Pasa un rosario de días. De noche duermo a intervalos de veinte minutos. Me siento sin objetivo, las cosas parecen empañadas, mis impulsos homicidas afloran, desaparecen, afloran, vuelven a desaparecer, apenas quedan dormidos durante un tranquilo almuerzo en Alex Goes to Camp, donde tomo la ensalada de cordero frío con langosta y judías blancas con lima y vinagre de foie gras. Llevo unos pantalones vaqueros descoloridos, una chaqueta Armani y una camiseta blanca de ciento cincuenta dólares de Comme des Garçons. Hago una llamada telefónica para oír los mensajes que tengo. Devuelvo unas cintas. Me detengo en un cajero automático. La noche pasada, Jeanette me preguntó:
—Patrick, ¿por qué llevas hojas de afeitar en la cartera?
El programa de Patty Winters de esta mañana era sobre un chico que se enamoraba de una caja de jabón.
Incapaz de mantener un personaje público verosímil, me encuentro vagando por el zoológico de Central Park, inquieto. Hay traficantes de drogas junto a las entradas y el olor a mierda de caballo de los carruajes que pasan se desliza por ellas dentro del zoológico, y las puntas de los rascacielos, edificios de apartamentos de la Quinta Avenida, el Trump Plaza, el edificio AT&T, rodean al parque que rodea al zoológico e incrementan su falta de naturalidad. Un mozo negro que pasa la fregona por el suelo del servicio de caballeros me pide que tire de la cadena después de usar el retrete.
—Tira tú, negro asqueroso —le digo, y cuando hace ademán de echarse sobre mí, el brillo de la hoja de una navaja le hace retroceder.
Todas las ventanillas de información parecen cerradas. Un ciego mastica una galleta. Dos borrachos, maricones, se consuelan uno al otro en un banco. Cerca una madre da el pecho a un bebé, lo que despierta algo espantoso en mi interior.
El zoológico parece vacío, desprovisto de vida. Los osos polares parecen sucios y drogados. Un cocodrilo flota lentamente en un aceitoso estanque artificial. Los frailecillos miran tristemente desde su jaula de cristal. Los tucanes tienen picos afilados como cuchillos. Las focas se tiran estúpidamente desde unas rocas a una agua revuelta y negra, gritando estúpidamente. Los encargados del zoológico les dan de comer pescados muertos. Una multitud se agolpa alrededor del estanque, por lo general adultos, unos cuantos acompañados de niños. En el estanque de las focas una placa advierte: LAS MONEDAS PUEDEN MATARLAS. SI LAS TRAGAN, LAS MONEDAS PUEDEN IR AL ESTÓMAGO DE LOS ANIMALES Y PROVOCAR ÚLCERAS, INFECCIONES Y LA MUERTE. NO LANCEN MONEDAS AL ESTANQUE. ¿Qué podía hacer yo? Lanzo un puñado de monedas al depósito cuando no mira ninguno de los encargados del zoológico. Y no es que odie a las focas, lo que me molesta es que la gente se divierta con ellas. La lechuza blanca tiene unos ojos idénticos a los míos, especialmente cuando los pone en blanco. Y mientras me quedo allí, mirándola fijamente, después de quitarme las gafas, pasa algo inexpresable entre yo y el ave, hay una especie de extraña tensión, una rara presión, que alimenta lo que sigue, lo que empieza, sucede, termina, con muchísima rapidez.
En la oscuridad del hábitat de los pingüinos —el borde del banco de hielo, es como lo llaman pretenciosamente en el zoológico— hace fresco, en agudo contraste con la humedad de fuera. Los pingüinos del estanque se deslizan perezosamente por debajo del agua más allá de las paredes de cristal donde se agolpan los espectadores para mirar. Los pingüinos de las rocas, que no nadan, parecen aturdidos, tensos, cansados y aburridos; la mayoría bostezan y, a veces, se estiran. Por el sistema de sonido se oyen ruidos falsos de pingüinos, probablemente casetes, y alguien ha subido el volumen porque la sala está abarrotada. Los pingüinos son listos, supongo. Localizo a uno que se parece a Craig McDermott.
Un niño, de escasamente cinco años, termina de comerse una barrita de caramelo. Su madre le dice que tire el envoltorio y luego sigue hablando con otra mujer, que está con un niño de más o menos la misma edad; los tres mirando fijamente la oscuridad azulada del hábitat de los pingüinos. El primer niño se dirige a la papelera, situada en una esquina a oscuras en el fondo de la sala, detrás de la que ya estoy agazapado. Se pone de puntillas, tirando cuidadosamente el envoltorio dentro de la papelera. Susurro algo. El niño me ve y se queda allí, separado de la multitud, ligeramente asustado pero también fascinado, en silencio. Yo le devuelvo la mirada.
—¿Te apetece una… galleta? —pregunto, buscando con la mano en el bolsillo.
Asiente con su cabecita, la sube, luego la baja, lentamente, pero antes de que pueda responder, mi súbita falta de cuidado me convierte en una imponente oleada de furia y me saco el cuchillo del bolsillo y le doy rápidamente un tajo en el cuello.
