McDermott y yo habíamos quedado para cenar esta noche en 1500 y me llama hacia las seis y media, cuarenta minutos antes de la hora para la que teníamos mesa reservada (no había podido conseguirnos mesa para ninguna otra hora, excepto para las seis y diez o las nueve, que es cuando cierra el restaurante…, es de cocina californiana y las horas para las que reservan mesas son una manía que han traído de ese Estado), y aunque estoy limpiándome los dientes con hilo dental, todos mis teléfonos inalámbricos se encuentran junto al lavabo del cuarto de baño y descuelgo el correcto al segundo timbrazo. Llevo puestos unos pantalones negros Armani, una camisa blanca Armani, una corbata Armani roja y negra. McDermott me dice que Hamlin quiere venir con nosotros. Tengo hambre. Hay una pausa.
—¿Y entonces? —pregunto, ajustándome la corbata—. Muy bien.
—¿Y entonces? —dice, suspirando, McDermott—. Pues que Hamlin no quiere ir al 1500.
—¿Por qué no? —Cierro el grifo del lavabo.
—Estuvo allí ayer por la noche.
—Entonces…, ¿qué tratas de decirme, McDermott?
—Que tendremos que ir a otro sitio —dice él.
—¿Adónde? —pregunto yo cautamente.
—Hamlin ha sugerido Alex Go to Camp —dice.
—No cuelgues. Me estoy enjuagando. —Después de enjuagarme con el líquido antiplaca dental y de examinarme atentamente el nacimiento del pelo en el espejo, escupo el Plax—. Lo veto. Otro sitio. Estuve allí la semana pasada.
—Ya lo sé. También estuve yo —dice McDermott—. Además es barato. Entonces, ¿adónde vamos?
—¿No ha propuesto ningún otro sitio Hamlin, por si acaso? —gruño, irritado.
—La verdad, no.
—Llámale y que consiga reserva en otro sitio —digo, saliendo del cuarto de baño—. No sé dónde tengo mi Zagat.
—¿Vas a mantenerte en línea o prefieres que te llame después? —pregunta.
—Vuelve a llamarme. —Colgamos.
Pasan los minutos. Suena el teléfono. No me molesto en verificar quién es. Es McDermott de nuevo.
—¿Qué hay? —pregunto.
—Hamlin no tiene ningún otro sitio pensado y quiere invitar a Luis Carruthers, y lo que yo quiero saber es si eso significa que va a venir Courtney —pregunta McDermott.
—Luis no puede venir —digo yo.
—¿Por qué no?
—No puede, y basta. —Luego pregunto—: ¿Por qué quiere que venga Luis?
Hay una pausa.
—Espera un momento —dice McDermott—. Lo tengo en la otra línea. Se lo preguntaré.
—¿A quién tienes? —Siento una ráfaga de pánico—. ¿A Luis?
—A Hamlin.
Mientras espero, me dirijo a la cocina, abro la nevera y saco una botella de Perrier. Estoy buscando un vaso cuando oigo un click.
—Oye —digo, cuando tengo a McDermott nuevamente en la línea—. No quiero ver a Luis ni a Courtney, ya sabes, disuádelos o haz lo que sea. Utiliza tu encanto. Muéstrate encantador.
—Hamlin tiene que cenar con un cliente tejano y…
Le corto.
—Espera, eso no tiene nada que ver con Luis. Que Hamlin se las arregle como pueda.
—Hamlin quiere que vaya Carruthers porque Hamlin se ocupa del caso Panasonic, pero Carruthers sabe mucho más del asunto y por eso quiere que vaya —explica McDermott.
Hago una pausa mientras digiero esto.
—Si viene Luis, le mataré. Juro por Dios que le mataré. Mataré a ese cabrón.
—Coño, Bateman —murmura McDermott, afectado—. Eres humanitario de verdad. Un sabio.
—No. Sólo… —empiezo, confuso, irritado—. Sólo soy sensible.
—Lo único que quiero saber yo es que si viene Luis, ¿eso significa que también vendrá Courtney? —vuelve a preguntar.
—Dile a Hamlin que invite a…, mierda, no lo sé. —Me interrumpo—. Dile a Hamlin que cene él solo con ese tipo de Texas. —Vuelvo a interrumpirme, dándome cuenta de algo—. Espera un momento. ¿Significa eso que Hamlin… nos invitará? Quiero decir que si pagará él, ya que es una cena de negocios.
—¿Sabes?, a veces creo que hasta eres listo, Bateman —dice McDermott—. Otras veces…
—Mierda, ¿qué demonios estaba diciendo? —me pregunto a mí mismo en voz alta—. Tú y yo podemos tener una cena de negocios juntos. Yo no voy. Eso es. No voy.
