Me hace frente un maricón

Otoño: un domingo hacia las cuatro de la tarde. Estoy en Barney’s, comprando unos gemelos. He entrado en la tienda a las dos y media, después de un frío, tenso desayuno tardío con el cadáver de Christie. Me dirijo rápidamente al mostrador y le digo al vendedor:

—Necesito un látigo. De verdad.

Además de los gemelos, he comprado una maleta de avestruz con doble cremallera y guarnecida de vinilo, una antigüedad de plata, un tarro para píldoras de piel de cocodrilo y cristal, un vaso antiguo para el cepillo de dientes, un cepillo de dientes de cerda de tejón y un cepillo de uñas de fausse concha de tortuga. ¿La cena de la noche pasada? En Splash. No demasiado que recordar: un Bellini aguado, una pastosa ensalada de arugula, una camarera malhumorada. Después vi una reposición de un programa de Patty Winters que originalmente pensé que era una cinta grabada de la tortura y subsiguiente asesinato de dos fulanas la primavera pasada (el programa trataba de consejos sobre cómo su animal de compañía se puede convertir en estrella de cine). Justo en este momento estoy comprando un cinturón —no para mí—, así como tres corbatas de noventa dólares, diez pañuelos, una bata de cuatrocientos dólares y dos pijamas de Ralph Lauren, y pido que me lo envíen todo a mi apartamento, excepto los pañuelos, pues quiero que les borden mis iniciales y me los manden a P & P. Ya he montado el número en el departamento de zapatos de señora, y para mi vergüenza, me ha echado una vendedora desolada. Al principio sólo es una vaga inquietud y estoy inseguro acerca de su origen, pero luego noto, aunque no lo puedo asegurar, como si me persiguieran, como si alguien siguiera mis pasos por Barney’s.

Luis Carruthers va, supongo, de incógnito. Lleva una especie de chaqueta de esmoquin con dibujo como de jaguar, guantes de piel de ciervo, un sombrero de fieltro, gafas de aviador, y está oculto detrás de una columna, haciendo como que mira una hilera de corbatas y, sin la menor gracia, me lanza una mirada de reojo. Apoyándome, digo algo en un suspiro, supongo que pido la cuenta, y la presencia de Luis me obliga a considerar que no es una buena idea llevar una vida relacionada con esta ciudad, con Manhattan, con mi trabajo, y de repente imagino a Luis en una fiesta espantosa, bebiendo un agradable rosé seco, con locas reunidas en torno a un jovencito muy guapo, canciones de revistas musicales, ahora tiene una flor en la mano, ahora lleva una boa de plumas alrededor del cuello, ahora el pianista ataca algo de Les Misérables, cariño.

—¿Patrick? ¿Eres tú? —Oigo preguntar a una voz vacilante.

Como en una de las secuencias culminantes de una película de terror —un violento zoom— aparece Luis Carruthers, de repente, sin avisar, desde detrás de la columna, moviéndose furtivamente y saltando al mismo tiempo, si esto es posible. Sonrío a la vendedora, luego me alejo de él con torpeza y me dirijo hacia donde exponen los tirantes, con necesidad urgente de un Xanax, un Valium, un Halcion, un Frozfruit, lo que sea.

No puedo mirarle, no quiero hacerlo, pero noto que se me acerca. Su voz lo confirma.

—¿Patrick…? Hola.

Cerrando los ojos, me llevo una mano a la cara y murmuro, casi para mí mismo:

—No me obligues a que te lo diga, Luis.

—¿Patrick…? —dice, fingiendo inocencia—. ¿Qué quieres decir? —Una espantosa pausa, luego añade—: ¿Por qué no me miras?

—Paso de ti, Luis. —Respiro, tranquilizándome al mirar la etiqueta del precio de una chaqueta de punto Armani—. ¿No te das cuenta? Paso de ti.

—Patrick, ¿por qué no hablamos? —pregunta, casi en un gemido—. Patrick…, mírame.

Después de volver a respirar a fondo, admito con un suspiro:

—No tenemos nada, nada, de qué hablar…

—No podemos seguir así —me interrumpe impaciente—; No puedo seguir así.

Refunfuño. Empiezo a alejarme de él. Me sigue, insistente.

