En otro nuevo restaurante

Durante un limitado período de tiempo soy capaz de estar medianamente alegre y tranquilo, así que acepto la invitación de Evelyn para cenar durante la primera semana de noviembre en Luke, un nuevo restaurante superchic de nouvelle cuisine china donde también sirven, bastante extrañamente, cocina criolla. Tenemos una buena mesa (la he reservado a nombre de Wintergreen, el más sencillo de los triunfos) y me siento seguro, tranquilo, incluso con Evelyn sentada enfrente parloteando de un enorme huevo Fabergè que creyó que había visto en el Pierre, rodando por el vestíbulo por su propia cuenta o algo así. La fiesta de Halloween de la oficina fue en el Royalton la semana pasada y yo fui de asesino, con todo y un cartel en la espalda que decía «ASESINO DE MASAS» (que era decididamente menos duro que el cartel de hombre sándwich que había hecho ese mismo día, antes, que decía «EL ASESINO DE LA TALADRADORA»), y debajo de las palabras había escrito con sangre, «Sí, soy yo», y el traje también estaba lleno de sangre, en parte falsa, la mayor parte real. En una mano agarraba un mechón del pelo de Victoria Bell, y sujeto con alfileres junto al ojal llevaba el hueso de un dedo, que había cocido para quitarle la carne. Aunque el disfraz era complicado, Craig McDermott se las arregló para ganar el primer premio del concurso. Iba de Ivan Boesky, lo que encontré poco amable, pues muchas personas creyeron que el año pasado yo había ido de Michael Milken. El programa de Patty Winters de esta mañana era sobre los utensilios caseros para abortar.

Los primeros cinco minutos después de habernos sentado están bien, luego dejan en la mesa la copa que he pedido e instintivamente estiro la mano por ella, pero me encuentro acobardado cada vez que Evelyn abre la boca. Me fijo en que Saul Steinberg cena aquí esta noche, pero no quiero mencionárselo a Evelyn.

—¿Un brindis? —sugiero.

—¿Oh? ¿Por qué? —murmura ella, sin interés, girando el cuello y paseando la vista por el sobrio comedor, poco iluminado, muy blanco.

—¿La libertad? —pregunto yo, con voz cansada.

Pero ella no escucha, porque un inglés que lleva un traje de lana de pata de gallo con tres botones, un chaleco de lana, una camisa oxford de algodón de cuello ancho, zapatos de ante y una corbata de seda, todo de Garrick Anderson, al que Evelyn señaló una vez después de que nos peleáramos en Au Bar y llamó «imponente» y al que yo había llamado «enano», se acerca a nuestra mesa, coqueteando abiertamente con ella, y me jode mucho pensar que Evelyn note que estoy celoso de este tipo, pero por fin me río el último cuando le pregunta si todavía trabaja en «esa galería de arte de la Primera Avenida», y Evelyn, claramente nerviosa, con la cara muy larga, le responde que no, le corrige, y después de unas breves y torpes palabras, él se aleja. Evelyn aspira por la nariz, abre su carta e inmediatamente se pone a hablar de otra cosa, sin mirarme.

—¿De qué son todas esas camisetas que veo sin parar? —pregunta—. Y por toda la ciudad. ¿Las has visto tú? ¿Silkcience Igual a Muerte? ¿Son de gente que tiene problemas con sus acondicionadores de pelo, o algo así? ¿Qué me he perdido? ¿A qué se refieren?

—No, estás completamente equivocada. Es Ciencia Igual a Muerte —digo suspirando, y cierro los ojos—. Por Dios, Evelyn, sólo tú puedes confundir eso y un producto para el pelo. —No tengo la menor idea de qué coño estoy diciendo, pero asiento con la cabeza, saludando a alguien de la barra, un viejo, con la cara en sombras, una persona a la que de hecho conozco a medias, pero él levanta su copa de champán hacia mí y me devuelve la sonrisa, lo que es un alivio.

—¿Quién es? —oigo que pregunta Evelyn.

—Un amigo mío —digo.

—Yo no le conozco —dice ella—. ¿De P & P?

—Déjalo —digo, suspirando.