—¿Ni siquiera si no viene Luis? —pregunta él.
—No.
—¿Por qué no? —se queja él—. Tenemos mesa reservada en 1500.
—Tengo…, tengo que… ver El Show de Bill Cosby.
—Grábalo, por el amor de Dios, no seas gilipollas.
—Espera. —Acabo de darme cuenta de otra cosa más—. ¿Crees que Hamlin querrá… —hago una pausa, incómodo— conseguir drogas, a lo mejor… para el tejano?
—¿En qué estás pensando, Bateman? —pregunta McDermott, el muy gilipollas.
—Mmmmm. Estoy pensando en ello. Estoy pensando en ello.
Después de una pausa, McDermott dice:
—Tictac, tictac —canturreando—. Así no vamos a ninguna parte.
—Que no se te escape Hamlin, manténlo en la otra línea —suelto, muy deprisa, mirando el Rolex—. Date prisa. A lo mejor podemos hablar con él en 1500.
—Vale —dice McDermott—. Espera.
Hay cuatro clicks y luego oigo que Hamlin dice:
—Bateman, ¿es correcto llevar calcetines color arcilla con un traje oscuro? —Trata de hacer un chiste, pero no me hace gracia.
Suspirando interiormente, con los ojos cerrados, respondo, impaciente:
—La verdad es que no, Hamlin. Son demasiado sport. No van bien con la imagen seria del traje. Pueden llevarse con trajes menos serios. De tweed o algo así. ¿De acuerdo, Hamlin?
—¿Bateman? —Y añade—: Gracias.
—Luis no puede venir —le digo—. Pero estaré encantado de que vengas tú.
—No hay problema —dice él—. De todos modos el tejano no va a venir.
—¿Por qué no? —pregunto.
—Podríamos ir a ese sitio tan estupendísimo, el CBJB, es una monada nueva ola. Cuestión de estilos de vida —explica Hamlin—. El tejano no está libre hasta el lunes. Y yo rápidamente, y con gran agilidad mental, debería añadir, he recurrido a mi apretada agenda. Un padre enfermo. Un incendio forestal. Una excusa.
—¿Y qué pasa con Luis? —pregunto desconfiadamente.
—Luis cena esta noche con el tejano, lo que me elimina un montón de problemas, colega. Le veré en Smith y Wollensky el lunes —dice Hamlin, encantado consigo mismo—. De modo que todo está arreglado.
—Espera —dice McDermott, y pregunta, dubitativos—, ¿significa eso que no va a venir Courtney?
—¿Vamos a pasar de la mesa que tenemos reservada en 1500? —señalo yo—. Además, Hamlin, creo que estuviste ayer por la noche, ¿no?
—Sí —dice él—. Tienen un carpaccio pasable. Un reyezuelo decente. Sorbetes buenos. Pero vamos a cualquier otro sitio y, bueno, luego iremos en busca del cuerpo perfecto. ¿Qué opinan, caballeros?
—Suena bien —digo yo, contento de que, por una vez, Hamlin tenga una buena idea—. Pero ¿qué va a decir Cindy de esto?
—Cindy tiene que ir a una cosa de caridad en el Plaza algo…
—Será en el Trump Plaza —apunto distraídamente, mientras por fin abro la botella de Perrier.
—Sí, el Trump Plaza —dice—. Algo sobre árboles cerca de la biblioteca. Dinero para árboles o arbustos de algún tipo —dice, inseguro—. ¿Plantas? Puede conmigo.
—¿Entonces adónde vamos? —pregunta McDermott.
—¿Quién cancela las reservas en el 1500? —pregunto.
—Tú mismo —dice McDermott.
—Oh, McDermott —protesto yo—, hazlo tú.
—Espera —dice Hamlin—. Vamos a decidir antes adonde vamos.
—De acuerdo. —McDermott, el parlamentario.
—Me opongo fanáticamente a que no sea un sitio del Upper West o el Upper East de esta ciudad —digo.
—¿Bellini’s? —sugiere Hamlin.
—No. Allí no se puede fumar puros —decimos McDermott y yo al mismo tiempo.
—Bien, tachado —dice Hamlin—. ¿Gandango? —sugiere.
—Podría ser, podría ser —murmuro, pensando en ello—. Suele ir Trump.
—¿Zeus Bar? —pregunta uno de ellos.
—Reserva mesa —dice el otro.
—Esperad —les digo—. Estoy pensando.
—Bateman… —advierte Hamlin.
