retorciéndose en el embutido humano, la baba que me cae de la boca se mezcla con ellos y, todavía no soy capaz de decir si estoy preparando esto del modo adecuado, porque lloro con mucha fuerza y nunca antes había cocinado de verdad nada de nada.