—¿Quién es, Patrick? —pregunta, más interesada por mi resistencia que por su verdadero nombre.

—¿Por qué? —le pregunto, a mi vez.

—¿Quién es? —pregunta ella—. Dímelo.

—Un amigo mío —digo con los dientes apretados.

—¿Quién, Patrick? —pregunta, y luego, mirando de reojo, añade—: No estaba en mi fiesta de Navidad.

—No, no estaba —digo, tamborileando con los dedos en la mesa.

—¿No es… Michael J. Fox? —pregunta, todavía mirando de reojo—. ¿El actor?

—Difícilmente —digo, luego harto, añado—: Por el amor de Dios, se llama George Levanter, y no, no protagonizó El secreto de mi éxito.

—Oh, qué interesante. —Evelyn ya está otra vez estudiando atentamente la carta—. Oye, ¿de qué estábamos hablando?

Tratando de recordar, pregunto:

—¿De acondicionadores de pelo? ¿O de alguna clase concreta de acondicionadores? —digo, suspirando—. No lo sé. Tú hablabas con el enano.

—Ian no es enano, Patrick —dice ella.

—Es desacostumbradamente bajo, Evelyn —me opongo—. ¿Estás segura de que no era él quien estaba en tu fiesta de Navidad? —Y luego, bajando la voz, añado—: ¿Sirviendo los entremeses?

—No puedes seguir llamando enano a Ian —dice ella, desplegando su servilleta encima de las piernas—. No lo soporto —susurra sin mirarme.

Suelto una risita, no puedo evitarlo.

—No es divertido, Patrick —dice.

—La que ha cortado en seco la conversación has sido —señalo.

—¿Esperas que me sienta halagada? —suelta ella implacablemente.

—Oye, guapa, sólo trato de hacer que ese encuentro parezca lo más legítimo posible, así que no…, bueno, ya sabes, que te den por el culo.

—Deja eso —dice, ignorándome—. Oh, mira, es Robert Farrell. —Después de saludarle con la mano, Evelyn discretamente me lo señala a mí y, efectivamente, Bob Farrell, al que todo el mundo conoce, está sentado en la parte norte del comedor en una mesa situada junto a la ventana, lo que secretamente me enfurece—. Es muy guapo —confía Evelyn admirativamente, sólo porque se ha fijado en que contemplo a la tía buena de veinte años con la que está sentado, y para asegurarse de que me he dado cuenta de ello, dice, con intensión de molestarme—: Espero que no te pondrás celoso.

—Es guapo, desde luego —admito—. Tiene pinta de idiota, pero es guapo.

—No seas desagradable. Es muy guapo —dice ella, y luego sugiere—: ¿Por qué no haces que te corten el pelo de ese modo?

Antes de ese comentario yo era un autómata, sólo prestaba atención a Evelyn, vagamente, pero ahora me entra el pánico, y pregunto:

—¿Qué le pasa a mi pelo? —En cuestión de segundos mi rabia se cuadruplica—. ¿Qué coño le pasa a mi pelo? —Me lo toco levemente.

—Nada —dice ella, notando lo irritado que estoy—. Sólo era una sugerencia. —Y luego, notando lo rojo que estoy, añade—: Tienes un pelo de verdad…, de verdad… estupendo. —Trata de sonreír, pero sólo consigue parecer preocupada.

Un trago —medio vaso— de J&B me calma lo suficiente para decir, mirando a Farrell:

—Lo cierto es que me horroriza su tripa.

Evelyn también estudia a Farrell.

—Oh, si no tiene tripa.

—No hay duda, tiene tripa, Evelyn —subrayo.

—Oye, estás loco. —Me rechaza con la mano—. Eres un lunático.

—Evelyn, ese tipo casi tiene treinta años.

—¿Y qué? No todo el mundo se dedica al levantamiento de pesas como tú —dice, aburrida, volviendo a mirar la carta.

—Yo no me dedico al levantamiento de pesas —digo, suspirando.

—Oh, ve y pártele la cara si quieres, perdonavidas —dice, rechazándome bruscamente con la mano—. La verdad es que no me importa.

—No me tientes —le advierto; luego, volviendo a mirar a Farrell, murmuro—: Valiente baboso.