—Estoy dándole vueltas a la idea —digo.
—Bateman…
—Esperad. Dejadme pensarlo un minuto.
—La verdad es que estoy demasiado cabreado para aguantar todo eso —dice McDermott.
—¿Por qué no nos olvidamos de toda esta mierda y probamos un japonés? —sugiere Hamlin—. Luego iremos a la busca del cuerpo perfecto.
—No es tan mala idea, la verdad. —Me encojo de hombros.
—¿Adónde quieres ir tú, Bateman? —pregunta McDermott.
Pensando en ello, a muchos kilómetros de distancia, respondo:
—Quiero…
—¿Sí…? —preguntan los dos, expectantes.
—Quiero…, bueno, pulverizarle la cara a una mujer con un ladrillo enorme y pesado.
—Aparte de eso —se queja Hamlin, con impaciencia.
—Muy bien, de acuerdo —digo—. Al Zeus Bar.
—¿Estás seguro? ¿De verdad? ¿Al Zeus Bar? —concluye Hamlin.
—Tíos. Cada vez me siento más incapaz de ocuparme de todo esto —dice McDermott—. Zeus Bar. Es definitivo.
—No cortéis —dice Hamlin—. Llamaré para reservar mesa. —Se oye un click y McDermott y yo quedamos a la espera. Hay un largo silencio antes de que alguno de los dos diga algo.
—Ya sabes —digo, por fin—. Probablemente será imposible reservar mesa allí.
—A lo mejor deberíamos ir a M.K. Al tejano probablemente le gustaría M.K. —dice Craig.
—McDermott, el tejano no viene —señalo yo.
—De todos modos, yo no puedo ir a M.K. —dice, sin escuchar y sin mencionar por qué.
—No quiero saber por qué.
Esperamos dos minutos más por Hamlin.
—¿Qué demonios estará haciendo? —pregunto, luego oigo un click.
McDermott también lo oye.
—¿Quieres contestar? —dice.
—Estoy pensándolo. —Vuelve a oírse el click. Me quejo y le digo a McDermott que espere. Es Jeanette. Suena a cansada y triste. No quiero volver a la otra línea, de modo que le pregunto qué hizo ayer por la noche.
—¿Después de la hora en que se suponía que nos íbamos a ver? —pregunta ella.
Hago una pausa, inseguro.
—Bueno, sí.
—Terminamos en Palladium, que estaba completamente desierto. Dejaban entrar a la gente gratis. —Suspira—. Vimos a unas cuatro o cinco personas.
—¿Conocidas? —pregunto, esperanzado.
—En… todo… el… club —dice, espaciando cada palabra amargamente.
—Lo siento —digo, por fin—. Tuve que… devolver unas cintas de vídeo… —Y luego, reaccionando ante su silencio—: Ya sabes, me apetecía verte…
—No quiero oír hablar de eso —dice, suspirando y cortándome—. ¿Qué vas a hacer esta noche?
Hago una pausa, preguntándome qué responder, antes de admitir:
—Iré al Zeus Bar, a las nueve. Con McDermott y Hamlin. —Y luego, sin ganas—. ¿Te gustaría reunirte allí con nosotros?
—No lo sé —dice, suspirando. Sin rastro de haberse ablandado, pregunta—: ¿Quieres que vaya?
—¿Tienes que seguir mostrándote tan patética? —le pregunto a mi vez.
Me cuelga. Vuelvo a la otra línea.
—Bateman, Bateman, Bateman, Bateman —está murmurando Hamlin.
—Aquí estoy. Cierra esa jodida boca.
—¿Todavía sigues sin decidirte? —pregunta McDermott—. No aplaces las decisiones.
—He decidido que prefiero jugar al golf —digo—. Hace tiempo que no juego.
—Que le den por el culo al golf, Bateman —dice Hamlin—. Tenemos mesa reservada para las nueve en Kaktus…
—Y una reserva que cancelar en 1500 a las, mm, veamos… hace ya veinte minutos, Bateman —dice McDermott.
—Mierda, Craig. Cancélala ya —digo cansinamente.
—Por Dios, cuánto odio el golf —dice Hamlin, estremeciéndose.
—Cancélala tú —dice McDermott, riendo.
—¿A qué nombre está? —pregunto yo, sin reír y alzando la voz.
Después de una pausa, McDermott dice suavemente:
—Carruthers.
Hamlin y yo nos echamos a reír.
—¿De verdad? —pregunto.
—No he podido encontrar mesa en Zeus Bar —dice Hamlin—. Así que iremos a Kaktus.