Perplejo, retrocede contra la papelera, gorjeando como un niño mucho más pequeño, incapaz de gritar o llorar debido a la sangre que empieza a salir disparada de la herida de su garganta. Aunque me gustaría ver morir al niño, le empujo detrás de la papelera, luego me mezclo con el resto de la multitud y toco el hombro de una niña muy guapa y, sonriendo, señalo a un pingüino que se prepara para zambullirse. Detrás de mí, si alguien mirara con atención, vería los pies del niño pataleando detrás de la papelera. No pierdo de vista a la madre del niño, que al cabo de un rato nota la ausencia de su hijo y se pone a recorrer la multitud con la mirada. Vuelvo a tocar el hombro de la niña y ésta me sonríe y se encoge de hombros pidiendo disculpas, pero no logro imaginar por qué.
Cuando por fin la madre lo distingue, no grita porque sólo puede verle los pies y supone que está jugando a esconderse de ella. Al principio parece aliviada por haberle localizado y, avanzando hacia la papelera, dice con voz infantil:
—¿Estás jugando al escondite, cariño?
Pero desde donde estoy yo, detrás de la niña, que ya me he dado cuenta de que es extranjera, una turista, puedo ver el momento exacto en que la expresión de la cara de la madre se hace de miedo y colgándose el bolso del hombro, aparta la papelera y descubre un rostro completamente cubierto de sangre roja y al niño que tiene problemas para pestañear debido a ella y se agarra la garganta y ya patalea débilmente. La madre emite un sonido que no puedo describir, algo muy agudo que se convierte en un alarido.
Después de que la mujer caiga al suelo al lado del cuerpo, unas cuantas personas se dan la vuelta y yo me encuentro gritando, con una voz cargada de emoción.
—Soy médico, échense atrás, soy médico. —Y me arrodillo al lado de la madre antes de que una multitud de curiosos se agolpe a nuestro alrededor y tienda sus manos hacia el niño, que ahora está de espaldas tratando inútilmente de respirar, mientras la sangre no deja de manar de su cuello, pero en arcos cada vez más mortecinos, y se derrama sobre su polo, que está empapado de ella. Y tengo la vaga conciencia durante los minutos de que sujeto la cabeza del niño, con respeto, con cuidado para no mancharme de sangre, de que si alguien llamara por teléfono o si hubiera a mano un médico de verdad, habría bastantes oportunidades de que el niño pudiera salvarse. Pero no pasa nada. En lugar de eso, le sujeto la cabeza, con la mente en blanco, mientras la madre —feúcha, con aspecto de judía, un poco gorda, que lastimosamente trata de parecer elegante con unos pantalones vaqueros de diseño y un antiestético jersey de lana negra con dibujos de hojas— grita haga algo, haga algo, haga algo, mientras los dos ignoramos el caos, y la gente que se pone a chillar a nuestro alrededor, concentrándose únicamente en el niño moribundo.
Aunque al principio estoy satisfecho de mi acción, de repente me domina una triste desesperación por lo inútil, lo extraordinariamente fácil que es quitarle la vida a un niño. Esta cosa que tengo delante, pequeña y retorcida y ensangrentada, no tiene historia, carece de pasado que merezca la pena, por lo que no se pierde nada con su desaparición. Es muchísimo peor (y más placentero) quitarle la vida a alguien que haya llegado a la flor de la vida, que esté al comienzo de una larga historia, con un marido o una mujer, amigos, una carrera, cuya muerte trastorne a muchas más personas que la de este niño, incluso pueda destrozar más vidas que las que destrozará la insignificante muerte de este niño. Me domina automáticamente un deseo casi invencible de acuchillar también a la madre del niño, que está histérica, pero lo único que puedo hacer es abofetearla con fuerza y gritarle que se calme. Algo que no provoca miradas de desaprobación. Soy vagamente consciente de que entra luz en la sala, de que en algún sitio abren una puerta, de la presencia de los empleados del zoológico y de un guardia de seguridad, de que alguien —¿uno de los turistas?— está sacando fotos con flash y de que los pingüinos están muy asustados en el estanque que tenemos detrás y se estrellan contra el cristal dominados por el pánico. Un policía me aparta, aunque le digo que soy médico. Alguien arrastra al niño fuera, le deja en el suelo y le quita el polo. El niño da las últimas boqueadas, muere. Tienen que sujetar a la madre.
Me siento vacío, casi no me entero de dónde estoy, y ni siquiera la llegada de la policía parece motivo suficiente para que me vaya, y me quedo entre la multitud de fuera del hábitat de los pingüinos; con docenas de otras personas. Me lleva mucho tiempo decidir alejarme pero, al fin, me encuentro bajando por la Quinta Avenida, sorprendido de la poca sangre que me ha salpicado la chaqueta, y me detengo en una librería y compro un libro, y luego en el Dove Bar, una chocolatería de la esquina con la calle Cincuenta y seis, donde compro una chocolatina —rellena de coco— e imagino un agujero que se hace más y más ancho en el Sol, y por alguna razón esto suprime la tensión que he empezado a sentir cuando me he fijado por primera vez en los ojos del búho blanco y luego ha arreciado después de que al niño lo arrastraran fuera del hábitat de los pingüinos y me he alejado, con las manos empapadas en sangre, sin que me atraparan.