—Oh, Dios mío, Patrick. No tienes derecho a estar tan resentido —dice Evelyn, enfadada, sin dejar de mirar su carta—. Tu animosidad no tiene el menor fundamento. Tiene que pasarte algo de verdad.

—Mira su traje —señalo, incapaz de remediarlo—. Fíjate en lo que lleva puesto.

—¿Y qué, Patrick? —Pasa la página, encuentra que no tiene nada escrito y vuelve a la página que estudiaba anteriormente.

—¿No se le habrá ocurrido que ese traje inspira asco? —pregunto.

—Patrick te estás comportando como un lunático —dice ella, sacudiendo la cabeza, y luego mira la lista de vinos.

—Maldita sea, Evelyn. ¿Qué quieres decir con eso de que «te estás comportando»? —digo—. Es que lo soy.

—¿Tienes que ser militante al respecto? —pregunta.

—No lo sé. —Me encojo de hombros.

—Bueno, de todos modos te voy a contar lo que les pasó a Melania y a Taylor y… —Se fija en algo, y en la misma frase añade, suspirando—: Deja de mirarme el pecho, Patrick. Mírame a mí, no a mi pecho. Bien, en cualquier caso, Taylor Grassgreen y Melania estaban… Conoces a Melania, ¿no? Fue a Sweet Briar. Su padre es dueño de todos esos bancos de Dallas. Y Taylor fue a Cornell. Total, que habían quedado en el Cornell Club y luego tenían mesa reservada en Mondrian a las siete y él llevaba puesto… —Se interrumpe, repasa lo dicho—. No. En Le Cygne. Iban a ir a Le Cygne y Taylor llevaba… —Vuelve a interrumpirse—. Por Dios, si era Mondrian. En Mondrian a las siete y él llevaba un traje Piero Dimitri. Melania había estado de compras. Creo que en Bergdorf’s, aunque no estoy segura…, bueno, da igual, oh, sí…, era en Bergdorf’s porque el otro día llevaba el pañuelo en la oficina… Bien, en cualquier caso, Melania por algún motivo llevaba dos días sin acudir a sus clases de aerobic y les asaltaron en uno de…

—¿Camarero? —digo a uno que pasa—. ¿Otra copa? ¿J&B? —Señalo el vaso, molesto por haberle hecho una pregunta en lugar de darle una orden.

—¿No quieres saher lo que pasó? —pregunta Evelyn, disgustada.

—Me muero de ganas —digo, suspirando, completamente desinteresado—. Casi no puedo esperar.

—Bueno, pues pasó algo de lo más divertido —empieza ella.

«Me interesa muchísimo lo que me cuentas», estoy pensando.Noto su falta de carnalidad y por primera vez eso me inquieta. Antes, era eso lo que me hacía atractiva a Evelyn. Ahora su ausencia me molesta, me parece algo siniestro, me llena de un miedo sin nombre. En nuestra última sesión —ayer, de hecho— el psiquiatra al que he estado acudiendo durante los dos últimos meses preguntó:

—¿Qué método anticonceptivo utilizan usted y Evelyn?

Y yo suspiré antes de responder, con la vista fija en un rascacielos de más allá de la ventana, luego en el cuadro de encima de la mesita Turchin, de cristal, una reproducción visual gigantesca de un ecualizador gráfico de un artista distinto de Onica:

—Su trabajo.

Cuando preguntó cuál era nuestro acto sexual preferido, le dije, completamente en serio:

—La ejecución de una hipoteca.

Oscuramente consciente de que, si no fuera por la gente que hay en el restaurante, cogería los palillos de jade que hay encima de la mesa y se los clavaría a Evelyn en los ojos y los partiría en dos, asiento, simulando escuchar, pero ya me voy calmando y no hago lo de los palillos. En vez de eso, pido una botella de Chassagne Montrachet.

—¿No es divertido? —pregunta Evelyn.

Me río, sin darle importancia, al mismo tiempo que ella, y los sonidos que me salen de la boca están cargados de desdén. Admito:

—Descacharrante.

