Una chica

Un miércoles por la noche con otra chica a la que he conocido en M.K. y a la que planeo torturar y filmar. No sé cómo se llama y está sentada en el sofá del cuarto de estar de mi apartamento. Hay una botella de champán, Cristal, medio vacía, en la mesa de cristal. Elijo canciones, pulsando los botones, y los números se encienden en el Wurlitzer. Por fin la chica pregunta:

—¿A qué… huele aquí?

Yo le contesto, casi para mí mismo:

—A rata… muerta.

Luego abro las ventanas, la puerta corredera de cristal que da a la terraza, aunque la noche es fría, pues estamos a mediados de otoño, y ella va ligeramente vestida, pero toma otra copa de Cristal y eso parece calentarla lo bastante como para que me pregunte qué hago para ganarme la vida. Le digo que fui a Harvard y luego me puse a trabajar en Wall Street, en Pierce & Pierce, después de graduarme en la facultad de Economía de allí, y cuando me pregunta, no sé si confusa o en broma: «¿Y eso qué es?», trago saliva y, dándole la espalda, frente al nuevo Onica, tengo la suficiente energía para decirle:

—Una… zapatería.

Preparo una línea de cocaína que he encontrado en el armario de las medicinas al volver a casa, y el Cristal suprime el nerviosismo, pero sólo en parte. El programa de Patty Winters de esta mañana era sobre un aparato que permite a los vivos hablar con los muertos. La chica lleva chaqueta y falda de barathea de lana, una blusa georgette de seda, pendientes de ágata y marfil de Stephen Dweck, un chaleco de jacquart, todo de…, ¿dónde? Charivari, supongo.

En el dormitorio está desnuda y lubricada y me chupa la polla mientras yo estoy de pie delante de ella, y luego le doy un golpe en la cara con la polla, agarrándole el pelo con la mano y llamándola «jodida puta de mierda», y esto la excita todavía más, y mientras me chupa con poca convicción la polla se pone a manosearse el clítoris, y cuando me pregunta:

—¿Te gusta? —mientras me chupa los huevos, yo le contesto:

—Sigue, sigue —y respiro profundamente.

Tiene los pechos erguidos y grandes y firmes, los dos pezones muy tiesos, y mientras se atraganta con mi polla mientras la follo violentamente por la boca, estiro la mano para apretárselos y luego mientras la follo, después de meterle un consolador en el culo y mantenérselo allí sujeto con una correa, le araño las tetas, hasta que me pide que lo deje. Esta misma noche, antes, he cenado con Jeanette en un nuevo restaurante de cocina del norte de Italia cercano a Central Park, en el Upper East Side, que era muy caro. Yo llevaba un traje hecho por Edward Sexton y pensaba tristemente en la casa de mi familia en Newport. Luego he dejado a Jeanette y me he detenido en M.K. para ver a un recaudador de fondos para la campaña electoral que tiene algo que ver con Dan Quayle, aunque éste ni siquiera me gusta. En M.K. la chica que me estoy follando se ha acercado a mí, que estaba arriba, en el sofá, esperando para jugar al billar.

—Dios santo —está diciendo.

Excitado, le doy una bofetada, luego un puñetazo no demasiado fuerte en la boca, luego se la beso, mordiéndole los labios. Miedo, terror, confusión, la abruman. La correa se rompe y el consolador se le desliza fuera del culo mientras trata de apartarme. Yo me echo a un lado y hago ver que la voy a dejar escapar, y luego, mientras está recogiendo su ropa y murmura algo sobre él:

—Loco, jodido hijoputa —que soy, salto sobre ella, como un felino, echando literalmente espuma por la boca. Ella grita, se disculpa, solloza histéricamente, suplicándome que no le haga daño, mientras llora y se tapa los pechos, ahora llena de vergüenza. Pero ni siquiera sus sollozos me excitan. Siento poca gratificación cuando le echo pulverizador de auto defensa, menos todavía cuando le golpeo la cabeza contra la pared cuatro o cinco veces, hasta que pierde el conocimiento, dejando una pequeña mancha de sangre, con algo de pelo pegado a ella. Después de que cae al suelo, me dirijo al cuarto de baño y preparo otra línea de la mediocre coca que conseguí en Nell’s o en Au Bar la otra noche. Oigo sonar un teléfono y un contestador automático que responde a la llamada. Me inclino sobre el espejo, ignorando el mensaje.

Más tarde, como era predecible, está atada en el suelo, desnuda, boca arriba, con ambos pies y ambas manos atadas a unos postes que están sujetos a unas tablas lastradas con metal. Tiene las manos llenas de clavos y las piernas lo más abiertas posible. Una almohada hace que mantenga levantado el culo, y le he echado en el coño queso brie, parte del cual le ha entrado en la cavidad vaginal. Apenas ha recuperado el conocimiento y, en cuanto me ve, de pie a su lado, desnudo, puedo imaginar que mi virtual carencia de humanidad le llena la mente de un terror absoluto. He colocado el cuerpo delante del nuevo televisor Toshiba y en el vídeo hay una vieja cinta y en la pantalla aparece la última chica a la que filmé. En la grabación llevo un traje de Joseph Abboud, una corbata de Paul Stuart, zapatos de J. Crew, un chaleco de alguien italiano, y estoy arrodillado en el suelo al lado del cadáver, comiéndome los sesos de la chica, deglutiéndolos, echando Grey Poppon sobre trozos de carne rosa, sensual.