—Muy a la última —digo, desanimado—. O eso creo.
—Un sitio animado. —Hamlin se ríe ahogadamente.
Vuelven a llamar y antes de que pueda decidir si contestar o no, Hamlin decide por mí.
—Pero si no queréis ir a Kaktus…
—Espera, me llaman —digo—. No colguéis.
Es Jeanette, llorando.
—¿De qué no serás capaz? —pregunta, entre sollozos—. Sólo quiero que me digas de qué no eres capaz.
—Jeanette, guapa —digo, para tranquilizarla—. Oye, por favor, oye lo que te digo. Estaremos en Zeus Bar a las diez. ¿De acuerdo?
—Por favor, Patrick —suplica ella—. Estoy bien. Sólo quería hablar de…
—Nos veremos a las nueve o a las diez, cuando quieras —digo—. Tengo que dejarte. Hamlin y McDermott están en la otra línea.
—Muy bien. —Jeanette sorbe por la nariz, tranquilizándose, y aclara la voz—. Nos veremos allí. De verdad, lo sien…
Cuelgo y paso a la otra línea. Sólo queda McDermott.
—¿Qué ha sido de Hamlin?
—Ha tenido que irse —dice McDermott—. Se unirá a nosotros a las nueve.
—Estupendo —murmuro—. Creo que lo he arreglado.
—¿Quién era?
—Jeanette —digo yo.
Oigo un débil click, luego otro.
—¿Era tu aparato, o el mío? —pregunta McDermott.
—El tuyo —digo—. Creo.
—Espera.
Espero, paseando impacientemente a lo largo de la cocina. McDermott vuelve a comunicar conmigo.
—Es Van Patten —dice—. Lo tengo esperando en la otra línea.
Cuatro clicks más.
—Hola, Bateman —exclama Van Patten—. Amigo.
—Mister Manhattan —digo—. Te saludo.
—Oye, ¿cuál es el modo correcto de llevar un fajín de esmoquin? —pregunta.
—Hoy ya he respondido tres veces a eso —le advierto.
Los dos se ponen a hablar de si Van Patten podrá estar o no en el Kaktus a las nueve, y yo dejo de concentrarme en las voces que llegan por el teléfono inalámbrico y me pongo a observar, con creciente interés, a la rata que he comprado —todavía tengo la mutante que emergió por el retrete— en su nueva jaula de cristal, arrastrando lo que le queda de su cuerpo carcomido por el ácido por el complicado sistema Habitrail —un tubo que une dos jaulas— que tengo en la mesa de la cocina, donde intenta beber del bebedero que esta mañana he llenado de Evian envenenada. La escena me parece demasiado lastimosa y no lo suficientemente lastimosa. No lo puedo decidir. Un click me saca de mi delirio y les digo a Van Patten y McDermott que queden a la espera.
Desconecto la pausa, antes de decir:
—Ésta es la casa de Patrick Bateman. Por favor deje su mensaje después…
—Por el amor de Dios, Patrick, no seas niño —protesta Evelyn—. Deja de hacer esas tonterías. ¿Por qué insistes en hacer esas cosas? ¿De verdad crees que vas a librarte de alguien con eso?
—¿Con qué? —pregunto inocentemente—. ¿Protegiéndome a mí mismo?
—Torturándome a mí —dice ella, casi sollozando.
—Querida —digo.
—¿Qué?
—Tú no sabes qué es la tortura. No sabes de qué estás hablando —le digo—. De verdad que no sabes de qué estás hablando.
—No quiero hablar de eso —dice—. Se acabó. Vamos a ver, ¿adónde vamos a cenar esta noche? —La voz se le ablanda—. Pensaba que a lo mejor podíamos cenar en TDK a las, bueno, digamos que, ¿a las nueve?
—Esta noche voy a cenar solo en el Harvard Club —digo.
—No seas absurdo —dice Evelyn—. Sé que vas a cenar en Kaktus con Hamlin y McDermott.
—¿Cómo sabes eso? —pregunto, sin importarme que me haya cogido en una mentira—. De todos modos es Zeus Bar, no Kaktus.
—Porque acabo de hablar con Cindy —dice ella.
—Yo creía que Cindy iba a algo benéfico sobre plantas o árboles… o matorrales —digo.
—No, no —dice Evelyn—. Eso es la semana que viene. ¿Quieres ir?
—Espera un instante.
Vuelvo a la línea donde tengo a Craig y Van Patten.
—¿Bateman? —pregunta Van Patten—. ¿Qué coño estás haciendo?
—¿Cómo cojones sabe Cindy que vamos a cenar a Kaktus? —pregunto.