Digo esto de repente, sin expresión. Clavo la vista en las mujeres de la barra. ¿Me apetecería follar con alguna? Probablemente. ¿Con la tía buena de piernas tan largas que toma un kir en el último taburete? Puede. Evelyn sufre terriblemente dudando entre si elegir el mâché raisin y la ensalada de Luisiana, o el gratinado de remolacha, avellana, guisantes y la ensalada de endibias, y de repente noto como si me hubieran llenado de clonopin, que es muy anticoncluyente, pero no me sienta nada bien.

—Dios santo, ¿veinte dólares por un jodido huevo relleno? —murmuro, estudiando el menú.

—Es un mu shu de chirimoya, ligeramente grillé —dice ella.

—Es un jodido huevo relleno —protesto yo.

A lo que replica Evelyn:

—Eres una persona tan cultivada, Patrick.

—No. —Me encojo de hombros—. Sólo razonable.

—Tengo unas ganas desesperadas de Beluga —dice—. ¿Y tú, querido?

—No —digo.

—¿Por qué no? —pregunta ella remilgadamente.

—Porque no quiero nada que venga en lata o que sea iraní —digo, suspirando.

Ella aspira altivamente por la nariz y vuelve a mirar la carta.

—El mu fu jambalaya es de primera categoría de verdad —le oigo decir.

Los minutos pasan lentos. Pedimos. Llega la comida. Como de costumbre, el plato es enorme, de porcelana blanca; dos trozos de shashimi renegrido de trucha con jengibre en el medio, rodeados de pequeños puntos de wasabi, rodeado por una cantidad mínima de hijiki, y en la parte de arriba del plato hay un solitario langostino enano; otro, todavía más pequeño, está acurrucado en la de abajo, lo que me confunde, pues yo creía que básicamente era un restaurante chino. Miro fijamente el plato durante largo rato y cuando pido agua, nuestro camarero reaparece con un pimentero e insiste dando vueltas en torno a nuestra mesa, preguntándonos constantemente a intervalos de cinco minutos si no queremos «¿algo de pimienta, quizás?» o «¿más pimienta?», y una vez que el imbécil se marcha a otra mesa, cuyos dos ocupantes, lo veo por el rabillo del ojo, tapan sus platos con la mano, hago señas con la mano al maître y le digo:

—¿Podría decirle a ese camarero del pimentero que deje de acosar nuestra mesa? No queremos pimienta. No hemos pedido nada que necesite pimienta. No queremos pimienta. Dígale que se pierda.

—Claro, claro. Mis disculpas. —El maître hace humildes reverencias.

Molesta, Evelyn pregunta:

—¿Tienes que ser tan extremadamente educado?

Dejo el tenedor y cierro los ojos.

—¿Por qué socavas constantemente mi estabilidad?

Ella respira a fondo.

—Vamos a charlar. No a hacernos mutuamente un interrogatorio. ¿De acuerdo?

—¿De qué? —gruño yo.

—Oye —dice—. La fiesta de los jóvenes republicanos es en el Pla… —se interrumpe como si recordara algo, luego continúa—, en el Trump Plaza, el jueves que viene. —Quiero decirle que no puedo asistir, pidiendo a Dios que ella tenga otros planes, aunque hace quince días, borracho y pasado de coca en Mortimer’s o en Au Bar, la invité, por el amor de Dios—. ¿Vamos a ir?

Después de una pausa, digo sombríamente:

—Eso creo.

De postre he preparado algo especial. Esta mañana durante el desayuno de trabajo en el Club 21 con Craig McDermott, Alex Baxter y Charles Kennedy, he robado una pastilla de desinfectante de uno de los urinarios cuando el encargado no estaba mirando. Ya estaba reblandecida, y en casa la he cubierto con un sirope de chocolate barato, luego la he colocado en una caja vacía de Godiva, a la que he puesto una cinta de seda alrededor, y ahora, en Luke, me disculpo para ir al servicio, me dirijo a la cocina, después de haberme detenido en el guardarropa para recoger el paquete, y le pido a nuestro camarero que la lleve a nuestra mesa, «dentro de la caja» y le diga a la dama sentada allí que mister Bateman había llamado antes de ir para encargar esa especialidad para ella. Incluso le digo, mientras abro la caja, que ponga una flor, la que sea, mientras le doy cincuenta dólares. El camarero la trae después de que ha transcurrido una cantidad adecuada de tiempo, después de que nos han retirado los platos, y quedo impresionado de lo que ha hecho con ella; incluso ha colocado la caja en una fuente de plata con tapadera y Evelyn suelta grititos encantada cuando la levanta, diciendo:

—Voilà. —Y coge la cucharilla que está junto a su copa de agua (que me aseguro de que esté vacía) y volviéndose hacia mí, añade—: Patrick, eres tan dulce. —Mientras yo hago un gesto con la cabeza al camarero, sonriendo, y le despido con la mano cuando trata de poner una cucharilla en la parte de la mesa que ocupo yo.

—¿No quieres un poco? —pregunta Evelyn, inquieta. Se inclina con ansia sobre la pastilla desinfectante del urinario bañada de chocolate, dispuesta a atacarla—. Adoro el chocolate Godiva.

—No tengo hambre —digo yo—. La cena me ha dejado… muy lleno.

Se inclina, oliendo el óvalo marrón y, percibiendo un olor a algo (probablemente a desinfectante), me pregunta, ahora consternada: —¿Estás… seguro?

—No, querida —digo—. Quiero que te lo tomes tú. No es grande.

Evelyn toma el primer bocado, masticando dubitativamente, y se lo traga con evidente asco. Se encoge de hombros, luego hace una mueca, pero trata de sonreír cuando toma otro poco.

—¿Qué tal está? —pregunto, y la animo—. Cómetelo. No está envenenado ni nada.

Tiene la cara retorcida por el desagrado, pero se las arregla para contener las náuseas.

—¿Qué pasa? —pregunto, sonriendo forzadamente.

—Sabe tanto… —su cara ahora es una larga máscara agonizante y, encogiéndose de hombros, dice tosiendo—: a menta. —Pero trata de sonreír elogiando el sabor, lo que le resulta imposible. Estira la mano para coger mi copa de agua y la vacía de un trago, para quitarse el sabor de la boca. Luego, notando lo preocupado que parezco, trata de sonreír, esta vez disculpándose—. Lo que pasa… —se vuelve a encoger de hombros— es que sabe tanto… a menta.

Ahora me parece una gran hormiga negra —una gran hormiga negra con un modelo exclusivo de Christian Lacroix— que se come una pastilla desinfectante de urinario y casi me echo a reír, pero también quiero que siga cómoda. No quiero que dude y no termine la pastilla de urinario. Pero no puede comer más, y después de haber tomado dos bocados hace como que ya está llena y aparta el plato. En ese momento empiezo a sentirme raro. Aunque me asombra que haya comido esa cosa, también me entristece y, de repente, me doy cuenta de que por mucho placer que me cause ver a Evelyn comiéndose algo que yo y otros muchos hemos meado, al fin el desagrado que le ha provocado es por culpa mía —se trata de una decepción, una excusa inútil para aguantarla durante tres horas—. La mandíbula empieza a ponérseme rígida, se me relaja, se me pone rígida, se me relaja, de modo involuntario. Suena música en alguna parte, pero no consigo oírla. Evelyn le pregunta roncamente al camarero si podría traerle unos tranquilizantes de la farmacia de la esquina.

Luego, así de fácil, la cena llega a su momento crítico cuando Evelyn dice:

—Quiero un compromiso firmado.

La noche ya se ha deteriorado considerablemente, de modo que este comentario no estropea nada ni me coge desprevenido, pero lo irracional de nuestra situación me deja sin respiración y vuelvo a empujar mi copa de agua hacia Evelyn y le pido al camarero que se lleve la pastilla de desinfectante de urinario a medio comer. Mi resistencia de esta noche se agota en el momento en que retiran el postre. Por primera vez me fijo en que Evelyn ha estado mirándome durante los dos últimos años no con adoración, sino con algo que se parece más a la codicia. Por fin alguien le trae una copa de agua y una botella de Evian que no le he oído pedir.