—De todos modos —dice, una vez que hemos llegado al otro extremo de la tienda, donde yo hago como que miro unas corbatas de seda, aunque todo me resulta borroso—, te alegrará saber que me trasladan a otro Estado.

Se me quita como un peso y soy capaz de preguntar, pero todavía sin mirarle:

—¿Adónde?

—A otra sucursal —dice, y su voz parece mucho más relajada, probablemente debido al hecho de que le he preguntado por su traslado—. En Arizona.

—Perfecto —murmuro.

—¿No quieres saber por qué? —pregunta.

—La verdad es que no.

—Por tu culpa —dice.

—No digas eso —le suplico.

—Por tu culpa —vuelve a decir.

—Estás enfermo —le digo.

—Si estoy enfermo es por tu culpa —dice, como quien no quiere la cosa, mirándose las uñas—. Estoy enfermo por tu culpa y no mejoraré.

—Has sacado de quicio esa obsesión que tienes. La has sacado excesivamente de quicio —digo, y me dirijo a otro pasillo.

—Pero sé que tú tienes los mismos sentimientos que yo —dice Luis, persiguiéndome—. Y sé que sólo… —Baja la voz y se encoge de hombros—. Bueno, el que te niegues a admitir… ciertos sentimientos no significa que no los tengas.

—¿Qué tratas de decir? —siseo.

—Que sé que sientes lo mismo que yo. —Se quita dramáticamente las gafas, como para demostrar algo.

—Has llegado a una… conclusión equivocada —digo, casi ahogándome—. Eres… evidentemente un degenerado.

—¿Por qué? —pregunta él—. ¿Está mal que te quiera, Patrick?

—Oh…, Dios… mío.

—¿Que te desee? ¿Que quiera estar contigo? —pregunta—. ¿Está mal eso?

Mientras me mira, desamparado, puedo notar que está muy cerca de un hundimiento emocional. Después de que termine, si se exceptúa un prolongado silencio, no hay respuesta por mi parte. Por fin contraataco, siseando:

—¿A qué se debe esa constante incapacidad tuya para evaluar racionalmente la situación? —Hago una pausa—. ¿Eh?

Alzo la cabeza de los jerseys, las corbatas, lo que sea, y miro fijamente a Luis. En ese instante sonríe, alegre de que reconozca su presencia, pero la sonrisa pronto desaparece y en el oscuro hueco de su mente de marica comprende algo y se echa a llorar. Cuando me dirijo tranquilamente a una columna para esconderme detrás de ella, me sigue y me agarra bruscamente del hombro, obligándome a volverme y encararle: Luis emborrona la realidad.

Al tiempo que le pido a Luis que se marche, él dice sollozando:

—Por Dios, Patrick, ¿por qué no te gusto? —Y luego, para mi desgracia, se pone de rodillas a mis pies.

—Levántate —murmuro, sin moverme—. Levántate.

—¿Por qué no podemos estar juntos? —dice, sollozando y dando puñetazos en el suelo.

—Porque… yo no… —paseo rápidamente la vista alrededor para asegurarme de que no hay nadie escuchando; me agarra de la rodilla, y yo le aparto la mano— no te encuentro… atractivo sexualmente —susurro, y le miro—. La verdad es que no puedo creer que haya dicho eso —murmuro para mí mismo, sin dirigirme a nadie, y luego niego con la cabeza, tratando de despejármela, pues las cosas están alcanzando tal grado de confusión que me siento incapaz de soportarla. Le digo a Luis—: Déjame en paz, por favor. —Y empiezo a alejarme.

Incapaz de aceptar lo que le pido, Luis se agarra a la parte interior de mi trinchera Armani y, todavía de rodillas en el suelo, grita:

—Por favor, Patrick, por favor, no me dejes.

—Óyeme —le digo, intentando hacer que se levante del suelo. Pero esto hace que él suelte un grito falso, que se convierte en un gemido que aumenta y alcanza un crescendo que atrae la atención de un guardia de seguridad de Barney’s que está junto a la puerta principal y que empieza a acercársenos.

—Mira lo que has hecho —le susurro, desesperado—. Levántate. Levántate.