—Se lo habrá dicho Hamlin —aventura McDermott—. No lo sé. ¿Por qué?
—Porque Evelyn lo sabe —digo.
—¿Cuándo coño va a abrir Wolfgang Puck un restaurante en esta jodida ciudad? —nos pregunta Van Patten.
—¿Ya anda Van Patten con su tercer pack de seis latas de Foster’s o todavía anda por el primero? —pregunto a McDermott.
—Lo que preguntas, Patrick —empieza McDermott—, es si debemos excluir a las mujeres o no, ¿verdad?
—Hay una cosa que deja de existir con mucha rapidez —advierto—. Es lo único que digo.
—Lo que quieres saber —dice McDermott— es si deberías invitar a Evelyn. ¿Es eso?
—No, no quiero invitada —digo, subrayando las palabras.
—Bueno, oye, yo quería invitar a Elizabeth —dice Van Patten tímidamente (¿tímida o burlonamente?).
—No —digo—. Nada de mujeres.
—¿Te pasó algo con Elizabeth? —pregunta Van Patten.
—¿Qué? —añade McDermott.
—Que es idiota. No, es inteligente. No lo sabría decir. No la invites —digo.
Después de una pausa, oigo decir a Van Patten:
—Noto que empiezan las rarezas.
—Bueno, pues si Elizabeth no, ¿qué tal Sylvia Josephs? —sugiere McDermott.
—No, es demasiado vieja para follársela —dice Van Patten.
—Por Dios —dice McDermott—. Si tiene veintitrés años.
—Veintiocho —corrijo yo.
—¿De verdad? —pregunta McDermott, interesado, después de una pausa.
—Sí —digo yo—. De verdad.
A McDermott se le escapa:
—Oh.
—Mierda, lo había olvidado —digo, dándome una palmada en la frente—. He invitado a Jeanette.
—La verdad es que es una chica a la que no me importaría…, bueno, invitar —dice Van Patten obscenamente.
—¿Cómo te puede aguantar una chica tan agradable como Jeanette? —pregunta McDermott—. ¿Por qué te aguanta, Bateman?
—La tengo envuelta en cachemira. En mucha cachemira —murmuro, y luego añado—: Tendré que llamarla y decide que no venga.
—¿No estás olvidando algo? —me pregunta McDermott.
—¿Qué? —No se me ocurre de qué se trata.
—Bueno, que tienes a Evelyn en la otra línea.
—Mierda —exclamo—. Esperad un momento.
—¿Por qué me molestaré con estas cosas? —oigo que McDermott se pregunta a sí mismo, suspirando.
—Que venga Evelyn —grita Van Patten—. ¡También está buena! ¡Dile que se reúna con nosotros en Zeus Bar, a las nueve y media!
—Vale, vale —grito yo, antes de atender la otra línea.
—No me gusta todo esto —está diciendo Evelyn.
—¿Qué tal si nos vemos en Zeus Bar a las nueve y media? —sugiero.
—¿Puedo llevar a Stash y Vanden? —pregunta tímidamente.
—¿Es la chica del tatuaje? —pregunto a mi vez tímidamente.
—No —dice ella, suspirando—. No tiene ningún tatuaje.
—Menos rodeos.
—Oh, Patrick —se queja.
—Mira, tienes suerte de que te hayamos invitado, por lo tanto… —Se me apaga la voz.
Silencio, durante el que no me siento mal.
—Venga, únete a nosotros allí —digo—. Lo siento.
—Muy bien —dice ella, resignada—. ¿A las nueve y media?
Vuelvo a la otra línea, interrumpiendo la conversación de Van Patten y McDermott sobre si es adecuado o no llevar una camisa azul marino cuando se lleva un blazer azul.
—Oídme —los interrumpo—. Callaos. ¿Os merezco toda la atención posible?
—Sí, sí, sí —dice Van Patten, suspirando, aburrido.
—Voy a llamar a Cindy para conseguir que Evelyn no venga a cenar con nosotros —anuncio.
—¿Por qué coño has invitado primero a Evelyn? —pregunta uno de ellos.
—Estábamos bromeando, idiota —añade el otro.
—Buena pregunta —digo, tartamudeando—. Es-p-p-p-erad.
Marco el número de Cindy después de encontrarlo en mi Rolodex. Responde después de saber quién llama.
—Hola, Patrick —dice.
—Cindy —digo yo—. Necesito que me hagas un favor.
—Hamlin no va a ir a cenar con vosotros, chicos —dice ella—. Ha tratado de llamaros pero teníais todas las líneas ocupadas. ¿Es que no tenéis una línea de espera para las llamadas?