—Evelyn, yo creo que… —empiezo, me atasco, vuelvo a empezar—, que hemos perdido el contacto.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que va mal? —Está saludando a una pareja con la mano (creo que son Lawrence Montgomery y Geena Webster), y desde el otro lado del comedor Geena (?) alza la mano, en la que lleva un brazalete. Evelyn saluda con la cabeza aprobadoramente.

—Mi…, mi necesidad de seguir… un comportamiento homicida a escala masiva no se puede, bueno, corregir —le digo, midiendo cuidadosamente cada palabra—. Pero… no tengo otro modo de expresar mis… necesidades bloqueadas.

Estoy sorprendido de lo emotivo que me pone admitir esto, y la cosa se prolonga; me noto mareado. Como de costumbre, Evelyn no capta lo esencial de lo que le digo, y me pregunto cuánto me llevará conseguir librarme por fin de ella.

—Tenemos que hablar —digo tranquilamente.

Deja su copa de agua y me mira fijamente.

—Patrick —dice—. Si vas a empezar otra vez con lo de que debería hacerme unos injertos en el pecho, me marcho —advierte.

Considero eso, luego digo:

—Se acabó, Evelyn. Se acabó todo.

—Touché, touché —dice ella, haciendo gesto al camarero para que le traiga más agua.

—Hablo en serio —digo tranquilamente—. La cosa se ha jodido. Hemos terminado. Y no es broma.

Ella vuelve a mirarme y creo que puede que alguien entienda lo que de hecho estoy tratando de comunicarle, pero entonces Evelyn dice:

—Vamos a dejar de lado ese asunto, ¿vale? Lamento si he dicho algo inapropiado. Oye, ¿vamos a tomar café? —Vuelve a hacer señas con la mano al camarero—. Yo tomaré un exprés descafeinado —dice—. ¿Patrick?

—Oporto —digo, suspirando—. Cualquier clase de oporto.

—¿Le gustaría ver…? —empieza el camarero.

—No, el oporto más caro que tengan —le interrumpo—. Y, sí, claro, una cerveza seca.

—Dios mío —murmura Evelyn, después de que se haya ido el camarero.

—¿Todavía ves a tu loquero? —pregunto.

—Patrick —me advierte—. ¿A quién?

—Lo siento —digo, suspirando—. A tu médico.

—No. —Abre su bolso, buscando algo.

—¿Por qué no? —pregunto, interesado.

—Ya te conté por qué —dice ella, para terminar con el asunto.

—Pues no me acuerdo —digo yo, imitando sus gestos.

—Al terminar una sesión me preguntó si podía conseguir que entraran él y otros tres en Nell’s aquella noche. —Se comprueba la boca, los labios, en el espejo de su polvera—. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque creo que necesitas ver a uno —empiezo, dudando, sinceramente—. Creo que emocionalmente eres inestable.

—¿Tú tienes un póster de Oliver North en tu apartamento, y me llamas inestable a ? —pregunta, buscando algo más en el bolso.

—No. Tú lo eres, Evelyn —digo.

—Exageras. Estás exagerando —dice ella, rebuscando en su bolso, sin mirarme.

Suspiro, pero empiezo seriamente:

—Yo no te voy a presionar, pero…

—Qué poco propio de ti, Patrick —dice ella.

—Evelyn, esto tiene que terminar —digo, suspirando, hablando a mi servilleta—. Tengo veintisiete años. No quiero cargar con un compromiso.

—¿Cariño? —pregunta.

—No me llames eso —suelto yo.

—¿Qué? ¿Cariño? —pregunta.

—Sí —suelto, cortante.

—¿Cómo quieres que te llame? —pregunta, indignada.

—Dios santo.

—No, de verdad, Patrick. ¿Cómo quieres que te llame?

Rey, estoy pensando. Rey, Evelyn. Quiero que me llames rey. Pero no digo eso.

—Evelyn, no quiero que me llames nada. No creo que debamos vernos nunca más.

—Pero tus amigos son mis amigos. Mis amigos son tus amigos. No creo que funcionara —dice ella, y luego, mirando un punto de encima de mi boca, añade—: Tienes una mancha encima del labio. Usa la servilleta.

Exasperado, me limpio la mancha.

—Oye, ya sé que tus amigos son mis amigos y viceversa. He pensado en eso. —Después de una pausa, digo, respirando a fondo—. Puedes quedártelos.