—¿Va todo bien? —El guardia de seguridad, un negro corpulento, nos mira desde su altura.

—Sí, gracias —digo, mirando fijamente a Luis—. Todo va bien.

—No-o-o-o —gime Luis, sacudido por los sollozos.

—Sí —repito, mirando al guardia.

—¿Está seguro? —pregunta éste.

Sonriendo profesionalmente, le digo:

—Por favor, dénos unos minutos. Necesitamos hablar en privado. —Me vuelvo hacia Luis—. Y ahora vámonos, Luis. Levántate. Estás babeando. —Vuelvo a mirar al guardia de seguridad y digo, alzando la mano, mientras asiento—: Sólo un minuto, por favor.

El guardia de seguridad asiente inseguro con la cabeza y vuelve, dubitativo, hacia su puesto.

Agarro a Luis, que sigue arrodillado, por sus temblorosos hombros y le digo tranquilamente, en voz bastante baja, pero lo más amenazadora posible, como si le hablase a un niño al que voy a castigar:

—Escúchame, Luis. Si no dejas de llorar, jodido y patético maricón, voy a rebanarte el pescuezo. ¿Me oyes? —Y le doy un par de bofetadas sin demasiada fuerza en la cara.

—Oh, sí, mátame —gime él, con los ojos cerrados, moviendo la cabeza a los lados, refugiándose en la incoherencia; luego lloriquea—: Si no te puedo tener, prefiero morir. Quiero morir.

Mi cordura está en peligro de desaparecer, justo aquí, en Barney’s, y agarro a Luis por el cuello de su esmoquin, que casi se desgarra a mis pies, y acercando su cara a la mía, susurro, casi para mi mismo:

—Escúchame bien, Luis. ¿Me oyes? Normalmente no aviso a la gente, Luis. Así que da las gracias de que te avise.

Su racionalidad se ha ido al carajo, hace ruidos guturales, hunde la cabeza, avergonzado, y responde algo que resulta difícilmente audible. Le cojo por el pelo —lo tiene pegajoso de espuma; reconozco el olor de Cactus, una nueva marca— y moviéndole con violencia la cabeza, le gruño:

—Escúchame, ¿quieres morir? Pues yo te mataré, Luis. Ya lo he hecho antes y te destriparé, te abriré el jodido estómago y te ataré los intestinos alrededor de tu jodido cuello de maricón hasta que te asfixies.

No me escucha. Sigo doblado por la cintura. Le miro incrédulo.

—Por favor, Patrick, por favor. Escúchame, ya lo tengo todo planeado. Si yo dejo P & P, tú también lo puedes dejar y…, y… encontraríamos otro empleo en Arizona, y luego…

—Cállate, Luis. —Le meneo violentamente—. Por Dios, cállate.

Me estiro rápidamente, echándome el pelo hacia atrás, y cuando creo que su arrebato se ha calmado y me siento capaz de alejarme, Luis me agarra por la pantorrilla derecha y trata de sujetarme mientras me marcho de Barney’s, por lo que termino arrastrándole como unos dos metros antes de darle una patada en la cara, mientras sonrío impotente a una pareja que mira desde cerca del departamento de calcetines. Luis alza la vista hacia mí, implorando, con el comienzo de una gran hinchazón formándosele en la mejilla izquierda. La pareja se aleja.

Te quiero —se queja lamentablemente—. Te quiero.

—Estoy convencido de ello, Luis —le grito—. Me has convencido. Y ahora levántate.

Por suerte, un vendedor, alarmado por la escena que ha montado Luis, interviene y le ayuda a levantarse.

Unos pocos minutos más tarde, después de que se haya tranquilizado lo suficiente, los dos estamos de pie junto a la entrada principal de Barney’s. Luis tiene un pañuelo en una mano, los ojos cerrados con fuerza, y se le forma lentamente un cardenal, hinchándosele debajo del ojo izquierdo. Parece calmado.

—Ya sabes, tienes que mantener el tipo, de verdad —le digo.

Angustiado, él mira más allá de las puertas giratorias la cálida lluvia que cae y luego, con un suspiro triste, se vuelve hacia mí. Yo estoy mirando las hileras, las hileras interminables de corbatas; luego al techo.