—Claro que la tenemos —digo—. ¿Qué crees que somos, bárbaros?
—Hamlin no va a ir —vuelve a decir, inexpresiva.
—¿Entonces qué va a hacer? —pregunto—. ¿Limpiarse los zapatos? .
—Va a salir conmigo, mister Bateman.
—¿Y qué pasa con eso benéfico de los árboles? —pregunto.
—Hamlin se equivocó —dice ella.
—Cabecita loca —digo.
—¿Qué? —pregunta ella.
—Que estás saliendo con un gilipollas, cabecita loca —digo yo suavemente.
—Gracias, Patrick. Muy amable.
—Cuidado, cabecita loca —advierto—, estás saliendo con el mayor carapijo de Nueva York.
—Me lo dices como si yo no lo supiera ya. —Bosteza.
—Oye, cabecita loca, estás saliendo con un famoso carapijo.
—¿Sabes que Hamlin tiene seis televisores y siete vídeos?
—¿Nunca usa ese aparato para remar que le regalé? —pregunto.
—No lo ha estrenado —dice ella.
—Oye, cabecita loca, es un carapijo.
—¿Quieres dejar de llamarme cabecita loca? —ruega, aburrida.
—Oye, Cindy, si pudieras elegir entre leer WWD o… —Me interrumpo, inseguro de lo que iba a decir—. Oye, ¿no hay ningún sitio al que ir esta noche? —pregunto—. Algo que no sea demasiado… ruidoso.
—¿Qué es lo que quieres, Patrick? —dice, suspirando.
—Sólo quiero paz, amor, amistad, comprensión —digo desapasionadamente.
—¿Qué es lo que quieres? —repite.
—¿Por qué no venís con nosotros los dos?
—Tenemos otros planes.
—Hamlin ha reservado la jodida mesa a su nombre —grito, ofendido.
—Bueno, pues usadla vosotros, chicos.
—¿Por qué no venís? —digo.
—Creo que paso de cenar —dice ella—. Pídeles disculpas a los chicos de mi parte.
—Pero nosotros vamos a Kaktus, uh, quiero decir a Zeus Bar —digo. Luego, confuso, añado—: No, a Kaktus.
—¿De verdad que vais a ir allí? —pregunta.
—¿Por qué?
—El sentido común indica que ya no es un sitio «in» para cenar —dice.
—¡Pues la mesa la ha reservado Hamlin! —grito.
—¿Ha reservado él mesa allí? —pregunta ella, perpleja.
—¡Hace siglos! —grito.
—Oye —dice ella—. Me estoy vistiendo.
—Eso no me gusta nada —digo.
—No te preocupes —dice, y cuelga.
Vuelvo a la otra línea.
—Bateman. Sé que suena a imposible —dice McDermott—. Pero el vacío se está haciendo mayor.
—No me apetece un mexicano —declara Van Patten.
—Espera, espera, no vamos a ir a un mexicano, ¿o si? —digo—. ¿Estoy equivocado? ¿No íbamos a ir a Zeus Bar?
—No, mamón —suelta McDermott—. No hemos conseguido mesa en Zeus Bar. Vamos a Kaktus. A las nueve.
—Pero no quiero ir a un mexicano —dice Van Patten.
—Pues la reserva la has hecho tú, Van Patten —grita McDermott.
—Yo tampoco —digo, de repente—. ¿Por qué un mexicano?
—No es mexicano mexicano —dice McDermott, enfadado—. Es algo que llaman nouvelle cuisine mexicana, tapas y otras cosas del sur de la frontera. Algo de ese estilo. Esperad. Me llaman por la otra línea.
Desconecta, dejándonos a Van Patten ya mí en la misma línea.
—Bateman —dice Van Patten, suspirando—, mi euforia se esfuma rápidamente.
—¿De qué me hablas? —De hecho estoy tratando de recordar dónde he quedado con Jeanette y Evelyn.
—Cambiemos la reserva —sugiere él.
Pienso en ello, luego pregunto desconfiadamente:
—¿Y adónde vamos?
—Al 1969 —dice, tentándome—. ¿Ejem? ¿1969?
—Me gustaría ir —admito.
—¿Qué podríamos hacer? —pregunta.
Pienso en ello.
—Reservar mesa. Enseguida.
—Muy bien. ¿Para tres? ¿Cinco? ¿Cuántos?
—Cinco o seis, supongo.
—Muy bien. Espera.
Justo cuando me deja él, vuelve McDermott.
—¿Dónde está Van Patten? —pregunta.