Por fin me mira, confusa, y murmura:

—Hablas en serio, ¿verdad?

—Sí —digo—. Hablo en serio.

—Pero… ¿qué va a ser de nosotros? ¿Y de nuestro pasado juntos? —pregunta, con la mirada vacía.

—El pasado no es real. Sólo es un sueño —digo yo—. No menciones el pasado.

Ella entorna los ojos con desconfianza.

—¿Tienes algo contra mí, Patrick? —Y luego, la rigidez de su expresión se transforma instantáneamente en expectación, quizás en esperanza.

—Evelyn —digo, suspirando—. Lo siento. Lo que pasa es que… no eres particularmente importante… para mí.

Sin perder la calma, pregunta:

—Bueno, ¿y quién lo es? ¿Quién crees que lo es, Patrick? —Después de una pausa, pregunta—: ¿Cher?

—¿Cher? —pregunto a mi vez, confuso—. ¿Cher? ¿De qué estás hablando? Olvídalo. Quiero que se termine. Necesito sexo de modo regular. Necesito que me distraigan.

En cuestión de segundos se pone frenética y a duras penas consigue contener la creciente histeria que la domina. No estoy disfrutando tanto como creía que disfrutaría.

—Pero ¿qué va a ser del pasado? ¿De nuestro pasado? —vuelve a preguntar inútilmente.

—No menciones eso —le digo, inclinándome.

—¿Por qué no?

—Porque nunca lo hemos compartido de verdad —digo, evitando alzar la voz.

Ella se calma e, ignorándome mientras vuelve a abrir su bolso, murmura:

—Patológica. Tu conducta es patológica.

—¿Qué quieres decir con eso? —pregunto, ofendido.

—Abominable. Eres patológico. —Encuentra una pildorera Laura Ashley y la abre.

—¿Patológico, por qué? —pregunto, tratando de sonreír.

—Olvídalo. —Saca una píldora que no reconozco y usa mi agua para tragársela.

—¿Soy patológico? ¿Estás diciéndome que soy patológico? —pregunto.

—Vemos el mundo de modo diferente, Patrick. —Olfatea.

—Gracias a Dios —digo, con mala intención.

—Eres inhumano —dice ella, tratando, creo, de no llorar.

—Estoy… —me atasco, intentando defenderme— en contacto con… la inhumanidad.

—No, no, no. —Niega con la cabeza.

—Sé que a veces mi comportamiento es… errático —digo torpemente.

De repente, en un intento desesperado, me coge la mano por encima de la mesa, acercándosela.

—¿Qué quieres que haga? ¿Qué es lo que quieres?

—Oh, Evelyn —gruño, apartando la mano, sorprendido de haber podido soltarla.

Está llorando.

—¿Qué quieres que haga, Patrick? Dímelo, por favor —suplica.

—Deberías…, oh, Dios mío, no lo sé. ¿Llevar ropa interior erótica? —digo, dudando—. Por Dios, Evelyn, no lo sé. Nada. No puedes hacer nada.

—Por favor, ¿qué puedo hacer? —solloza en silencio.

—¿Sonreír con más frecuencia? ¿Saber más de coches? ¿Decir mi nombre con menos frecuencia? ¿Es lo que quieres oír? —pregunto—. Eso no cambiaría nada. Ni siquiera tomas cerveza —murmuro.

—Pero tú tampoco tomas cerveza.

—Eso no importa. Además, acabo de pedir una.

—Oh, Patrick.

—Si de verdad quieres hacer algo por mí, deja de montar el número ahora —digo, paseando la vista, incómodo, por el comedor.

—¿Camarero? —dice ella, en cuanto éste deja el exprés descafeinado, el oporto y la cerveza seca—. Tomaré…, tomaré…, ¿qué? —Me mira con los ojos llenos de lágrimas, confusa y llena de miedo—. ¿Una Corona? ¿Es la que tú tomas, Patrick? ¿Una Corona?