—¿Lo ves? —pregunto a la chica que no está en el televisor—. ¿Ves eso? ¿Estás mirando? —susurro.

Trato de usar la taladradora eléctrica con ella, metérsela en la boca, pero está lo suficientemente consciente, tiene fuerza para apretar los dientes, y aunque la broca se los atraviesa rápidamente, la cosa deja de interesarme, conque le levanto la cabeza, le sale sangre de la boca, y la obligo a mirar el resto de la cinta y, mientras mira a la chica de la pantalla que sangra por casi todos los orificios posibles, espero que se dé cuenta de que eso mismo es lo que le va a pasar a ella sin importar por qué. Que ella terminará aquí tumbada, en el suelo de mi apartamento, con las manos clavadas a unos postes, con queso y cristales rotos metidos en el coño, la cabeza destrozada y sangrando, sin importar lo que pudiera haber elegido; que si ella hubiera ido a Nell’s o a Indochine o a Mars o Au Bar, en vez de a M.K., si ella no hubiera subido conmigo a un taxi hacia el Upper West Side, todo esto habría pasado de todos modos. La habría encontrado. Así es cómo funcionan las cosas en este mundo. Decido no ocuparme de la cámara esta noche.

Estoy tratando de meterle uno de los tubos huecos de plástico del sistema Habitail que une las dos jaulas —que he desmontado— dentro de la vagina, forzando los labios vaginales alrededor de él, y aunque está engrasado con aceite de oliva, no se adapta adecuadamente. Mientras tanto, en la máquina de discos Frankie Valli canta «Lo peor que podría suceder», y hago una mueca de desagrado, mientras empujo el tubo dentro del coño de la muy puta. Por fin tengo que recurrir a echar ácido alrededor del coño para que la carne deje paso al engrasado extremo del tubo, que pronto se desliza dentro con facilidad.

—Espero que te duela —digo.

La rata se lanza contra las paredes de cristal de la jaula cuando la traigo desde la cocina al cuarto de estar. Se ha negado a comer lo que queda de la otra rata que había comprado para jugar con ella la semana pasada, que ahora yace muerta, pudriéndose en un rincón de la jaula. (Durante los últimos cinco días la he tenido sin comer a propósito). Pongo la jaula de cristal junto a la chica y, puede que debido al olor del queso, la rata parece volverse loca: primero corre haciendo círculos, lloriqueando, luego trata de ponerse a dos patas, debilitada por el hambre. La rata no necesita que la aguijoneen y el atizador doblado que pensaba usar sigue sin tocar a mi lado y, con la chica todavía consciente, el animal se mueve sin esfuerzo con nuevas energías, lanzándose por el tubo, que he conectado a la jaula, hasta que la mitad de su cuerpo desaparece, y luego, al cabo de un minuto —su cuerpo se agita al comer— le desaparece todo el cuerpo, excepto el rabo, y tiro violentamente del tubo y lo quito del coño de la chica, impidiendo con él que salga el roedor. Pronto le desaparece hasta el rabo. Los ruidos que hace la chica en su mayor parte son incomprensibles.

Puedo decir que va a ser una muerte característicamente inútil, sin sentido, pero ya estoy acostumbrado al horror. Éste parece destilado, incluso ahora que no me molesta ni inquieta. No lamento nada, y para demostrármelo, al cabo de un minuto o dos de ver a la rata moverse en su bajo vientre, asegurándome de que la chica todavía está consciente, pues agita la cabeza de dolor, tiene los ojos desorbitados de terror y confusión, uso una sierra mecánica y en cuestión de segundos corto a la chica en dos. Los dientes metálicos atraviesan la piel y el músculo y el tendón y el hueso tan deprisa que sigue viva el tiempo suficiente para ver que separo sus piernas del resto del cuerpo —sus muslos, lo que queda de su mutilada vagina— y los levanto delante de mí, despidiendo sangre, casi como trofeos. Mantiene los ojos abiertos durante un minuto, desesperados y sin lograr enfocar nada, luego los cierra, y por fin, antes de morir, aunque innecesariamente, le clavo un cuchillo en la nariz y le abro la carne hasta la frente, y luego le rebano el hueso de la barbilla. Sólo le queda media boca y me la follo una vez, luego otra, tres veces en total. Sin ocuparme de si respira o no, le saco los ojos, utilizando los dedos. La rata sale con la cabeza por delante —se las ha arreglado de algún modo para darse la vuelta dentro de la cavidad— y está llena de sangre (también me fijo en que la sierra mecánica le ha cortado la mitad del rabo) y le doy de comer más brie hasta que noto que debo matarla a golpes, cosa que hago. Más tarde el fémur de la chica y lo que queda de mandíbula están en el horno, asándose, y mechones de vello púbico llenan el cenicero Steuben de cristal, y cuando les prendo fuego arden rápidamente.