—Ha ido… a hacer pis —digo.
—¿Por qué no quieres ir a Kaktus?
—Porque siento pánico existencial —miento.
—¿Crees que es un motivo suficiente? —pregunta McDermott—. Pues yo no.
—¿Hola? —dice Van Patten, volviendo a conectar con nosotros—. ¿Bateman?
—¿Qué tal? —pregunto—. McDermott también escucha.
—No hay nada que hacer.
—Mierda.
—¿Qué pasa? —pregunta McDermott.
—Bien, chicos, ¿os gustan las margaritas? —pregunta Van Patten—. ¿O no os gustan?
—Yo voto por una margarita —dice McDermott.
—¿Bateman? —pregunta Van Patten.
—Preferiría varias botellas de cerveza, preferiblemente no mexicana —digo yo.
—Mierda —dice McDermott—. Otra llamada. Esperad.
Desconecta con nosotros.
Si no me equivoco ya son las ocho y media.
Una hora después. Todavía seguimos discutiendo. Hemos cancelado la reserva en Kaktus y puede que alguno haya vuelto a hacerla. Confuso, de hecho cancelo una mesa que no habíamos reservado en Zeus Bar. Jeanette ya no está en su apartamento y no tengo ni idea de a qué restaurante habrá ido, y tampoco recuerdo en cuál le he dicho a Evelyn que se reuniera con nosotros. Van Patten, que ya ha tomado un par de largos tragos de Absolut, pregunta por Kimball, el detective, y de qué hablábamos, y lo único que puedo recordar es algo de que la gente cae entre las grietas.
—¿Hablaste tú con él? —pregunto.
—Claro.
—¿Qué te dijo que le había pasado a Owen?
—Que se había desvanecido. Plaff —dice. Le oigo abrir la nevera—. Nada. Las autoridades no saben nada.
—Sí —digo—. Estoy muy trastornado por ello.
—Bueno, Owen era…, no sé —dice él, oigo que abre una cerveza.
—¿Qué más le dijiste, Van Patten? —pregunto.
—Bueno, lo normal —dice, suspirando—. Que usaba corbatas amarillas y granate. Que almorzaba en el 21. Que en realidad no practicaba el arbitraje, que era lo que Kimball creía que hacía, sino que se dedicaba a las fusiones. Lo normal. —Casi puedo oír cómo se encoge de hombros.
—¿Qué más?
—Vamos a ver. Que no usaba tirantes. Siempre cinturón. Que había dejado de tomar cocaína, cerveza. Ya sabes, Bateman.
—Era un mamón —digo yo—. Y ahora está en Londres.
—Por Dios —murmura—, la competencia indiscriminada está en declive.
McDermott vuelve a conectar con nosotros.
—Muy bien. ¿Adónde vamos?
—¿Qué hora es? —pregunta Van Patten.
—Las nueve y media —respondemos los otros dos.
—Espera, ¿qué ha pasado con el 1969? —le pregunto a Van Patten.
—¿Qué es eso del 1969? —McDermott no entiende.
—No me acuerdo —digo yo.
—Cerrado. Imposible reservar nada —me recuerda Van Patten.
—¿No podemos recurrir otra vez al 1500? —pregunto.
—El 1500 ya está cerrado —grita McDermott—. Tienen la cocina cerrada. Tendremos que ir a Kaktus.
Silencio.
—¿Hola? ¿Hola? ¿Estáis ahí, chicos? —grita, interrumpiéndolo.
—Saltarín como una pelota en la playa —dice Van Patten.
Me río.
—Si creéis que es divertido —advierte McDermott.
—¿El qué? ¿Qué vamos a hacer? —pregunto.
—Chicos, sólo pasa que me muestro aprensivo con respecto a fracasar en lo de reservar una mesa antes, bueno, de las doce de la noche.
—¿Estás seguro de lo del 1500? —pregunto—. Parece raro de verdad.
—¡La sugerencia se puede discutir! —grita McDermott—. ¿Por qué, tal vez me pregunte? ¡Porque-ya-han-cerrado! ¡Y-como-han-cerrado ya-no-reservan-mesas! ¿Me sigues?
—Oye, no te pases, guapo —dice Van Patten fríamente—. Iremos a Kaktus.
—Teníamos mesa reservada allí para hace ya diez…, no, quince minutos —dice McDermott.
—Pero si he cancelado yo la reserva, creo —digo yo, tomo otro Xanax.
—La he vuelto a reservar yo —dice McDermott.
—Eres inapreciable —le digo, en tono monótono.
—Podré estar allí hacia las diez —dice McDermott.