—Oh, Dios mío. Déjalo. Por favor, discúlpela —le digo al camarero. Luego, en cuanto se ha alejado, añado—: Sí, una Corona. Pero estamos en un puñetero bistró chino-cajun, así que…

—Por Dios, Patrick —solloza, sonándose en el pañuelo que le he dado—. Eres tan malo. Eres… inhumano.

—No, soy… —vuelvo a atascarme.

—Tú… no eres… —Se interrumpe, secándose la cara, incapaz de terminar.

—¿No soy qué? —pregunto, esperando, interesado.

—No eres… —solloza, con la vista baja, los hombros hundidos— de aquí. No… —se contiene— tienes sentido.

—Lo tengo —digo, indignado, defendiéndome—. Tengo sentido.

—Eres un espíritu necrófago —dice, sollozando.

—No, no —digo, confuso, mirándola—. El espíritu necrófago eres .

—Dios santo —gime ella, haciendo que los de la mesa de al lado nos miren—. No me lo puedo creer.

—Me marcho —digo, con voz tranquila—. He considerado atentamente la situación y me voy.

—No te vayas —dice, tratando de cogerme del brazo—. No te vayas.

—Me marcho, Evelyn.

—¿Adónde vas? —De repente, parece notablemente calmada. Ha tenido cuidado de que las lágrimas, que de hecho noto que son muy pocas, no le afecten el maquillaje—. Dime, Patrick, ¿adónde vas?

Yo he dejado el puro encima de la mesa. Ella está demasiado disgustada para hacer ni siquiera un comentario.

—Me marcho —digo, simplemente.

—Pero ¿adónde? —pregunta, mientras los ojos vuelven a llenársele de lágrimas—. ¿Adónde vas?

Todos los del restaurante dentro de un determinado radio de escucha parecen mirar hacia otro lado.

—¿Adónde vas? —vuelve a preguntar.

No contesto nada, perdido en mi laberinto privado, y pienso en otras cosas: mandamientos de pagos, ofertas de valores, ESOPs, LBOs, IPOs, financiaciones, refinanciaciones, obligaciones, apropiaciones, poderes, 8-Ks, 10-Qs, bonos basura. PiKs, GNPs, el IMF, multimillonarios, Kenkichi Nakajima, infinidad, infinidad, hasta dónde podría llegar el lujo, finanzas, si cancelar mi suscripción a The Economist, el día de Nochebuena de cuando yo tenía catorce años y había violado a una de nuestras criadas, inclusividad, envidiar la vida de alguien, si es posible sobrevivir a una fractura de cráneo, esperas en aeropuertos, contener un grito, tarjetas de crédito y pasaportes y un sobre de cerillas de La Côte Basque salpicadas de sangre, superficie, superficie, superficie, un Rolls es un Rolls es un Rolls. Para Evelyn nuestra relación es amarilla y azul, pero para mí es un sitio gris, a oscuras en su mayor parte, bombardeado, las secuencias de la película del interior de mi cabeza son constantes fotogramas de piedras y todos los idiomas que se oyen resultan totalmente desconocidos, el sonido se va y viene sobre nuevas imágenes: sangre que sale de cajeros automáticos, mujeres que dan a luz por el culo, fetos congelados o perturbados (¿qué es eso?), cabezas nucleares, miles de millones de dólares, la destrucción total del mundo, una persona apaleada, otra persona que muere, a veces sin sangrar, con mayor frecuencia por disparos de fusil, asesinatos, estados de coma, la vida vivida como un serial, un lienzo en blanco que se convierte por sí solo en un serial. Esto es una celda de castigo que sólo sirve para revelar mi propia capacidad para sentir severamente deteriorada. Yo estoy en el centro, fuera de tiempo y lugar, y sin nadie que me identifique. De repente imagino el esqueleto de Evelyn, retorcido y acurrucado, y eso me llena de alegría. Me lleva mucho tiempo responder a su pregunta —¿adónde vas?—, pero después de un sorbo de oporto y de la cerveza seca, despertando, le digo, al tiempo que me pregunto: «¿Si fuera un autómata de verdad qué diferencia habría?»

—A Libia. —Y luego, tras una significativa pausa, añado—: A Pago Pago. Digo que a Pago Pago. —Y luego, añado además—: Por culpa de tu enfado no pago la cena.