—Contando el tiempo que perderé en un cajero automático, yo podré estar hacia las diez y cuarto —dice Van Patten lentamente, contando los minutos.
—¿Recuerda alguno que Jeanette y Evelyn iban a reunirse con nosotros en Zeus Bar, donde no tenemos mesa reservada? ¿Se le ha pasado a alguno por la cabeza? —pregunto, dubitativo.
—Pero Zeus Bar está cerrado y además hemos cancelado la reserva de una mesa que ni siquiera habíamos hecho —dice McDermott, tratando de conservar la calma.
—Pero creo que les he dicho a Jeanette y Evelyn que se reunieran con nosotros allí —digo yo, llevándome la mano a la boca, aterrado ante esta posibilidad.
Después de una pausa, McDermott pregunta:
—¿Andas buscando problemas?
—Mi línea de espera —digo—. Oh, Dios mío. ¿Qué hora es? Mi línea de espera.
—Será una de esas chicas —dice Van Patten, alegre.
—Esperad —grito.
—Buena suerte —oigo decir a Van Patten, antes de desconectar con él.
—¿Diga? —pregunto mansamente—. Éste es el número de…
—Soy yo —grita Evelyn, mientras el ruido de fondo casi ahoga su voz.
—Oh, hola —digo, como quien no quiere la cosan—. ¿Qué pasa?
—Patrick, ¿qué estás haciendo en casa?
—¿Dónde estás? —pregunto, de buen humor.
—Estoy-en-Kaktus —dice ella, silbando como una serpiente.
—¿Qué estás haciendo ahí? —pregunto, todo bondad.
—Dijiste que nos veríamos aquí, eso-hago —dicen. Confirmé vuestra reserva de mesa.
—Oh, Dios mío, lo siento —digo—. He olvidado decírtelo.
—¿Has olvidado decirme qué?
—Que no vamos a ir… —me atraganto— ahí. —Cierro los ojos.
—¿Quién-demonios-es-Jeanette? —pregunta, subrayando las palabras.
—Bueno, ¿no os estáis divirtiendo? —pregunto, ignorando su pregunta.
—No-no-nos-divertimos.
—¿Y por qué no? —pregunto—. Estaremos ahí… enseguida.
—Porque todo esto parece, no lo sé…, inapropiado —grita.
—Escucha, te volveré a llamar. —Hago como que voy a anotar el número.
—No vas a poder hacerla —dice Evelyn, con voz tensa.
—¿Por qué no? Ya se ha terminado la huelga de teléfonos —bromeo, o algo así.
—Porque-Jeannette-está-detrás-de-mí-y-lo-quiere-usar —dice Evelyn.
Hago una larguísima pausa.
—¿Patrick?
—Evelyn. Déjalo correr. Salgo ahora mismo para ahí. Estaremos ahí enseguida —prometo.
—Oh, Dios mío…
Conecto la otra línea.
—Chicos, chicos, alguien ha jodido la cosa. Yo la he jodido. O vosotros. No lo sé —digo, dominado por el pánico.
—¿Qué pasa? —pregunta uno de ellos.
—Jeanette y Evelyn están en Kaktus —digo.
—Pobre chico —suelta Van Patten.
—Ya sabéis, chicos, no queda fuera de mis capacidades meter repetidamente un tubo de plomo en la vagina de una chica —les digo a Van Patten y McDermott; luego añado, después de un silencio que tomo por sorpresa por parte suya, permitiéndoles que tengan una aguda percepción de mi crueldad—, pero compasivamente.
—Todos sabemos lo de tu tubo de acero, Bateman —dice McDermott—. Deja de presumir.
—¿Es que trata de decirnos que tiene una polla muy grande? —le pregunta Van Patten a Craig.
—Bueno, no estoy seguro —dice McDermott—. ¿Tratas de decirnos eso, Bateman?
Hago una pausa antes de contestar.
—Bueno…, no, no exactamente. —Suena mi línea de espera.
—Muy bien, me siento oficialmente envidioso —dice McDermott, haciéndose el gracioso.
—La verdad es que no importa. Tengo el cerebro embotado. —También tengo hambre y estoy tomando avena y salvado de una caja de cereales. Vuelve a sonar mi línea de espera.
—Puede que consigamos drogas…
—Llama a Hamlin.
—Dios santo, uno no puede entrar en un cuarto de baño de esta ciudad sin salir con un gramo, de modo que no hay que preocuparse.
—¿Ha oído alguien hablar de lo del asunto celular de Bell South?
—Spuds McKenzie sale en el programa de Patty Winters de mañana.